EL SENTIDO DE LA REVOLUCIÓN

A propósito de los 100 años del octubre rojo

 

Casi todos los revolucionarios auténticos fracasaron cuando comenzaron a escribir la palabra revolución con mayúscula, a elevar la “revolución” a algo casi divino, a perder la cabeza y la capacidad de reflexionar, analizar y comprobar con la mayor sensatez y calma en qué momento, en qué circunstancias y en qué esfera de acción se debe actuar de modo revolucionario y en qué momento, en qué circunstancias y en qué esfera es preciso pasar a la acción reformista.
Lenin, noviembre de 1921

 

Introducción

Hace 100 años ocurrió lejos de estas tierras una imponente revolución que agitó al mundo. En México no pasó inadvertida, y encontró un interlocutor de la importancia del general del Ejército Libertador del Sur, Emiliano Zapata, y en el movimiento muralista al que la representó de manera monumental. Sin embargo, hace décadas que la revolución rusa de 1917 dejó de decir algo a las nuevas generaciones, no sólo por su vinculación con los hechos ocurridos en 1989 sino porque, fruto de esta historia reciente, se ha intentado extirpar del imaginario a la revolución en sí.

Pese a esos enjundiosos esfuerzos en los que han participado no pocos historiadores y académicos de diversas disciplinas, hablar de rebeldías, insurrecciones, sublevaciones o revoluciones comienza de nuevo a no tener tan mal cartel. Sin embargo, no queda aún claro qué se entiende por esos términos, usados indistintamente o, más bien, con bastante ligereza.

Como sea, el cambio de esa situación se lo debemos sin duda a una terca realidad que muestra el desastre que la recurrente crisis capitalista provoca y que ha producido en este inicio de milenio, contra todo docto vaticinio, algunas revoluciones y no pocas revueltas.

Buscamos aquí una reflexión de lo que significan estos complejos hechos resumidos en el término revolución, siguiendo algunos aspectos del acontecimiento de octubre de 1917 en Rusia, con la convicción de que esa vuelta de tuerca actual convoca a poner en cuestión todo lo dicho hasta ahora sobre aquella gesta y, de alguna manera, de las revoluciones en general, con el propósito de pensar el futuro de la transformación social.

Revolución sobre la que hoy existe mucha mayor información gracias a la apertura de los archivos rusos y el súbito interés despertado por recontar aquella historia, no sólo en Rusia sino en occidente y, en particular, en Estados Unidos. Pero, por desgracia, topamos con que la considerable cantidad de nuevos estudios, más que aportar en su conocimiento profundo, han construido una inmensa lápida ideológica con el propósito de enterrar el hecho. Varios de esos trabajos no han hecho más que repetir lo que hace 100 años difundieron quienes tras octubre dejaron de gobernar y salieron del país; otros han elaborado un discurso más complejo y engañoso que acepta los temas de la agenda de la derecha, aunque los explica con menos simplificación. Así que la tarea de volver a pensar la revolución rusa es doble, en muchos sentidos.

¿Acto o proceso?

Uno de los usos imprecisos de la idea de revolución es su connotación temporal. ¿Cuánto tiempo se trata realmente de una revolución? ¿No es acaso un contrasentido hablar de revolución durante años? En el caso ruso, ¿cabe hablar de revolución más allá de 1921, cuando se tuvo que retroceder e implantar la Nueva Política Económica? O, concediendo, ¿resulta dable considerar que el impulso de octubre continúa después de 1923, momento en el que las posibilidades de triunfo de otros procesos revolucionarios europeos quedaron definitivamente clausuradas con el fracaso insurreccional en Alemania y Rusia que, forzada a contar sólo con sus medios, se ve en la necesidad de retroceder y aceptar cambios lentos en el terreno socioeconómico, teniendo que convivir con algunos que restituyen viejas relaciones?1 ¿Hay acaso vestigios de revolución en el momento en que están siendo asesinados no sólo muchos integrantes de la vieja guardia bolchevique sino buena parte de la que fue base militante de la revolución, como ocurre con los procesos estalinistas de los años treinta? ¿Es acaso la revolución de 1917 la que fracasa en 1989-1991?

Éstas son algunas de las muchas interrogantes que abre un manejo confuso de lo que es una revolución y la deliberada mezcla de tiempos y procesos evidentemente distintos y hasta contrarios de la historia rusa del siglo XX.

De alguna manera, muchos historiadores aportaron con sus diversas y hasta caprichosas periodizaciones a esa confusión entre lo que es propiamente la revolución y lo que son sus consecuencias; lo que es, por un lado, el momento en que cuaja la fuerza capaz de romper la vieja hegemonía y, por el otro, el despliegue de la capacidad de abrir paso a un nuevo régimen con el intricado proceso de cambios, retrocesos, sobresaltos o frustraciones que puede provocar.

En efecto, no hay una línea divisoria tajante y nítida entre uno y otro, lo cual no borra la enorme relevancia que adquiere su distinción en una mirada crítica que busca entender esos acontecimientos. Como sabemos, en México muchos de esos hechos posteriores a la insurgencia son lo contrario a lo que buscó la revolución, y las fuerzas que hablan en nombre de ella destruyen persistentemente lo más avanzado construido en el momento revolucionario. De tal manera, la confusión sólo contribuye, como es el caso, al establecimiento de un poder apoyado en la revolución, aunque la niegue en los hechos.

Ciertamente, con la revolución rusa ocurrió algo similar a lo del priismo con la mexicana que, al tomarse como fuente eterna de legitimación, se le dilató tanto en el tiempo que se siguió hablando de ella en situaciones que no tienen atisbo alguno de ser revolucionarias, aunque éstas no se expliquen al margen de la revolución. Aquí, como en la vieja Unión Soviética, la revolución dio sustancia a la ideología que cohesionó y dio soporte a un Estado que, sin fundamento democrático que le diera unidad, buscaba apropiarse de la revolución, a la cual durante décadas recreó como historia oficial.

