LA CRÍTICA DE LAS IDEOLOGÍAS

El Homo sapiens es un animal curioso ante todo; la curiosidad supone un prerrequisito de todo ser vivo para encarar de forma adecuada el ambiente. El conocimiento parte de una curiosidad selectiva ante la tarea de satisfacer las necesidades de manejar las florecientes y multifacéticas pulsiones. Disarmónicamente estructurado respecto a su entorno, el ser humano requiere intermediaciones, instrumentos (técnicas, símbolos, idiomas) para sobrevivir, atendiendo además a la posibilidad de transmitir a las siguientes generaciones para no tener que empezar desde el principio sino que cuenten  con los logros de los ancestros que han formado un hábitat artificial protector más adecuado que, al modificar la naturaleza, da como fruto la cultura en el sentido más amplio. Además, todo esto ocurre dentro de márgenes espacio-temporales; es decir, tiene historia. Cuando transforma las relaciones con el entorno (Huxley: umwelt), el ser humano incide en la configuración de su historia.

En cualquier sociedad se consolida, institucionaliza de forma inevitable cierta relación de dominio, donde el trabajo de las mayorías sirve para sostener los privilegios de las minorías. Las ideologías (ontologías, weltbilder) diseñadas por sacerdotes e intelectuales de diversas culturas llevan consigo representaciones sociales que cumplen en secreto la función de configurar y legitimar (respectivamente mutar) la estructura entera de la vida social.

En el primer capítulo de El capital, Marx menciona a propósito de Aristóteles que incluso las mentes más brillantes no escapan de los límites impuestos por las relaciones sociales de su época. Aristóteles reconocía que, en las prácticas ordinarias del trueque, objetos muy diversos son considerados de valor equivalente; es decir, como mercancías. Luego añade que tal conmensurabilidad es “en realidad imposible”, pues contradice “la naturaleza real de las cosas”.1 Con este argumento, Aristóteles deja por terminado su análisis de cómo determinar el valor de las cosas. Marx añade que, como en la sociedad griega del siglo IV, basada en el trabajo de esclavos, la igualdad de todos los seres humanos y sus labores no pueden pasar a ser práctica ni teóricamente sostenibles. “El secreto de la expresión de valor, la igualdad y equiparación de valor de todos los trabajos, en cuanto son y por el hecho de ser todos ellos trabajo humano en general, sólo podía ser descubierto a partir del momento en que la relación social preponderante es la relación de unos hombres con otros como poseedores de mercancías”.2 Aristóteles no podía señalar aún qué era lo “en verdad equivalente” entre las distintas mercancías equiparadas: el trabajo humano abstracto invertido y acumulado en ellas.

Como teórico, Aristóteles no podía ir más allá de las relaciones de producción propias de su tiempo (esclavitud). Su análisis de los nexos de trueque quedó incompleto; y el enigma de la forma de valor, sin resolver. En mirada retrospectiva y desde una distancia de más de dos milenios, desde una sociedad como en las naciones más desarrolladas en que la esclavitud directa fue en gran parte sustituida por el trabajo asalariado “libre” (Marx hablaba de la “esclavitud del sueldo”), queda evidenciado cómo lo que hoy nos parece correcto y lo incorrecto se condicionan recíprocamente. Hay prejuicios, equivocaciones, formas de “falsa conciencia” ineludibles en el marco de ciertas instituciones sociales.

Esa conciencia imperfecta no es simplemente falsa sino, también, germen y preludio de una “más correcta”; es decir, al mismo tiempo también (de modo relativo) cierta. Aristóteles veía en ello un problema, y la formulación exacta de éste motivó a los sociólogos –ciertamente muchas generaciones después– a hacer el esfuerzo de buscar otra solución, basada en las relaciones sociales3 diferentes.

Cuando Marx, en el siglo XIX, encontró una respuesta a la pregunta de Aristóteles, solucionaba también el enigma actual de por qué y cómo en una sociedad mercantil global, donde la abstracción (el dinero) que pretende igualar todo se convierte en el núcleo de cualquier trato social. Presumiblemente el trabajo, es decir los costos de producción, se considera “justo”, pero en realidad genera desigualdad inmensurable, pues pretende igualar lo inigualable.4 

En el proceso de organizar las instituciones y la vida social en general surgieron necesidades no consideradas antes. Se dieron invenciones de técnicas, nuevas formas de cooperación y modas, se aflojaron algunos tabúes, surgieron también doctrinas heréticas e innovaciones artísticas. Tales cambios entraron en conflicto con las viejas instituciones y la moral reinante. Cuando eso sucede, la legitimidad del orden heredado es seriamente cuestionada. Llega, pues, el momento de la crítica de las ideologías. Apenas en momentos de crisis, cuando las minorías intelectuales, como la clase obrera, se rebelan, queda en evidencia la estructura del ancien régime en curso, mostrado entonces como un orden perecedero donde se pagan precios demasiado altos para sostenerlo. Urge, pues, reformarlo para evitar el caos. La visión del mundo propia del viejo orden es puesta en duda. Pero también esta postura antidogmática fácilmente puede caer en el dogmatismo de otro supuesto absoluto del escepticismo total. Aquí, el escepticismo se vuelca contra sí mismo. Las verdades alcanzadas en el marco del orden antes establecido resultan así, poco a poco, conservadas, suprimidas y llevadas a otro nivel.

