¿POR QUÉ LAS CLASES DOMINANTES TEMEN A LA HISTORIA?

Nota previa a ¿Por qué las clases dominantes temen a la historia? de Harvey J. Kaye
José Gandarilla
Este texto nos fue enviado especialmente por su autor para que figurase en las páginas de Memoria. Revista de crítica militante, gesto que enaltece a nuestro colectivo y al trabajo editorial que emprendemos, sin embargo, no es solo ese hecho lo que justifica su inclusión, sino la innegable actualidad que conservan las proposiciones ahí vertidas.
El escrito de Harvey J. Kaye es el discurso íntegro que ofreció en ocasión de la recepción del Premio Isaac y Tamara Deutscher, y fue leído en la London School of Economics, el 8 de noviembre de 1994. Ahí muestra, con rigor, la pertinencia del enfoque historiográfico al que liga su trabajo, por ello transitan en sus páginas referencias no solo a los historiadores marxistas británicos sino a ciertas figuras de la tradición revolucionaria de las clases desposeídas como es el caso, por supuesto, de Marx, Rosa Luxemburgo, Lenin, Gramsci (y lo hace, recordemos, en un momento en que aparece en toda su vigencia el alegato sobre el “fin de la historia”, y las posturas posmodernistas, a las que sugiere tomar muy en serio, en un contexto en que todavía están frescos los sucesos de la caída del “socialismo real”), pero también está presente su sutil advertencia sobre la posible refuncionalización de una lectura del pasado a los fines de apuntalar la política del poder, cuando, en un procedimiento, propio de los grupos conservadores y las nuevas derechas (punto que hoy se revela hasta más vigente que entonces) se pretende quitar el filo cuestionador de los hechos y memorias de la gesta histórica, y se opta por neutralizar su sentido, para hacer de aquellos acontecimientos (bajo un encubridor revisionismo) un repertorio integrable en la tarea cívica del adoctrinamiento, del olvido; o ejemplo de polarizaciones indebidas que fracturan la sociedad e impiden su “sano” desarrollo. Ante ese potencial uso reaccionario del pasado, nuestro autor esgrime los planteos de la llamada historiografía desde abajo, lugar de enunciación que lo mismo incluye los trabajos de quien reconoce como su mentor, Victor Kiernan, como los del propio homenajeado, Isaac Deutscher. 
Kaye no duda en mostrarse, para las cuestiones de los Estados Unidos (potencia en declive, pero con ambiciones recobradas de supremacía global), como un heredero de los movimientos por una democracia profunda, la que abolió la esclavitud, la que pelea por el reconocimiento de los derechos civiles, contra el racismo y el resurgente fascismo; esa historia que quedó plasmada en ciertos pronunciamientos de sus fundadores, en el gesto de Rosa Parks, en la narrativa de Gore Vidal o Toni Morrison; que encuentra su relato crítico en los trabajos de Eugene D. Genovese o Noam Chomsky, y en la de tantos otros pensadores e historiadores radicales (entre los cuales el propio Kaye se cuenta). De ahí que, en su disertación, subraye la condición de peligrosidad que puede asumir el trabajo del historiador ante los intereses y las prácticas de las clases dominantes, cuando éste hace su opción, como lo señalara Howard Zinn, otro de sus autores de preferencia (fallecido hace once años), en un pasaje significativo de su clásico libro:
“en esa inevitable toma de partido que nace de la selección y el subrayado de la historia, prefiero explicar la historia del descubrimiento de América desde el punto de vista de los arahuacos; la de la Constitución, desde la posición de los esclavos; la de Andrew Jackson, tal como la verían los cherokees; la de la Guerra Civil, tal como la vieron los irlandeses de Nueva York, la de la Guerra de México, desde el punto de vista de los desertores del ejército de Scott, la de la eclosión del industrialismo, tal como lo vieron las jóvenes obreras de las fábricas textiles de Lowell; la de la Guerra Hispano-Estadounidense vista por los cubanos; la de la conquista de las Filipinas tal como la vieron los soldados negros de Luzón; la de la Edad de Oro, tal como la vieron los agricultores sureños; la de la I Guerra Mundial, desde el punto de vista de los socialistas; y la de la Segunda vista por los pacifistas; la del New Deal de Roosevelt, tal como la vieron los negros de Harlem; la del Imperio Americano de posguerra, desde el punto de vista de los peones de Latinoamérica”[1]  
Otro aspecto que revela actualidad del texto reside no solo en apuntar cómo es vista la historia por los grupos y clases dominantes, sino también cómo en los ojos de los poderosos puede llegar a percibirse esa ansiedad, ese temor a “las clases peligrosas”, a los de abajo, cuando éstos toman en sus manos los rumbos de sus vidas. Por la fecha en que fue escrito, uno no puede sino tener en mente el accidentado proceder de Carlos Salinas de Gortari, brazo ejecutor del quiebre histórico que significó la implementación del consenso de Washington en México, su figura desencajada y una mirada que traslucía entre miedo y odio, luego del alzamiento zapatista, los primeros días de enero de 1994. Por otra parte, en este 2021, que se conmemoran los 500 años de la caída de Tenochtitlan, se esperan hondos debates sobre el tema, que también esperamos atender en estas páginas, ante los retos que se abren en la coyuntura problemática por la que atravesamos, parte de cuyos problemas remiten sus orígenes más remotos a aquellos procesos fundantes (colonialismo, racismo, clasismo, discriminación). Justamente, frente a la persistencia de una idea de nación “solo para unos cuantos”, la que pretendió imponerse en la tentativa oligárquica y elitista del neoliberalismo, como antes lo fue con el porfirismo, es que se alza hoy la propuesta constructiva de una Cuarta Transformación, a la que se oponen, desde los grupos dominantes, todo género de obstáculos; eso, y el hecho de que hoy contemos con un Ejecutivo al que le gusta y practica la historia (y la entiende simbólica y materialmente como un espacio de permanente disputa), son algunos de los motivos por los que juzgamos oportuno publicar esta importante contribución de Harvey J. Kaye.
[1] Howard Zinn, La otra historia de los Estados Unidos, La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 2004, pág. 10.

1989 fue el año del bicentenario de la Revolución Francesa, y -a pesar de las maquinaciones de las clases dirigentes en Occidente y en Oriente- los acontecimientos de ese año parecieron ser una dramática prueba viviente de que los grandes ideales de 1789 no solo eran recordados, sino que aún eran una acción inspiradora y animadora. A través de Eurasia y más allá, hombres y mujeres lucharon nuevamente por la libertad, la igualdad, y la democracia. Las rebeliones reivindicaron el control de los espacios públicos y derribaron a gobernantes y a regímenes. Hubo triunfos, como la caída del Muro de Berlín, y hubo tragedias, como la masacre de la plaza de Tiananmen. Pero de conjunto, estos eventos recordaron al pueblo a nivel mundial sobre el deseo popular de libertad y la demanda del “poder al pueblo”. Había razones para celebrar y para creer que todavía habría más por venir. 

Y, sin embargo, en pocos años, la esperanza y la sensación de la posibilidad engendrados por esos eventos y por el final de la Guerra Fría han sido superados por otros acontecimientos, más oscuros, y el orden espiritual del día se ha convertido en un orden de desesperanza y cinismo. Emulando a las tradiciones más brutales de nuestro siglo, la política del nuevo orden mundial ha sido aparentemente dominada por la codicia, el odio, y las masacres; tristemente, solo necesitamos mencionar a Somalia, Bosnia, Ruanda. La propia vida europea está marcada por el resurgimiento de los nacionalismos, los fascismos, la xenofobia, de una forma de lo más extravagante, en vista de los trágicos éxitos de los nazis en sus intentos de librar al continente de judíos, el antisemitismo.