Sobre todo a partir del momento en que los espacios abiertos por la acción de la masa insurrecta y las demandas que ella conquista con su acción se contraen, se abre casi inevitablemente el proceso de su negación.

Pero las revoluciones son acontecimientos tan extraordinarios y trascendentes, que no sólo el poder establecido habla por ellas sino que perviven en el imaginario social. Incluso cuando se han convertido en lejana épica, las nuevas luchas sociales las renuevan en su significado y posibilidad. Eso, entre muchas cosas, hace de las revoluciones hechos mistificados, sobre los cuales se producen muchas leyendas que sirven para construir un discurso hegemónico pero también, en cierto momento de desgaste de la dominación, regresan a ser fuente de inspiración de la lucha emancipadora.

En estos términos, es relevante el estudio concreto y hasta pormenorizado de los hechos que constituyen una revolución. En cuanto uno enfoca la lente hasta un grado de aumento de la visión que alcanza a ver la película que transcurre tras las grandes frases y las elaboradas caracterizaciones, esas mistificaciones y falsedades se derrumban pero emergen, en cambio, en el entramado complejo que desata las extraordinarias capacidades creativas exigidas por la transformación social.

Si nos detenemos en los acontecimientos constitutivos de la primera revolución de 1917, ocurrida durante los últimos cinco días de febrero, veremos que ésta tiene un preciso momento de construcción, despliegue y alcance de sus propósitos, expresados cada momento y día tras día, tejiendo con aquellos actos, gestos, descalabros y logros el entramado de una historia que toma cierto rumbo. En apretada síntesis:

El 24 de febrero se produce una huelga exitosa de trabajadoras de la industria textil en el emblemático barrio obrero de Víborg en Petrogrado, que exige pan (el gobierno zarista lo había racionado unos días antes) y el fin de la guerra que tanto sufrimiento había causado ya.

Al día siguiente, a la huelga de las mujeres se suman más de 150 mil obreros de otras fábricas. Con rapidez, ésta se extenderá a otros barrios hasta hacerse general. Simultáneamente, se producen marchas y movilizaciones por la ciudad que permiten que se exprese la fuerza insurreccional que está surgiendo y ésta reconozca la dimensión que adquiere con velocidad. En esas acciones ocurre el encuentro de la masa de trabajadores con las fuerzas represivas de un régimen caduco que ha militarizado a Rusia y la somete a sus designios. (Ésta se halla involucrada en la Primera Guerra, que azota a Europa entera, producto de lo cual el país vive en un inmenso charco de sangre). En ese encuentro se producen guiños y acercamientos que permiten sentir a los insurrectos que no sólo no los reprimirán, sino que los soldados se les sumarán.

Sin embargo, el 26 ocurre una confrontación entre trabajadores y sectores de policías y soldados. Éstos se habían negado el día anterior a reprimir, pero cuando sus mandos los fuerzan a hacerlo, ocurre un doble fenómeno, que se condiciona y alimenta: unos, los trabajadores, no retroceden y su ánimo se aviva; los otros, los soldados, se sublevan, comienzan a desertar, y terminan sumándose al campo insurreccional.

El 27, la revolución alcanza su plena forma. La fuerza única de trabajadores y soldados ha coagulado, y la ciudad es tomada por los insurrectos. Rápidamente comienza la réplica en otras ciudades del inmenso territorio ruso. El 28, Moscú abraza la causa revolucionaria y en el frente se festeja lo que –se pensaba– acabaría con la guerra.

La crisis revolucionaria provoca la abdicación del zar Nicolás II (2 de marzo) y la formación de un gobierno provisional (5 de marzo); hasta ahí se muestra como una revolución política clásica, que sigue el libreto de europeas anteriores. Pero algo inesperado ha ocurrido también: en las calles y fábricas reaparecen de inmediato, como si no hubieran dejado de existir, los consejos (soviets, en ruso) nacidos de la huelga en las fábricas de Rusia durante la revolución de 1905. Aquella novedosa forma de organización obrera es imitada por campesinos, soldados, estudiantes, mujeres, profesionales, de forma que pronto en las ciudades, en los campos y en las trincheras, el conjunto de la sociedad está bajo esta organización que, en las semanas siguientes a la caída del zar, seguirá fortaleciéndose con la creación espontánea de comités de muy diverso tipo.

En particular, el soviet de Petrogrado se siente con fuerza y autoridad para pedir cuentas al Gobierno Provisional, formado con una mezcla de viejos políticos del régimen que acaba de caer (por lo que muestran rápida disposición a negociar que hubiera un simple recambio y el zar dejara el trono en manos de su hermano Miguel) y algunos miembros de otros partidos, incluso los de la izquierda moderada (eseristas y mencheviques), pero nunca los bolcheviques. El 14 de marzo, el soviet de toda Rusia lanza un llamamiento que marcará el derrotero de los siguientes meses: reconoce ese gobierno, pero le define un programa. Se trata de un poder constituido por la masa que se insurreccionó en febrero y se organizó en los soviets, de un poder paralelo al que representa el gobierno, un poder de facto, pero no lo sabe; aunque lo intuye, teme dar ese paso.

Con ello se abren varios meses de una lucha difícil, en la que se disputa la dirección del proceso abierto por la revolución. En esa situación, las clases muestran sus límites o capacidades para construir una nueva hegemonía en sentido gramsciano. Esa dirección se disputa palmo a palmo; en cada acción se pone en juego quién logará la fuerza mayoritaria.