Aquí entendemos por crítica de las ideologías el sistemático y fructífero cuestionamiento de lo que había sido considerado sobreentendido; es decir, asentado con fuerza en axiomas y prejuicios propiamente metafísicos. Ello se resume en esta frase: “La verdad es hija de su tiempo y no de autoridad alguna”.5 Las verdades otrora tenidas como definitivas pasan a estimarse provisionales; es decir, se considerarían logradas en las condiciones prevalentes cuando surgieron. Que la vigencia de cualquier verdad resulta temporalmente limitada, que lleva dentro de sí un inevitable “núcleo temporal”6 inicialmente no lo detectan quienes buscan la verdad. Sólo sus sucesores, por supuesto en circunstancias diversas, vuelven muy problemáticas las certezas anteriores.

Nietzsche abordó así la famosa duda cartesiana de “pienso, luego existo”:7 “Los de nuestro tiempo, todos, nos oponemos a Descartes y su precipitada superficialidad en cuanto a la duda. ¡Hay que plantear dudas más allá de Descartes!”,8 “[…] un pensamiento llega cuando quiere, y no cuando lo deseo. […] Así, ello piensa y éste, el ello, sustituye el anterior famoso yo. Dicho en forma leve, lo anterior significa que el ello y el yo supongan una y la misma cosa representa sólo un supuesto, una presunción y, de ninguna manera, una certeza inmediata. La formulación “el ello piensa” ya sale sobrando, pues el ello contiene en sí una interpretación de la acción y no es en sí la acción misma. Se opera aquí a partir de la costumbre gramatical de que pensar “es una acción y, lógicamente, requiere alguien que la ejecute”.9 

En el siglo XX, sociólogos como Pareto, Scheler y Mannheim han totalizado la crítica de las ideologías. Para ellos, cualquier pensamiento (presuntamente salvo el propio) es ideológico. Según sus doctrinas, todo lo espiritual es un camuflaje destinado a servir a los propios y particulares intereses, presentándolos como de validez general para poder así imponerlos. Con esto apenas podrá distinguirse qué es en verdad ideológico y hasta dónde uno es presa de su propia ideología. Dicho en otras palabras: apenas podrá distinguirse entre lo que propaga, por ejemplo, el antisemitismo nazi del calibre de Himmler o Streicher, o los que creen ser los domadores en el circo. Las ideologías fascistas y las estalinistas se han apoderado de modo totalitario del concepto de ideología. Se apropian la idea de no dejar lugar alguno para distinguir entre lo posiblemente verdadero o posiblemente falso. Al denominar su doctrina sin reflexionarlo como una “ideología”, expresaron lo que estaba detrás de su visión: ya no se trataba de divulgar una verdad sino de fusionar las masas atemorizadas para formar así un séquito supersticioso; se trataba, pues, no de ilustración sino de un engaño para las masas.

Una de las herencias de un siglo bárbaro como el XXI es que la mayoría de la gente cuenta –sin saberlo siquiera– con lo peor y ya no cree más en nada, mucho menos en las propias capacidades de cambiar el rumbo de las cosas para bien. Para ellos, adoptar alguna doctrina u otra es cuestión de su utilidad (externa e interna). Los seguidores de base y los fanáticos extremos están al servicio de su visión del mundo y la defenderán con tanto mayor fervor cuanto menos convencidos estén de su veracidad. La xenofobia y las teorías de conspiración están en boga porque ofrecen a quienes se sienten derrotados y ofendidos una posibilidad de descargar su ira. Todos ellos tienen una cuenta que ajustar, y la doctrina les indica con quién.

Con eso llegamos hoy a los enigmas sin solución aparente. Uno de ellos es la persistencia del antisemitismo y del antisemitismo generalizado, la xenofobia violenta. A lo largo de procesos duraderos, las instituciones reciben fuerte influencia cultural, convertida luego en parte integral de sus portadores. Para subsistir, las instituciones requieren a éstos, quienes las utilizan como prótesis, complemento inorgánico del cuerpo. No nos sorprenda que los que vivan dentro del marco de las instituciones, llamadas por Hegel la segunda naturaleza, acaben considerándolas  su “primera naturaleza”. Las instituciones sociales y las psíquicas: la propiedad privada y el dinero, el mercado y el Estado, los sistemas de prejuicios y las religiones, la masacre y la guerra, por ejemplo, parecen invariables en nuestra historia social, parecen específicamente humanas (como el nacimiento precoz10 y el caminar erguido). Confundir las instituciones sociales con la “naturaleza” humana supone el máximo prejuicio. El sujeto queda inmune así frente a cualquier crítica y cambio posible.