Al mismo tiempo, y seguramente contribuyendo en una proporción masiva al fortalecimiento de estas brutalidades, el mercado ahora gobierna en todo el mundo -al Norte y al Sur, subsumiendo todo y a todos bajo el mando del capital, intensificando las ya groseras desigualdades, mientras los ricos se hacen más ricos y los trabajadores más pobres- y amenaza con destruir al movimiento obrero occidental y a su mayor conquista, los gobiernos socialdemócratas.

Se vuelve cada vez más difícil ganar audiencia para el “bien público” o el “bienestar común”. El discurso público y los pensamientos privados a lo largo del espectro político parecen aceptar -como dijo el neoconservador estadounidense Francis Fukuyama- que estamos ante el “fin de la historia”.[1] Con el triunfo global del capitalismo, se cree que hemos llegado al término del desarrollo histórico mundial, la culminación de la historia universal, que no solo implica el colapso de la Unión Soviética sino enviar a todas las variedades del socialismo al cementerio de la historia. Pueden surgir fundamentalismos y particularismos para desafiar al capitalismo liberal, pero no son una alternativa universal al mismo, ni ahora ni en el futuro. De hecho, el estudio reciente del mundo hecho por Edward Luttwak hace que la misma tesis de Fukuyama parezca totalmente optimista. En lugar del liberalismo, Luttwak ve “el fascismo como la ola del futuro”.[2]

En cualquier caso, las posibilidades de la democracia radical se han agotado; el mayor progreso y desarrollo de la libertad y la igualdad está excluido, para siempre. Se declara, y así se lo percibe, que pensar de otro modo, no solo es utópico, sino peligroso.

No acepto esa presunción, y no cederé ante ella. No estamos satisfechos; y nuestras exigencias y satisfactores no son simplemente materiales. La historia y sus posibilidades políticas progresivas no están resueltas.

Sin embargo, considero a la idea del “fin de la historia” con la mayor seriedad. No lo hago simplemente porque la apariencia de la presuntuosa obra de Fukuyama sea un golpe literario y comercial inteligentemente sincronizado, orquestado con el apoyo financiero patrocinado por una fundación de la Nueva Derecha dotada corporativamente, sino porque -a pesar de lo ilusoria que realmente pueda ser- esta idea ha articulado otra vez a las perennes ambiciones y sueños de las potencias para hacer de sus regímenes y órdenes sociales no solamente omnipotentes y universales sino inmortales. Y, al menos por ahora, ella parece captar en una sola frase la visión histórica dominante.

Para aquellos de nosotros que todavía aspiramos a promover los ideales críticos y democráticos de la Ilustración y de la era de la Revolución, continúa presentándose la vieja cuestión: ¿qué hacer? Y, sin embargo, parecería haber una cuestión previa, e incluso más urgente: ¿de dónde podremos obtener el apoyo, la esperanza, y una sensación de posibilidad, cuando se debe admitir que hay razones sustanciales para ser pesimista?

Más inmediatamente, no puedo hacer nada mejor que citar al mismo Deutscher: “Me parece que la conciencia de la perspectiva histórica”, escribió, “ofrece el mejor antídoto al pesimismo extravagante, así como al optimismo extravagante sobre los grandes problemas de nuestro tiempo”.[3]

Más allá de eso, lo que tengo en mente puede chocarles como algo bastante perverso. Quiero que miremos plenamente y con profundidad en los ojos de las clases dominantes y dirigentes. Percibamos lo que ellos ven. Victor Kiernan, el extraordinario historiador británico de los imperios, del estado-nación, y de tantos otros temas, jamás dejó de recordarme que nuestros dirigentes han podido asegurar su dominio una y otra vez porque ellos están más unidos, son más conscientes de su clase y, políticamente, más inteligentes. Ellos están habitualmente en el puesto de mando; nosotros no; de modo que por más ansiedad de autoengañarse que puedan tener (y es imperioso que traten de hacerlo), están mejor posicionados para espiar el camino que tienen por delante y el que dejan atrás.

Mi opinión es que por más imponente que pueda ser el poder de las clases dominantes, y por más sumiso que pueda parecer el pueblo sobre el que lo ejercitan, los ojos de las clases dominantes no reflejan seguridad y confianza, sino aprensión y ansiedad. ¿Qué es lo que ven? ¿Qué es lo que reconocen? ¿Qué es lo que saben? El historiador radical estadounidense Howard Zinn apunta a una respuesta:

Cuando nos deprimimos al pensar en el enorme poder que los gobiernos, las corporaciones multinacionales, los ejércitos y la policía tienen para controlar las mentes, aplastar a los disidentes, y destruir las rebeliones, deberíamos tener en cuenta un fenómeno que siempre encuentro interesante: Quienes poseen un enorme poder están sorprendentemente nerviosos sobre su capacidad para aferrarse a su poder. Reaccionan casi histéricamente ante los que parecen ser débiles e inofensivos signos de oposición (…) ¿Es posible que la gente con autoridad sepa algo que nosotros no sabemos?[4]

En las miradas y acciones de los poderosos, podemos descubrir qué es lo que les preocupa así y, al mismo tiempo, recordar lo que parece estar casi en el olvido. Al fin y al cabo, tendremos que preguntarnos: ¿Por qué las clases dominantes temen a la historia?

*

Tengo una historia para relatar, que llevo conmigo desde hace varios años. No es larga, ni grandiosa, ni épica en sus dimensiones. Y, seguramente, hay muchas otras, más poderosas. No obstante, pienso que puede servir como un punto de partida.

A comienzos del otoño de 1986, uno de mis colegas, Craig Lockard, dejó sobre mi escritorio un artículo del Far Eastern Economic Review que relataba las dificultades y adversidades de un joven disidente, Yu Si Min, ante el poder y las autoridades de Corea del Sur.[5] Craig pensó razonablemente que mis estudiantes y yo lo hallaríamos como algo intrigante, pues se refería a un texto que habíamos estado leyendo y discutiendo en clase.

La historia comienza en 1978, cuando Yu partió, desde su ciudad provincial sureña, hacia la capital, pues había sido aceptado para estudiar economía en la más prestigiosa institución académica del país, la Universidad Nacional de Seúl.

Ese fue un momento tremendo para él y su familia. Yu era el quinto de seis hermanos; sus padres habían escatimado y ahorrado durante muchos años para lograr que él pudiera continuar sus estudios. Como él mismo dijo, al dejar su hogar familiar, él podía realmente sentir la “mirada orgullosa de su madre sobre sus hombros”; y en el camino, él juró que seguiría una carrera lucrativa para compensar a sus padres por todos los sacrificios que habían hecho.

Sin embargo, la vida en Seúl no era como la que había esperado. Yu se sorprendió por los bajos salarios y las terribles condiciones de trabajo que sufrían los trabajadores, especialmente las mujeres y las adolescentes, y antes de finalizar su primer año en la universidad se había puesto a dar clases nocturnas en un distrito fabril, una actividad que pronto atrajo sobre él la atención de las autoridades.

Finalmente lo detuvo la policía. Lo interrogaron durante tres días, tratando de descubrir si estaba alentando huelgas y organizando sindicatos, que eran actividades prohibidas por el gobierno.

