LA CRISIS DE LA MODERNIDAD REQUIERE UNA TRANSFORMACIÓN CIVILIZATORIA

(I) Una nueva utopística

Todas las variantes que pregonaban la transformación de las sociedades han quedado hechas añicos, se volvieron “confeti de colores”. La realidad del mundo de hoy, globalizado, interconectado, hipertecnológico y que ha alcanzado los máximos históricos de la explotación ecológica y social, ha enviado a las principales propuestas del cambio social al depósito de lo inservible. Ni la revolución armada ni la reforma por la vía electoral son ya caminos viables y adecuados para emancipar a las sociedades. Ante la crisis de la modernidad industrial necesitamos una transformación civilizatoria. Y eso implica la revisión del pensamiento crítico y las acciones emancipadoras y de la adopción de nuevos paradigmas. El viejo dilema entre “reforma o revolución” ha quedado superado y desbordado por la compleja realidad. Los revolucionarios y los reformistas de todo tipo se han vuelto anacrónicos. Estamos ante una singular paradoja: han surgido los revolucionarios decadentes y los reformistas obsoletos, que siguen actuantes y, aún más, protagonizan numerosas batallas de triunfo imposible.

Hoy, intentar una transformación de las sociedades mediante la vía de las armas es el acto más descabellado conocido. Atrás quedó la épica revolucionaria que, serenamente analizada, indujo actos de suicidio colectivo y demencia general, alimentados por la política y la ideología convertidas en religión o dogma. Intentar una revolución armada supone hoy dar a los grandes aparatos tecno-militares la oportunidad de probar, a manera de experimento, sus nuevos y refinados armamentos, basados en la aplicación de las ciencias de frontera, como la robótica, la nanotecnología, la electrónica, la balística, la tecnología satelital o la geomática. Solamente las 10 mayores corporaciones fabricantes de armas en conjunto realizaron ventas en 2013 por 202.4 mil millones de dólares y emplearon a más de 900 mil trabajadores, incluidos unos 100 mil científicos (véase http://regeneracion.mx/las-10-empresas-que-mas-se-benefician-con-las-guerras/). Un dron (aeronave no pilotada) puede ¡localizar una huella humana a 1.5 kilómetros de distancia!

De la vía electoral no puede decirse menos. La llamada “democracia representativa”, dominante como práctica, se ha vuelto una ilusión alimentada puntualmente por los aparatos de la propaganda y los anestésicos de los explotadores. El poder económico actual, el capital corporativo, controla, domina y determina a las clases políticas del planeta como si fueran un manso rebaño de ovejas. La llegada de partidos o dirigentes en apariencia alternativos, o son meramente temporales, es decir tolerables por un tiempo, o fácilmente cooptables o eliminables. La fantasía de la democracia cosmética, la idea de que el voto da de manera mágica representatividad a un individuo, es irreal en tanto no haya un efectivo control social sobre las decisiones cotidianas del representante. Y eso tiene que ver con la ausencia de la escala y el espacio, con la existencia de una democracia desterritorializada y sin control social. Sólo un sistema que elige representantes por territorios o regiones y que escala en la construcción de una estructura de “abajo hacia arriba”, al amparo del riguroso principio de “mandar obedeciendo”, resulta real. Se trata de poner en práctica una verdadera democracia participativa, radical o territorial (grass roots democracy).

Hoy, la “nueva utopística” (según la acepción que ofreció I. Wallerstein) es la creación gradual y paulatina de zonas emancipadas, de islas ganadas al control ciudadano o social, de territorios defendidos primero y liberados después, defendidos y liberados de los poderes políticos y económicos que, en pleno contubernio, explotan a la mayoría de los seres humanos. Se trata de islas anticapitalistas, contraindustriales, posmodernas, cuya consolidación y concatenación dan lugar a territorios liberados que comenzaron defendiéndose y han logrado ya emanciparse porque ahí domina el poder social, llámese como se llame (autogobierno, autogestión, soberanía popular). La “nueva utopística”, la que visualizaron Boaventura de Sousa Santos y André Gorz, es “el socialismo, raizal, ecológico y tropical” de Orlando Fals-Borda, “las prácticas emancipadoras descolonizadas” de Raúl Zibechi y la vuelta a esa esfera doméstica de la reproducción de la vida detectada por Fernand Braudel en algunas de sus obras.