Así vista, la revolución de febrero ocurre pero no logra asentarse, no concluye. Logra parcialmente su propósito de liberar a Rusia del yugo del viejo régimen, pero en su fase constructiva no adquiere la fuerza transformadora para definir cuál es el nuevo. La burguesía rusa busca cierto liberalismo pactado, pero muestra sus limitaciones y compromisos ajenos a la revolución. El Soviet de toda Rusia otorga un día legitimidad al Gobierno Provisional, pero de inmediato lo cuestiona, lo vigila, le reclama. El poder está partido, la crisis política es evidente y no se da paso a una “normalización” de la situación. Menos aún cuando ese gobierno muestra no sólo incapacidad evidente para restablecer cierto “orden” interno, sino que su compromiso con las potencias mundiales para continuar la guerra lleva el país a la quiebra.

En esa situación ocurrirá la más audaz de las revoluciones, la cual ciertamente se empalma con la de febrero, pero intenta ir mucho más lejos; en realidad clausura ese dificultoso primer proceso al otorgarle todo el poder a los soviet, formar gobierno con miembros del partido bolchevique y, finalmente, disolver la Asamblea Constituyente a principios de 1918. La insurrección de octubre abre paso a un acontecimiento que, aun cuando encontró en la Comuna de París de 1871 su fuente de inspiración y la experiencia que más le enseña, resultó inédito en la historia.

Conectada con las jornadas de principios de 1917, en dramática sucesión de hechos en los que se juega el sentido de la revolución y el alcance de la caída del zar, se produce esta nueva revolución cuyo inicio no es tan claro, aunque en general se feche el día de la toma del Palacio de Invierno. Y no lo es pues, en estricto sentido, la revolución se había asomado ya en la crisis de julio y desde finales de agosto, tras un intento de golpe de Estado reaccionario, las fuerzas de una nueva insurrección están ya apuntaladas con la formación de una mayoría bolchevique en el soviet.

Alimentó pronto la necesidad de una nueva revolución el compromiso de las clases dominantes de no renunciar a los jugosos negocios que les provee la guerra global. Esos poderosos intereses esperan el reparto que vendrá al final del conflicto, lo cual los decide a mantenerse en el frente aunque el país exija crecientemente pactar la paz.

Esto contribuye decisivamente a que el pueblo, que ha entrado en rebeldía, descubra que el gobierno emanado de la revolución de febrero, así hable en nombre de la democracia y proponga coaliciones políticas varias, está atado a esos intereses. Las tareas democráticas esenciales, como el reparto de la tierra y la plena abolición de la servidumbre, y la paz sin anexiones ni indemnizaciones y regida por el principio de la autodeterminación de las naciones,2 tendrán que ser cumplidas por un nuevo poder, emanado de la revolución de octubre, de los obreros levantados en armas.

Hay aquí un momento de insurrección, el del 25 de octubre (en el calendario juliano y 7 de noviembre en el gregoriano, que se usa en la actualidad), que ha dado para muchos juicios que ignoran su peculiaridad. No se trata de un golpe de mano de un pequeño grupo bien organizado que, a la usanza de Blanqui,3 se propone tomar el poder. De hecho, el tema fue debatido con amplitud por los bolcheviques, pues algunos en sus filas, contra la postura de Lenin, expresaron duda o, incluso, no aceptaron la acción de ese día.

La insurrección en octubre desempeña un papel diferente del cumplido por la de febrero. Mientras en la primera una fuerza mayoritaria cuaja en el curso mismo de las movilizaciones realizadas en forma espontánea durante pocos días, en octubre una sucesión de hechos ocurridos sobre todo desde julio permite la formación previa de una nueva mayoría organizada, con capacidad de encabezar la insurrección y hacer gobierno propio. En un proceso en cierto sentido inverso, octubre corrige febrero.

En rápida revisión, señalamos algunos acontecimientos que explican esta idea que hemos expresado sobre la revolución de octubre:

Durante marzo y abril de 1917 se produce un intenso debate entre los bolcheviques, los cuales han sido parte importante de las movilizaciones que terminan derrocando al zar. Es un momento de esclarecimiento de lo que ha producido la revolución, y que Lenin define como una anomalía: el doble poder. Eso impone, en opinión del dirigente bolchevique, el cambio de política. De ese debate saldrá la conocida consigna “todo el poder a los soviets”, la cual tardará pocos meses en convertirse en exigencia de la masa rebelde.

El 18 de abril se produce una primera crisis entre el Gobierno Provisional y el soviet, cuando el primero declara sus propósitos guerreristas. Pasado ese momento, ante la impaciencia de grupos exigentes de la renuncia del gobierno, Lenin escribe, insistiendo en que sólo el soviet resolverá las demandas revolucionarias:

La crisis no puede ser superada por la violencia ejercida por individuos contra individuos, ni por acciones locales de pequeños grupos armados, ni mediante intentonas blanquistas de “tomar el poder”, arrestar” al Gobierno Provisional, etcétera.

En mayo, a la par de un recrudecimiento de la ofensiva militar de Rusia y del caos económico, se forma un gobierno de “coalición” en el que no participan los bolcheviques, pero que es refrendado por el Soviet de toda Rusia. Frente a esa situación, los bolcheviques se deslindan del soviet y plantean hacer una manifestación para protestar, lo cual desata tal tormenta política que deben suspenderla. Los bolcheviques aparecen ya como la fuerza plebeya que se declara capaz no sólo de gobernar sino de llevar el país por un rumbo diferente. El creciente malestar popular los respalda.

En los primeros días de julio, las cosas se desbordan. Una manifestación de soldados y obreros que protestan por el fracaso de la ofensiva militar en el frente de guerra amenaza dar paso a la insurrección.4 Los bolcheviques consideran que no han madurado las cosas para ese paso y disuaden a los manifestantes. Pese a todo, el gobierno reprime; declara traidores a los bolcheviques y los persigue. Varios dirigentes, entre ellos Alexandra Kollontai, son tomados presos. Lenin pasa a la clandestinidad.