Cuando se declaró la ley marcial en mayo de 1980, Yu fue uno de los miles de manifestantes arrestados por exigir la restauración de los derechos democráticos como la libertad de prensa y de reunión y la legalización de sindicatos obreros independientes. Su primera estadía en la cárcel fue de tres meses. Durante ese tiempo fue golpeado regularmente. Luego, al recuperar la libertad, fue inmediatamente reclutado por el ejército. Siendo un conocido manifestante estudiantil, sufrió un duro tratamiento y, como otros que compartían su misma situación, fue enviado a una unidad que patrullaba la zona desmilitarizada que separa las dos Coreas. Esta práctica supuestamente pretendía elevar la conciencia de la amenaza del Norte a la seguridad del Sur porque, junto a las temperaturas bajo cero y los frecuentes hostigamientos, había un constante “peligro de tiroteos repentinos”.

Relevado del servicio en la primavera de 1983, Yu fue readmitido en la universidad. Sin embargo, unas semanas después de su regreso se sumó a manifestaciones y pronto fue arrestado de nuevo, esta vez acusado de asalto, luego de que él y otros estudiantes detuvieron a varios agentes policiales “descubiertos al espiar en la universidad”.

Sentenciado a un año de cárcel, Yu fue puesto en “confinamiento solitario (…) aislado del resto del mundo”. Su celda tenía

1,8 metros de largo y 1,2 metros de ancho, con nueve agujeros para ventilación del tamaño de una moneda. Las paredes y el piso estaban cubiertos con espuma plástica para evitar cualquier filtrado de ruido y una puerta doble que obstaculizaba cualquier vista del corredor más allá de ella. “Lo primero que se me ocurrió”, dijo, “fue que sería mejor que aprendiera a llevarme bien con el silencio”.

Yu se mantuvo ocupado con labores de punto. Pero (siempre el estudiante) se preparó un plan de estudios riguroso de 150 tomos de la literatura mundial, incluyendo “todo lo de Dostoievski y de Tolstoi”. Sin embargo, hubo dos obras que le fueron prohibidas, por ser consideradas “subversivas”: Glimpses of World History [Vislumbres de la historia mundial] y What is History [¿Qué es la historia?].[6]

Mis alumnos se preguntaban por qué esos dos libros en particular fueron considerados “subversivos” ¿Qué los hacía “especiales”? Casi de inmediato, pensaron que era porque Nehru había sido un rebelde triunfante contra el imperio y un prominente líder del movimiento no alineado, y Carr había sido el autor de una monumental (y simpatizante) Historia de la Unión Soviética. Pero algunos de mis alumnos siguieron examinando sus respectivos capítulos, suponiendo que los censores realmente leyeron las obras que separaron de las otras. Al hacerlo, descubrieron que Vislumbres de la historia mundial se había originado en la década de 1930, a partir de las cartas escritas por Nehru desde las cárceles coloniales británicas a su joven hija, Indira. Basadas en el universalismo, el humanismo y el marxismo, y reconociendo las alzas y bajas de las fuerzas sociales, las cartas narran una historia global del imperio y la independencia, de la reacción y la revolución, y de la destrucción y la innovación creativa.

En el siguiente, en el libro que se suponía que todos ellos estarían leyendo, ¿Qué es la historia?, vieron cómo Carr discutía enérgicamente contra el pesimismo que prevalecía entre sus pares. Él afirmaba que aun con sus desastres, la historia moderna es progresista, porque seguimos viendo la expansión mutua y la profundización de la razón y la libertad. Y en esos términos, Carr convoca a sus colegas historiadores a reconocer sus responsabilidades intelectuales y políticas y “a presentar desafíos fundamentales, en nombre de la razón, a la manera actual de hacer las cosas”.[7]

Al ver estos libros desde el punto de vista de los poderosos, o sea, de la oficina de los censores de la prisión, mis alumnos coincidieron en que los mismos eran incuestionablemente “subversivos”. Pero, preguntaron entonces -y los amé cuando lo hicieron-, ¿no sería eso también verdad, al menos en cierta medida, de la historia crítica en todos los regímenes de poder y riqueza desiguales?

*

He contado la historia de Yu Si Min porque creo que recrea en un microcosmos la compulsión universal de las clases dominantes a controlar no solo la política y la economía, sino también la cultura y el pensamiento; más específicamente, la memoria histórica, la consciencia, y la imaginación. Allí, en su celda carcelaria, en su improvisado gabinete de lectura, físicamente aislado y solitario, Yu estaba totalmente bajo el mando del estado. Aparentemente confiados, sus guardianes le permitieron el acceso a muchas obras literarias; pero en verdad, estaban siempre preocupados y vigilantes, y obligados a impedirle leer dos de los libros solicitados, las obras que abordaban específicamente la historia.[8]

La experiencia de Yu en la cárcel evoca un largo historial de represiones, ocultaciones, mistificaciones, corrupciones y falsificaciones de la historia. Ante nosotros está el archi-antidemócrata Platón, exponiendo dialógicamente en su República un proyecto de una sociedad ordenada en clases -en la que los poetas y los proto-historiadores deben ser cuidadosamente regulados, y el consenso debe basarse en una gran fabricación histórica:

“Ahora,” dije “¿podemos idear una de esas mentiras -del tipo de las que surgen cuando lo exige la ocasión (…) para inventar una noble mentira y convencer con ella ante todo a los dictadores mismos, y si no al menos al resto de la comunidad?”

“¿A qué te refieres?”, preguntó.

“No se trata de nada nuevo”, dije, “sino de un caso ocurrido ya muchas veces en otros tiempos (…) pero que nunca pasó en nuestros días ni pienso que pueda pasar, es algo que requiere grandes dotes de persuasión para hacerlo creíble”.[9]

(Curiosamente, la República de Platón bien podría haber sido una de las “grandes obras” permitida en el plan de estudios en la cárcel de Yu).

Distinguiendo claramente entre “el pasado” como una invención ideológica y “la historia” como un saber crítico, en The Death of the Past [La muerte del pasado], J. H. Plumb resume sucintamente el desfile de las elaboraciones de la clase dominante y los usos de las mismas desde la época antigua hasta la presente: “El pasado estuvo permanentemente involucrado en el presente, y todo lo que consagraba al pasado -los monumentos, las inscripciones, los registros- eran armas esenciales en el gobierno, para asegurar la autoridad, no solo del rey, sino también de quienes a cuyo poder él simbolizaba y santificaba…”.

Hoy, Plumb podría haber subestimado la persistencia del pasado, y los continuos esfuerzos de las élites para componerlo y dirigirlo, pero apreciaba su importancia esencial: “Los mitos y leyendas, las dinastías y las genealogías (…) las interpretaciones liberales y los destinos manifiestos (…)  Todos los soberanos necesitaron una interpretación del pasado para justificar la autoridad de sus gobiernos (…) El pasado siempre ha sido el esclavo de la autoridad”.[10]

Nuestro propio siglo no está libre de esas prácticas. Siguiendo la consigna del Partido en la obra 1984 de Orwell, “quien controla el pasado controla el futuro, quien controla el presente controla el pasado”, los regímenes totalitarios y autoritarios han buscado constantemente dominar y manipular la memoria pública y privada. Fue cierto con el nazismo y el fascismo, ha sido cierto con el comunismo, y ha sido cierto con una gran cantidad de dictaduras más pequeñas, aunque no necesariamente más benignas.