La “nueva utopística” se construye en territorios rurales y urbanos, e implica por supuesto un esfuerzo de conciencia, trabajo y solidaridad que no es nuevo sino que, simplemente, fue diluido y olvidado en el imaginario de la modernidad, pero que aún está presente en los pueblos tradicionales (campesinos, indígenas, de pescadores, pastores, recolectores) como una práctica “normal y cotidiana” en su reproducción de la vida misma y que se expresa a través de filosofías autóctonas como el buen vivir (Andes), la minga o la comunalidad (Mesoamérica).

En México, como en buena parte de la Latinoamérica y algunos países de Europa, esta tercera vía que conduce a una efectiva transformación civilizatoria avanza a pasos agigantados; no sólo el neozapatismo sino cientos de proyectos locales y regionales eco-políticos lo confirman. Pocos lo ven y casi nadie reconoce su trascendencia. Ello es el resultado de una historia cultural de unos 7 mil años, de una tradición de lucha social de más de 200 años, de la Revolución Agraria de inicios del siglo xx, de las condiciones de extrema explotación y deterioro que hoy se sufre, y hasta de la vigencia de iconos que movilizan a millones como el maíz, Emiliano Zapata o la Virgen de Guadalupe.

(II) El derrumbe ideológico del capitalismo

“Nosotros cantaremos a las grandes masas agitadas por el trabajo, por el placer o por la revuelta: cantaremos a las marchas multicolores y polifónicas de las revoluciones en las capitales modernas, cantaremos al vibrante fervor nocturno de las minas y de las canteras, incendiados por violentas lunas eléctricas; a las estaciones ávidas, devoradoras de serpientes que humean; a las fábricas suspendidas de las nubes por los retorcidos hilos de sus humos; a los puentes semejantes a gimnastas gigantes que husmean el horizonte; y a las locomotoras de pecho amplio, que patalean sobre los rieles, como enormes caballos de acero embridados con tubos, y al vuelo resbaloso de los aeroplanos…” Esto y más escribió Filippo Tommaso Marinetti (1867-1944) en su Manifiesto futurista, de 1909, y acaso esta proclama capte y refleje como nada ese impulso nunca antes visto en la historia humana con que el capital se lanzó de lleno a la industrialización imparable, ya recién descubierto el petróleo, su fórmula secreta.

El maravilloso mundo que se avecinaba para la humanidad a inicios del siglo XX, mediante la innovadora combinación de capital, petróleo y tecnología, se vio sin embargo casi de inmediato interrumpido por su sentido inverso. Y esos tres supuestos pináculos del progreso, el confort y la vida convertida en sueño se utilizaron en cambio para la destrucción masiva, la magnificación de la fuerza y el genocidio nunca antes visto en la historia del planeta. La relativa era pacífica surgida con la posguerra volvió a animar durante medio siglo las expectativas de un futuro lleno de plenitudes fincadas en el mercado, las innovaciones científico-tecnológicas y el uso de los combustibles fósiles (petróleo, gas y uranio), especialmente tras la caída de la Unión Soviética, la otra cara de la civilización industrial, convertida en el bastión mundial de una quimera colectivista que se volvió un infierno. El capitalismo entraba de lleno como la única opción de una civilización tecnocrática y materialista basada en el individualismo, la competencia, la corporación, el confort, el consumismo y una necia necesidad por dominar y explotar a la naturaleza. El mejor de los mundos posibles. Marinetti renacía de sus cenizas.

Hoy, los Papeles de Panamá culminan, son el último eslabón de una cadena de sucesos que tras casi una década colocan las ilusiones del capital en pleno descrédito. Toda civilización se mueve en el tiempo, a través de la historia, en la medida en que es capaz de mover la imaginación de los individuos en torno a expectativas de vida. La falsa conciencia opera entonces como el mecanismo que mueve las energías individuales que, articuladas, generan los procesos societarios que mueven a las sociedades. El capitalismo ha sido el motor de la civilización moderna o industrial; y sus fuegos artificiales, luces y luminarias, los impresionantes avances tecno-económicos y el bienestar y confort que ofrece. Pero cada vez queda más al descubierto una realidad distinta. La fórmula por la que apuesta el capitalismo no sólo se queda corta sino que da señales de fatiga, decadencia y, aun, de ineficacia y perversidad. Los enormes aparatos creadores de ideología que bombardean día y noche las mentes de los seres humanos por todos los rincones del planeta se vuelven disfuncionales. La civilización moderna aparece cada día como una gigantesca maquinaria dedicada a la doble explotación que realiza una minoría de minorías sobre el trabajo humano y el de la naturaleza. Tal explotación se adereza, oculta, desvanece, maquilla e incluso justifica por todos los medios posibles. El capitalismo no cumple las expectativas de bienestar, equidad, justicia, seguridad y democracia que siempre pregonó; además, a los ojos de los ciudadanos del mundo aparece como un mecanismo indetenible que parasita y depreda. En este nuevo panorama, el Estado va quedando al descubierto como la instancia dedicada a defender, legitimar, justificar o imponer los intereses del capital corporativo, en el brazo al servicio de la concentración y acumulación de riquezas. Las figuras de los grandes plutócratas, idealizadas y alabadas por revistas, programas televisivos, películas y medios digitales e impresos, desde Walt Disney o Henry Ford hasta Steve Jobs, Bill Gates o Carlos Slim, se desploman y las sustituyen los cientos de empresarios corruptos en pleno contubernio con criminales y mafias políticas. El mercado, concebido como la vara mágica de la innovación, el desarrollo y el progreso, se delinea por la fuerza de los hechos en un escenario brutal de competidores sin escrúpulos o corruptos y en un inexorable perfeccionamiento de los monopolios. El mundo se ha convertido en un gran casino; y su devenir, en guerra despiadada entre el capital y el Estado de un lado y la humanidad y la naturaleza del otro.