La decisión gubernamental de desarticular la fuerza que representan lleva a los bolcheviques a señalar el fracaso de la revolución de febrero y su decisión de pasar a organizar las fuerzas de un nuevo levantamiento expresado ya en esos días.

El 21 de agosto, Riga, capital de Lituania, cae en manos de los alemanes, lo cual da a la reacción pretexto para atacar. Vocifera culpando de la derrota a los obreros por no trabajar y a los soldados por no combatir. “Se hacía responsable de todos los males a la revolución”, escribe Trotsky.5

Así, a finales de aquel mes el jefe del ejército, el general zarista Lavr Georgiévich Kornílov, intenta un golpe de Estado, el cual se topa con la resistencia de los obreros armados quienes, a su vez, cuentan con los bolcheviques a la cabeza. Ese hecho, que no pasó a mayores, fue sin embargo un momento de inflexión, con simbólica y políticamente grandes repercusiones.

“… a finales de agosto –escribe Lenin pocos días después–, la rebelión de Kornílov provocó un nuevo viraje en la revolución, y demostró palpablemente a todo el pueblo que los cadetes, en alianza con los generales contrarrevolucionarios, tienden a disolver a los soviets y restaurar la monarquía.”6

Todos esos acontecimientos se reflejan en la elección de los delegados al congreso de los soviets, que se planea reunir en octubre en Petrogrado; Trotsky queda a la cabeza del organismo de la ciudad capital. En ese momento, las fuerzas internas del soviet han cambiado, los bolcheviques son ya el partido mayoritario y su consigna que exige todo el poder a los soviets ha ganado la partida.

El gobierno, en ese momento en manos del laborista Alexander Kerenski, intenta contener la crisis, al tiempo que prepara la ofensiva contra el congreso de los soviets, para lo cual llama tropas del frente que considera leales y ordena el traslado de la guarnición de Petrogrado. Éstas desobedecen, lo cual define el resultado de la acción insurreccional que encabezan el 25 de octubre los bolcheviques.

Así, los acontecimientos que culminan en el octubre rojo resultan de enorme complejidad, pues la crisis general está ya en curso y las fuerzas se han desatado, pues la burguesía que apuntala al Gobierno Provisional mostró no tener proyecto que satisficiera las expectativas que despertó la derrota del imperio de los zares y eso había abierto la puerta al intento de restablecimiento del régimen autocrático.

Las masas trabajadoras se rebelan crecientemente y, por momentos, se desesperan; los bolcheviques, no sin dificultades, las contienen en busca del momento maduro que haga menos vulnerable la situación por seguir a la insurrección. Pero esas masas, sin duda, marcan el ritmo de los acontecimientos y ante aquella incapacidad de las fuerzas dominantes, aceptan el reto de tomar las riendas de ese inmenso y complejo país.

Sin embargo, buena parte de la historiografía se ha encargado de simplificar aquellos acontecimientos y desaparecer de la escena decisiva a los millones de trabajadores, soldados y campesinos pobres que se movilizan en toda Rusia y que, en particular, en Petrogrado y Moscú combaten contra el restablecimiento de la postura imperial y guerrerista que definió al zarismo. El bolchevismo no es más que su expresión hecha partido, y no a la inversa.

¿Ocurre o se hace una revolución?

A lo largo de la historia se han producido muchas revoluciones políticas, más o menos espontáneas, pero también muchas planeadas hasta en el más mínimo detalle. Baste recordar la insurrección de 1839 en París, con Auguste Blanqui a la cabeza de la Sociedad de las Estaciones, para saber de qué estamos hablando. Pero 1917 es otra cosa. Entonces se muestra, como había señalado Marx, la distinción abismal entre esas revoluciones políticas que se hacen frecuentes en el momento de la decadencia monárquica y la expresión del alma social de las revoluciones que aparece con la entrada en la escena revolucionaria de los proletarios, en el curso de los embates por establecer la moderna república.

Escribe Marx en 1844:

La revolución en general –o sea, derribar el poder constituido y disolver la anterior situación– es un acto político. Ahora bien, sin revolución el socialismo es irrealizable. En tanto el socialismo necesita destrucción y disolución, este acto político le es imprescindible. Pero allí donde comienza su acción organizadora, donde se abre paso su fin inmanente, su alma, el socialismo se deshace de su envoltorio político.7

Esta dimensión del análisis en que nos introduce Marx permite entender el equívoco en que fácilmente se incurre al no distinguir de qué acción revolucionaria hablamos, cuál es su alcance, su carácter, sus tareas. Ese conjunto de distinciones maneja meticulosamente Lenin, no por un afán de precisión semántica o filológica sino por las consecuencias político-prácticas que acarrea en una situación como la de Rusia.

En el artículo “Las enseñanzas de la revolución”, Lenin escribe:

Toda revolución significa un viraje brusco en la vida de enormes masas del pueblo. Si la situación no está madura para ese viraje no puede producirse una verdadera revolución…

Durante la revolución, millones y millones de hombres aprenden en una semana más que en un año de vida rutinaria y soñolienta. Pues en esos virajes bruscos de la vida de todo un pueblo se ve con especial claridad qué fines persiguen las diferentes clases del pueblo, qué fuerza poseen, y qué métodos utilizan.8

La historia de la mayor parte de las revoluciones muestra que éstas son imprevisibles, aunque se les presienta o anuncie. La obviedad de que las revoluciones se producen cuando la situación lo exige suele olvidarse. Esos acontecimientos no tienen un cálculo previo sobre las garantías de triunfo; se trata simplemente de un momento en el que se gesta la certeza de que la situación debe cambiar.