Aunque comparadas con las devastaciones de la blitzkrieg (guerra relámpago) y las conquistas y el asesinato organizado de seis millones de judíos, la quema de libros y las perversiones del pasado parecen crímenes menores, jamás se las debe pasar por alto, porque el tratamiento criminal de la historia por parte de los nazis sirvió para racionalizar y justificar ante el pueblo alemán sus posteriores crímenes contra la humanidad. Quienes niegan que haya ocurrido el holocausto pueden estar ejerciendo su derecho a la libre expresión (y demostrar que las clases dominantes no tienen un monopolio absoluto para tratar de suprimir el pasado), pero también están cometiendo atrocidades contra la memoria y la historia. La presencia de neo-nazis en las calles de Europa, junto al re-ascenso de políticos fascistas, es escalofriante.[11]

La censura en la Unión Soviética comenzó bajo Lenin como una “medida transitoria”. Sin embargo, como David Remnick escribe en Lenin´s Tomb [La tumba de Lenin]: “El Kremlin tomó tan seriamente a la historia que creó una burocracia masiva para controlarla, para inventar lenguaje y contenido, de modo que las purgas asesinas y arbitrarias se convirtieron en un “triunfo sobre los enemigos y espías”, y el tirano reinante, en un “amigo de todos los niños”.[12]

Isaac Deutscher relata cómo, al comienzo de las campañas de Stalin contra sus rivales, “comenzó la prodigiosa falsificación de la historia que iría a descender como una avalancha sobre los horizontes intelectuales de Rusia” y cómo, al comienzo de la década de 1930, iba exigiendo falsedades y encubrimientos cada vez más masivos. Con las farsas judiciales, las purgas, las hambrunas, las deportaciones, los campos de concentración, y los asesinatos por millones, Stalin y el Partido impusieron una gran “conspiración del silencio”.

Luego de más de un cuarto de siglo, los horrores y las mentiras, y la represión de toda referencia a ellos, fueron tan estrechamente unidos que los sucesores de Stalin no pudieron admitir que se aflojaran demasiado los controles. ¿Cómo podían hacerlo, si todos ellos habían sido sus “cómplices”?[13] El mismo Kruschev apreció plenamente el poder del pasado y paradójicamente, rindió uno de los mejores (aunque no eran universalmente merecidos) homenajes a mi profesión que jamás haya oído: “los historiadores son gente peligrosa, capaces de invertir todo patas para arriba. Hay que vigilarlos”.

Aunque los días más oscuros no regresaron, la historia siguió estando bajo una estrecha supervisión y regulación -con “deshielos” ocasionales, seguidos regularmente por nuevas “purgas”- hasta la glasnost y la perestroika a mediados de los ochenta. Sin embargo, Gorbachov no era un tonto. Incluso él habría preferido, al menos al comienzo, no ampliar la apertura y la reestructuración a las cuestiones del pasado. No fue sino hasta que imaginó que, permitir el reexamen y la revisión pública de los registros históricos, lo ayudaría a socavar a su oposición, que él mismo exigió que se llenaran los demasiado numerosos “espacios en blanco”.[14]

Habiendo sido tan bien supervisados, los mismos académicos profesionales al comienzo dudaban si emprender el entonces permitido reexamen de la experiencia soviética. Pero otros no, y muy pronto el estudio sobre el pasado histórico se fue afirmando en todos lados. Recuerdo claramente el anuncio del gobierno soviético en mayo de 1988 de que, en vista de los grandes cambios en curso, se estaban cancelando los exámenes de historia de la universidad. Con el tiempo, se cancelarían muchas más cosas que eso.

Los errores de cálculo de Gorbachov, si suponemos que nunca pretendió realmente provocar la desintegración de la Unión Soviética, también invitaron a la renovación y el rescate de la política y la historia en Europa Oriental. En 1988, en el vigésimo aniversario de la “Primavera de Praga” y el aplastamiento del experimento checoslovaco sobre la democracia socialista, el grupo disidente “Carta 77” emitió una declaración que concluía con el siguiente párrafo:

Solo pedimos la verdad. La verdad sobre el pasado y la verdad sobre el presente son indivisibles. Sin aceptar la verdad sobre lo que sucedió es imposible abordar correctamente qué está sucediendo ahora; sin la verdad sobre lo que está sucediendo ahora es imposible mejorar sustancialmente el estado de cosas existente.

En las repúblicas bálticas, la insurgencia política fue acompañada por los pedidos de la publicación de los “protocolos secretos” del pacto Hitler-Stalin que habían sellado sus destinos. En forma similar, los cambios en curso en Polonia, por los que durante tanto tiempo lucharon los trabajadores y los intelectuales de “Solidaridad”, generaron una serie de “revelaciones” históricas, referentes a las acciones soviéticas antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Y en Hungría, junto con las demandas populares por la reforma política, se organizó un “Comité por la Justicia Histórica” para proseguir la recuperación del pasado enterrado de la Revolución de 1956.[15]

Encubiertas desde 1945, las fuerzas nacionalistas extremistas y reaccionarias asumieron el poder en cada uno de estos casos, amenazando en sus respectivas personificaciones, con reemplazar a la represión comunista de la memoria y de la historia con las represiones nacionalistas. No obstante, la importancia de la historia para los movimientos de liberación de 1989 confirmó las palabras del novelista checo Milan Kundera: “la lucha del hombre contra el poder, es la lucha de la memoria contra el olvido”.[16]

Más hacia el Este, la dirección comunista china, a pesar de todos sus proyectos revolucionarios, en realidad renovaron el manejo del pasado de sus antecesores imperiales y de quienes lo estudiaron. De hecho, Mao y sus cuadros, al decir de Jonathan Unger, estaban

aún más decididos a controlar los mensajes impartidos en las obras históricas para inclinar esos mensajes para que favorezcan a las líneas políticas oficiales y extirpen las disidencias u oposiciones que podrían estar ocultas en las alegorías históricas (…) En resumen, los historiadores debían ser los siervos de los propagandistas del Partido.[17]

El grado de control ejercido desde 1949 ha variado, aunque obviamente no tanto como las direcciones historiográficas dictadas por las cambiantes medidas políticas y económicas del gobierno. Por su parte, los mismos historiadores, y otros recreadores del “pasado” chino, en algunas ocasiones, aunque infructuosamente, han alzado su voz para defender el “derecho a recordar”. En 1989, con una petición apoyando a los estudiantes y trabajadores que se movilizaban en la plaza de Tiananmen, un grupo de escritores de Shanghai pidió una “investigación histórica libre”. Sin embargo, luego de la masacre de la noche del 4 de junio, llegó la predecible reacción ideológica, comenzando con la maquinaria de propaganda gubernamental, que describió a la violenta represión al movimiento democrático por parte del ejército como acciones que se tomaban contra los “contrarrevolucionarios”.

*

Es difícil tratar a las clases dirigentes de los estados liberales contemporáneos en las mismas páginas como las relacionadas con las experiencias del fascismo y el comunismo. Pero nuestras élites dominantes no son inocentes, y debemos esforzarnos para no olvidar que las instituciones, leyes y costumbres que las limitan son resultado de largas y continuas luchas desde abajo.

En los años que precedieron a la Segunda Guerra Mundial, la educación japonesa era un instrumento ostensible de adoctrinamiento, para cultivar en los niños la creencia de que la expansión de la nación en el exterior era una campaña sagrada para poner “a todo el mundo bajo un mismo techo”, y garantizar que ellos promovieran “la lealtad al emperador y el amor al país”. Todos los libros escolares eran sometidos a revisión y certificación por el Ministerio de Educación. Pero luego de la derrota de Japón y la subsiguiente ocupación estadounidense, se reformaron las prácticas educativas y dentro de ciertos lineamientos, se permitió a los docentes elegir sus textos. Pero esto no duró mucho.

