DEL COLAPSO A LA RESTAURACIÓN BONAPARTISTA DE LA ESTATALIDAD

Una rebelión cívica se hizo patente el 1 de julio de 2018. Se trató en gran medida de una elección histórica. Una vasta participación (63.42 por ciento), y un tsunami en favor de Andrés Manuel López Obrador, su partido y la alianza que construyó fueron los signos más destacados de esos comicios. López Obrador está convencido de que se ha iniciado en el país la cuarta revolución, pero esta vez pacífica; por eso le llama la “Cuarta Transformación”, después de las tres anteriores, históricas, señaladamente violentas.

Ahora, la violencia precedió a esta rebelión cívica, pero no se ha tratado de una violencia en términos de confrontación política. Es de otro signo, de otra naturaleza, con distintos fines y actores. Imposible entenderla desde los parámetros clásicos según los cuales la guerra es la continuación de la política por otros medios; de hecho, no hay guerra, por lo menos no declarada, aunque los indicadores de violencia apuntan hacia una situación de guerra. Se trata de una violencia asociada con la reproducción ampliada del capital, pero en una industria ilegal.

Las cifras de la violencia son espeluznantes. De acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, en 2014 se registraron 17 mil 324 homicidios dolosos; en 2015, 18 mil 673; y en 2016, 22 mil 967. Mientras, 2017 fue el año de mayor número de homicidios pues llegó, según esta instancia gubernamental, a 24 mil 432 homicidios dolosos, cifra por debajo de los 31 mil 174 registrados por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía. Peor aún: de enero a marzo de 2018 ya se registraron 620 asesinatos, lo cual supera la cifra del mismo periodo de los años anteriores (en 2017 fue de 523, en 2016 de 433 y en 2015 de 376). Colima, de ser un pequeño estado paradisiaco, pasó en la actualidad a tener la mayor tasa de homicidios dolosos, con 4.92 por cada 100 mil habitantes; de la misma manera, la península de Baja California ha sido colonizada por la violencia. No sólo son homicidios: la desaparición de personas supone otra señal de descomposición social. El Centro de Justicia para la Paz y el Desarrollo, AC, calcula en 34 mil 268 desaparecidos la cifra de los dos últimos sexenios. Y contando. ¿Y los periodistas asesinados? En torno a 90. Y también la cuenta sigue.

El país que fue escenario de esas elecciones históricas, al mismo tiempo y paradójicamente, se desangra. Con 25 asesinatos por cada 100 mil habitantes (índice que suele ser usado para medir el grado de violencia), México se encuentra en una situación muy cercana a Brasil (con una tasa de 29) y ya superó a Colombia (24). Se trata de cifras que lo sitúan como si estuviera en un estado de guerra. Otro dato impresionante es el número de fosas clandestinas halladas en todo el territorio. Por ejemplo, entre 2011 y 2017 fueron encontradas 346 fosas clandestinas en 44 municipios de Veracruz, con 225 cadáveres. Pero eso es sólo un caso que vale como ejemplo de múltiples hallazgos de este tipo.

Ello no puede corresponder sino a una situación de quiebre o fractura del proceso estatal, pues la fundamentación, pertinencia, razón de ser y legitimación del Estado se encuentra precisamente en la protección de la vida y la propiedad de los seres humanos quienes, además, preservan su libertad individual en condiciones de igualdad universal. Si la violencia socava esos referentes esenciales, el Estado se convierte en mero nombre identificado con la represión y el sojuzgamiento de aquellos a quienes debía proteger. Si los funcionarios del Estado devienen copartícipes, protectores o promotores de la violencia no legítima asociada con los grupos delictivos, asistimos al colapso del Estado en tanto proceso de reunificación imaginaria y simbólica de la sociedad dividida por relaciones de poder y dominación. El proceso estatal, a un tiempo, encubre la dominación de clase y establece un espacio de neutralidad para la armonización de intereses contradictorios. La violencia registrada en México es la confesión de que el Estado mismo ha quedado fracturado.

El entramado de la violencia, sin embargo, es mucho más complejo que el mero registro de víctimas mortales, pues ésta es la expresión más patente y dolorosa, pero en modo alguno la única. La desigualdad social, la aguda concentración de la riqueza en un grupo muy reducido de la población, la exclusión, la pobreza y la generalización del trabajo precario son las fibras que, entretejidas con la expansión acelerada del crimen organizado, brindan la anatomía de una sociedad desgarrada y violentada. Difícil era en verdad colmar las condiciones para realizar un proceso comicial razonablemente democrático; de hecho, la violencia política electoral hizo su aparición y cerca de 124 personas, entre candidatos, militantes, organizadores y hasta una fotorreportera, fueron asesinadas en el marco de las campañas.

