LATINOAMÉRICA: EL MARXISMO Y LAS IDEAS

Cuando en 1948 la revista Annales dedicó un número especial al subcontinente, Lucien Febvre eligió intitular el volumen A travers les Amériques latines. En plural, las Américas latinas indicaban un problema y una de las vías habituales de solución. Un problema: el de la unidad de la realidad que el nombre Latinoamérica designa; una solución: multiplicar los estudios mediante la promoción de un análisis paralelo de los espacios nacionales y presentarlos de modo conjunto.

Esa solución, sin embargo, parecía contar sólo con “el encanto de la facilidad”, como señaló dos décadas más tarde Tulio Halperin Donghi en el prólogo de su Historia contemporánea de América Latina. “¿La nación ofrece ella misma un seguro marco unitario?”, se preguntaba Halperin para de inmediato responder negativamente y centrar la atención en la diversidad interna de cada una de las naciones del continente y “el extremo abigarramiento de sus realidades”. El plural parecía imponerse, de ese modo, para cada país, y la solución de Febvre –y de otros antes y después que él– revelaba sus límites.

La estrategia adoptada por el historiador argentino era una diferente, encontrando la unidad de la región desde una perspectiva histórica (donde la historia es inseparable del espacio). En efecto, si América Latina constituye una unidad ésta es histórica, formada históricamente a partir de otras tantas historias, pero en especial por la centralidad del hecho colonial y su posterior desmoronamiento y reformulación que supuso la incorporación de este territorio al espacio mundial.

No es casual que esa perspectiva la asumiera, entre otros, José Aricó como punto de partida en su siempre postergado –y sólo completado a medias– proyecto sobre la historia del marxismo en América Latina. Y no lo es porque pone en primer plano el carácter problemático de esa unidad.

Ese carácter anima la reciente colección “Pensadores de América Latina” que, con el sello de la editorial de la Universidad Nacional General Sarmiento (Argentina), hizo su presentación a fines de 2016, con la publicación de sus primeros cuatro títulos. Si la categoría “pensadores” puede generar dudas más que legítimas desde el punto de vista historiográfico, sociológico o político, en la presentación de la colección los directores, Nuria Yabkowski y Juan Fal, realizan una afirmación importante: el interés no está puesto en primer lugar en el pensamiento sobre América Latina (o en algo así como el pensamiento latinoamericano) sino en el modo situado que asume la actividad reflexiva en la región, sus posibilidades, condiciones y límites. Por eso, cada uno de los volúmenes se concentra en una figura político-intelectual que en sus intervenciones –estudios de largo alcance o artículos de ocasión, críticas o proyectos– dan cuenta de esa incierta localización.

Presentadas en libros breves donde predomina un tono oral –y ése es otro acierto de la colección–, las figuras elegidas son el argentino José Aricó (José Aricó. Los tiempos latinoamericanos, de Martín Cortés), el boliviano René Zavaleta Mercado (René Zavaleta Mercado. Una revolución contra Bolívar, de Diego Martín Giller), el peruano José Carlos Mariátegui (José Carlos Mariátegui. Lo propio de un nombre, de María Pía López) y el ecuatoriano Agustín Cueva (Agustín Cueva. El pensamiento irreverente, de Andrés Tzeiman).

Se cubre de ese modo un arco temporal considerable del siglo XX latinoamericano, aunque dos décadas se destacan como de privilegiada intensidad: la  de 1920 y la de 1960-70. Por una parte, años marcados por el progresivo agotamiento –en el periodo de entreguerras– de un orden consolidado hacia fines del siglo XIX que daba un lugar y una función precisos al continente (periferia productora de materias primas para un centro industrializado); por la otra, una etapa signada por las variadas tentativas y proyectos para que la región ocupe otra posición en ese escenario mundial ahora reorganizado, tras 1945, en dos polos no europeos. No es casual que ambos momentos estén, a su vez y en primer lugar, caracterizados por crisis europeas; esa intensidad histórica que se percibe de inmediato en esos años revela la reformulación del vínculo asimétrico entre América Latina y Europa, posible de seguir en ciertos acontecimientos (la reforma universitaria, la Revolución Cubana) y tendencias ideológicas e intelectuales (el antiimperialismo, el desarrollismo o el dependentismo, entre otros) que confieren centralidad político-intelectual inédita al espacio americano.