Hacia la década de 1950, triunfó el conservador “Partido Liberal Democrático” y contra la oposición del sindicato de los maestros, reinstituyó el control estatal sobre la educación y la autorización de los libros de texto. Así fue como, a pesar de la creciente historiografía científica, el gobierno pudo prohibir en los libros las referencias específicas a las atrocidades cometidas por el ejército imperial japonés durante la Segunda Guerra Mundial. La más infame de ellas fue la “violación de Nanking” en 1937. Recientemente -debido a las persistentes campañas legales por parte de liberales e izquierdistas y, tal vez, lo que fue incluso más importante, debido a las presiones de los gobiernos de los países que habían sufrido las depredaciones japonesas- las prohibiciones han sido reducidas o retiradas. Sin embargo, el control y la censura estatal de los libros de texto continúan vigentes.[18]

En diversos grados, la distorsión y la obstrucción del pasado histórico por parte de las élites dirigentes han caracterizado a la historia pública y a la educación histórica en todos los antiguos países del Eje, generalmente con la aquiescencia, e incluso la avidez de sus antiguos enemigos, durante la Guerra Fría, y contra la izquierda. Recordemos la política de la amnesia en los austríacos cuando se adherían a la imagen de sí mismos como “las víctimas” del expansionismo alemán; o las iniciativas “históricas” del canciller alemán, Helmuth Kohl, que abarcaban desde la ceremonia del homenaje de Ronald Reagan en el cementerio militar alemán de Bitburg en 1985 hasta sus posteriores planes para conmemorar el quincuagésimo aniversario del complot para asesinar a Hitler, que deliberadamente excluía a los representantes socialistas y comunistas en los movimientos de la resistencia. También podemos registrar aquí a más de medio siglo de prevaricatos y equívocos políticos en Francia, engendrados por el “síndrome de Vichy” de esa nación.[19]

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Desde que se abrieron los archivos en Berlín y en Moscú, los secretos estadounidenses y de otros países occidentales sobre los crímenes estatales y corporativos cometidos bajo la protección de la Guerra Fría, recién están empezando a filtrarse. Acuerdos secretos con nazis y fascistas, espionaje doméstico y persecución a comunistas, pruebas de radiación atómica sobre personal militar y civil, asesinatos y derrocamiento de gobiernos, planes para un ataque nuclear preventivo… empiezo a sonar como Oliver Stone, el productor del filme JFK.

Y aún nos queda el comentario de un ex funcionario de los Estados Unidos, de que “posiblemente, un tercio de la historia estadounidense está clasificada como secreta”. (Ni siquiera comenzaré en absoluto a preguntar sobre todos los “Official Secrets” ocultos en algún lugar de la Gran Bretaña).

Más aún, en los Estados Unidos, y quizás no menos que en Japón, los libros de texto de historia en las décadas de la posguerra han excluido o limitado las referencias a los más oscuros sucesos y a las persistentes luchas sociales que configuraron la historia de la nación y continúan haciéndolo. Partidarios del consenso respecto a la Guerra Fría y de proseguir con el anticomunismo a nivel nacional e internacional, los libros universitarios de historia unánimemente han representado la expansión estadounidense hacia el oeste y las intervenciones en el extranjero, referenciándose con el Destino Manifiesto, la defensa del hemisferio, y/o el apoyo a las luchas anticoloniales.[20] Naturalmente, la democracia fue un tema central en las narrativas de progreso de estos libros; sin embargo, ignorando las persistentes limitaciones, exclusiones y opresiones, estos textos expusieron, mucho antes que Fukuyama tuviera la edad suficiente como para pensar sobre ese tema, una imagen de los Estados Unidos en la posguerra como la culminación de la historia occidental y mundial.

No solo los libros escolares, que son los más oficialistas de las historias públicas, sino también toda la cultura de masas estadounidense, desde Madison Avenue hasta Hollywood, proyectaron esta presunción. Desde la década de los cincuenta hasta la de los sesenta, liberales y conservadores parecieron compartir la creencia histórica de que en los Estados Unidos éramos testigos del “fin de la ideología”.[21] Quienes resistían a esta visión fueron debidamente marginados y carecían de credibilidad. O así pareció durante un tiempo.

Fomentada en parte por la misma contradicción entre la historia relatada y la historia vivida, la izquierda radical estadounidense se había renovado en la década de los sesenta. Y las luchas por los derechos civiles de las minorías raciales y étnicas, por los derechos sociales de los pobres, por la igualdad de derechos de las mujeres, por el cese de las guerras imperiales, junto a la menos celebrada pero no menos notable insurgencia de la clase obrera por sus derechos y por la democracia en el lugar de trabajo,[22] estos movimientos promovieron serias reformas en la política y la economía estadounidense.

Estas luchas también inspiraron revisiones radicales en el estudio y en el pensamiento históricos, incluyendo la socialización y la democratización del pasado, o sea, la recuperación e incorporación en los registros históricos de las previamente ignoradas experiencias y acciones de clase, raza y género.

Desgraciadamente, aunque esto también era predecible, estas campañas y conquistas democráticas también provocaron profundas reacciones por parte de la élite en el poder, crecientemente preocupada porque las diversas luchas de esa época estaban al borde de unirse en un amplio movimiento radical-democrático y de esta forma promover reformas en una escala aún más grande. En declaraciones públicas y manifiestos, como el informe de la Comisión Trilateral de 1975, La crisis de la democracia, los voceros de la clase empresarial declamaban que los políticos occidentales enfrentaban una “sobrecarga gubernamental”, más específicamente, una “crisis” en la que los problemas de la “gobernabilidad” surgían de esa “sobrecarga”. Se planteaba claramente que la amenaza provenía desde abajo: de las minorías, las mujeres, los grupos de interés público, y los sindicatos; pero los verdaderos culpables que se eligieron fueron la universidad y otros “intelectuales que buscan adoptar nuevos estilos de vida y nuevos valores sociopolíticos” (léase, historiadores y otros del mismo tipo).[23]

De este modo, durante los últimos 20 años hemos estado sometidos, en los Estados Unidos, y en gran parte por las mismas razones, en Gran Bretaña, a lo que Ralph Miliband identificó como una “guerra clasista desde arriba” contra las conquistas del liberalismo y la socialdemocracia y los cambios progresistas causados por las diversas luchas en los años sesenta. Y un acentuado rasgo de estas “revoluciones desde arriba” ha sido la vigorosa y concertada campaña para reconfigurar la memoria histórica, la conciencia, y la imaginación, cuyo clímax iba a ser la proclamación de que realmente habíamos arribado al “fin de la historia”.[24]

Fuertemente alentados y lucrativamente financiados por las élites empresarias, Ronald Reagan y Margaret Thatcher, junto a sus seguidores y serviles lacayos republicanos y conservadores, expusieron en forma brillante versiones míticas de la historia de sus respectivas naciones. Las distorsiones y obstrucciones vulgares del pasado fueron incesantes, pero en particular, podríamos recordar a Reagan remontándose a unos Estados Unidos supuestamente más felices, más seguros, y económicamente más robustos, que existieron alguna vez, dependiendo de la ocasión, antes de las revueltas y los programas de la “Gran Sociedad” de los años sesenta o, en algunos casos, antes del “New Deal” de los años treinta. Para Thatcher, los buenos días de antaño eran aquellos en los que se suponía que prevalecían los “valores victorianos”, y el pueblo británico había sido más autosuficiente, mejor, más emprendedor y filantrópico (en una combinación determinada, presuntamente, por las circunstancias de clase de cada uno).

Reagan y Thatcher hablaban del pasado como una época de “valores comunes” e insistían sobre la necesidad de restablecerlos. Estos no eran arranques de nostalgia, sino una artillería dirigida contra los liberales, los sindicalistas, los socialistas, las feministas, los pobres, y las minorías raciales y étnicas. Reagan y Thatcher ofrecían una retórica del consenso cuya verdadera intención era fortalecer una política de división social y una economía política de la acumulación del capital y la desigualdad de clases.

