EL CAPITAL DE MARX, 150 AÑOS DESPUÉS

Marx y su proyecto de escritura ilustra lo que Honoré de Balzac destacó en una parte de La comedia humana, en el relato de “La obra maestra desconocida”. El novelista francés exhibe la difícil relación del artista (creador) con su trabajo, y abunda en las cuestiones suscitadas por la postergación, la indecisión humana, para culminar su obra.

Ello quizá revelaría un cariz romántico en el quehacer de Marx, pero no por un capricho del “genio melancólico” sino por algo más profundo, que lo marcó. Ya en sus juveniles reflexiones anunciaba un indoblegable proceder ético y ofrecía revelaciones que lo agigantan al guiar su vida posterior, ya como un pensador asediado por la miseria extrema, un paria más que eludió la abogacía y no pudo ingresar en los paraninfos del saber. Ante la cuestión de a qué consagrar la vida, afirmará que si las condiciones permitiesen la elección, se ha de optar por una profesión/posición, “basada en ideas de cuya verdad estemos totalmente convencidos, que nos ofrezca más posibilidades de trabajar por la humanidad y nos acerque más a la finalidad general para la que toda profesión no es más que un medio: la perfección”.

El capital no es sino el resultado medianamente alcanzado de un proyecto que su autor vislumbró desde 1844 y que, con mayor sistematicidad, redactó en versión primigenia en 1857, un manuscrito trabajado hasta con obsesión, un palimpsesto de arbórea condición y desigual redondeo que involucró varias facetas, hasta exhibir su tríptica composición.

Como inmejorable expresión del siglo XIX, en la condición conflictiva de la vida moderna plenamente eurocentrada, afincada por igual en el embate capitalista y colonial respecto a lo otro y los otros, El capital constituye un alegato a favor de un mundo configurado en el ejercicio práctico de nuestro sano juicio y no maniatado a la razón externa (así fuera lex divina, lex naturalis, lex mercatoria o lex imperialis), es un grito contra una “sociedad como la actual, en que la forma mercancía es la forma general que revisten los productos del trabajo”.

La rueca de la historia, en el trabajo de los siglos, se rigió durante casi un milenio por el sacro predominio de las monoteístas religiones del libro y luego, con la crisis del mundo medieval y el violento arrebato del “Nuevo Mundo”, creyó encontrar sus principios trascendentales en el libro de la naturaleza, tan bella y enigmáticamente expuesto en el tríptico del “Jardín de la delicias” de El Bosco; sus trazos remiten al comercio de los esclavos en Flandes y a una disposición de piezas que parecía interminable con la triangulación marítima atlántica. Por eso, el lienzo será primeramente reseñado como una “pintura de la variedad del mundo” o, desde otro ángulo, expresión estética de una vida desvariada, en contrasentido al normal transcurrir.

Marx, por su parte, escribió el libro del espectral fetichismo de “las cosas puestas para el cambio”. Hace filosofía del enigma de su tiempo, sobre el sitio reservado a la gente en la máquina infernal recién creada que, como el vampiro, chupa la sangre al trabajador libre y, cual Frankenstein liberado, está fuera de control. Como en la pintura de El Bosco, el mundo pone en su centro el cúmulo de mercancías, un abanico desordenado de signos aparienciales, un arsenal de jeroglíficos sociales, y muestra en su desnudez la posibilidad de la grandeza humana. Sobre ese conjunto de entes que prometen la fantasía o el riesgo posa su mirada vigilante el poder de turno, sea el Dios de la cristiandad o el leviatán pálido y frío que acecha. Las personas en su modesta intervención sobre el mundo, en la efímera realización de sus actos o en la persecución de sus objetos de deseo parecen conducir sus prácticas hacia el placer o el sufrimiento, y se entregan plenas al goce lacaniano.

Como un “pintor de la vida moderna” (a decir de Baudelaire), Marx no quiere y no cree que de inmediato se resuelva el arcano; sabe que durará el misterio, aspira a que el observador (lector del mundo) ponga en paréntesis su juicio, busca un acto de esclarecimiento. Sólo así ha de romperse el orden que rige al tablero, y la vida humana saltaría hacia otros planos, derroteros, los que conscientemente elijamos, y no los que dicta el instrumento autoactuante, en beneficio exclusivo de sus personificaciones. No fue otro el proyecto de Marx; por eso su legado (imaginado como un todo artístico) sigue siendo una obra maestra desconocida.