LA MUERTE DE ANTONIO GRAMSCI EN EL AMANECER DEL TERRORISMO

En la madrugada del 27 de abril de 1937, a las 4:10, Antonio Gramsci dejó de respirar. “Siempre lo velé […] tratando de que volviera a respirar artificialmente cuando parecía querer parar; pero llegó un último respiro, ruidoso, y el silencio sin remedio”. Así escribe, en la carta del 12 de mayo de 1937 a Piero Sraffa, la cuñada Tatiana Schucht, quien había permanecido cerca de Antonio durante todo el periodo carcelario, iniciado el 8 de noviembre de 1926. En aquella misiva, Tatiana cuenta que la agonía había comenzado la tarde del 25 de abril, pocas horas después que el detenido –encerrado en la clínica Quisisana de Roma– recibiese de ella la noticia de que “terminado el tiempo de la libertad condicional, se suspendía toda medida de seguridad [sobre él]”. La detención terminó el 20 de abril: pocos días antes, el 17, Sraffa había redactado por Gramsci una solicitud, sobre su traslado a la urss. Había vivido pues menos de una semana en condición de “hombre libre” quien, poco después de la cena, aquel 25 fue afectado por una hemorragia cerebral que le paralizó la mitad izquierda del cuerpo. Gramsci pasó en cama toda la jornada del 26 de abril, mientras que el personal de la clínica intentaba de modo infructuoso interrumpir los efectos progresivos de la hemorragia. Precisamente aquel 26, a las 16:30 hora local (las 17:30 en Roma), la primera ola de aviones sobrevoló la ciudad vasca de Guernica (hoy Gernika), iniciando el primer bombardeo de gran escala sobre objetivos civiles, es decir, el primero de naturaleza terrorista en suelo europeo, después de los bombardeos coloniales italianos.

Puede parecer singular el hecho de que la categoría de terror casi no tenga lugar en el pensamiento de Gramsci. Terror, aterrorizar y terrorismo son usados por él en el sentido común y corriente, psicológico o con referencia, directa o indirecta, a la Revolución Francesa, con una única excepción: una nota, de marzo de 1933, intitulada “Notas autobiográficas”. Ahí, tras reflexionar sobre las “catástrofes del carácter”, es decir, las transformaciones “moleculares” –desde cierto momento en adelante, irreversibles– de la personalidad, debidas a una constricción prolongada (como puede ser la cárcel), Gramsci generaliza: “Este hecho debe ser estudiado en sus manifestaciones actuales. No es que el hecho no se haya verificado en el pasado, pero resulta cierto que en el presente ha adquirido una forma especial y… voluntaria. Es decir, hoy se cuenta con que eso suceda y el suceso es preparado sistemáticamente, lo que en el pasado no ocurría (sistemáticamente quiere decir sin embargo en masa, sin excluir naturalmente las atenciones particulares a los individuos). Es cierto que hoy se ha infiltrado un elemento ‘terrorista’ que no existía en el pasado, de terrorismo material y también moral, que no es despreciable”.

Si leemos los apuntes escritos en los meses inmediatamente anteriores a este pasaje, notamos, por un lado, una inédita insistencia respecto a la hipocresía masiva hacia la cual el fascismo arrastra al país, a causa de la distancia enorme constatable entre las proclamas y la realidad; y, por otro, respecto a la multiplicación de las funciones de control, que llegan hasta la introyección de la función de “policía” en cada ciudadano, hasta la transformación de cada individuo en un potencial “legislador”. La unidad de estas dos tesis es resumida por Gramsci en la idea de una masiva y planificada presión sobre las “personalidades”, apoyada en el terrorismo. Éste se identifica entonces con el nuevo nivel de presión ejercida por el Estado sobre la vida de los individuos. Se refiere en suma no sólo a las situaciones de encarcelamiento sino al control de la vida de las masas, gracias al cual el fascismo pretende realizar una gran transformación antropológica, cambiar estructuralmente las coordenadas de la vida asociada, introduciendo en la intimidad de los hogares la sospecha y el miedo; pero también estimulando a cada individuo a vivir con creatividad esta nueva función suya, alimentando un protagonismo de las masas que, si bien con formas alteradas, “imita” el protagonismo de la democracia.

