LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS

(corte de caja, 1984-2017)

El 1º de septiembre de 1982 termina el nacionalismo revolucionario. El día del sexto Informe Presidencial, cuando el primer magistrado rompe en lágrimas y los congresistas en aplausos, el régimen posrevolucionario llega a la cima de lo grotesco como un signo de que había llegado al final de su eficacia histórica. A partir de entonces se pone en marcha la implantación del modelo social y político que años después se conocerá como neoliberalismo. Alternando en episodios de entusiasmo o impopularidad, la transformación se consuma a través de seis administraciones distintas y llega a nuestros días mostrando indicadores económicos desalentadores, un contexto internacional hostil y un gobierno en veloz pérdida de aprobación. Sin poder afirmar que este régimen ha llegado a su fin (el escaso poder profético de la ciencia social impone la precaución de no vaticinar finales sino después de producidos; y la regularidad con que la izquierda anuncia las caídas inminentes resta credibilidad a la premonición), ha pasado tiempo suficiente para preguntarnos por los saldos que ha dejado la serie de transformaciones desencadenadas desde entonces. ¿Dónde estamos? ¿Para qué han servido los trabajos y los días de la población mexicana en los 30 años que dura el vigente sistema económico?

Sobre el método

¿Pero cómo sortear las trampas que salen el paso de las comparaciones históricas? ¿Y cómo elegir, de entre la caterva de datos e índices que la estadística pone a nuestra disposición, los indicadores que nos permiten evaluar objetivamente el progreso de una sociedad? Es preciso hacer algunas aclaraciones sobre la postura teórica que subyace al análisis de los datos.

La serie de reflexiones que este artículo inaugura busca encarar el tema desde la siguiente perspectiva: ¿cuál es el tiempo de trabajo socialmente necesario para producir qué calidad de condiciones de vida? Una de las mayores aportaciones de la teoría marxista reside en la distinción entre el ámbito de la valorización del valor y el de la valorización de lo humano. De acuerdo con este punto de vista, no podemos evaluar el éxito de un sistema económico según su crecimiento bruto ni según la cantidad de objetos que produce, sino que debemos buscar indicadores de la calidad de vida que un sistema social ofrece a sus habitantes. Nuestra indagación, por ende, seguirá dos pasos. El primero consiste en analizar el comportamiento de variables que expresan la salud de la sociedad. El segundo consiste en analizar la evolución de la cantidad de tiempo que la población invierte (como trabajo) para la producción de las condiciones en que vive. Forzando un poco el término de Marx, considero que es posible hablar del tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de determinadas condiciones de vida. Si, a través de la obra de Marx, estamos habituados a examinar las horas que necesita una sociedad para producir determinados bienes, considero que es viable y fructífero preguntarnos por las horas que toma a una sociedad producir su forma de vida (producir, por así decirlo, a la sociedad misma). Será lícito hablar de progreso, y no de valorización del valor, sólo allí donde una sociedad necesite de cada vez menos horas para producir condiciones de vida cada vez mejores. Es un hecho que en los últimos 30 años las fuerzas productivas de la sociedad se han desarrollado velozmente (hoy sabemos más y podemos hacer más cosas más rápidamente). No es claro, sin embargo, en qué medida ese desarrollo ha llevado a una mejora de la vida en México. Al analizar la relación entre tiempo de trabajo y calidad de vida, lo que se intenta es, en última instancia, poner en cifras una cuestión elemental del análisis marxista: la forma en que las vigentes relaciones sociales traducen, a los términos del bienestar de las personas, el desarrollo de las fuerzas productivas. Si es posible encontrar un alza en el número de horas trabajadas pero no en el del nivel de vida de la población, entonces el neoliberalismo es un sistema al servicio de la valorización del valor, no de la valorización de las personas.

Las cuentas de Sísifo

Comencemos por explorar el comportamiento de algunas variables que podemos considerar indicadores de la salud de una sociedad: pobreza, desigualdad y seguridad.1
1. En 1984, con los estragos de la crisis económica de 1982 aún sensibles, el país presentaba una tasa de 19 homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes. Este valor se mantuvo estable los diez años siguientes. Desde 1994 decreció sostenidamente hasta llegar en 2007 a un mínimo histórico de 8.2. A partir de entonces la tasa volvió a aumentar hasta alcanzar, en 2011, la cifra de 24 homicidios por 100 mil habitantes (hay que remontarse hasta 1961 para encontrar una cifra tan alta) y en los años posteriores se estabilizó alrededor de 19 homicidios, valor cercano a los que conoció el país 30 años antes.

El mismo comportamiento se observa en otros rubros asociados a la seguridad. En 1997, la tasa de secuestros por 100 mil habitantes era de 1.08. En 2007 alcanzó un mínimo histórico de .26 y desde entonces repuntó sostenidamente: en 2010 recuperó los niveles de 1997 y en 2013 alcanzó un máximo histórico de 1.42. El promedio sexenal de Felipe Calderón fue más de dos veces superior al de Vicente Fox; el de Peña Nieto casi lo triplicó (.42, .96, 1.11). La extorsión y el robo a automóviles presentan la misma tendencia. Los descensos son temporales y después se vuelve a los niveles de 20 años antes.

