¿CDMX O VALLE DEL ANÁHUAC?

La ciudad y los marxistas

El descubrimiento del campo teórico y político denominado “ciudad” ha sido relativamente tardío para los marxistas. Aunque contamos con indicaciones maravillosas por el dúo Marx-Engels: del primero, en El capital y su esfuerzo por comprender la nueva fuerza productiva que era el capital industrial asentado en conglomerados urbanos distintos del campo; del segundo, en su juvenil y excelso trabajo sobre la “situación de la clase obrera en Inglaterra”, éstas son apenas indicaciones y sugerencias dispersas. Un compañero hoy por infortunio ausente, Jorge Fuentes Morúa,1 buscó problematizar el despotismo urbano en la obra de Marx y Engels mediante el rescate de las posibilidades de interpretación en los clásicos; se trata de un trabajo precursor y no del todo atendido.

memoria25827El tema de la ciudad no es central en los años posteriores a la escritura de los dos teóricos clásicos; los imperativos de la guerra y las revoluciones desplazaron la atención necesaria. Tuvimos que esperar a los trabajos de Lewis Mumford o Henri Lefebvre para identificar conceptos como espacio o urbano o la compleja relación entre la ciudad y el capital. Ésta apareció entonces —de manera principal en la Europa capitalista que aspiraba a destruir el mundo campesino—2 como el lugar de la lucha política por excelencia. Más tarde, a esos autores se sumaron las obras de Jean Lojkine, Christian Topalov y, más recientemente, David Harvey y Neil Smith, además de las de André Gorz, en su crítica respecto a la “ideología social del automóvil”, y Marc Augé, sobre la bicicleta y el metro. Hoy ya es posible, a partir de ellos y otras referencias, hablar con propiedad de una teorización a propósito de la revolución urbana.

Quizá porque el mundo campesino y agrario, así como los contingentes comunitarios indígenas, tienen mayor arraigo en Latinoamérica, el tema de la ciudad apareció tardíamente y no por fuerza de manera central. Ya en las primeras indicaciones de la obra de Aníbal Quijano encontramos el problema de la urbanización en su especificidad latinoamericana (la marginalidad). A su manera, el por entonces sociólogo marxista español Manuel Castells hacía lo propio: estudió el proceso de crecimiento urbano en zonas del norte de México. La urbanización en Latinoamérica era un proceso en ciernes; el mundo campesino y la posibilidad de una revolución agraria resultaban más reales que los relatos construidos paralelamente por Lefebvre a propósito de la ciudad localizada en Europa. Aquella producción inicial, hoy ya lejana en sus problemáticas, no demerita que volvamos a los estudios sobre la urbanización y la marginalidad como elementos constantes, si bien diversos. El capitalismo en su desarrollo específico en Latinoamérica decidió el rumbo de aquel debate en nuestra región: la modernización —la mayor de las veces autoritaria— impuso un tipo de construcción de la ciudad posterior a la década de 1960 y no antes.

Con la modernización capitalista vinieron los procesos no sólo de industrialización sino, también, de ampliación del espacio y centralidad de las ciudades; y con ellas, evidentemente también la segmentación, la división, la concentración y el trazado de una nueva geografía, que asignó un lugar suyo a las distintas ramas de la producción y a las clases. Se vio entonces la emergencia de nuevos agentes de reclamos: lo que en México se llamó a mediados de los ochenta el Movimiento Urbano Popular (o en Chile movimiento de los “pobladores”), operando desde décadas previas, ganó de a poco un lugar en las coordenadas de la izquierda, así como en una más o menos efectiva conquista de derechos inmediatos. Las demandas por agua, pavimentación, alumbrado, seguridad y un largo etcétera configuraron las formas de politización de contingentes atrapados entre el viejo patrón industrial y la entonces nueva configuración neoliberal. En aquellas luchas convivieron por igual los ex obreros industriales jubilados o despedidos con los jóvenes hijos del neoliberalismo, sin empleo seguro y cada vez más arrinconados a lo que hoy denominamos “precarización laboral”. Tales luchas terminaron de asentarse a mediados del decenio de 1990, cuando la ciudad comenzó a reconfigurarse como hoy la habitamos.

