PARTIDO-MOVIMIENTO-LIDERAZGO

LA 4T, NUEVA ARTICULACIÓN DE LO POLÍTICO

Tras la derrota en las elecciones presidenciales de 2012, era evidente que Andrés Manuel López Obrador se separaría del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Ninguna de las partes estuvo conforme con los resultados. Una de las facciones reclamaba que el PRD difícilmente podría triunfar en las próximas elecciones federales, ya que la imagen negativa de AMLO era un gran lastre para el partido. Además, esa corriente sostuvo que representaba una izquierda anacrónica, muy cercana al caudillismo. Cerraban cualquier posibilidad a una tercera candidatura presidencial, pues, aseguraban, no podría quitarse el estigma de ser “un peligro para México”. Por su parte, López Obrador tenía una percepción similar del partido. El hecho de tener que repartir candidaturas entre las corrientes internas, lo habría maniatado. En esas condiciones, cualquier proyecto estaría fracturado antes de comenzar. Ante este panorama, la separación era inminente.

Más interesante que discutir sobre a quién le asistía la razón, lo cual parece obvio después de los resultados de las últimas elecciones, resulta el análisis de la decisión que toma López Obrador tras su salida. En aquel momento, las candidaturas independientes se presentaban como la gran novedad de la democracia mexicana. En aquellos años, se decía que eran la respuesta ideal para superar la falta de representatividad de los partidos políticos. Otro factor a considerar era que, por su gran arrastre popular, a López Obrador se le presentaba como un líder carismático. En este sentido, para algunas interpretaciones atadas a la lógica del sistema político feneciente, la opción obvia era que se presentara como un candidato independiente. Sin embargo, prefirió construir un partido, aun sabiendo que esta forma política atraviesa, desde hace décadas, una fuerte crisis de legitimidad. Aunque construir un partido implicaba cumplir con mayores requisitos, también abría la posibilidad de articular una red con distintos actores, ampliando los alcances del proyecto.

Al respecto, es importante considerar que la caída del muro de Berlín marcó un punto en el que se evidencia la desestructuración de la esfera política. Un par de décadas antes, la distinción entre los partidos de izquierda y de derecha era inequívoca. Sus líneas discursivas e ideológicas se diferenciaban claramente. Pero, la invalidación de un polo supuso que todas las fuerzas políticas, cuando menos las que competían electoralmente, se concentraran en torno a un eje único. La desaparición del antagonismo es lo que Carl Schmitt denominaría la neutralización de la política (Schmitt, 2006). De este hecho, en buena medida, se deriva un distanciamiento entre gobernantes y gobernados. La democracia, es decir, la idea del poder popular sería reducida a una mecánica similar a la del mercado, en el que la voluntad se expresa únicamente mediante la selección de productos previamente definidos. Irremediablemente, este proceso atomizó la voluntad popular y, en consecuencia, invalidó la idea de colectividad como forma de participación política.

En México fue evidente este desdibujamiento de las coordenadas de lo político. Un miembro de un partido podría cambiarse a otro en busca de una candidatura, sin que esto fuera un acto repudiado por el electorado. No es que el oportunismo político dejase de ser algo censurable, sino que ese estigma ya estaba presente aun antes del cambio de partido. El culmen del proceso de neutralización fue la firma del Pacto por México (en el mero inicio del cuestionado y corrupto mandato de Peña Nieto), en el que todas las fuerzas políticas institucionalmente reconocidas se agruparon en torno a un proyecto (y pretendían legitimarlo). El consenso en las cúpulas contrastaba con la desconfianza generalizada en las instituciones estatales. Tal como advertía Schmitt, la insistencia de eliminar el conflicto del marco estatal provocó que se agudizara en los demás ámbitos, creando, con esto, un problema de legitimidad sustancial (Schmitt, 2006).

