EL IMPERIO DEL MANAGEMENT

PRIVATISMO, AMERICANIZACIÓN, NEOLIBERALISMO

Ciertos conceptos regulan de una manera u otra nuestras vidas sin que nos demos cuenta. Cargados de ideología e historia, usos políticos e instrumentales, se van revelando en flashazos de lenta concienciación. “Privatismo” es uno de ellos. Viene del verbo privar; o sea, “excluir de algo”. Se relaciona con la esfera privada y una apropiación que culmina con el goce de la propiedad llamada, consecuentemente, “privada”. Es lo opuesto de lo común y público, del libre disfrute. Imágenes: el cerco, la valla, lo mío, las reservas. Enclosures, los primeros terrenos agrícolas en Inglaterra protegidos por alambres de púas y leyes sobre la propiedad. El liberalismo clásico del siglo XVIII. Lo inviolable que resultan un cajero o una vitrina versus lo violentado que es cualquier derecho humano en nuestra sociedad.

memoria2589El filósofo italiano Pietro Barcellona, autor del ensayo El individualismo propietario, habla de la “lógica propietaria” inherente al sistema. Ésta garantiza su reproducción indefinida: “El acto constitutivo del Estado moderno es en efecto la decisión de construir un orden de la convivencia a partir de una antropología individualista que asume al individuo como sujeto de necesidad y como deseo de posesión ilimitado”, sin ningún vínculo y ética social. ¿Cómo? A través de la igualdad formal frente a la ley, que allana las diferencias, y de la abstracción del concepto de propiedad y de “lo propio” de cada quien, ya transformado en algo objetivo, natural, junto a la idea y a la práctica de la libertad rebajadas al derecho teórico de consumir.

Las teorías y prácticas de la gerencia, o management, estriban en el privatismo y el individualismo propietario. Sus supuestos convierten al hombre en homo economicus, racional y motivado por la maximización de ganancias, y en individuo-actor de un mercado teóricamente competitivo y perfecto. En la utopía tecno-humana economicista, el consumo nunca es decreciente y se convierte en consumismo desbordado, mientras que el management-gerencia, de modo paralelo, se vuelve managerialismo. Esto es “lo que sucede cuando un grupo especial, llamado management, se instala sistemáticamente en una organización, y priva a los dueños y a los empleados de su poder de decisión (incluida la distribución de los emolumentos), justificando este relevo con base en la educación del grupo gerencial y en la posesión exclusiva de un cuerpo codificado de conocimiento y expertise necesario para el manejo eficiente de la organización”, en palabras del académico Robert Locke.

La ideología del managerialismo es una degeneración, la gerencia pervertida por las castas del poder empresarial y financiero cuando emplean un discurso técnico ininteligible, crípticamente non-sense para el resto de la población, y se presentan como portadoras de fórmulas mágicas y verdades, derivadas de sus estudios y modelos teóricos. A través de éstos pretenden solucionar los problemas económicos y, de modo automático, los sociales. La riqueza brotará a todas las clases. La jerga y las mentalidades que priman en la película La gran apuesta son ejemplos inmediatos de lo anterior. La “casta” domina la economía y, cada vez más, la política, el lenguaje, el mundo.

Dominium mundi: el imperio del management es un libro-documental del académico francés Pierre Legendre. Entran en la escena la “concepción gestionaria del mundo” y la historia de una palabra sin patria, management, que evoca el lenguaje castrense, la idea de gobernanza y administración, y adquiere una pinta más científica que le da su mancuerna con las matemáticas y la economía.

El triunfo del management, basado en la tecno-ciencia-economía, se extiende a las relaciones entre personas, instituciones y países en un mundo cada vez más interconectado. Es un imperio difuso donde los poderes están en red y van anulando los elementos incapaces de competir. Es tan impersonal como el mercado y, pese a que éste se encuentra lejos de las condiciones de eficiencia y perfección económica, el conjunto de ideologías y culturas que se le relacionan, como el privatismo y la business education (educación de y para los negocios), forma el elemento inmaterial, blando, de su presencia y expansión como sistema. Aunque no se identifica sólo con un país, buena parte de sus elementos viene de modelos estadounidenses.