En efecto, se trató también de una campaña sangrienta. Y también hubo compra y coerción del voto, propaganda sucia y todo el elenco practicado en los dos procesos presidenciales anteriores, sin los efectos entonces alcanzados. Sucedió, en primer lugar, que fueron cayendo una a una las opciones de candidaturas de los partidos representativos de la clase dominante y su establishment.

El candidato del PAN dividió a su partido y, si bien fue el que mayor dinero invirtió en la campaña, no pudo erigirse como un opositor de altura; no obstante su destacado papel en los tres debates presidenciales, los “posdebates” tampoco le favorecieron. El candidato del PRI no estaba identificado con éste y su personalidad no ayudaba mucho en el juego imaginario del poder: nunca levantó. Ninguna de las candidaturas independientes causó una empatía arrasadora, aunque el 5 por ciento de los votos obtenidos por El Bronco y sus primitivas propuestas atraen la atención; el caso es que ninguna opción representativa de la clase dominante pudo envolver a las clases subalternas en una estampida de entusiasmo (como en el caso de Fox en 2000) o de miedo (como en el caso de Zedillo en 1994).

Todavía pocos días antes del 1 de julio, el escepticismo no había sido desterrado; se pensaba aún en la posibilidad de un fraude electoral de grandes magnitudes que, de nueva cuenta, cerrara el paso de Andrés Manuel López Obrador hacia Los Pinos. A decir verdad, se atisbaba un panorama tremendamente complicado, resultante del viejo recurso de la imposición, por lo que esta vez la clase dominante y, dentro de ella, el grupo más privilegiado por los gobiernos neoliberales optaron por franquear el acceso a los cargos de elección popular a quienes ganaran en las urnas, incluyendo la Presidencia de la República.

La política en su versión moderna puede ser asimilada a la puesta en escena de uno o muchos conflictos en un teatro de operaciones donde se enfrentan actores animados por un guión ideológico preestablecido. Se trata de representantes de intereses articulados en torno del capital, ya sea para su reproducción ampliada u obtener más recursos para el fondo del trabajo. La escala de acumulación, la dimensión y alcance de los mercados, la fuerza relativa de cada capital en competencia, y las complejas articulaciones de las cadenas productivas y comerciales son formas concretas que condicionan la importancia de los representantes políticos de los capitales en aquella arena oficial e institucionalmente construida para el pacto, arreglo o entendimiento de las múltiples variedades de intereses.

Todo parece indicar que la clase dominante tuvo que ceder frente a la posibilidad de la imposición pues, en términos de sus intereses, perdía más de lo que podía conservar. Lo dijo el clásico: “Para salvar la bolsa hay que renunciar a la corona”.1  ¿Qué podía ofrecer López Obrador a la clase dominante para que ésta renunciase a “la corona”? Honestidad y combate de la corrupción política, lo cual también se entendería como la instauración de un “Estado modesto”. El combate de la corrupción fue el mensaje que hizo aceptable a aquel “Mesías tropical” para la auténtica clase dominante y los estratos de la clase media adosados a su visión del mundo. Esta aceptación quizá se concretó en un pacto; no es posible probarlo hasta el momento. Es un hecho, sin embargo, que las alianzas tejidas por López Obrador fueron de lo más variadas y pragmáticas.

La apertura del estadio Azteca, de Televisa, para su cierre de campaña supuso un hecho emblemático; la incorporación de figuras señeras del panismo como Tatiana Clouthier y Gabriela Cuevas, o del mundo del espectáculo como Sergio Mayer y Belinda, reflejaba un desplazamiento en la percepción acerca del candidato que 12 años atrás fuera estigmatizado como “un peligro para México”. Ahora, el riesgo se difuminaba. En ese giro no desempeñaron un papel menor las redes sociales y la toma de partido de buena parte de los usuarios de estas redes, los jóvenes posmodernos.

En dicho territorio, la batalla también la ganaría el candidato de la alianza Juntos Haremos Historia. La figura de López Obrador, por lo demás, no sólo se perfilaba como aceptable para la clase dominante local sino también para el nacionalismo proteccionista y agresivo de Donald Trump, el presidente de Estados Unidos, cuya percepción y prácticas racistas y excluyentes chocaron frontalmente contra los globalizadores neoliberales que habían gobernado México al menos desde 1988. Estos signos prefiguraban el triunfo del candidato de Morena, pero lo más importante es que reducían al mínimo la posibilidad de que las instituciones comiciales (el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación) no reconocieran un triunfo pronosticado por las encuestas de todas las empresas del ramo. El 1 de julio sólo se confirmaron las tendencias y antes que se contaran los votos reales, los candidatos derrotados reconocerían los resultados. Ese día, el consejero presidente del INE haría lo propio, lo mismo que el presidente Enrique Peña Nieto. Lo increíble había sucedido: no tanto que ganara el sempiterno candidato de oposición real sino que se le reconociera tersamente el triunfo.