Eso explica por qué pese a que la próxima revolución en Rusia (tras el fracaso de la de 1905) es tema recurrente Lenin –a quien no puede reprocharse falta de seguimiento de las cosas en su país– puede escribir los primeros días de enero de 1917 desde su exilio en Zúrich lo siguiente:

Nosotros, los de la vieja generación, quizá no lleguemos a ver las batallas decisivas de esa revolución futura. No obstante, creo que puedo expresar con seguridad plena la esperanza de que la juventud (…) no sólo tendrá la dicha de luchar sino, también, de triunfar en la futura revolución proletaria.9

Pero no sólo el líder bolchevique, obligado a estar lejos de su país, desconoce lo que pocas semanas después ocurrirá, sino que incluso los propios obreros bolcheviques partícipes de la huelga de masas que estalla el día 24 en la ciudad de Petersburgo, tienen dudas sobre las dimensiones reales de los hechos ocurridos ese día, lo que los llevó a titubear y no convocar el 25 a la gran manifestación que finalmente ocurrió y que hoy sabemos fue parte importante en el proceso insurreccional ya en curso, y al que sus propios participantes sólo registrarán en sus dimensiones hasta días después.

Más compleja es aún la historia de la revolución de octubre y más los mitos que se han construido acerca de ésta. Aquí, la forma en que se produce su desenlace generó el espejismo general de que, con esmero diario y una sólida organización, se puede hacer la revolución. Las interpretaciones rápidas de otras revoluciones del siglo XX, como la china y la cubana, no hicieron sino dar una imagen similar.

Sin duda, las revoluciones ocurridas en el siglo XX tuvieron la característica de tener entre sus fuerzas organizaciones partidistas de los trabajadores sumamente consolidadas. El partido obrero les imprimió un carácter diferente y las puso en la ruta de las transformaciones sociales de fondo.

Pero, por mucho que se conozca como revolución bolchevique, los bolcheviques no hicieron la revolución, aunque sí fueron la fuerza organizada que define el momento y las características de la insurrección final que, insistimos, no fue asunto de unos cuantos. Como se observa en una lectura crítica de los hechos, un arduo esfuerzo logró dar a ese partido obrero la posibilidad de conducir el proceso hasta el triunfo, que en ocasiones estuvo a punto de írsele de las manos. El complejo discurso político, que sopesaba a cada momento las posibilidades de la acción, los cambios políticos, las situaciones de riesgo, ganó terreno en la masa de una población que estaba alzada, que buscaba la manera de lograr sus objetivos, que creyó en promesas de los viejos políticos y luego rompió con ellos a un alto costo. Lo más difícil fue sin duda reconocer la peculiaridad de lo que producía la situación particular del movimiento ruso y del riesgo que significó hacerlo en un país atrasado y devastado por la guerra.

En efecto, Rusia mostró que la revolución no se “hace” por un grupo de audaces militantes sino que ocurre por la acción de grandes contingentes que rompen su condición subalterna, para lo cual es necesario contar con la capacidad, en primer lugar, de imaginar, pensar, esperar y anhelar que ocurra, en particular cuando se trata de una transformación radical que implica la autoemancipación, lo cual no ocurre de manera evidente en la sociedad, como sí fue el caso de las revoluciones que refrendaron en la esfera política la condición dominante de la clase capitalista.10

En segundo lugar, para que supere la fase de un “estallido” y avance en sus objetivos, se hace necesaria la capacidad política de aprovechar el preciso momento y conducirlo de manera que pueda alcanzar sus propósitos. Hay aquí una combinación nada fácil, razón que quizá explica por qué las revoluciones no son tan frecuentes como pueden serlo los movimientos o, incluso, las rebeliones.

¿Dirección o vanguardia?

Lo anterior explica el relevante papel que puede llegar a desempeñar el asunto de la dirección política e ideológica en una revolución de este tipo.

Una de las más evidentes peculiaridades de la revolución de 1917 fue, precisamente, la formación de un núcleo de dirección sólido que encarna entre los bolcheviques y logra, en un poco frecuente ejercicio de intenso debate, una determinación y confianza enormes. El liderazgo peculiar forjado en ese proceso dio lugar años después a una de las mayores mistificaciones y al culto de la personalidad de Lenin, lo cual corresponde a otra historia.

Al margen de ese fenómeno que ha sido estudiado, en el momento en que se desenvuelve la crisis general en Rusia, la claridad y precisión política de Lenin asombran hasta a sus enemigos. Hoy es conocido que los bolcheviques debatieron fuertemente cada paso del complejo proceso vivido antes de octubre de 1917. Lejos de ser una organización uniforme, el partido bolchevique fue una organización con enorme vitalidad y, en particular, fuerte compenetración con el movimiento de los trabajadores urbanos como ninguna otra corriente política, pese a que no siempre tuvieron en los soviets obreros mayoría. En realidad, el esfuerzo político de los meses transcurridos de febrero a octubre estuvo dirigido a decantar esa mayoría, a formarla con nitidez y lograr que se reflejara en el soviet de toda Rusia.

Ese horizonte desde el cual actúan permitió que sus más destacados exponentes pudieran seguir el pulso de esa voluntad colectiva que se forjaba a cada paso y cada día; un proceso que distaba de ser evidente y lineal, que vivió momentos de gran riesgo y enorme tensión de las fuerzas en disputa.

En ese proceso destaca ciertamente la actuación de Lenin por una razón que, conforme pasa el tiempo y en contraste con el quehacer político de nuestros días, resulta sorprendente: su extraordinaria capacidad de elaboración teórico-política sobre cada paso práctico del movimiento. El arte de no separarse de una voluntad colectiva dada, pero impulsarla a dar el siguiente paso, define mucho de la enorme producción del dirigente bolchevique. Esa capacidad se la da sin duda el hecho de ser parte orgánica del movimiento mismo.