El góspel de la eficiencia y la gerencia allana saberes dispersos, mitos, identidades y folclores: “El imperium de los negocios es ante todo un asunto de teatro, teatralización del hombre y del mundo en un estilo jamás visto. El management científico barre la historia”, explica Legendre. El aislamiento y fraccionamiento de los saberes son el nuevo motor académico según la regla del divide et impera para la generación de fórmulas mágicas resolutivas e historias con punto final a la Fukuyama.

El filósofo Gerardo de la Fuente Lora, en Amar en el extranjero: un ensayo sobre la seducción de la economía en las sociedades modernas, plantea una hipótesis provocativa y fascinante: lo económico es dominante, nos ha arrinconado y ha llevado al hombre fuera de la sociedad, pues en realidad siempre quisimos irnos y dejar la imperfección y el dolor de este mundo para edificar absolutos y cosmos mejores. Y por ende, con nuestro asentimiento, el mercado se ha vuelto la utopía omnipresente, aunque nos convirtió en extranjeros suyos.

Lo anterior delinea unos elementos de la influencia estadounidense en el mundo. No son los únicos, desde luego, pero resultan centrales en el proceso de americanización y en el movimiento ideológico, económico-social y político del neoliberalismo, un concepto de múltiples aristas.

El Subcomandante Marcos, en el Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo, realizado en Chiapas en 1996, dio una definición lúcida: “La derecha nos ofrece convertir el mundo en un gran centro de compras donde pueden adquirirse indígenas aquí, mujeres allá”. Los activistas Elizabeth García y Arnoldo Martínez destacan estos elementos: gobierno del mercado y desregulación, “menos Estado”, reducción del gasto público en servicios sociales como educación y atención de la salud, privatización y eliminación del concepto del bien público o comunidad, pues se reemplaza por el de responsabilidad individual.

David Harvey, en A brief history of neoliberalism, explica que “el neoliberalismo es en primer lugar una teoría de las prácticas de política económica que propone que el bienestar humano puede avanzar mejor si se sueltan las libertades y capacidades empresariales individuales en un marco institucional caracterizado por fuertes derechos de propiedad, libre mercado y libre comercio”. Además, “el papel del Estado es crear y preservar el marco institucional adecuado para estas prácticas” y materialmente nada más. Cualquier otra acción tiene el riesgo de distorsionar el mercado o de ser controlada por grupos poderosos, el especial si el régimen político es democrático, según parte de la bibliografía adscrita a la corriente neoliberal.

El neoliberalismo no es una reedición del liberalismo clásico, el de Smith, Malthus y Ricardo. Más bien, ambos comparten ciertos supuestos, análisis y conclusiones. Tampoco hay coincidencia entre la idea común acerca de los “valores liberales”, inspirados en la libertad, la apertura y el antiautoritarismo; o bien, el “liberalismo democrático” y el neoliberalismo, pues líderes autoritarios que nadie consideraría “liberales” o ajustados a la “democracia liberal”, como Pinochet, Fujimori o Deng Xiaoping, aplicaron políticas neoliberales.

Todo lo anterior es básico para matizar y captar el meollo de la modernidad americana en los planos social, económico y cultural. Si bien la llamada “modernidad” es un fenómeno que, por la manera en que se ha definido desde el mismo Occidente que lo engendró, se remonta al surgimiento del capitalismo, al Renacimiento e, incluso, a las oleadas de la expansión imperialista europea, su versión americana supone un proceso expansivo empezado a principios del siglo XX y vigente hasta la fecha.