La presión sobre las existencias individuales, ejercida de manera tal que las obliga a cambios –dado que llega a considerar obvio y natural lo que, pocos años antes, habría resultado absurdo y contrario a la naturaleza–, no es de por sí reprochable. En la historia ha pasado siempre, sólo que ahora se lo planifica en un gran proyecto de ingeniería social y demográfica. El elemento terrorista no hace más que mostrar cuán urgente resulta la tarea, una urgencia que refleja la fuerza de la presión que viene desde abajo y que es indispensable controlar y neutralizar. La construcción de “una nueva personalidad, completamente nueva”, es en definitiva lo que en realidad importa, aunque esto acabe provocando numerosas víctimas, entre las cuales precisamente se cuenta al encarcelado Antonio Gramsci.

El tramo sobre el terrorismo es redactado contemporáneamente a la carta del 6 de marzo de 1933, dirigida a Tatiana Schucht, donde se trata el mismo tema. Al día siguiente, Gramsci padece una grave hemoptisis que marca el principio de la definitiva catástrofe de su condición psicofísica, y que en noviembre le permite ser trasladado de la cárcel de Turi (Bari) a una clínica de Formia, de la cual en 1935 pasará a la Quisisana, en Roma. También en este caso registramos una curiosa coincidencia temporal: el 5 de marzo el Partido Nacional-Socialista gana las elecciones, y Hitler, ya desde enero canciller en un gobierno de coalición, puede iniciar su transformación en Führer. Como se ha dicho, 1933 es crucial para Gramsci, pero también para Italia, que conoce un profundo trastorno político, tanto interior como exterior: se pasa de la fundación del Instituto para la Reconstrucción Industrial, encargada a Alberto Beneduce, y del proyecto del desarme controlado del “Pacto de las cuatro potencias” (con Alemania, Francia e Inglaterra), al rearme antifrancés y al lanzamiento de la nueva política demográfica en vista de la guerra. El giro viene de lejos, pero en el transcurso de 1933 –precisamente por el derrumbe de la República de Weimar– todo se plasma, tomando Italia la vía que, en mayo de 1936, llevará a Mussolini a proclamar el Imperio.

De 1933 a 1937, desde la victoria de Hitler en Guernica, el “terror” adquiere gradualmente en Europa un significado nuevo, si se quiere mucho menos refinado, pero –como afirmara prontamente Carl Schmitt, lector de Sorel– capaz, gracias al uso del mito de la nación, de colocarse exactamente en el corazón del protagonismo de las masas, que era también para Gramsci la verdadera y gran novedad producida por la Gran Guerra, lo que había despedazado al mundo liberal. Sólo que, del mito de matriz soreliana, el nacional-socialismo tomaba exclusivamente su carácter inmediato, por consiguiente irracional, llevando a cero todas las estructuras intermedias entre las masas y el jefe. Las reflexiones de Gramsci sobre lo “nacional-popular” son un intento de responder a esta deriva, también presente en el fascismo, aunque de manera diferente de la implantada en el nacional-socialismo, debido al ambivalente compromiso con el Vaticano y la monarquía, tomando además extremadamente en serio la nación como lugar donde los conflictos de clases se articulan de modo concreto (se sobredeterminan) y repensando la pareja mito/nación para conectarla con la democracia, no para eludir su carga emancipadora.