El mundo ficción construido por el capital se resquebraja. Antes de los Papeles de Panamá aparecieron la gran crisis financiera de 2008 y el rescate con los impuestos ciudadanos de los bancos quebrados, el espionaje masivo, el lavado de dinero, las trampas de Volkswagen y otras automotrices, los actos corruptos de reyes, presidentes, primeros ministros, cardenales y obispos, magnates y ejércitos, la comprobación científica de la iniquidad social y económica, la megaconcentración de las riquezas, la injusticia agraria mundial, la depredación despiadada de la naturaleza, el peligroso desequilibrio del ecosistema global y los cambios climáticos, el gasto bélico y la amenaza nuclear. La tecnología, el petróleo y el mercado conducidos por la racionalidad del capital han creado un mundo más, no menos, peligroso e injusto. Quedan como testimonios irrefutables los datos duros derivados de sendos estudios. Los 62 seres más ricos del mundo (sólo 9 mujeres entre ellos) poseen una riqueza igual a la de 3 mil 600 millones de otros miembros de la especie (Oxfam Internacional), una situación agravada entre 2010 y 2015. Por otra parte, tres investigadores suizos develaron tras el análisis de la base de datos Orbis 2007, donde figuran 37 millones de empresas, que un grupo de solamente mil 318 corporativos y bancos domina la mayor parte de la economía mundial (New Scientist, 19 de octubre de 2011). Todo ello, mientras luego de dos décadas de reuniones mundiales no se logra detener el calentamiento del planeta que la triada mercado/tecnología/petróleo, la civilización moderna, ha generado.

(III) México, la rebelión silenciosa ya comenzó

Es tiempo de hacer justicia a lo posible. En medio, a un lado o por fuera de la tremenda crisis, otros mundos se construyen de manera silenciosa y a contracorriente de los modelos dominantes. Estos mundos no son visibles a los reflectores de la dominación, a las elites intelectuales ni a los ojos aferrados a los lentes de siempre. Aun los más calificados de los “anteojos emancipadores” siguen asidos a dogmas, algunos que se remontan al siglo xix, tesis anacrónicas, percepciones no correspondientes ya al mundo de hoy. El primer hecho por aceptar, la premisa primera por reconocer, es que el mundo se enfrenta a una crisis de civilización y, por tanto, se requiere una transformación civilizatoria. Ello supone un cuestionamiento radical y profundo de los principales bastiones de la civilización moderna e industrial: el petróleo, el capitalismo, la ciencia, los partidos políticos, los bancos, las corporaciones, la democracia representativa, el consumismo. Dos frases parpadean como estrellas en el firmamento de un nuevo pensamiento crítico: una, de Albert Einstein: “We cannot solve the problems we have created with the same thinking that created them” (“No se pueden resolver los problemas con el mismo pensamiento con que fueron creados”); la otra, de Boaventura de Sousa Santos: “No hay solución moderna a la crisis de la modernidad”.