Las catástrofes ocurridas en el siglo XX fueron ante todo consecuencia de la defensa ciega y furiosa de instituciones obsoletas. Sólo cuando los individuos socialmente domesticados sean capaces de cuestionar la legitimidad de las instituciones que los dominan podrán abrir camino a entender que éstas son obra suya y pueden ser modificadas por él.

Ésta es la tarea de la crítica de las ideologías: quitar a las instituciones –como la propiedad privada de los medios de producción o el fanatismo antisemita– su supuesta condición natural, con base en reconstruir los orígenes históricos del prejuicio y preparar así su revisión.

Traducción de Raúl Páramo Ortega y Herdis Amelie Wawretzko

Widerspruch, Münchner Zeitschrift für Philosophie, 28. Jahrgang, 2009, Heft 50 Ideologiekritik, S. 24-28


1 Aristóteles: Nikomachische ethik [1133 b]. Philosophische schriften in sechs bänden. Hamburgo (Meiner), 1995, tomo 3, página 114.

2 Marx, Karl (1867; 1890): Das kapital. Kritik der politischen ökonomie, tomo I. Marx-Engels-werke, tomo 23. Berlín (Dietz), 1962, página 73. Versión en español de Wenceslao Roces (1946): Marx, Karl: El capital, tomo I. México: Fondo de Cultura Económica, página 26.

3 En el marxismo, relaciones sociales se entienden generalmente como relaciones de producción (produktionsverhältnisse; nota de los traductores).

4 Marx lograba criticar la economía burguesa clásica (David Ricardo) desde dentro porque anticipaba el cambio inminente del sujeto histórico. Sobre esto, cónfer Korsch, Karl (1938): Karl Marx. Fráncfort (Europäische Verlagsanstalt), 1967, páginas 75 y 220 (anexo III).

5 Brecht, Bertolt ([1938-1956] 1957): Leben des Galilei, escena 4. Gesammelte werke in acht bänden, Fránkfort (Suhrkamp), 1967, tomo II, página 1269.

6 “Aquí viene a cuento la urgencia de distanciarse del concepto de pretensa verdad atemporal. La verdad no es –según el postulado marxista– sólo una función propia del conocer: está ligado a un núcleo temporal que afecta tanto al objeto como al sujeto del conocer mismo”. Benjamin, Walter (1982): Das passagen-werk [Aufzeichnungen und materialien, N. Erkenntnistheoretisches, Theorie des fortschritts], Gesammelte schriften, tomo 5.1 (editor Rolf Tiedemann). Fránkfort (Suhrkamp), página 578.

7 Descartes, René (1641/42): Meditationen über die erste philosophie [Meditaciones de primera filosofía], zweite meditation. Stuttgart (Reclam), 1986, página 83. Casi 300 años después, Husserl, teniendo en mente la “caída” y la “desconcertante fragmentación de la filosofía desde mediados del siglo XIX”, intentó cuestionar de raíz la búsqueda cartesiana de supuesta verdad total: “Quien reflexiona debe prescindir reflexivamente del mundo realmente existente y, con ello, el yo es llevado a la categoría de absoluto y único. (…) Como este ego, y sólo como tal, tengo para mí mismo certeza apodíctica que es la condición de ser en referencia a la cual todo lo existente es condición previa y relativa”. Husserl, Edmund ([1929] 1950): Cartesianische meditationen und Pariser vorträge. Husserliana, tomo I, Den Haag (Martinus Nijhoff), 1963, página 187.

8 Nietzsche, Friedrich [1885]: Nachgelassene fragmente, julio 1882 a otoño 1885. Parte 2; primavera de 1884 a otoño de 1885 (25-45). Sämtliche werke; Kritische studienausgabe, Bd. 11. Münich (dtv-de Gruyter), 1980, página 641.

9 Nietzsche (1885): Jenseits von Gut und böse. Vorspiel einer philosophie der zukunft. Obra citada, tomo 5, página 31 (aforismo 17).

10 Según el zoólogo Adolf Portmann, el ser humano –a diferencia de otros primates– nace siempre por naturaleza de manera prematura. El Homo sapiens necesita aproximadamente un año y de forma imprescindible el útero social a cargo de la madre para poder sobrevivir (nota de los traductores).