Más aún, las ambiciones de los líderes de la Nueva Derecha de restaurar “el pasado” no eran meramente retóricas. En el lenguaje neo-macartista, declaraban su hostilidad hacia la obra científica y pedagógica de los nuevos historiadores, e iniciaron “batallas culturales”, convirtiendo a la “crisis de la educación histórica”, pregonada y exaltada por los medios, en una muy importante cuestión cívica, si no es que relacionada con asuntos de la defensa [nacional]. Luego, bajo el pretexto de responder a la ignorancia de los estudiantes y la propagación de la amnesia histórica, los ministros republicanos y conservadores de educación introdujeron esquemas sin precedentes para “normas nacionales” y “currículos nacionales”, en los cuales la Historia iba a ser un tema central. E hicieron todo lo posible para que las narrativas dictadas en esos programas de estudio y currículos contribuyeran al perfeccionamiento de los órdenes conservadores deseados.

En esta edad del espectáculo y del entretenimiento, los esfuerzos de la Nueva Derecha para subordinar la educación histórica han sido mejorados, o incluso eclipsados (al menos en los Estados Unidos), por las reconstrucciones empresariales del pasado. Pensando particularmente en las representaciones de la Avenida Madison (como se llama a la industria de la publicidad) de los años sesenta, un colega, algo mayor que yo, me advirtió hace algunos años que “en una protesta, puedes escupir sobre el sistema capitalista. Alguna compañía lo recolectará, lo refinará, y lo envasará. Y tu madre lo comprará para regalártelo en Navidad”. En el cine, la televisión y la publicidad, el pasado y el presente son esterilizados y mercantilizados; y ahora tenemos la propuesta de la Corporación Disney, de crear un nuevo parque temático que se llamará “Los Estados Unidos de Disney”, que promete -y aquí uno se queda pasmado, no sabiendo si reír o llorar- crear “representaciones realistas del pasado de la nación”, incluyendo el esclavismo y la Guerra Civil. En una forma verdaderamente orwelliana, nos servirán la historia para el “Fin de la Historia”.

Consideremos nuevamente la variable motivación, pero universal e incansable, de las clases dominantes y dirigentes para subordinar no solo al presente sino al pasado. Sin duda, no hay que ser un marxista para reconocer las ambiciones hegemónicas implicadas cuando un mercenario de cualquier poder proclama que el actual orden de las cosas es eterno. Comprendidos política e históricamente, los intelectuales generosamente subsidiados de la Nueva Derecha con su proyecto del fin-de-la-historia se encuentran en la misma fila que los intrigantes en la República de Platón con su “noble mentira”; todos ellos están decididos a impedir la democracia, no a mejorarla.

*

¿Qué tiene la historia que tanto aflige a las clases dominantes y gobernantes, que se ven obligados a controlarla y comandarla? Milan Kundera responde, invirtiendo a George Orwell:

El pasado está lleno de vida y su rostro nos excita, nos ofende y por eso queremos destruirlo o retocarlo. Los hombres quieren ser dueños del futuro sólo para poder cambiar el pasado. Luchan por entrar al laboratorio donde se retocan las fotografías y se reescriben las biografías y la historia.[25] 

No es la certidumbre la que autoriza esas acciones, sino la inquietud; no es la convicción sobre el curso de la historia lo que lleva a la clase dominante a declararla “finalizada”, sino la angustia inducida por lo que ellos ven en ella.

Comencé proponiendo que miremos directamente a los ojos de los poderosos, para descubrir lo que ellos ven, lo que reconocen, lo que saben. Debí haber preguntado: ¿Qué es lo que ven, pero tratan de ocultar? ¿Qué reconocen, pero intentan negar? ¿Qué saben, pero tratan de esconder? Boris Kagarlitsky nos recuerda una afirmación de Marx sobre la censura: “La ley contra un estado de ánimo no es una ley del estado promulgada para sus ciudadanos, sino la ley de una parte contra otra. (…) Las leyes contra una forma de pensar son el grito involuntario de una mala conciencia”. Sin duda. Pero no es solo esa culpa la que impone las proscripciones. Sabiéndolo, Kagarlitsky agrega lo siguiente, con el efecto, intencional o no, de dirigir nuestro pensamiento más allá de las experiencias del fascismo y el comunismo: “Introducen la censura quienes temen a la opinión pública; la misma existencia de la censura es una señal de que el pensamiento de oposición está vivo y no puede ser erradicado; que junto al ‘partido’ burocrático dominante también hay un partido democrático de facto”.[26]

¿Por qué las clases dirigentes temen a la historia? Porque, más allá de sus crímenes, y más allá de las tragedias e ironías que tanto exigen esperanza y entusiasmo, ellos ven y saben, al igual que sus predecesores, que la historia ha sido, y sigue siendo, un proceso de luchas por la libertad y la justicia. Y cada vez más, al menos desde fines del siglo XVIII, ha sido, como el difunto Raymond Williams dijo una vez, una Larga Revolución,[27] en cuyo corazón político se halla la lucha por la libertad, la igualdad, y la democracia.

Además, ellos perciben que a pesar de las muchas veces en que la historia ha supuesto la “experiencia de la derrota” para los pueblos y las clases que han tratado de hacer lo contrario, la Larga Revolución también ha ofrecido grandes victorias. Buscando una razón para la esperanza, Ronald Aronson se aventura a decir: 

Los verdaderos progresos históricos en la moral social humana han ocurrido mediante esas luchas. Se abolió la esclavitud, se ganaron derechos democráticos, se han prometido y alcanzado ciertos elementos de dignidad e igualdad, se finalizaron guerras, y otras se evitaron, solo porque hemos actuado. Imaginado, a veces desesperadamente, y otras veces con confianza, en las visiones colectivas, movimiento tras movimiento, que se sacrificaron y agitaron; parcialmente logrado y después legitimado por la ley y la costumbre, el progreso social se había hecho realidad en cada paso del camino.[28]

En verdad, ya sea en la resistencia, la rebelión o la revolución, no son solo las victorias las que pesan; también las derrotas han contribuido a la creación de la democracia. Los “Niveladores” y los “Cavadores”: sectas radicales que surgieron durante la guerra civil inglesa del siglo XVII, las posteriores generaciones de los Ludditas Radicales, artesanos ingleses que protestaban contra las nuevas máquinas que destruían el empleo en el siglo XIX, y los artesanos y proletarios Cartistas; los sans-culottes y los comuneros parisinos; los esclavos negros rebeldes en el continente americano; los metalúrgicos radicales, granjeros populistas, obreros socialistas, y los jornaleros “Wobbly”, nativos e inmigrantes en los Estados Unidos; los campesinos, vaqueros y obreros revolucionarios de México; los trabajadores que defendían a la España republicana y sus camaradas en las brigadas internacionales; los partisanos de la Europa ocupada y los luchadores judíos en el gueto de Varsovia; los manifestantes anti-apartheid en Sharpeville en Sudáfrica; y los estudiantes y obreros chinos de 1919 y 1989, todos ellos, en sus respectivas maneras, aportaron a la lucha.

Mi abuelo, ruso judío, que vino a Estados Unidos después de la revolución rusa de 1905 y participó en las campañas como un joven socialista en el Lower East Side de Nueva York, me pasaba, cuando yo era un niño, sus ejemplares de las obras de Tom Paine. Entre ellos, el folleto revolucionario Common Sense, en donde Paine escribió con valentía: “Tenemos en nuestro poder comenzar el mundo otra vez”. En los años 1776, 1789, 1810, 1848, 1871, 1910, 1917, 1945, 1949, 1959, 1968, 1989, 1993, y en tantos otros momentos radicales y democráticos, grandes y pequeños, se renovó esa posibilidad.