Una segunda premisa, aceptada por pocos, afirma que el clásico dilema de la transformación social, “reforma o revolución”, “voto o balas” “vía electoral o violenta” ha dejado de tener sentido y se ha convertido en un mito. La razón: en su fase actual, la de la mayor concentración de riqueza en la historia de la humanidad, el capital ha terminado por devorar al Estado y a sus mansos, edulcorados y burocratizados partidos políticos. Los límites entre el poder económico y el político se han diluido o borrado. Se ha vuelto entonces imposible, mediante la vía electoral, lograr los cambios profundos que el mundo requiere con urgencia y que deben superar dos limitaciones supremas de la modernidad: la mayor desigualdad social de que se tenga memoria, y el mayor desequilibrio ecológico a escala planetaria. Los ciudadanos, su poder, han quedado anulados. La sociedad moderna ha perdido su capacidad de autotransformación y, con ello, sus mecanismos de autocorrección en un contexto donde la crisis ecológica amenaza ya la supervivencia humana en el futuro inmediato. La democracia (representativa, formal, institucional), principal aportación de Occidente, se ha convertido en mera ilusión.

¿Cual es entonces el camino para una transformación social a la altura de las circunstancias? La vía, con adeptos crecientes en todo el mundo, es la construcción del poder social o ciudadano, mediante la organización, en territorios concretos. Esto significa tomar el control de los procesos económicos, ecológicos, políticos, financieros, educativos, de vigilancia y de comunicación, en escalas donde sea posible. Y esto puede ser un hogar, un conjunto de hogares, una comunidad rural, una manzana o barrio urbano, un edificio, un municipio entero, una región o una colonia. En esta nueva perspectiva, la posibilidad de cambio por la vía electoral, si se observa potencialmente benéfica, se visualiza como complementaria o accesoria a la vía del poder social en los territorios, nunca como el objetivo central ni único.

Todo esto, comenzado a llamarse pensamiento impolítico, A. Galindo-Hervás (2015) lo sitúa desde Europa en filósofos como G. Agamben, R. Esposito, Jean Luc Nancy y A. Badiou, pero en realidad se nutre de anteriores pensadores iconoclastas, como Ivan Illich, André Gorz o Morris Berman, y especialmente de una sinfonía de autores latinoamericanos: O. Fals-Borda, L. Boff, A. A. Maya, E. Leff, A. Escobar, E. Dussel, el Sub Marcos, y los nuevos seguidores de la ecología política. ¿Por qué Latinoamérica? Por la sencilla razón de que aquí ocurren los experimentos societarios más avanzados del planeta, buena parte inducidos por las recientes rebeliones indígenas y su vigor demográfico, de tal suerte que el pensamiento es reflejo de inéditos procesos civilizatorios, nutridos a su vez de originales reflexiones teóricas. Por eso, Latinoamérica es la región más esperanzadora.

México resulta privilegiado en el contexto descrito, pues su territorio es ya un laboratorio de innumerables experimentos socio-ambientales. No sólo hay en el país múltiples bastiones de reflexión teórica en las universidades públicas y las privadas, y una feroz resistencia ciudadana como la de los profesores democráticos y las de las comunidades opuestas a los proyectos depredadores en 300 puntos del territorio, sino que durante las últimas tres o cuatro décadas se han construido innovadores proyectos locales y regionales en sus zonas rurales. Nuestras investigaciones han levantado un inventario de más de mil proyectos novedosos en sólo cinco estados (Oaxaca, Chiapas, Quintana Roo, Puebla y Michoacán; véase “México, regiones que caminan hacia la sustentabilidad: http://www.iberopuebla.mx/i3ma/libros.asp), incluidos los Caracoles Zapatistas, las numerosas cooperativas indígenas de café orgánico y múltiples casos de autogestión comunitaria. Todos estos proyectos se fincan en el poder ciudadano sobre los territorios y en los procesos de producción y comercialización, pero también en la democracia participativa, la autogestión y autodefensa, la creación de bancos locales y regionales, las radios comunitarias, la dignificación de las mujeres, y últimamente en la reconversión hacia otras fuentes de energía solar. Con diferentes grados de integralidad y de éxito, y abarcando diversas escalas, estos proyectos de alteridad civilizatoria avanzan construyendo en regiones y territorios un mundo sin capitalismo, partidos políticos, bancos, empresas, y poniendo en práctica una ciencia que respeta y dialoga con sus propios saberes. Son las islas o burbujas de una nueva civilización. Las expresiones de una transformación silenciosa.


* Instituto de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México, campus Morelia.

Nota: La tesis central postulada desde hace más de dos décadas por el autor y otros muchos pensadores es que el mundo se enfrenta no a una crisis social, económica, tecnológica, ecológica o moral sino a una crisis civilizatoria, la cual exige nuevas miradas y –también– transformaciones hasta ahora inimaginables en todos los ámbitos. Estos tres ensayos, publicados previamente en La Jornada, ofrecen una apretada síntesis del pensamiento del autor sobre ese tema, e ilustran además lo que viene a ser un análisis formulado desde una perspectiva ecológico-política.