Violencia y revolución

Los procesos revolucionarios, como imponentes actos colectivos de la sociedad, en los que se producen creaciones inéditas, se potencia la capacidad inventiva de los individuos y se sintetizan los anhelos de cambio acumulados por generaciones, han adquirido siempre formas impredecibles que responden a situaciones políticas específicas y a un acopio de cultura política resultado de las formas particulares de ejercicio del poder estatal y de resistencia y acción popular. Por tanto, los actores y las fuerzas que éstos forman, lo mismo que los medios de actuación que adoptan y los objetivos concretos en que se plasma la acción revolucionaria tendente a superar el viejo orden, son siempre diferentes e inesperados.

Sin embargo, el pensamiento conservador ha trabajado pacientemente para subsumir las revoluciones a hechos violentos en los que el vandalismo, el saqueo, las violaciones, los crímenes y, en pocas palabras, la destrucción generalizada e irracional las definen. Han insistido tanto que, finalmente, han logrado una especie de lugar común que simplifica el asunto de las diversas formas de lucha, sosteniendo que si se habla de revolución por fuerza se trata de lucha armada, cuando es evidente que las revoluciones en general combinan diversas formas y las ha habido incruentas. De hecho, los únicos muertos del día de la toma del Palacio de Invierno, donde se atrincheró el Gobierno Provisional, fueron los trabajadores insurrectos que mató la guardia de éste; mientras, la toma de otros lugares estratégicos se hizo después que los soldados que los custodiaban votaron sumarse a la insurrección, entre ellos los de la Fortaleza de Pedro y Pablo, ciudadela original de San Petesburgo.11

Sobre este asunto de las formas de lucha y la violencia, los revolucionarios rusos dejaron importantes aportes, pues abordaron el tema con claridad y franqueza, y mostraron que, más allá de filias o fobias, no resulta asunto sencillo, y menos aún en una sociedad como la rusa. En pocas palabras, muestran que no resulta posible entenderlo fuera de su contexto preciso.

Trotsky señala que “la revolución no escoge sus caminos”, y es cierto. Y él dio más cuenta de los pormenores de aquella sociedad policiaca y militarizada contra la que los trabajadores se levantaron y mostraron su inquebrantable determinación de transformarla.

A partir de esta situación se ha sostenido que, sobre todo después de tres años de guerra, sólo la barbarie podía marcar las relaciones entre las fuerzas participantes de aquellos acontecimientos de 1917. Pero se pasa por alto la acción constructiva y pacificadora del gobierno bolchevique, que se opuso, y logró controlar en su momento, a insurrecciones destinadas al fracaso y a terminar en un baño de sangre, como muestra la mencionada crisis de julio. Y no sólo eso. Muchas contribuciones dieron los bolcheviques en un momento, en efecto, extremadamente violento, como su determinación sobre el tema mismo de la paz pactada que, si no resolvió el conflicto, sí frenó la masacre que sufría el pueblo ruso.

El carácter armado de la insurrección tiene que ver en el caso ruso con el tipo de régimen que se destruye. Quebrar el control militar sobre la sociedad no se hizo en este caso con claveles rojos sino con la deserción y sublevación de los propios soldados. Aquí, agotadas las posibilidades pacíficas de que el poder pasase a los soviets, se formó un Comité Militar Revolucionario en el seno de éstos, el cual captó el resquebrajamiento de las fuerzas armadas, y dotó a las fuerzas revolucionarias de la capacidad de hacer frente, como ocurrió, a la resistencia armada no sólo del propio ejército blanco y los ejércitos privados de los terratenientes sino a los de las potencias europeas en guerra, unidas para combatir a la Rusia soviética. No hay que olvidar que la acción de esas fuerzas combinadas provocó la guerra civil en 1918, y no la acción de los revolucionarios.

Guerra y revolución mundial

A lo largo de su historia, iniciada en el siglo XIX, la lucha obrera por el poder político estuvo estrechamente ligada a la enorme catástrofe que significa la guerra. Ésa fue la historia de la Comuna de París, la más lograda experiencia de poder obrero hasta la revolución rusa, la cual no se explica, en su origen y su derrota, sin la guerra franco-prusiana de 1870. De la misma manera, la tan anunciada revolución rusa, ocurrida en 1905, es difícil de disociar de la guerra que un año antes sostuvo el zarismo contra el imperio japonés, de la cual el gigante ruso salió derrotado.

Cuando el pasado siglo inicia con la insólita violencia y destrucción de la Primera Guerra Mundial, los obreros eran ya entonces una importante fuerza organizada, con disciplinados partidos que tenían más de dos décadas y media de dificultosa construcción unitaria en medio de acaloradas discusiones que les permitieron ir construyendo su programa de lucha a escala internacional.

Lenin y Rosa Luxemburgo, quienes agruparon en el seno de la II Internacional a los partidarios de la oposición revolucionaria a la guerra, compartían la idea de que la conflagración militar tenía su origen en los privilegios de las grandes potencias, que buscaban el reparto entre sí de las colonias y ejercer dominio sobre las demás naciones. Se trataba, desde ese punto de vista, de una guerra imperialista, frente a la que el movimiento obrero debía orientarse hacia la “guerra civil”, hacia la lucha por llegar al poder, para detenerla.

Esta postura fue determinante en los acontecimiento de 1917 en Rusia. Durante ese año, la percepción generalizada era que Rusia perdería la guerra, y el desánimo cundió de manera creciente en las filas de los voluntaria o involuntariamente involucrados. La agitación de los enemigos de la guerra tuvo entonces mucha recepción y alimentó las filas de los bolcheviques, perseguidos por el viejo régimen y, después, acusados por el Gobierno Provisional de traidores y aliados de Alemania.

