CAMPAÑA NACIONAL EN DEFENSA DE LA MADRE TIERRA Y EL TERRITORIO

Porque el agua que nos quitan en la montaña
es la misma que no llega a las ciudades
Tribu yaqui

La modernidad colonial y capitalista trajo consigo bellas promesas. Sin embargo, los ofrecimientos emancipadores de la modernidad atravesados por el régimen colonial y la dinámica propia del capital en Latinoamérica mostraron desde siempre su rostro más perverso. Durante el siglo XX, la ideología del desarrollo supuso esperanzas para los latinoamericanos que buscaban alcanzar el nivel de vida de los países con mayor riqueza y bienestar social, pero ya desde la década de 1970 los teóricos de la dependencia denunciaron su falsedad: mostraron el papel dependiente de este capitalismo periférico y revelaron que las condiciones generadoras del desarrollo en unos y el subdesarrollo en otros son las mismas y están estrechamente ligadas al avance del patrón civilizatorio del sistema capitalista1 y a las estrategias que han permitido su despliegue.

otras 258-4Desde el decenio de 1980, una nueva ola de despliegues del capital sobre el territorio ha cundido en Latinoamérica, destruyendo con ritmo acelerado la tierra, el territorio y los bienes comunes naturales, y desgarrando los tejidos comunitarios que perviven tras tanto tiempo sometidos al colonialismo del poder.

En México, esto no ha sido diferente: en los últimos 15 años, la explotación de los recursos naturales como vía de acumulación, atracción e inversión se ha intensificado; igual que en otras latitudes, estas formas de explotación, según menciona Pineda (2015), “tienen una base estructural conflictiva”, pues son expansivas por naturaleza y tienden hacia la aceleración e intensificación. Además, requieren procesos acumuladores por desposesión y distintas estrategias de control territorial.

Esas formas de expansión son particularmente conflictivas porque se enfrentan a la existencia de la “propiedad comunal y ejidal de la tierra” en el campo y a las dinámicas de apropiación de los espacios comunitarios en las ciudades. En México, menciona Bárcenas (2013) citado en Pineda (2015),2 hay “2 mil 162 comunidades agrarias, de las cuales 58.6 por ciento tiene población indígena, extendida en 25 de 31 estados”: en la mayoría del territorio nacional. Además, según datos del Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático (2015),3 55 por ciento de la superficie forestal del país se encuentra en un esquema de propiedad social; y en el caso de selvas y bosques, la propiedad de ejidos es de hasta 60 por ciento. La mayoría de estos territorios es habitada por indígenas y campesinos.

Entes públicos o privados han llevado a cabo de manera legal o ilegal un sinfín de proyectos, como minas, acueductos, aserraderos y pozos petroleros; desarrollado infraestructura para transportar mercancías y generar energía; construido desarrollos inmobiliarios, vertederos de basura para las ciudades y de desechos de residuos peligrosos; y erigido enclaves turísticos y sitios destinados al ecoturismo.

En este campo de conflictividad se encuentra México: por un lado, gobiernos, empresas y, en algunos casos, crimen organizado; y por el otro, pueblos, comunidades, barrios y organizaciones.

Sobre la cantidad de conflictos, diversos conteos reconocen en la actualidad entre 120 y 150 de ellos a lo largo y ancho del país. Todos luchan contra las afectaciones que los proyectos traen consigo: desde el despojo de sus tierras hasta la destrucción de los ecosistemas, pasando por la contaminación y el desplazamiento forzado.

Con todo lo anterior queda claro que la lucha por la tierra, el territorio y los bienes comunes naturales es un proceso histórico acontecido en los países de la periferia y que ha acompañado a pueblos, comunidades y barrios, pero intensificado en los últimos años dadas las necesidades estructurales del capital.

Más de 180 pueblos y organizaciones de la sociedad civil que acompañan procesos de resistencia frente al despojo presentaron el pasado 10 de abril la Campaña Nacional en Defensa de la Madre Tierra y el Territorio, ente que busca fortalecer a los sujetos comunitarios en el campo y la ciudad enfrentados a proyectos impuestos en sus lugares.

Hace aproximadamente año y medio, varios pueblos y organizaciones iniciaron un proceso de diagnóstico que con las herramientas históricas, científicas e incluso míticas se preguntaba cuál era el origen de los problemas comunes que sufrían, y compartieron la experiencia de sus afectaciones. En él se reconocieron como luchas comunes frente a un mismo problema estructural.

El diagnóstico dio cuenta de una geografía de la catástrofe: los ríos se secan, se entuban y cambian de rumbo para favorecer la agricultura industrial y la manufactura de productos; se contiene en grandes presas el agua para producir más energía. Hay cada vez menos líquido; el campo se abandona, pues su fruto está controlado por las leyes del mercado, y con él ya no alcanza para llevar una vida digna. Los bosques se talan sin medida; están convertidos en mera mercancía para el mercado legal e ilegal de la madera. Las grandes industrias contaminan de manera negligente e impune aguas y tierra. Las ciudades empezaron a sobrepoblarse con la migración masiva del campo y se convirtieron en caldo de cultivo para la inhabilitación de la vida digna. Las carreteras destruyen bosques y los generadores de energía, incluso la jactada de limpia, y son un peligro latente en los pueblos. El avance imparable de la contaminación ha provocado el desplazamiento e incluso la muerte de miles de personas en el país.