2. Consideremos la capacidad de la estructura social para distribuir equitativamente los recursos económicos. En 1984, el 20 por ciento más rico de la población recibía el 53.7 por ciento del total nacional, mientras que la participación del quintil peor remunerado ascendió a tan sólo 4 por ciento del total nacional. En 2014, la participación de los dos quintiles más bajos mejoró ligeramente (en 1 y 0.8 por ciento, en ese orden), pero también creció la percepción del quintil más alto (un incremento de .75 puntos porcentuales), lo cual significa que el leve incremento de la participación del sector más desfavorecido se realizó a costa de las capas medias, cuya participación se redujo en 0.3 y 2.2 por ciento, respectivamente.

El periodo de 2004 a 2014 es ilustrativo de este mecanismo económico que obliga a la clase media pagar el costo de la reducción de la pobreza:

En 2004, uno de los años menos desiguales de la historia  reciente, el ingreso del quintil mejor remunerado (51 por ciento) era sólo 11 veces mayor que el del quintil más pobre (4.5 por ciento). Diez años más tarde, el quintil más bajo vio mejorar su participación en el ingreso en 0.5 por ciento. Los tres quintiles siguientes vieron retroceder su participación en .46, 1.29 y 2 por ciento, y el quintil más rico de la población, beneficiaria de estas reducciones, aumentó su participación en 3 por ciento (del 51 al 54.4 por ciento entre 2004 y 2014). La mejora del quintil más rico resultó 6 veces mayor que la del quintil más pobre. Si atendemos a los extremos del periodo considerado, las cifras indican que entre 1984 y 2014 la participación del ingreso del decil más pobre aumentó en 0.43 por ciento, pero el del decil más rico aumentó en 2.66, un incremento 6 veces mayor.

Una última consideración. Tampoco hay indicios de que en estos 30 años la pobreza haya disminuido sensiblemente. En 1992, el porcentaje de la población bajo la línea de pobreza alimentaria, de capacidades y patrimonial, era de 21, 30 y 53 por ciento respectivamente. Tras la crisis de 1995 la pobreza aumentó bruscamente (a 37,46 y 69 por ciento); después descendió de manera lenta y sostenida hasta 2006 (a niveles de 14, 21 y 42 por ciento) para, desde entonces, remontar paulatinamente y recuperar, en 2013, niveles similares a los conocidos 20 años antes (20, 28 y 52 por ciento). A 20 años de tenaz combate contra la pobreza, y de flotar a la deriva de las caídas y las recuperaciones de la economía mundial, la pobreza se dedujo apenas 0.8 puntos porcentuales.

De acuerdo con los niveles de pobreza y de desigualdad, el recorrido es desalentador porque los indicadores vuelven a los niveles en que comenzaron; de acuerdo con los niveles de seguridad, la situación empeora sensiblemente.

 

El tiempo de trabajo socialmente necesario

¿Qué decir, finalmente, del tiempo de trabajo que la sociedad en cuestión requiere para alcanzar las condiciones de vida aquí descritas? Hemos constatado que, al menos en lo concerniente a las variables consultadas, las condiciones de vida permanecen en un rango semejante a lo largo de los años. Veamos ahora el tiempo que toma a la sociedad producir condiciones tales.

Propongo revisar cómo se comporta a través del tiempo la relación entre la población total y las horas trabajadas por el conjunto de la sociedad. Si los demás factores permanecen constantes, un número alto de esta relación (mucha población/pocas horas) indicaría que el tiempo trabajado sirve para sostener a un número grande de personas en las condiciones determinadas del país. Una reducción de ese número (menos población/más horas) indicaría que una unidad determinada de tiempo trabajado sirve para sostener a un menor número de personas en esas mismas condiciones.

Tomemos como referencia los 11 últimos años. En 2005, un estimado de 1.7 mil millones de horas trabajadas (semanalmente), servían para la manutención de 106 millones de mexicanos. Esto significa que cada hora de trabajo mantiene a .06 habitantes (o bien, el tiempo trabajado por cada habitante era de 16.6 horas semanales). En 2016, 2.1 mil millones de horas trabajadas (semanalmente) sirvieron a la manutención de 121 millones. Esto significa que en 2016 cada hora de trabajo mantuvo a .056 personas (o bien, el tiempo trabajado por habitante aumentó a 17.7).

Las horas trabajadas crecen más rápidamente que la población sin que esto redunde en una mejoría de las condiciones de vida. Es decir que, para alcanzar condiciones de vida semejantes, la población está invirtiendo cada vez más tiempo. Si tomamos como referencia 1984, la cuestión es mucho más grave: en aquel entonces, cada hora de trabajo invertida sirvió para la manutención de .072 habitantes; en 2016, 1 hora de trabajo sirvió a la manutención de .056 habitantes (esta reducción significa una pérdida del 20 por ciento de la productividad social del tiempo de trabajo.)

Es cierto que el presente ejercicio debe incluir otras variables a fin de producir un análisis general de la calidad de vida. La siguiente entrega de esta serie de artículos buscará completar dicho ejercicio con el fin de desarrollar una vía de aproximación estadística a la relación entre el desarrollo de las fuerzas productivas, el trabajo y la forma de vida que la sociedad se da a sí misma.

Por ahora nuestra indagación nos deja con una conclusión (provisional) que se lee como sigue: en 1984, la población requiere trabajar en promedio 13.9 horas semanales para producir una sociedad pobre, desigual e insegura. En 2014 requiere trabajar 17.7 horas (un aumento del 27 por ciento) para producir la misma sociedad pobre y desigual, y ligeramente más insegura.