Las condiciones específicas en que se produjo ese reconocimiento hacen previsible que el nuevo gobierno sea el inicio de un proceso de restauración de la estatalidad a través de una lógica gubernativa de tipo bonapartista.2 Los resultados son inciertos, pues por una parte el nuevo gobierno está convencido de encabezar una transformación radical concretada en la instauración de un auténtico estado social y democrático de derecho; y, por otro, está en el aire todo lo relacionado con la clase vendedora de su fuerza de trabajo, en situación de precariedad extrema.

El panorama es complicado, pero resulta posible comprender los auténticos desafíos del nuevo gobierno desde una noción amplia del Estado pues, en este momento más que en otros, hay que verlo como algo mucho más complejo que como mero aparato de poder represor o maquinaria de gobierno. En principio, el Estado ha de ser entendido precisamente como un sistema dinámico de vínculos sociales signado por cinco monopolios: a) el del gobierno; b) el de la violencia física legítima; c) el de la elaboración de la ley; d) el de la administración pública; y e) el de la impartición de justicia y el establecimiento de la penalidad a la violación del derecho. Estos monopolios que caracterizan la lógica estatal trazan un pentágono que encuentra en la decisión legítima su eje articulador. La gran paradoja del poder estatal moderno está precisamente en que para ser efectivo ha de centralizar las decisiones, y para ser legítimo, ha de sustentarse democráticamente. Esto no es otra cosa sino la contradicción constitutiva del Estado pues resulta, a un tiempo, asociación-comunidad nacional, y poder supremo soberano. De hecho, Estado supone el nombre de esta contradicción. Es cierto que los Estados latinoamericanos nunca han sido soberanos, y ello los sitúa en una condición de excepcionalidad permanente, comparados con los centros imperiales y los Estados naciones soberanos de estirpe originaria.

En este marco, vale preguntarse sobre cuáles son las posibilidades y los límites del gobierno de Andrés Manuel López Obrador como jefe de Estado, incluso como estadista, para revertir la descomposición de la vida estatal e iniciar una restauración del Estado como espacio de neutralidad y convivencia dentro de los parámetros de un esquema de civilización dominado por la lógica del valor que se valoriza. En otras palabras: se trata de apuntar hacia algunas contradicciones que puede implicar un gobierno reformista con amplio soporte institucional en el Congreso de la Unión y sólido apoyo popular como nutrido bono de legitimidad.

El combate de la corrupción es el punto de fuga (o significante amo) de la articulación del nuevo gobierno. Al mismo tiempo, esa palanca permitirá una restauración del proceso estatal para detener la violencia por la vía de la atención urgente de la educación y la salud en el esquema neoliberal de la ética de la caridad y no de los derechos de los trabajadores. El barroco mosaico de las alianzas políticas tejidas durante la campaña acentuará el carácter bonapartista del gobierno de AMLO. Éstas serán las mejores condiciones para el surgimiento de nuevas organizaciones centradas en el trabajo y ya no únicamente en la condición ciudadana electoral. La fuerza de las clases subalternas ha sido y sigue siendo la superación del principio del individualismo y el aislamiento, y sus agregaciones, su vida colectiva, la fuerza del grupo. Dicho con otras palabras: esta obra apenas comienza. No es que se desee el fracaso del gobierno y el desencanto de la gente pero, desde el más pulcro realismo político, hay factores estructurales que ni la más buena voluntad puede revertir.


1 Karl Marx, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, México, Grijalbo, 1974, página 76.

2 Bonapartismo, categoría política en desuso perteneciente a la tradición marxista clásica, se refiere a un fenómeno político episódico o transicional consistente en que un poder neutral personificado en un líder fuerte o carismático se eleva por encima de las clases en conflicto (y de sus tradicionales representantes políticos) para pretender representar los intereses del pueblo, la nación, la patria, la comunidad tradicional, o cualquier otra instancia abstracta desvinculada de las clases sociales, la lucha de clases, el conflicto social de clases, la dominación o el poder de clases; su telos específico es que restaura o restablece las condiciones civilizatorias que antecedieron a una rebelión, un levantamiento o una revolución en los que las clases subalternas desempeñaron un papel destacado. De ahí la referencia a Napoleón Bonaparte y su papel histórico respecto a la Revolución Francesa, de 1789.