Digan lo que digan, los poderosos no lo han olvidado. Ni tampoco han olvidado el desafío que expresó Rosa Luxemburgo mientras escapaba del arresto por parte de los proto-nazis Freikorps que la asesinarían: “«El orden reina en Berlín» ¡Esbirros estúpidos! Vuestro «orden» está edificado sobre la arena. Mañana la revolución ya se elevará de nuevo con estruendo hacia lo alto y proclamará, ante vuestro terror, en medio del bronce de las trompetas: «¡Fui, soy y siempre seré!»”.[29]

Desde hace tiempo, el relato democrático atormenta al imaginario de las clases dominantes. Hoy lo hace aún más, porque es el mismo cimiento sobre el que se apoya la legitimidad política contemporánea. Por muy falsas, hipócritas o blasfemas que sean sus palabras, durante gran parte de este siglo XX, y durante mucho más tiempo en los Estados Unidos, sus dirigentes y gobernantes se han visto obligados a hablar dentro de y para un discurso democrático; y a menudo, un discurso enraizado en un momento revolucionario. Por más limitadas, degradadas o evisceradas que estén las instituciones, la idea del “gobierno por el pueblo” se ha convertido en la piedra angular ideológica del gobierno moderno. Como comenta John Dunn acerca de ese pilar, “en la historia del mundo (…) no hay nada que para los seres humanos goce de esa misma autoridad sin límites; y esto sucede prácticamente en todo el mundo”.[30]

Irónicamente, el mismo contenido de la ideología hegemónica sirve para recordarnos nuestros ideales democráticos y nos ofrece la posibilidad de realizarlos aún más. A veces esto es obvio; pero, de nuevo, a veces -especialmente en nuestras políticas liberales del fin-de-la-historia- hay que escuchar cuidadosamente, muy cuidadosamente, para apreciar la ansiedad de las élites gobernantes.

Veamos cuando en 1992 el demócrata William Jefferson Clinton asumió la presidencia de los Estados Unidos, luego de doce años de gobiernos republicanos conservadores. En su discurso inaugural exhortó a los estadounidenses “a ser audaces, abrazar el cambio y compartir los sacrificios necesarios para que progrese la nación”.

Hay que recordar que Clinton buscaba relacionar su pretendida “visión política” con la del autor revolucionario de la Declaración de la Independencia, Thomas Jefferson. Luego de su peregrinaje a la casa de Jefferson en Monticello y luego de un viaje al distrito de Columbia a lo largo de la ruta recorrida por el tercer presidente en 1801, el discurso inaugural de Clinton estaba cargado de referencias jeffersonianas. Recuerdo en particular un comentario: su afirmación de que “Thomas Jefferson creía que para preservar los mismos fundamentos de nuestra nación necesitaríamos drásticos cambios de vez en cuando”.

Pero, por supuesto, como todos los que fueron niños en los años sesenta (como Clinton) lo sabe, eso no es exactamente lo que dijo el Padre de la Patria. Las palabras que el propio Jefferson profirió fueron: “Sostengo que una pequeña rebelión de vez en cuando es algo bueno, y tan necesaria en el mundo político como las tormentas en el mundo físico”.

¿Cómo deberíamos interpretar la “revisión” del revolucionario Jefferson? ¿Como un acto inocente? ¿Como un acto a favor de la reconciliación política nacional? O, como afirmé (aunque esperando que se demostrara lo contrario): ¿Como un acto a favor del orden existente por parte de otro representante de la clase dirigente, que después de haber hecho su campaña en el nombre del “cambio”, no tenía intención alguna de realmente despertar la memoria y la imaginación histórica estadounidense, por el temor de que el pueblo pudiera realmente intentar hacerlo?

*

Desde la celda en la prisión fascista, que se suponía que lo quebraría y que, físicamente, finalmente lo hizo, Antonio Gramsci escribió estas palabras a su joven hijo, recordándonos, desde la base, de dónde podríamos obtener sostén, esperanza, y optimismo:

Mi querido Delio, me siento un poco cansado y no puedo escribirte mucho. Tú escríbeme siempre y acerca de todo lo que te interese en la escuela. Creo que te debe gustar la historia, como me gustaba a mí cuando tenía tu edad, porque concierne a los hombres vivos, y todo lo que se refiere a los hombres, a cuantos más hombres como sea posible, a todos los hombres del mundo en cuanto se unen entre sí en sociedad y trabajan y luchan y se mejoran a sí mismos, no puede dejar de gustarte por encima de cualquier otra cosa. Pero ¿es así?[31] 

Con el mismo espíritu, Howard Zinn explica modestamente su “Failure to Quit” [No renunciar]:

Puedo comprender el pesimismo, pero no creo en él. No es simplemente una cuestión de fe, sino de evidencia histórica. No una evidencia abrumadora, sino solo para dar esperanza, porque para la esperanza no necesitamos la certeza, sino la posibilidad. A pesar de todas esas afirmaciones confiadas de que “la historia muestra…” y “la historia prueba…”, la esperanza es todo lo que nos ofrece el pasado… Cuando oigo tan frecuentemente que hay pocas esperanzas para un cambio en los años noventa, también pienso en el desaliento que acompañaba al inicio de los años sesenta.[32]

Atormentados por lo que ven y saben sobre el pasado y la realización del presente, los poderosos reconocen, como lo hiciera Kruschev, que en la medida en que continúan sus labores científicas y pedagógicas, los historiadores pueden ser “gente peligrosa”. No solo somos capaces de empuñar los poderes del pasado contra los poderosos mismos, sino de -al ofrecer desafíos históricos a la desesperación y el cinismo- hacer aportes radicales a la memoria, la conciencia y la imaginación populares.

¿Qué hacer? El mismo Deutscher escribió una vez que el papel de los intelectuales “es seguir siendo eternos disconformes”. Me gusta eso. Sin embargo, en reconocimiento y apreciación de los temores de los poderes fácticos, llevaría esa idea más allá, de una manera que, estoy seguro, él habría aprobado.

Aprovechando un término de mi mentor, Victor Kiernan, afirmaría que nuestra responsabilidad y tarea es asegurar, testimoniar, y promover críticamente la memoria profética de la lucha por la democracia.[33] De este modo, para los historiadores marxistas y otros radicales, el proyecto fundamental sigue siendo el mismo: la recuperación del pasado, la educación del deseo, y el cultivo, como el propio Gramsci urgió, de:

una concepción histórica, dialéctica del mundo (…) que comprenda al movimiento y al cambio (…), que aprecie la suma del esfuerzo y del sacrificio que el presente ha costado al pasado y que el futuro está costando al presente (…) y que concibe al mundo contemporáneo como una síntesis del pasado, de todas las generaciones pasadas, que se proyecta en el futuro.[34]

¿Por qué las clases dominantes temen a la historia? Porque saben que por más antigua que sea la idea democrática, la narrativa democrática moderna, en realidad solo comenzó recién. Como reflexiona Joel Kovel en su reciente estudio del macartismo: “Sí; la variante socialista que fue un callejón sin salida, bajo el nombre del comunismo soviético, finalmente fracasó estrepitosamente. Pero el orden capitalista, con todos sus brillantes logros, no ha triunfado, solo ha ganado”.[35] 

Las cosas se harían más fáciles si pudieran ser de otra manera, pero el futuro crecimiento y desarrollo del capitalismo y de la democracia no pueden ir juntos. El crecimiento del primero exige necesariamente que se restrinja la democracia o incluso se contraiga aún más.