Con el resultado de la primera guerra, las decadentes monarquías se desmoronaron, sobre todo desde el Rin hasta el Pacífico, no hubo país sin graves crisis de gobierno. Por su parte, las naciones oprimidas de Europa exigieron su derecho a existir en forma independiente. En medio de esa situación, las masas de soldados hambrientos y trabajadores miserables se pusieron de inmediato en movimiento. La experiencia de los obreros rusos se propagaba como el viento, dando lugar a la creación de consejos obreros en varios países.

Hacia finales de 1918, en forma casi simultánea, en Hungría, Austria y Alemania las protestas de los obreros y de los soldados tomaron cuerpo y se convirtieron en revoluciones que instauraron efímeros poderes con base en sus consejos. Simultáneamente, las protestas se suceden en muchas de las ciudades de Europa central, en particular Austria se ve envuelta también en una lucha encarnizada que protagonizan los obreros vieneses. Las filas de los soldados de todas las nacionalidades son inundadas por las noticias de lo que sucede en Rusia y en los países derrotados de la Gran Guerra.

En Alemania, la crisis política se hace sentir en forma más dramática. Tras la firma del armisticio que terminó con la guerra (noviembre de 1918) y, sobre todo, con los términos del Tratado de Versalles, que le quitaron sus colonias y parte del territorio, además de imponerle una gravosa reparación económica y la prohibición de contar con fuerza bélica, el emperador germano abdica y huye a Holanda, abriéndose paso la constitución de la república.

La sublevación de los marinos de Kiel, el 28 de octubre de 1918, dio inicio a la revolución en Alemania. Para el 3 de noviembre, la negativa de los marinos a ir a combatir contra los ingleses se había convertido ya en una revuelta que se propagaba en la ciudad, dando paso inmediato a la formación de gran cantidad de consejos (räte, en alemán) de obreros y soldados. En los siguientes días, los trabajadores de Sajonia y Baviera, enarbolando la bandera roja, tomaron las principales ciudades y proclamaron la instauración de sus respectivas Repúblicas de los Consejos.

Mientras, en Berlín se anunciaba, el 9 de noviembre, la caída del Kaiser y los socialdemócratas proclamaban la instauración de la República de Weimar, encabezada por Friedrich Ebert y Philipp Sheidemann, principales dirigentes del partido socialdemócrata. El último canciller imperial había entregado formal y pacíficamente el gobierno al primero de ellos, creando una inédita situación en la que el Partido Socialdemócrata, a la cabeza del aparato de gobierno, estaba, por un lado, apoyado por el viejo aparato militar y, por otro, apuntalado por la expectativa de las masas de trabajadores que aún respaldaban a su partido y veían en el nuevo gobierno la esperanza de una nueva política que los protegiera. Sólo una parte minoritaria de la izquierda obrera se dispuso al combate, en forma desorganizada pero decidida. De esa oposición rebelde fue parte destacada Rosa Luxemburgo, quien pagó con la vida por ello.

No hay revolución eterna

La situación de crisis en varios países, especialmente en los que quedan en el bando perdedor de la guerra, no tardó en mostrar que Rusia era ciertamente un eslabón, “el más débil” –en palabras de Lenin–, de la cadena de la revolución mundial. Sin embargo, la suerte de los sublevados en el viejo imperio de los zares y la de los revolucionarios de los países de Europa fue muy distinta.

Lenin escribió en 1918:

…un país atrasado puede tener un comienzo fácil, porque su adversario está podrido, porque su burguesía no está organizada, pero para continuar necesita cien mil veces más perspicacia, cautela, resistencia. En Europa occidental será distinto; allí será inmensamente más difícil comenzar, pero incomparablemente más fácil proseguir.

La dificultad en occidente quedó sellada con la derrota de los intentos revolucionarios. En cambio, en Rusia las dificultades posteriores al triunfo revolucionario crecieron hasta detener un proyecto emancipador que se concebía mundial.

Desde 1918 las dificultades pusieron a prueba a la revolución. Sometido el país a un “cerco sanitario” por todas las potencias aún en guerra que movilizaron sus tropas a las fronteras rusas; las incursiones, con actos de violencia extrema, de las “guardias blancas” al servicio de los terratenientes, además de la reorganización de sectores del viejo ejército zarista, la guerra civil siguió desangrando durante tres años a la joven república soviética.

El nuevo poder se vio ante la necesidad de asegurar el abasto de cereal y de otros bienes contra la hambruna provocada por los acaparadores. Contra ellos fueron tomadas las más enérgicas medidas de fuerza de un poder que intentaba sacar a flote el país.

Pero ninguna medida detuvo la desorganización de la economía y el desánimo de un pueblo agotado. A principios de 1921, las medidas de control obrero y campesino se muestran como un fracaso, y el país entra en una crisis que lo semiparaliza. En ese momento, la dirección bolchevique decide implantar la Nueva Política Económica, que restablece las relaciones capitalistas en la producción y el comercio, en espera de reactivarlos.

En esos momentos, Lenin escribe algunas de sus mejores páginas reconociendo los errores y fracasos sufridos, al tiempo que busca, sin el menor voluntarismo, abrir nuevos caminos y resistir:

En la primavera de 1921 –explica a cinco años de la revolución a sus compañeros de partido de la provincia de Moscú– se hizo evidente que habíamos sufrido una derrota en nuestro intento de implantar los principios socialistas de producción y distribución mediante el “asalto directo”; o sea, en la forma más breve, rápida y directa. La situación política en la primavera de 1921 nos mostró que en varios problemas económicos era inevitable un retroceso a la posición del capitalismo de Estado, pasar de la táctica del “asalto directo” al “asedio”.