Esta ruptura entre clase política y subalternos encarna lo que Giorgio Agamben enunció como la paradoja de la democracia. En la democracia, el Estado opera en nombre del Pueblo, sin embargo, el pueblo es el elemento excluido del Estado (Agamben, 2010). En las democracias liberales, la voluntad popular se construye únicamente a través del voto, por lo demás, esa forma política está privada de cualquier otro elemento popular.

Después de la derrota de 2012, la estrategia que implementó López Obrador fue distinta a la del resto de los partidos. Su recorrido por todo el territorio, tratando de recolectar aquellas voces que no encontraban cabida en el consenso de las élites, si bien tenía un objetivo electoral, no se reducía a él. En la mira, tenía una forma distinta de articular lo político, en la que lo popular fuese su elemento constitutivo. A partir de esto, es posible comprender la importancia de dos elementos nodales que introduce al asumir el gobierno, la revocación de mandato y la consulta popular. La acusación que le dirigen de estar en campaña permanente no es otra cosa que un síntoma de que la clase política concibe los tiempos electorales como único vínculo posible con lo popular. Al concebir la representación como un mero acto de delegar funciones, privan al pueblo de participar en la toma de decisiones.

Por ello, la tarea que se emprendió es un tanto más compleja que sólo captar un enojo generalizado. La masa, sostiene Elias Canetti, resulta un momento efímero de lo político (Canetti, 2005). Un factor emotivo es capaz de vincular a muchas personas, de tal modo que llegan a compartir un vínculo común. Sin embargo, advierte, con la misma prontitud que se constituye la masa, tiende a diluirse. Cualquier transformación requiere un elemento que persista en el tiempo. A diferencia de la masa, un movimiento no sólo tiene un factor emotivo que lo vincula, también cuenta con objetivos en común.

El problema de muchos movimientos ha sido su incapacidad de plasmar sus demandas en el ámbito estatal. En la teoría liberal, los partidos son el conducto institucional por medio del cual la sociedad civil dirige sus demandas al Estado para que sean resueltas. Dicho en otras palabras, son un canal entre dos ámbitos perfectamente diferenciados. Un partido-movimiento sería una apuesta distinta, no es sólo una vía mediante la cual los ciudadanos hacen llegar sus demandas a los decisores, más bien es un mecanismo en el que lo popular se convierte en un elemento constitutivo de la decisión política. De ahí se infiere la importancia de que un juicio a los más altos representantes del anterior régimen sea definido por una consulta popular.

Como ha señalado Agamben, todos parecen entender lo que es un movimiento cuando hablan de él, pero nadie lo ha definido (Agamben, 2020). En los usos coloquiales el movimiento se presenta como oposición al Estado, a las instituciones jurídicas e incluso al partido. Estas aparecen como formas estáticas y anquilosadas que contrastan con el dinamismo de la sociedad. El elemento que antecede a la configuración del movimiento es el pueblo, en un estatuto estrictamente impolítico, por lo que la emergencia de un movimiento implica una cierta negación del pueblo.

Desde dicha perspectiva, Agamben ve con sospecha el hecho del surgimiento de un movimiento, pues para él el movimiento significa la apropiación de la representación del Pueblo (esa instancia simbólica que pretende  reemplazar al pueblo concreto, es decir, a aquello excluido del Estado). Más aún, significa el fin de la democracia, de una política del pueblo, para dar lugar a que un movimiento, cuyo origen es la fractura de esa entidad denominada Pueblo, sea el politizador que ahora decide sobre la multitud impolítica. Tales afirmaciones corresponden, en primer lugar, a una comprensión estática de las categorías de pueblo y de movimiento que, precisamente, son impedidas de toda articulación dialéctica. En segundo lugar, la carencia de una reflexión en torno a cómo se constituyen los actores políticos, aunada a una falta de profundización, con amplios horizontes, de la cuestión popular, más allá de las experiencias europeas, provocan que se estigmatice cualquier desarrollo político popular a través del paradigma del nacionalsocialismo, del fascismo o del socialismo real. La reivindicación del nacionalismo en América Latina, por ejemplo, se nutre de elementos distintos al nacionalismo europeo, que desembocó en el paradigma de la guerra total (Clausewitz, 2015).