Cada libro puede ser leído aisladamente de manera provechosa, pero el abordaje en conjunto devuelve una imagen no sólo más amplia sino más sugestiva. Y es que estos cuatro títulos componen una serie compacta. En primer lugar, debido a que las figuras elegidas pertenecen a la misma tradición político-intelectual: la de “los marxismos latinoamericanos” –de nuevo el plural, siguiendo otra vez las huellas de los estudios de Aricó, quien reconocía la heterogeneidad constitutiva de esa tradición, y la existencia de “muchos Marx” no sólo en el continente–. Pero además, y en segundo lugar, porque tras los tonos y giros personales que son la marca de estilo de cada autor, se advierte una forma compartida de interrogar a esas figuras. Perspectiva y preocupaciones en común que animan lecturas “no inocentes” –como dice A. Tzeiman siguiendo a Althusser en su presentación del librito de Cueva–, marcadas por ciertas insistencias que van colaborando en la densidad y el peso de la imagen resultante de los análisis particulares. Ahora bien, ¿cuáles son los hilos que forman esa trama?

Si bien no es tematizado de manera directa, el perfil primordialmente intelectual de estas figuras es el piso que permite avanzar sobre las relaciones a veces ambiguas y siempre tensas que mantienen con el espacio específico de la política. Todos –en ocasiones de forma coincidente, en otras con profundas diferencias– piensan la política que a su vez practican; pero su dedicación al mundo de las ideas (y a las ocupaciones con él relacionadas: la edición, el periodismo, la academia) los hace habitar lugares incómodos en el mundo propiamente político.

Si ello se percibe con claridad en el vínculo entre Mariátegui y Leguía –resuelto con el decisivo viaje a Italia en 1919 del primero, y hacia finales de la década de 1920 en el control, la censura y la persecución de sus iniciativas políticas y culturales en Perú–, también está presente en la doble presión que sufre por parte de la Alianza Popular Revolucionaria Americana y de la Internacional Comunista.

Esa incomodidad se adivina tras las relaciones de Aricó con el Partido Comunista Argentino, el guevarismo o el peronismo, y se convierte decididamente en una amenaza con el golpe de Estado producido en Argentina hacia 1976, que lo obliga al exilio mexicano. Tal amenaza la sufre también Zavaleta tras el golpe militar que, en 1964, derrocó el gobierno de Estenssoro llevándolo al “exilio interminable” (de manera sucesiva Uruguay, Chile, Inglaterra y México) o, finalmente, el traslado primero a Chile y después a México de Cueva tras el arribo de Velasco, en 1970, al gobierno de Ecuador y otra vez de los militares en 1972.

Tales trayectorias signadas por los exilios remiten al autoritarismo y a la persecución política que a lo largo del siglo xx marcaron una y otra vez la historia latinoamericana, pero también la siempre insatisfactoria relación entre el intelectual y el mundo político-social.

Entre estas figuras pertenecientes a la tradición marxista, la insatisfacción se expresa en un tema recurrente y clave: el desencuentro entre el marxismo y América Latina. Para precisar, lo que en Mariátegui aparece como un peligro inminente en los años veinte –la separación del marxismo de los sectores populares– se convierte para los demás en el punto de partida al que es necesario volver una y otra vez, en el enigma por desentrañar para encontrar las vías apropiadas hacia el socialismo en la región. La distancia respecto a la experiencia histórica europea, en la que el marxismo acompañaba la formación y la lucha política del movimiento obrero, se convertía en proximidad con la experiencia rusa del siglo xix, donde la difusión del socialismo había encontrado eco entre los intelectuales de los sectores medios. Esa correspondencia (semejanzas entre mundos alejados que no derivaban del contacto) parece indicar un elemento estructural, y constituye otra de las claves comunes de lectura en los libros reseñados: la tensión entre la universalidad que alimenta las categorías y los conceptos de la teoría marxista y la singularidad de la realidad americana. M. P. López destaca así que la originalidad de Mariátegui deriva de lo que ella denomina “su realismo”, entendido “no como el culto de lo dado o renuncia posibilista” sino como “conocimiento de las potencialidades de conservación y cambio existentes en cada momento”.

Esa tensión es la que A. Tzeiman encuentra en la voluntad de saber de Cueva (percibida con claridad en la forma en que interviene en el debate sobre los modos de producción) y M. Cortés en la de Aricó; asimismo –apenas desplazada–, D. Giller la reconoce en la fuerza que anima la obra de Zavaleta, que conjuga sucesivamente en conflictiva y cambiante relación “la teoría universal (marxismo) y la local (nacionalismo revolucionario)”.