Para el filósofo Bolívar Echeverría, se corresponde con un proyecto civilizatorio que culmina en la versión americana de la modernización capitalista o americanismo, entendido como “identidad franca” o “mínimamente universal”. Su rasgo crucial es el consumismo, apoyado en la fuerza de los medios de comunicación de masas. A partir de la década de 1970 podemos caracterizar esta etapa de la modernidad capitalista a través de la progresiva penetración y dominación de las ideologías y de las políticas económicas de cuño neoliberal en sus distintas vertientes. Entre los pilares de la americanización y el neoliberalismo están la gerencia y el privatismo, triunfo supremo de la esfera privada.

Margaret Thatcher, primera ministra de Reino Unido entre 1979 y 1990 y símbolo-encarnación del neoliberalismo, junto al ex presidente de Estados Unidos Ronald Reagan (1981-1989), así lo expresó: “No hay tal cosa como la sociedad; hay individuos”. Es un liberalismo cuasi totalitario, ideología que descansa en el privatismo y es piedra angular del proyecto civilizatorio de una modernidad angloamericana que se globaliza, asimila y reformula a través de procesos de influencia y poder, de tipo blando-ideológico y, asimismo, de tipo duro, económico o militar.

Posiblemente en las próximas décadas experimentemos una gradual “asianización”, una globalización más asiática, con China, India y Rusia a la delantera, partir del control de la isla continental eurasiática, pero el cuño americano y anglosajón seguirá existiendo. Además, no se vislumbran cambios sistémicos del modo de producción y de distribución de trabajos y riquezas, a escalas nacional e internacional, por el momento. En cambio, se denota su gradual hibridación y reinvención.

La consolidación de la americanización de la modernidad y de su etapa globalizadora se da en el siglo XX, pero se trata de un momento de profunda continuidad, de un verdadero “paso del testigo” entre Reino Unido y Estados Unidos. Es razonable considerarlas potencias hermanas o gemelos mononucleares de una suerte de “anglobalización”, un fenómeno empezado en el siglo xix, cuando se dio el auge hegemónico e industrial de Reino Unido, primer gran imperio global de habla inglesa.

Sin embargo, a partir de las últimas tres décadas del siglo XX hemos asistido a una aceleración, a una cabal penetración de la economía de mercado y de las políticas neoliberales, según el canovaccio del Consenso de Washington. Esta “revolución silenciosa”, sus lenguajes y economías nos han aturdido y conquistado. El valor de cambio ha suplantado el valor de uso, la forma mercantil prevalece sobre la natural, pues incorpora poblaciones y territorios y forja imaginarios y mentalidades compatibles y consecuentes. Asimismo, el vértigo posmoderno se ha apoderado de gran parte de nuestra educación y fragmentado y tecnificado el conocimiento y la experiencia humana. La etapa reciente de auge neoliberal en el largo camino de la globalización, sus causas y efectos estructurales se sustentan, entonces, en múltiples pilares ideológicos que fungen asimismo como herramientas de poder.

En la actual preeminencia del management y de la economía sobre la humanidad, muchos mecanismos de influencia internacional conciernen el poder blando o soft power, como se le llama en las relaciones internacionales. El poder blando se compone de elementos que configuran a lo largo del tiempo una presencia o influencia de tipo ideológico por países u otros actores.

El académico Joseph Nye, quien popularizó la dicotomía hard-soft power hace más de 20 años, en su artículo La naturaleza cambiante del poder mundial, lo define así: “Si un Estado puede hacer que su poder se legitime ante los ojos de los demás, encontrará menor resistencia hacia sus objetivos. Si su cultura e ideología resultan atractivas, los otros serán más propensos a seguirlo. En fin, la universalidad de la cultura de un país y su habilidad para establecer un conjunto de reglas e instituciones favorables que gobiernen las áreas de la actividad internacional son fuentes fundamentales de poder”. En lo anterior, desde luego, hay ecos gramscianos: la “coerción” se refiere al poder duro, militar y económico; y el “consenso”, al blando, en un proceso de construcción de la hegemonía, aplicada al contexto de las relaciones internacionales.