En esta perspectiva, siempre el pueblo es desprendido de aquello que muchas veces ha emanado de su seno en diversos procesos y con diversas direcciones. Por esto, el único movimiento aceptable a los ojos de una impolítica es aquel que se mantiene en su propia impotencia, aquel que se mueve antes de toda determinación como finalidad y que actúa en cuanto pura potencia exenta de todo acto instituyente. Esta definición de movimiento equivale a la presencia misma del pueblo sin fractura consigo mismo, es decir, sin configuración política en sentido estricto. Sería una mera idealidad pensar que el pueblo existe y actúa como ser absoluto ya constituido, pero que, paradójicamente, por su propia indefinición colme ya el espacio político.

Por ello, es necesario replantear el tema desde el pueblo, no como una fuente impolítica, de una potencia estéril que únicamente mira a la destitución, sino como una fuente potencial, que contempla una distinta articulación de lo político a través de la ruptura, en una destitución configurante o un obrar destructivo unitario con lo constructivo. Proponemos que, en el actual proceso de transformación que vivimos en México, este desplazamiento categorial, más allá de Agamben, se presenta bajo el signo del encuentro de estas fuerzas destructivas y fuerzas creadoras en una sola encarnación. La amalgama de ambas potencias bien podría corresponder a dos formas distinguibles de una misma sustancia, de la conformación de un mismo actor político que pretende articularse en modalidades que en apariencia se contradicen: partido y movimiento. En este sentido, también habrá que adentrarse en la lógica popular mediante la cual se instaura una forma política. Una de nuestras hipótesis es que el pueblo se despliega en un movimiento de contracción, en la que va construyendo instancias de encarnación hacia su conformación como actor político, hacia su ampliación popular.

Si partimos del pueblo como la materia negativa (la potencia absoluta), la arcilla desde la que se (con)figuran los actores políticos, la forma partido viene a ser una determinación de dicha potencia, una potencia que ha pasado al acto. Esta forma tradicional de articulación bipolar de lo político bien corresponde a dicha ontología de la potencia e implica un pasaje de la potencia al acto en el que ocurre que la potencia pierde su naturaleza dinámica (es decir el movimiento se detiene) y se diluye en un acto que la determina. Bajo esta estructura se ha tendido a pensar que, en el pasaje de la potencia al acto, es decir de un movimiento a la forma partido, está implícita una traición originaria, ontológica, además de la ético-política, pues eo ipso parece imposible que lo absoluto quepa en una forma limitada.

Debido a la crisis de legitimidad que enfrentan los partidos, sería ingenuo pensar que los intereses populares encuentran resonancia en los partidos tradicionales. Pero, a menos que la potencia no encuentre una manera de conservarse, sin algún tipo de determinación, está destinada a naufragar, sin alcanzar un despliegue de su potencia misma en el ámbito estatal.

Así que, en términos ontológicos (de la constitución del poder político) la determinación de la potencia no es tanto una traición como la posibilidad misma de que la potencia persista y ascienda a su organización y despliegue. Aún en la estructura básica de la potencia que pasa al acto aparece como necesario dicho pasaje en tanto que proporciona una acotación de una excedencia, del pueblo, de la masa, para constituirse como un actor político incisivo, capaz de penetrar y atravesar las configuraciones de lo político. En este caso, una potencia que permanezca en su naturaleza de potencia correspondería a la condición de un actor político condenado al ejercicio de la exigencia o, en los mejores escenarios, a una organización de sí mismo, retraído de la totalidad y dejándola persistir, sin interrupción del orden ni posibilidad de su transformación.