Nuestra ciudad: capitalismo y colonialismo

La urbe que habitamos es resultado de un largo proceso histórico. Ciudades importantes del mundo capitalista como Nueva York, Berlín o Madrid eran páramos apenas habitados cuando Tenochtitlán era ya una construcción humana en pleno desarrollo, un complejo asentamiento lacustre que desarrolló de manera importante la agricultura, el comercio, la cultura y, con ello, toda una civilización . Cargado con el esplendor y la caída de esta última, se configuró un espacio que vive entre esos dos mundos: habitamos una ciudad histórica; sobre los restos de la antigua civilización derrotada se impuso una nueva, por la fuerza y el convencimiento. Esa configuración histórica ha sobredeterminado hasta nuestros días el trazado y la disposición política y clasista de la ciudad. Si ya en el siglo XVI el límite de la ciudad era la calle de San Pablo, el pueblo de indios, de pobres y de la prostitución, hoy lo es una gran mancha urbana localizada al oriente de la ciudad: tierra de los expulsados de las sucesivas modernizaciones capitalistas; es decir, de la fuerza de trabajo que día tras día se traslada al norte, al sur y, sobre todo, al poniente de la ciudad “a que se le curta el pellejo”, como escribía Marx. El sur quedó como el reservorio verde de la ciudad y con no pocos resquicios del viejo mundo indígena y comunitario, al tiempo que la modernización capitalista le impuso ser el lugar de la “cultura”: así, junto a Tlalpan y Coyoacán, fuentes inagotables de “cultura”, conviven los múltiples pueblos de Xochimilco y Tláhuac. Durante los años del desarrollismo autoritario encabezado por el PRI, el norte de la ciudad quedó ceñido en gran medida por la disposición industrial: Azcapotzalco era sin duda la joya de aquella corona, con sus grandes fábricas y refinerías; hoy apenas un recuerdo metálico de una industrialización desmontada en los años del neoliberalismo. El poniente rico se dispuso quizá con mayor claridad desde los tiempos del Imperio de Maximiliano, con su bosque, su lago y su castillo: la modernización neoliberal le agregó el espantoso conjunto de emporios de Santa Fe, cuya arquitectura posmoderna de la “transparencia” busca olvidar que aquel lugar se asienta sobre un antiguo basurero; aun así, no muy lejos de ese manantial de riqueza capitalista se encuentran verdaderos enclaves populares (¡el propio pueblo de Santa Fe!), los cuales hacen de contraste y contrapeso a esa microciudad de los nuevos ricos, producidos por el neoliberalismo. Al centro quedó el espacio de un poder simbólico y financiero, hoy además trasminado como espacio de turismo y de la novedosa “gentrificación”.

Las distintas fases del capitalismo han ordenado la ciudad, asignando una división territorial del trabajo a cada espacio; sin embargo, junto a la división espacial del trabajo ha pervivido una constante colonial: la blanquitud se apropió de importantes segmentos de la ciudad, prohibiendo al pueblo indígena, moreno y mestizo (este último, un indígena “desindianizado”, a decir de Bonfil Batalla) habitarla. En tanto, algunos territorios quedaron en manos de estos sectores, con lo cual se formuló una división tanto capitalista (las zonas industriales, las de habitación popular, las de consumo cultural, las de habitación de los dominantes y gobernantes) como colonial. Hoy, este proceso es claro cuando se observa la construcción hacia el oriente popular y pobre (indígena y mestizo) y el poniente propio de la blanquitud y del criollismo. Basta observar el cambio del paisaje de la ciudad de un costado a otro de la calzada de Tlalpan y un poco menos violento también después de la avenida de los Insurgentes: ambos trazos, verdaderos dispositivos de gestión del tránsito de los sectores sociales ordenados tanto clasista como colonialmente. Ese ordenamiento es por supuesto un complejo de complejos; los puntos cardinales de la ciudad se encuentran atravesados por distintas lógicas de producción y consumo del espacio diferenciado: en todas conviven elementos de una cultura subalterna y popular con los mecanismos del consumo capitalista de nuestros días.

¿CDMX o Valle del Anáhuac?