Desde luego, los ejercicios de poder estadounidenses han sido preponderantes en la cultura económica y material. No sólo en estos ámbitos, por supuesto, pero en ellos se lograron altísimos niveles de difusión y legitimidad, marcando la pauta. Aun así, fuera del llamado “pensamiento único” y de las sabidurías convencionales en materia económica, aceptadas como verdades y panaceas por gobiernos, academias y sociedades, hay espacios de resistencias y culturas, dialogantes o alternativas respecto a la hegemónica, que constituyen sistemas críticos, así como realidades e imaginarios autónomos.

Pese a ello, la formación económica y la gerencial-administrativa han forjado culturas, prácticas, conceptos y visiones del mundo, de la sociedad, de la política y del mercado americanizadas que son pilares ideológicos del neoliberalismo y tienen vocación totalizadora. También han creado soft power, pues resultan atractivas, se exportan e influyen en las clases dirigentes y, en cierta medida, en las subalternas a través del convencimiento y la fascinación, no de la coerción.

La influencia sobre la academia tiene implicaciones políticas, ya que es un cimiento para construir una hegemonía: si miramos hacia el sistema de formación superior norteamericano, resulta patente su capacidad de atracción hacia el mundo y Latinoamérica, especialmente en las disciplinas administrativas, técnicas y económicas, las cuales han impulsado el intercambio entre instituciones educativas y la afirmación de una nueva clase de tecnócratas y gerentes con sus ideologías impregnadas de economicismo, privatismo e incluso managerialismo.

La ayuda exterior de Estados Unidos a la educación y la investigación, entre otros campos de acción, se ha relacionado con su esfera político-militar mundial y la capacidad de acceso a recursos estratégicos e inversiones. También ha apuntado a asegurar el desarrollo de países en sistemas capitalistas, defender los negocios e intereses norteamericanos e intensificar la recepción de ayuda y la dependencia de los receptores para poder influir en decisiones, manejo de recursos, educación y patrones culturales.

Ya en la década de 1960, Robert Kennedy, en su Respuesta a la revolución latinoamericana, señaló “la desviación de la universidad de sus funciones y deberes de erudición y enseñanza”, “el fracaso del intelectual académico para servir de crítico, conciencia y faro”, y su sumisión a las exigencias del gobierno y del cliente industrial, siendo éste el tipo de ciencia social que se incorpora a los programas de ayuda cultural en el exterior. Estos esquemas tendieron a la conversión administrativa e ideológica de la labor universitaria y de su estructura, pues las orientaron hacia el modelo de la fundación y de la escuela privada, para fomentar instituciones más cercanas a las perspectivas estadounidenses.

Dos componentes del soft power estadounidense determinan el proceso de americanización de la economía y de la administración. Por un lado, la configuración de las sabidurías convencionales sobre el desarrollo y las políticas, ante todo económicas pero no sólo, más adecuadas. Éstas adquieren aceptación general en el mundo político y en la opinión pública sin tener necesariamente evidencias comprobadas. El llamado “credo neoliberal” o, mejor dicho, las aristas de la nebulosa teórica y de la praxis neoliberales son parte de esta tendencia y se han ido imponiendo también vía condicionamientos de organismos internacionales, cárteles de acreedores y agencia de rating. La agencia UsAid, para mencionar un ejemplo, en su historia de relaciones y financiaciones con México y Centroamérica ha subordinado sus desembolsos “para el desarrollo” y sus evaluaciones a la ejecución de políticas demográficas específicas e, incluso, a medidas que no extiendan el derecho a decidir de las mujeres sobre la interrupción voluntaria del embarazo.