Mirado de esta manera, el “terror” nazi es la prolongación extrema de la tendencia “demagógica” del modo en que el fascismo se adueña de la energía de las masas e invierte su carga, haciendo de ella la base de “una democracia centralizada, organizada, unitaria”, como expresara Mussolini en un famoso discurso parlamentario de 1927, agregando: “En tal democracia, el pueblo circula cómodamente porque, señores, o ustedes ubican al pueblo en la ciudadela del Estado, y él la defenderá; o estará afuera, y la asaltará”. Puede parecer poco, pensando en lo que será la historia desde 1939, pero más precisamente desde el 26 de abril de 1937, cuando el terror masivo es elevado a método de guerra (y, en este sentido, de política). De este pasaje en la dinámica del terror, el de Guernica, Gramsci no puede tomar conciencia: yace en el lecho donde, pocas horas después, morirá.

Sin embargo, la idea de la que será la “gran guerra patriótica” está de acuerdo con lo que escribe en los Cuadernos de la cárcel respecto a la base popular-nacional del ejército y al entrelazamiento indisoluble entre los aspectos político y militar de la guerra. En fin, sus notas nos ayudan a ver formas de “racionalidad” allí donde aparentemente está sólo el “mal” en toda su pureza.

Hoy, tras el fin del fascismo y del antifascismo, se vuelven a entrever en aquellos regímenes –italiano y alemán, sobre todo– unos procesos de “modernización”, perdiendo así de vista su capacidad de absorber y neutralizar los empujes hacia la democracia y la emancipación.

Naturalmente, Italia –la “nación proletaria” del “nacional-socialista” Pascoli y del nacionalista Corradini– no fue la Alemania de “sangre y suelo” y del “espacio vital”. ¿Pero cómo interpretar estas diferencias cuando ya no estamos dispuestos a que todo se ahogue en el cómodo modelo liberal del “totalitarismo”? Tampoco se puede decir que los contemporáneos de Gramsci, quienes apuntaron a un análisis diferenciado del fascismo y del nazismo, hayan brindado gran ayuda: Croce distinguió entre la “enfermedad” de la “romántica” Alemania y la itálica imitación, “entre sinvergüenza y bufonesca”, del comunismo soviético; Malaparte escribió que Mussolini era macho y Hitler hembra; Gadda, en su frenesí de hacer las cuentas primero con su propio fascismo, hizo depender todo de la diferencia entre el “Gran Falo” italiano y el “No Falo” alemán; por último, llegó Renzo de Felice, que –usando a Gramsci contra Gramsci– exasperó el contraste entre fascismo y nazismo hasta hacer de ellos dos universos no comunicables.

Y hoy tenemos que soportar a ridículos residuos de todo esto: a quienes hablan de un cuaderno misteriosamente desaparecido; de la conversión de Gramsci al liberal-socialismo o, directamente, al liberalismo tout court; a los que reducen su marxismo a una pátina sutil, bajo la cual circulan los jugos sanos del crocianismo y del catolicismo; a los que señalan que, en realidad, Mussolini encarceló a Gramsci para protegerlo de las garras de Stalin; y, luego, los relatos que ven aparecer por todos lados espías, delatores, informantes, oportunistas varios, o cartas que, según un ilustre filólogo, son documentos falsos de la OVRA (Organización para la Vigilancia y la Represión del Antifascismo), aunque después, como en un juego de prestidigitación, admita que han sido escritas por un comunista, sin embargo espía a sueldo de la OVRA; y, finalmente, para terminar como empezamos, se advierte la presencia de un revoloteo de buitres sobre los últimos meses de la vida de Gramsci: un fulano que escribe que había abandonado el trabajo en los Cuadernos como una forma de protesta contra su partido, aunque gozara de muy buena salud, y que no salía a pasear por miedo a ser raptado por los rusos, pasándonos a revelar también, como si fuera una novedad absoluta, que no murió en la cárcel sino como hombre libre: así, desde su perspectiva, se hace polvo la “mitología” del Gramsci “mártir”, construida por el Partido Comunista de Italia después de 1945 (Gramsci hablaría al respecto de “puro jesuitismo”).

No, aquí hemos preferido concentrarnos en las cosas serias.

Traducción de Riccardo Iorio y Juan Jorge Barbero