Sería difícil establecer el momento preciso en que la izquierda mexicana descubrió que la ciudad era campo de lucha y, por tanto, espacio crucial para establecer nuevas relaciones sociales. En el rescate de la memoria de la lucha de nuestro pueblo habrá que decir que la Revolución Mexicana misma puso en primer momento la importancia de ese espacio urbano, pese a haber sido centralmente campesina. Basta revisar los trabajos de Francisco Pineda o de Pedro Salmerón (desde la perspectiva del villismo) respecto a la impronta zapatista sobre la ciudad, cuyo momento mítico, desde nuestro punto de vista insuficientemente invocado en el imaginario de la izquierda, es el 6 de diciembre de 1914: verdadero acontecimiento en que el pueblo pobre e indígena se toma el espacio de la ciudad burguesa, todavía en muchos sentidos porfirista. Los zapatistas, con excelsitud descritos por Francisco Pineda, quienes ocupan la ciudad y derrotan a Obregón y a los carrancistas. Ellos descubren de a poco la ciudad y le imponen un gobierno distinto, la gestionan y la administran no sin poca ayuda de los anarquistas. De las victorias de 1914 a las derrotas cruciales de 1915 habrá que esperar largas décadas para que las fuerzas de izquierda vuelvan a apoderarse de la ciudad. En tanto, el propio Obregón se venga de esa ciudad y en los años veinte suprime las municipalidades, con lo cual se inicia un proceso de despojo del derecho democrático de elección de autoridades. Quizá 1968 sea el clímax del (re)descubrimiento de la ciudad: basta leer los espacios narrados por un testigo de la calidad de Paco Ignacio Taibo ii en su 68 para darse cuenta de lo que pertenecía socialmente a los estudiantes y lo que les era ajeno de la ciudad. Será para esta generación del 68 una gran revelación encontrar la ciudad con sus conflictos, sus nuevos resquicios, sus conjuntos de hierro y acero, así como sus caudalosas contradicciones. Ahí, la izquierda se vuelve consciente de la urbe: de la necesidad de luchar por ella, de sus habitantes cada vez más distantes y ajenos a la cultura política oficial, de la ausencia de derechos y la pertinencia de conquistarlos. En aquella larga y maravillosa coyuntura se descubre la especificidad política de la ciudad. Ahí surge la propuesta de un nuevo estado para la federación, el llamado Estado del Anáhuac. En aquella propuesta, las izquierdas condensaban la especificidad de la ciudad: la de ciudadanos que, si bien carentes de derechos formales, conquistaban su derecho a participar en las calles, de los que se opusieron con militancia al régimen autoritario del pri y de a poco fueron evaporando la hegemonía política del partido de Estado, apostando a las diversas opciones políticas de la izquierda.

Los que salieron a las calles primero de la mano los estudiantes, luego de la insurgencia sindical posteriormente encontraron ante las desgracias de 1985 la necesidad de formar el Movimiento Urbano Popular hasta converger (fraude electoral de por medio) en la Convención del Anáhuac, formada por más de 100 organizaciones sociales. Retomando la consigna de la creación del Estado del Anáhuac como eje de una construcción popular de la ciudad, esta convención dio origen a la Asamblea Democrática de Representantes Vecinales, Organizaciones Sociales, Civiles y Populares del Anáhuac. El nombre Anáhuac quedaba anclado a la participación popular y la movilización democrática que abría la posibilidad de transformar la ciudad.

En el Anáhuac se visibilizaba la propuesta de una ciudad que apelaba a la memoria de la lucha del pueblo mexicano, pero también a reivindicar algo más que un pasado muerto, la presencia indígena. Frente a ello, la neoliberal y turística designación cdmx no sólo tiene poco que ofrecer o decir a la izquierda, sino que lejos está de representar la materialización de las aspiraciones de la izquierda, que ha mantenido como una bandera de lucha legítima una concepción de ciudad puesta al servicio de los habitantes.

memoria25832¿Qué política para la ciudad?

Las izquierdas de nuestros días (como sucede siempre) tienen diversas estrategias. Una minoritaria y hasta ahora testimonial ha optado por el concepto de “anticapitalismo”. El anticapitalismo es (creemos que mal) entendido como un (único) programa que encabeza una (supuesta) organización de vanguardia y no como el efecto de múltiples luchas que configuran relaciones sociales alternativas. Más allá de la radicalidad de las consignas, hay en aquella propuesta gran pobreza sobre lo específico de lo político en la ciudad. Más allá de ellas, nada testimonial y profundamente ancladas en formas de reproducción de la política “tradicional” otras fuerzas marcan el ritmo del ejercicio del poder. Se trata de las izquierdas socialdemócrata y nacionalista, las cuales han optado desde que triunfaron en 1997 (entonces en una tensa unidad) por la vía del “derecho a tener derechos”. Morena encabeza hoy esa estrategia de construcción de la ciudad y probablemente vaya desplazando al PRD en la forma de constituirla. Esa estrategia no sólo ha permitido la posibilidad de elegir autoridades locales (algo imposible hace 20 años): ha logrado que las luchas y demandas feministas y de la diversidad sexual se materialicen en la factibilidad del aborto seguro y por decisión o del matrimonio igualitario, sólo por mencionar los temas donde los derechos de los habitantes de la ciudad destacan respecto al retraso político de otros espacios del país. Las izquierdas socialdemócratas y nacionalistas capitalizaron la existencia de multiplicidad de movimientos reivindicativos, cristalizando la fuerza de éstos en distintos derechos, significativos e importantes sin duda.

Sin embargo, hay que hacer crítica de la izquierda partidista anclada aún en el “derecho a tener derechos” como horizonte último de movilización y construcción de la ciudad. Pero también debe hacerse porque las paradojas que han llevado a la izquierda socialdemócrata a su actual nivel de descomposición política son resultado de esa tendencia que tuvieron de servirse del movimiento social, en sus distintas expresiones, y particularmente del Movimiento Urbano Popular, pues si bien contuvieron y restaron fuerza a ese movimiento con programas sociales, que —cierto— mejoraron la calidad de vida de un sector de la población de la ciudad, representaron a la vez la exclusión y sectorialización de la vivienda urbana a las zonas periféricas.