La potencia indeterminada en su capacidad inherente de movimiento (kinesis), si bien su destino exclusivo no es la determinación, el acto, sí contiene una dirección mínima, aún ahí cuando se dirija a su propia potencia.

El movimiento, entonces, es ya una especie de determinación de la potencia absoluta en la que el pueblo se concentra a sí mismo, como potencia que vuelve sobre sí para condensarse y que comienza a tener movimiento en torno a una acotación. Como se ha dicho, el movimiento ya no es la masa, sino la condensación de ésta a través de la coincidencia en torno a una exigencia o demanda.

Si el movimiento es una potencia potenciada sobre su propio rondar-se, reuniéndose en torno a una especificidad, lo cual hace a la potencia absoluta dinámica, al mismo tiempo que se conserva antes de una determinación instituida ¿cómo puede, entonces, potenciarse la potencia potenciada del movimiento? ¿O el movimiento es el límite de la construcción política del pueblo?

Del movimiento surge una contracción más, produciendo una amalgama de sí en la subjetividad. Movimiento más su producción subjetiva como liderazgo se encamina a una potenciación que hace uso de la determinación cerrada de la institución, el partido. Pero, entonces, esto significa que el partido ahora se ha abierto ¿Por qué el movimiento necesita de la forma de un partido?

El movimiento no puede tener eficacia política de transformación como pieza independiente, sino sólo en la articulación con el liderazgo y con el partido. Estas dos figuras posibilitan su permanencia más allá de su persistencia como mera potencia. Mientras el movimiento irrumpe, el movimiento-partido, que no puede comprenderse sin el liderazgo, interrumpe. Movimiento, partido, liderazgo no son momentos que simplemente podemos pensar de manera aislada y que por sí mismos tengan una lógica política autónoma. Tienen sentido político a través de su articulación. De alguna manera podríamos decir que en la constitución de cada uno de estos elementos cosquillea el hambre del otro elemento. El movimiento, como la potencia al acto, mira hacia su determinación en partido, pero permanece presente como potencia a través del liderazgo que le permite un estar a lado-de, sin perderse en la determinación (conservándose como potencia), pero al mismo tiempo encarnada, como si encontrase una potenciación suplementaria antes de la determinación absolutamente cerrada que ocurriría en la forma del mero partido tradicional.

Esto nos pone en la posibilidad de reflexionar otro tipo de articulaciones del poder político desde su potencia originaria. Que el movimiento sea una capacidad de la potencia permite que la determinación no sea el límite de su constitución política, pero por igual impide que el movimiento quede atrapado en la recurrencia de sí, sin la producción de algún elemento suplementario o de incidencia en el ámbito estatal. Una comprensión más compleja del dinamismo de la materia de lo político, que aquí se intenta reflexionar a través de la ontología de la potencia, nos permite concebir que mientras una potencia se mantenga en estrecha conexión con su capacidad de movimiento puede descansar en la determinación del partido para volver sobre sí, pero esta vez por medio de una determinación que le provee forma a la determinación primaria del mero movimiento.

Ahora bien, lo popular debe entenderse a partir de su condición heterogénea. Es cierto que contiene elementos comunes que lo constituyen. Pero, también, comprende fuerzas contradictorias, en ocasiones en contraposición y en otras en disyunción. Así, en un partido-movimiento, la característica fundamental del liderazgo es la ambigüedad. Sólo así, es capaz de constituirse como un eje que articula y le da sentido a la contradicción. La posición del líder cambia de acuerdo a las circunstancias, sin abandonar aquel elemento común que coaligó al movimiento.

Potencia y acto, movimiento y partido, pueden articularse sin diluirse, conservando su negatividad destructiva de lo viejo y su posibilidad de crear, de instituir, tensionados a través de un elemento que habita el umbral de dos ámbitos y como tal puede transitarlo. Ese elemento, creemos, es el liderazgo. 