Ojos distintos miran como mercancía lo vivo; son los de quienes buscan la ganancia y el poder. Otra es la mirada de quienes ven en la naturaleza a una madre que da vida. Se ha desacralizado y desmitificado a la Madre Tierra. Y en este proceso de secularización y mercantificación, los grandes beneficiados son los que acumulan capital sin importar los costos ambientales y sociales provocados. Porque no se trata sólo, como algunos quieren entenderla, de una lucha ambientalista. Los conflictos que la desposesión y la contaminación provocan son también sociales. Para Cherán, Tepoztlán y Xochicuahutla, la defensa de su bosque implica también la de su historia, de su  vida como comunidad. Para los yaquis, la salvaguarda del río es la de las propias posibilidades de mantenerse vivos como pueblo, de seguir reproduciendo su cultura e identidad. Para Atenco, la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias, los comcáac y muchos otros pueblos, proteger del despojo y la contaminación de las minas la tierra supone salvarse a sí mismos también como pueblos.

No se entienda esto, sin embargo, como luchas locales defensoras de una parte que les corresponde para explotar la naturaleza como recurso propio. El río, el bosque y el aire no son de nadie sino de todos, no de unos cuantos. Y como corresponde a todos, su gestión debe ser común y compartida su responsabilidad.

El Estado mexicano ha fungido como un actor fundamental en esta larga historia de despojo. Él abre la brecha, hace a un lado a los pueblos, para que los grandes empresarios puedan apropiarse y despojar con mayor facilidad. El ejército, las policías y, también la Comisión Nacional del Agua, la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales, la Comisión Federal de Electricidad, avalan y legitiman el despojo de los bienes naturales comunes de los pueblos.

Las estrategias son siempre las mismas: se busca cooptar, dividir a las comunidades, aprovecharse de la pobreza —a la que históricamente han sido sometidas— con prebendas y apoyos gubernamentales; se ofrecen empleo, desarrollo, progreso. Si el rostro amable no funciona, si el pueblo organizado no ve debilitada su lucha con esas maniobras, aparece sin miramiento la fuerza, una criminal que no respeta ninguna ley ni los derechos humanos.

De todo esto se han dado cuenta los pueblos, pero también en las ciudades —denuncian— se da el despojo. Estas se han convertido en espacios estratégicos para la acumulación del capital, y en esa medida han sido diseñadas. También las urbes se han convertido en propiedad para los grandes capitales, que las han hecho funcionar a su ritmo. Los proyectos de infraestructura, de hiperurbanización y gentrificación se han convertido en gran negocio que atenta contra las formas de vida aún presentes en el espacio conflictivo y contradictorio de la ciudad, algunas grietas para reproducir la vida más allá de las dinámicas del mercado capitalista.

La urgencia vivida en el país afecta no sólo a quienes han sido despojados de manera directa o enfrentado la contaminación y la escasez de sus bienes naturales comunes; debería interpelarnos a todos, pues vivimos una guerra contra la vida y en favor del dinero, una que niega por completo la dignidad y la historia, y enaltece la comodidad, la superfluidad y la vanagloria de modelos de vida que atacan cualquier compromiso emancipatorio. La urgencia concierne a todos porque, como dice un poblador de San Francisco Xochicuahutla a quien fue demolida su casa, “somos hijos de la misma desgracia, pero también herederos de la misma responsabilidad de proteger la vida”.

Por esa razón, los pueblos, los barrios y las organizaciones sumados a la Campaña Nacional en Defensa de la Madre Tierra y el Territorio no se cansan de decir que esta lucha es de y para todos. La pugna por la vida está enraizada, germina y da frutos comunes. Resulta preciso que la sociedad civil del país, la gente de a pie, las señoras, los jóvenes, los trabajadores construyan su defensa por la vida digna que se les ha arrebatado.

Es preciso abrir el corazón y escuchar para aprender de estas experiencias, las cuales durante siglos han mantenido vivo lo que han querido depredar. No bastan la indignación, las políticas verdes que hacen de la ecología nuevamente una forma mercantilizada y estratégica para seguir llenando los bolsillos de los más beneficiados, el reclamo al gobierno de que respete las leyes y las haga cumplir a cabalidad ni incluso la creación de leyes, aún con mayores candados, en aras de encontrar mayor protección y seguridad en ellas.

Se requiere organizarse de manera autónoma, articularse entre las luchas para cambiar las condiciones políticas en que desarrolla la lucha por la vida en el país, recuperar la potencialidad de las formas de vida comunitarias, anticapitalistas, que incluso en estos escenarios de catástrofe siguen mostrando al mundo que la vida puede ser llevada de otra manera, que la utilidad está subordinada a la solidaridad y la ganancia al respeto y la dignidad, que la historia aún tiene una salida.

La campaña en curso busca dar cuenta de esta catástrofe, pero al mismo tiempo busca hacer eco de las voces que se levantan para construir esperanza. Del 10 de abril al 20 de noviembre se llevarán a cabo acciones en el país, en nombre de quienes participan de esta iniciativa.

Y la campaña no camina sola: un grupo de más de 30 intelectuales y artistas le han dado cuerpo, formados en el “comité de solidaridad”, el cual tiene como tarea reproducir los mensajes de la campaña, de manera que su voz se conjugue con la de los pueblos para llegar cada día a más y más personas, defensoras —igual que los pueblos— de la vida.


* Estudiante del Doctorado en Estudios Latinoamericanos en la Universidad Nacional Autónoma de México.

** Investigador del Centro de Análisis e Investigación para Movimientos Sociales.

1 Gunder-Frank, André. (1963). América Latina: subdesarrollo o revolución, Era, México.

2 Pineda, E. (2015). Observatorio de Pueblos y Territorios, documento de trabajo, no publicado.

3 En http://www2.inecc.gob.mx/publicaciones/gacetas/627/propiedad.pdf