Paradójicamente, los tres gobiernos anteriores al actual posibilitaron una estrategia de construcción de derechos, de satisfacción de demandas, al tiempo que permitían la existencia de un poderoso corredor financiero y turístico que ha hecho impensable un proyecto de vivienda popular en la zona centro, a la vez que se patrocina la gentrificación y estetización clasemediera de la zona centro-poniente de la ciudad.

Hoy organizan y disponen del entramado de la ciudad los sectores del capital: ya en contubernio, ya golpeando y desplazando, ya convenciendo o negociando con los políticos, se ha impuesto como el organizador simbólico y material de la urbe. Tras los derechos ganados y conquistados por una ciudadanía joven, se teje también la del derecho supremo de los capitales: los auges inmobiliario que destroza colonias y barrios populares, automovilístico que hace invivible la ciudad (y con él las jugosas ganancias de la industria petrolera, hoy en manos transnacionales), el de la educación privada repartida en la ciudad según la demanda de sus clientes (universidades para ricos e “institutos” educativos de dudosa calidad para los marginados, todos articulados por el trabajo precarizado) y el de las transnacionales del supermercado (Walmart como el Moloch del intercambio mercantil), que destroza pequeños negocios y precariza el trabajo a límites infames (basta ver el crecimiento de los call center, regados por la ciudad, organizando y determinando la vida de los jóvenes). Tras la estrategia del “derecho a tener derechos” se entregó la organización de la ciudad a los capitales más importantes: financieros, automotrices, inmobiliarios, de la construcción. El símbolo del dominio del capital en la ciudad está en el establecimiento del corredor turístico y financiero que va de la Torre Mayor pasando por Reforma-Alameda-centro histórico: la joya de la ciudad burguesa al amparo de la socialdemocracia de los derechos (exclusivamente) sociales.

Hoy no hay una fuerza unificada capaz de frenar estos múltiples procesos que acontecen y configurar la ciudad capitalista. Existen, sí, fuerzas dispersas, que resisten el embate del capital y sus múltiples demonios: los que luchan contra el dominio del automóvil, los que buscan la distribución de pequeños productores, los que apuestan por formas comunitarias de la vivienda, los que tratan de llevar expresiones artísticas y culturales a los puntos del oriente y norte de la ciudad que han sido reducidos a un verdadero apartheid social (de violencia y exclusión), los que procuran establecer centros de atención de los migrantes extranjeros y nacionales, especialmente indígenas, los que en la ciudad ensayan relaciones distintas, múltiples, no mercantiles, solidarias. Minoritarios hoy quizá, pero muestra de que es posible una política efectiva (y no sólo panfletaria o de islotes aislados) de construcción de otra ciudad. En esos múltiples registros, pensamos, podría avanzarse hacia una izquierda que democratice la ciudad; es decir, que cuestione las políticas privatizadores y expoliadoras, pero que entienda también la diversidad que se alberga cuestionando el colonialismo interno y la forma clasista de la ciudad. Ello, sin embargo, requiere considerar, como decía Zavaleta citando a Marx, que estamos en la época cuando nada ocurre con autonomía de nada y, por tanto, la ciudad es parte de la decadencia nacional y espacio de articulación de fuerzas hacia proyectos antineoliberales. Avanzar desde un gobierno alternativo para la ciudad tiene que considerar múltiples problemáticas dejadas a la suerte del mercado. Se requiere para ello la construcción alternativa de la ciudad, que vuelva a poner el transporte en manos del monopolio estatal; proyecte el crecimiento y las necesidades educativas de calidad, hoy a todas luces insuficientes; evapore las formas precarias de trabajo en el propio gobierno; democratice el acceso al consumo cultural más allá de los ejes actuales; e impulse decididamente una campaña de infraestructura ciclista y desincentive el uso del automóvil particular. Eso, por mencionar sólo los clivajes principales e inmediatos de una concepción distinta de la ciudad.

No hay que albergar la revolución urbana a un futuro mítico o un golpe espectacular de fuerza, sino a un presente cotidiano de lucha con sus múltiples entramados, sus intersticios, sus hiatos: molecularmente también se puede construir la ciudad alternativa, una ciudad para la vida; ahí está el espíritu del estado del Anáhuac.


1 Fuentes Morúa, Jorge. Marx y Engels contra el despotismo urbano, México, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Y de él mismo, Gramsci: política y región, México, UAM-I.

2 De ahí la intención de John Berger por fijarse en el mundo campesino europeo en su trilogía De sus fatigas.

3 https://centrourbano.com/usos-sociales-del-agua-en-la-ciudad-prehispanica-la-historia-de-la-urbanizacion-lacustre/