La acusación nacionalista de que las ideas marxistas están “fuera de lugar” en el continente americano por su carácter foráneo –y que por eso cumplirían una función distinta de la de su espacio de origen– indica el peligro y una de las vías posibles de conjurarlo. Más allá de la escasa densidad crítica de la imputación (¿hay algo más internacional que el nacionalismo?), se trata de no subordinar la singularidad de lo real a la generalidad de la teoría, de no acomodar la complejidad de una situación a la transparencia de un modelo definido que de antemano tiene la respuesta a cualquier problema.

Evitar ese camino no es simple, por la seguridad que ofrece y porque en el siglo xx era defendido por un sistema político-institucional que asumía el monopolio de la teoría y entendía las diferencias o los matices como desviaciones, herejías o claudicaciones. ¿De dónde proviene entonces la potencia universalista del marxismo como perspectiva crítica? Como D. Giller señala en la presentación de Zavaleta (pero es otro de los elementos comunes entre los libros), deriva de su objeto: las relaciones capitalistas que progresiva y desigualmente unificaron el mundo. Esa potencia crítica asoma cuando el marxismo es considerado un “pensamiento instrumental”, abierto a la vez a las sugerencias, los enfoques y los problemas de otros saberes o disciplinas.

Esa perspectiva instrumental la reconocemos en los ensayos y las interpretaciones de Mariátegui, para quien el marxismo era lo “más avanzado del horizonte científico y cultural de la época”, como señala M. P. López, quien reconstruye con claridad los afluentes que confluyen en su perspectiva: Marx, el vitalismo, la importancia del mito soreliano, las vanguardias históricas, el indigenismo, la preocupación incansable por la escena contemporánea. La pasión por intentar dar cuenta de un presente dinámico y contradictorio es parte central de su acción política, que a su vez alimenta el momento creativo de las ideas del peruano.

Identificamos esa creatividad en la incansable y profusa tarea de invención de categorías y conceptos (o torsión semántica de los existentes en el momento de su uso) en las recurrentes reflexiones de Zavaleta respecto a Bolivia, al Estado en América Latina o a los movimientos de la democracia que D. Giller introduce con esmero. Es que para ninguna de estas figuras, tampoco para Aricó o Cueva pese a que en sus producciones se reconoce la marca de la academia, la teoría es una práctica autónoma. Claro: esa posición lejos está de significar la subordinación a los intereses de la política de sus diversas aunque conectadas apuestas cognoscitivas, y eso se percibe en la producción ensayística de Mariátegui, en la interpretación filológica que Aricó hace de las fuentes olvidadas del marxismo o en los trabajos sociológicos de Zavaleta y Cueva.

La estancia italiana en el decenio de 1920, decisiva en la formación de la perspectiva marxista de Mariátegui, fue también la posibilidad de mirar de otra forma lo conocido y “descubrir” Perú. El exilio de Zavaleta cumple un papel semejante en su interminable intento comprensivo de Bolivia, mientras que Cueva y Aricó asumen una perspectiva latinoamericana en sus años mexicanos. La circulación de los hombres se presenta así como una de las formas privilegiadas para entender la circulación de ideas. Pero, en especial, la distancia espacial aparece como condición de posibilidad para volver a pensar en la nación.

Ahí está otro de los hilos comunes presentes en los cuatro libros: la nación se convierte en un desafío para el marxismo alejado del “materialismo histórico” (como filosofía especulativa de la historia). La nación no como un fenómeno natural sino como un proceso histórico que deriva en una configuración específica… o que no lo hace. Es que Mariátegui o Zavaleta destacan el carácter inconcluso e irresuelto de la nación en Perú y Bolivia, y por eso el marxismo no sólo debe enfrentar la complejidad de esas sociedades sino asumir el proyecto de construcción alternativo sobre el vacío heredado. La nación se sitúa entonces en el futuro, y en esa dimensión proyectiva adquieren todo su sentido sus apuestas analíticas, reconstruidas con precisión especialmente para el caso de Zavaleta por D. Giller. A. Tzeiman, a su vez, reconstruye la “vía oligárquico-dependiente” propuesta por Cueva como modelo de explicación histórica de la construcción de las naciones en América Latina (a partir de las condiciones del desarrollo del capitalismo en la región: ausencia de burguesía revolucionaria, fase imperialista de capitalismo internacional, importancia del Estado en la consolidación de la nación, etcétera).