La influencia académica y educativa, sobre todo en el nivel superior y de posgrado, en las escuelas latinoamericanas de negocios y economía ha sido determinante para formar a una clase de tecnócratas latinoamericanos y a una generación de empresarios y administradores con cierta forma mentis común, derivada del modo norteamericano de entender los negocios, el mercado y la política. Una forma que prima en todas las ciencias, no sólo en las económicas, y que se hizo “pensamiento único” a partir de las políticas de reajuste estructural y negociación internacional de la deuda tras la(s) crisis de 1982 y años siguientes. Varios trabajos de la académica Sarah Babb ahondan en el tema y subrayan cómo la dependencia creciente de recursos externos fue uno de los factores que más empujaron la “americanización” de los estudios económicos y la “economización” (o sea, el ascenso de los economistas) de los gabinetes latinoamericanos y de la elite, siempre en busca de alguna legitimación internacional por financiadores, acreedores y organismos.

Se puede interpretar el elemento administrativo-empresarial, al interno del componente académico de la influencia ideológica estadounidense, como una versión “micro”, que gotea en los ganglios de la sociedad, y se acompaña de un modelo cultural y formativo que tiene sus referentes “macro” en la política nacional de corte neoliberal, en la tecnocracia y en las disciplinas económico-estadísticas. Este nivel “micro” (administrativo-empresarial) es determinante en la difusión capilar y la readaptación local en las sociedades locales de la llamada “revolución silenciosa”, la penetración de la economía de mercado y de sus superestructuras.

El concepto de americanización en el management y la economía se basa en visiones del mundo resumidas en lo siguiente: universalismo (gerencia prescriptiva, aplicable y enseñable a cualquier latitud), visión financiera de la empresa (crear valor para el accionista), flexibilidad individual, laboral y organizativa permanente, abstencionismo estatal (en relaciones laborales y mercados), relaciones industriales y sindicales limitadas, no acción colectiva, libertad empresarial como esfuerzo individual.

La versión americana de la modernidad capitalista, en la fase de globalización exacerbada desde la década de 1980, caracterizada asimismo por el auge y la reconfiguración del neoliberalismo y su evolución hacia distintos modelos más o menos ortodoxos, podría encontrarse en una fase de estancamiento. En correspondencia con el cuestionamiento de la hegemonía estadounidense y la declinación de su poder blando, nos encontramos en un momento de transición. Sin embargo, incluso después de la crisis mundial de 2007-2009, el neoliberalismo y la globalización mutan pero persisten y sus pilares ideológicos evolucionan, a partir del molde estadounidense pero también más allá de éste. De hecho, se han popularizado hipótesis, nuevos matices e intentos de definición acerca de modelos, más o menos nuevos o distintos, como el posneoliberalismo, el Consenso de Beijing, opuesto al de Washington, o el neodesarrollismo y neoestructuralismo, si bien cabe destacar que sus cimientos y principios no se antojan antitéticos con el neoliberalismo y la economía de mercado, sino complementarios, y parecen más bien variantes y adaptaciones del patrón “puro” u original más fundamentalista.

El management, teórico y práctico, sus perversiones managerialistas y el privatismo han sido los soportes ideológicos centrales de la americanización y el neoliberalismo en la fase actual. Además, son factores del poder blando de Estados Unidos, en el proceso de reconfiguración de su hegemonía y su rearticulación a nivel geopolítico. La globalización aún tiene fuerte sesgo americano, aunque ya sigue su curso y se “contamina” de elementos emergentes y modelos variados, quizá con un sesgo más asiático, los cuales en el largo plazo podrían tornarse centrales. Aun así, privatismo, gerencia, americanización y neoliberalismo son todavía sustantivos y realidades que insinúan semánticas y cosmovisiones solidarias entre sí. Son las caras de un mismo medallón y de procesos de interacción e influencia que ya han adquirido escala global, al conectar redes y manchas en expansión. Finalmente remiten a un proyecto civilizatorio que es la evolución cada vez más rápida, fragmentada y frenética de la modernidad capitalista occidental.