La globalización en curso de las relaciones capitalistas de explotación y opresión significa, como ya lo ha sido antes, que las victorias democráticas conseguidas previamente serán severamente cuestionadas, y las nuevas aspiraciones democráticas continuarán siendo duramente confrontadas. Pero como lo dijo Deutscher en La revolución inconclusa “(salvo por una aniquilación nuclear), la historia no llegará a su término en ninguna parte”.[36]

La cuestión es que la clase trabajadora y otras luchas desde abajo continuarán afirmándose. De hecho, en formas que aún tenemos que descubrir, el capital mundial también posibilita que surja su oposición dialéctica a escala global. Sobre la buena posibilidad de que nuestras propias acciones sí importen, debemos trabajar duro para asegurar, que esas luchas, sean nacionales o internacionales, también se inspiren en la memoria profética de la libertad, la igualdad y la democracia.No podemos saber qué ocurrirá, pero estemos seguros de que nuestros opresores están convencidos de que se renovará la histórica y perenne demanda del poder al pueblo. Y eso se refleja en sus ojos.


* Presentado originalmente como el discurso del Isaac and Tamara Deutscher Memorial Prize, en la London School of Economics, el 8 de noviembre de 1994. Una versión más resumida fue publicada en la revista internacional de derechos humanos Index on Censorship, vol. 24, Mayo 1995. La versión definitiva, enviada especialmente por su autor para ser publicada en Memoria. Revista de crítica militante, corresponde al capítulo segundo del libro Kaye, Harvey J., Why do ruling classes fear history? and other questions, New York: St. Martin’s Press, págs. 7-28. Agradecemos la traducción del inglés al español que amablemente ha elaborado Francisco T. Sobrino.

** Harvey J. Kaye es Ben & Joyce Rosenberg Professor de Estudios sobre Democracia y Justicia, en la Universidad de Wisconsin-Green Bay. Además de numerosos trabajos sobre historiografía marxista, ha publicado Tom Paine and the Promise of America (2006) y Take Hold of Our History: Make America Radical Again (2019).

[1] Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man (Nueva York, 1992). Para una discusión de esas ideas ver Lutz Niethammer, Posthistoire: Has History Come to an End? (Londres, 1992).

[2] Comentarios de Edward Luttwak en “El fascismo como la ola del futuro”, London Review of Books, 7 de abril de 1994. 

[3] Isaac Deutscher, Herejes y renegados (Barcelona, Ariel, 1970), pág. 7

[4] Howard Zinn, Declarations of Independence: Cross-Examining American Ideology (Nueva York, 1990), pág. 294.

[5] Shim Jae Hoon, “A Rebel with a Cause Pays the Price for Dissent”, Far Eastern Economic Review, Julio 10, 1986.

[6] Jawaharlal Nehru, Glimpses of World History (Oxford, 1989); y E. H. Carr. What is History? (Nueva York, 1962).

[7] E. H. Carr, What is History?, pág. 207

[8] Debo agregar aquí que los últimos párrafos del artículo de la revista informaban que mientras estaba en la prisión, Yu fue despedido una vez más de la Universidad y cuando fue liberado se dedicó a traducir y corregir pruebas de libros para ganarse la vida. También militó en una organización de ayuda a las familias de los presos políticos. Además debo afirmar claramente que al contar esta particular historia, no quiero faltar el respeto hacia los escritores de obras de ficción. La prohibición de sus obras y los ataques y encarcelamientos sufridos por tantos de ellos ofrecen un testimonio más que amplio de su capacidad de incitar el miedo en el corazón de los poderosos.

[9] Platón, La Repúblicawww.um.es/noesis/zunica/textos/platon,republica.

[10] J. H. Plumb, The Death of the Past (Nueva York, 1969), pág. 40 (Hay edición en español, Barcelona: Barral, 1972).

[11] Deborah Lipstadt, Denying the Past (Nueva York, 1993); Paul Hockenos, Free to Hate: The Rise of the Right in Post-Communist Eastern Europe(Nueva York, 1993).

[12] David Remnick, Lenin’s Tomb (Nueva York, 1993), pág. 4.

[13] Isaac Deutscher, El profeta armado, Trotsky: 1921-1929 (Ciudad de México, Era, 1966), y El profeta desarmado, Trotsky: 1929-1940 (Ciudad de México, Era, 1966); La revolución inconclusa. Cincuenta años de historia soviética (Ciudad de México, Era, 1967). 

[14] Ver Remnick, Lenin´s Tomb y R. W. Davies, Soviet History in the Gorbachev Revolution (Londres, 1989).

[15] Sobre estos acontecimientos, ver el número doble de Across Frontiers, Nros. 4/5, (invierno-primavera 1989).

[16] Milan Kundera, El libro de la risa y el olvido (Barcelona, 2000), pág. 2.

[17] Jonathan Unger, Introduction a J. Unger, ed., Using the Past to Serve the Present: Historiography and Politics in Contemporary China (Nueva York, 1993), págs. 2-3.

[18] Ver Ian Buruma, The Wages of Guilt: Memories of War in Germany and Japan (Nueva York, 1994).

[19] Ver Henry Rousso, The Vichy Syndrome, traducido al inglés por Arthur Goldhammer (Nueva York, 1991).

[20] Frances Fitzgerald America Revised (Nueva York, 1980).

[21] Ver Godfrey Hodgson, America in Our Time (Nueva York, 1978), especialmente págs. 67-99.

[22] Ver Barbara Ehrenreich, Fear of Falling (Nueva York, 1989), especialmente el capítulo 3, “The Discovery of the Working Class”, págs. 97-143.

[23] Michael Crozier, Samuel P. Huntington, y Joji Watanuki, Crisis of Democracy: Report on the Governability of Democracies to the Trilateral Commission (Nueva York, 1975), págs. 6-7, 9, 113-15). Hay edición en español: “La gobernabilidad de la democracia”, Cuadernos Semestrales. Estados Unidos: perspectiva latinoamericana, Núms. 2-3, mayo de 1978, págs. 377-397 [Nota del editor].

[24] Ver Harvey J. Kaye, The Powers of the Past: Reflections on the Crisis and the Promise of History (Minneapolis, 1991).

[25] Milan Kundera, El libro de la risa y el olvido, pág. 22.

[26] Boris Kagarlitsky, The Thinking Reed (Londres, 1988), pág. 105.

[27] Raymond Williams, La larga revolución (Buenos Aires, 2003).

[28] Ronald Aronson, The Dialectic of Disaster (Londres, 1983), págs. 301-2.

[29] Rosa Luxemburgo, “El orden reina en Berlín” en Luxemburgo, Rosa y Carlos Liebnecht, La comuna de Berlín, Ciudad de México: Grijalbo, 1971, pág. 76. [Nota del editor].

[30] John Dunn, Democracy. The Unfinished Journey (Oxford, 1992), pág. 239.

[31] Antonio Gramsci, Cartas desde la cárcel  (Caracas, 2006), pág. 60.

[32]  Howard Zinn, Failure to Quit: Reflections of an Optimistic Historian (Monroe, Maine, 1993), pág. 157.

[33] V. G. Kiernan, “Socialism, the Prophetic Memory”, en H. J. Kaye, Poets, Politics and the People: Selected Writings of V. G. Kiernan (Londres, 1989), págs. 204-28. 

[34] Antonio Gramsci, Selection from the Prison Notebooks (Nueva York, 1971), págs. 34, 35.

[35] Joel Kovel, Red Hunting in the Promised Land (Nueva York, 1993), pág. 243.

[36] Isaac Deutscher, La revolución inconclusa. 50 años de historia soviética (Ciudad de México, Era, 1967), pág. 13.