El liderazgo funciona como un fundamento tardíamente revelado del movimiento, en tanto que emerge del movimiento y en ocasiones funda el movimiento y el partido, pero al mismo tiempo dichas materias dan sentido y sostienen al liderazgo. El movimiento, en cambio, se debilita sin el liderazgo que muchas veces le asigna un fundamento y encarnación de su potencia, sin el cual se queda trunca en su potenciación, girando en su pura indeterminación.

El eslabón que articula la procesión del pueblo a través de sus determinaciones que lo conservan, el movimiento y la forma partido, como el Estado mismo, es la subjetividad del liderazgo. En este sentido tendría que replantearse el lugar y la importancia de este elemento más concreto y al mismo tiempo más metafísico que es el liderazgo, pues tiende a aparecer como una especie de detonador, articulador y conservador de las determinaciones del pueblo. 

Sólo la subjetividad a través de su constitución en liderazgo proporciona el elemento de la legitimidad que el partido (como determinación institucional que pretende dar cauce a los intereses de una parte del pueblo) no logra, y que el movimiento no puede en su calidad de potencia absoluta simplemente contener e imprimir en una determinación institucional, constituida. Pues el movimiento, de encerrarse en una excedencia autorreferenciable, permanece en su condición de potencia, sin posibilidad de una ruptura política viable ni de una interrupción efectiva, sin capacidad de penetrar en la incisión de la ruptura que implica el ejercicio de gobierno ¿Los movimientos sociales pueden llevar a cabo desde su naturaleza una transformación política sin que, de alguna forma, se incida en el ámbito institucional? ¿El movimiento aún está en falta y requiere construir un pueblo? En este sentido, la única impresión articulante (o pasaje) del movimiento a la determinación del partido es a través de este desprendimiento de una cifra del movimiento, lo que supone un proceso histórico de condensación de lo popular.

A corto plazo, la 4T afrontará múltiples retos que pondrán a prueba su eficacia política, en particular las elecciones del siguiente año. Ante ese panorama es impostergable que el partido desempeñe algunas tareas fundamentales que posibiliten la transformación. Sin embargo, el definir, a priori, el contenido específico de dichas tareas sería un error, pues se corre el riesgo que se deje de lado la situación concreta por perseguir un deber ser. Además, es necesario reconocer que existen facciones al interior, como lo evidenció la anterior dirigencia, que insisten en conformarse como un partido tradicional. Al respecto, es necesario apuntar que, si bien es cierto que el fin último de un partido-movimiento no se reduce a la obtención de votos, no se debe perder de vista que las elecciones del próximo año significan un refrendo del compromiso popular con la elección. Una de las claves de su éxito, en 2018, fue promover la idea de que la ciudadanía debe participar activamente de la transformación. En el futuro, no será suficiente que esta idea permanezca sólo en lo discursivo. Por tanto, se requiere que el partido-movimiento y su liderazgo generen mecanismos. En este sentido, la formación de cuadros es fundamental para comprender la complejidad de la acción política a través de esta nueva co-operación, entendida como una nueva articulación de lo político, lo que requiere de una concepción ético-política radicalmente distinta. 

BIBLIOGRAFÍA

Agamben, G., 2010. Medios Sin Fin. Valencia: Pre-textos.

Agamben, G., 2020. Giorgio Agamben On The Movement. [online] Generation-online.org. Disponible en: <https://generation-online.org/p/fpagamben3.htm> [Acceso 18 de julio de 2020].

Clausewitz, K., 2015. De La Guerra. México: Colofón.

Canetti, E., 2005. Masa Y Poder. Barcelona: Alianza.

Schmitt, C., 2006. El Concepto De Lo Político. Madrid: Alianza.

NOTAS

* Este artículo fue realizado gracias al apoyo del Proyecto: “Heteronomías de la justicia: territorialidades y palabras nómadas” (PAPIIT IN 401119)

** Bernardo Cortés Márquez, candidato a Doctor en Filosofía, UNAM, México, y Jorge Rodríguez, doctor en Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, México.