En la estela de Mariátegui mas también de Lenin, Aricó señala igualmente la centralidad de la “cuestión nacional” como punto de partida del análisis político y social; recupera el concepto de “formación económico-social” (que posibilita un diálogo con la importancia que el mismo concepto tiene en la intervención polémica de Cueva en el debate sobre los modos de producción en América Latina), pero Cortés la recupera como el punto decisivo para detenerse largamente en uno de sus efectos más fértiles: la crítica a la concepción lineal del tiempo del “materialismo histórico”.

La atención conferida por Aricó a las preocupaciones del Marx “tardío” –obsesionado con la situación rusa, en la que termina apoyando la solución populista contra la socialista (es decir, admitiendo la posibilidad de una revolución socialista sin pasar por la “fase” capitalista)– le abre la posibilidad de dar cuenta de “la contemporaneidad de lo no contemporáneo” tanto en el plano de la convivencia de formas productivas (capitalistas y precapitalistas) como en el de la configuración social, donde las dimensiones que forman lo real no se articulan con transparencia.

Alejado así de la interpretación de Isaiah Berlin –quien veía en la actitud de Marx hacia los populistas rusos meras concesiones fruto del cansancio propio de su edad y de las decepciones acumuladas–, Aricó destaca la tensión entre ese giro y los numerosos escritos previos de Marx sobre los que el marxismo edificó su filosofía de la historia. De ese modo restituye para el marxismo la importancia del tiempo de la política, que se juega en las “temporalidades superpuestas” que forman la coyuntura.

De nuevo encontramos ecos de estas reflexiones en las demás figuras; en primer lugar, en Mariátegui, quien vivió años en los que la concepción del tiempo lineal sufría una profunda crisis (rastreable en los escritos de Bergson que el peruano comenta, pero también en los de Freud o Valery, entre otros). También en Zavaleta: el concepto de “formación abigarrada”, que acuña para analizar la “imposibilidad” de la nación boliviana, remite a esa convivencia en un mismo escenario de lo no contemporáneo (aunque, como advierte Giller, en un sentido que nada tiene de celebratorio).

En fin, no casualmente sólo hasta los años setenta y principios de los ochenta –luego del largo ostracismo que siguió a su muerte, al menos fuera de Perú– la recuperación y la lectura de Mariátegui generaron efectos perceptibles; es decir, tras el fin de las ilusiones en el desarrollismo (¿no era un término que venía a ocupar el lugar dejado vacante por el desacreditado concepto de progreso?) y en la continentalización de la Revolución Cubana. Esas revisiones coinciden con la llamada “crisis del marxismo” y de la modernidad como proyecto.

Hemos decidido destacar el haz de preocupaciones compartidas que, articuladas, organizan los trazos generales de los libros que abren la colección –desencuentro entre socialismo y América Latina, marxismo entendido como teoría crítica del capitalismo y no como filosofía de la historia a partir de la decisión de afrontar el problema de la nación–, lo cual implica no haber sido del todo justos con los matices presentados por cada uno de ellos.

Una última cuestión que se reconoce entre aquellas preocupaciones comunes. “¿Cómo nos convertimos en lectores de una obra? ¿Por qué algunas nos retienen con insistencia?”, se pregunta M. P. López al comienzo del libro que dedica a Mariátegui. Si nos distanciamos del tono testimonial, el interrogante se reconoce en la cuestión de la actualidad (como cierra su texto Cortés). ¿Por qué nos sigue interpelando Aricó, Zavaleta, Cueva o Mariátegui?

Estos libros muestran que más que de dilemas irresueltos (sin duda existentes), su actualidad deriva del tipo de preguntas con las que enfrentemos su lectura (la “no inocente” mencionada más arriba). ¿Qué tienen para decir de nuestro presente? ¿Qué pueden iluminar de un momento surcado, en palabras de M. Tronti, por la pérdida del sentido de la política que se corresponde con la crisis de la conciencia histórica? ¿O –como dice Hobsbawm– de un presente sin vínculo orgánico con el pasado? ¿Es posible, sin una idea definida de futuro, recuperar la potencia política de la pluralidad de tiempos que define una coyuntura? Un principio de respuesta a estas preguntas (y a otras: el inoxidable nacionalismo, la expansión del fascismo social, la xenofobia y el racismo, etcétera) reside en promover como antes hicieron Zavaleta y Aricó con Mariátegui, interpretaciones de los “pensadores de América Latina” a la vez interesadas y respetuosas del pasado, que conecten e iluminen simultáneamente pasado y presente. Los libros que abren la colección constituyen un promisorio punto de partida en este sentido.