Y más adelante agrega:

Debemos admitir que no retrocedimos suficiente, que debemos retroceder más, retroceder del capitalismo de Estado a la regulación estatal de la compra y venta y de la circulación monetaria.12

La historia hace en ocasiones jugadas muy extrañas. Y en el caso que aquí nos ocupa no tuvo límites.

Tras declarar que los errores y fracasos obligaban a un camino de reformas lento y dificultoso, cuando no al franco retroceso, Lenin sufre un primer accidente cerebral que anuncia su muerte. En los breves lapsos de trabajo que le permite la enfermedad revisa los problemas más acuciantes, entre los cuales destaca el de la atrofia de un Estado construido bajo fuego enemigo, con una pesada tradición autocrática que, al agotarse el impulso de los soviets, muestra poca renovación.

Frente a la persistente insistencia en identificar al bolchevismo sovietista con el estalinismo y a Lenin con Stalin, hay que señalar, por evidente que sea, que en muchos sentidos lo hecho durante los cinco años que duró la dirección revolucionaria del proceso, con Lenin a la cabeza, está muy lejos del rumbo que tomaría después el régimen autoritario de Stalin, además de la constancia que hay de los diferentes atributos de un líder y el otro, lo cual lleva a Lenin a establecer una clara distancia.13

El futuro de la revolución

Las revoluciones son hechos irrepetibles e inimitables, pero no hay fuente más prolija, profusa y generosa que ellas para entender el funcionamiento social y encontrar los caminos de su transformación.

Por lo mismo, analizar cualquier proceso de cambio revolucionario obliga al estudio específico de sus causas, componentes, fases y alcances para poder entender la dialéctica social que lleva a cada sociedad a plantearse tareas originales de acuerdo con su historia y sus rezagos o virtudes sociales. Así como, tras no pocos descalabros, ha quedado claro que la historia no permite la exportación de procesos de esta naturaleza, el propio estudio de acontecimientos sociales de tal magnitud no puede encasillarse en esquemas surgidos de experiencias particulares.

Más que marcar una ruta a seguir, la revolución rusa de octubre dejó señalado un horizonte, uno que antes de ella sólo habían esbozado los trabajadores en dos momentos breves de su historia, los dos en la Francia del siglo xix: el junio de 1848 y la Comuna de París en 1871. Ese horizonte de emancipación, que se plantea superar el trabajo asalariado que permite la explotación del ser humano por el propio ser humano, ese propósito como tal sólo la revolución rusa lo pretendió. Obra, en gran medida, de la acción bolchevique, la que combate en forma enérgica y activa una mirada inicialmente bastante más corta.

Como nunca, al pensar en nuestras circunstancias actuales sobre la revolución rusa y conociendo el final de la etapa que abrió adquieren sentido las precisas palabras de Walter Benjamin:

Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez se trata de algo por completo diferente. Tal vez las revoluciones son el manotazo hacia el freno de emergencia que da el género humano que viaja en ese tren.14

La revolución rusa puso freno a una guerra extrema, pero por sí sola no pudo impedir el regreso de la guerra global, aun cuando el país soviético volvió a ser el gran freno a lo que hace a Benjamin pensar que Marx estaba equivocado.

Como sea, si hay algún lugar en el que apremie poner freno a un tren que nos dirige al abismo y las tinieblas, ése es México. Quizá por esa razón desde la Selva Lacandona salen estas palabras dirigidas a quienes ya saben de qué se trata ese infierno:

Cierto, habrá un cambio profundo, una transformación real en éste y en otros suelos dolidos del mundo.

No una sino muchas revoluciones habrán de sacudir todo el planeta.

Pero el resultado no será un cambio de nombres y de etiquetas donde el de arriba sigue estando arriba a costa de quienes están abajo.

La transformación real no será un cambio de gobierno sino de una relación, una donde el pueblo mande y el gobierno obedezca.

Una donde el ser gobierno no sea un negocio.

Una donde el ser mujeres, hombres, otroas, niñas, niños, ancianos, jóvenes, trabajadores o trabajadoras del campo y de la ciudad, no sea una pesadilla o una pieza de caza para el disfrute y enriquecimiento de gobernantes.

Una donde la mujer no sea humillada, el indígena despreciado, el joven desaparecido, el diferente satanizado, la niñez vuelta una mercancía, la vejez arrumbada.

Una donde el terror y la muerte no reinen.

Una donde no haya reyes ni súbditos, amos ni esclavos, explotadores ni explotados, salvadores ni salvados, caudillos ni seguidores, mandones ni mandados, pastores ni rebaños.15 


1 Desde mayo de 1918, Lenin señalaba con insistencia que la transición presente en Rusia tras los hechos de octubre de 1917 implicaba el entrelazamiento de diferentes estructuras económico-sociales; entre ellas menciona la patriarcal, la de la pequeña producción mercantil, el capitalismo privado, el capitalismo de Estado y el socialismo. Véase, V. I. Lenin, Obras completas, tomo XXIX, Cartago Ediciones, Buenos Aires, 1970, página 89.

2 Véase V. I. Lenin, “Guion del Programa de las Negociaciones sobre la Paz”, obra citada, tomo XVII, páginas 460-461.

3 Auguste Blanqui fue la expresión más radical del periodo que siguió a la caída de Napoleón Bonaparte; en aquellos momentos organizó varias conspiraciones y asaltos al poder. Véase Samuel Bernstein, Blanqui y el blanquismo, Madrid, Siglo XXI, 1975.

4 Al analizar las crisis políticas de abril, junio y principios de julio, Lenin escribe: “… las tres crisis revelaron una forma de demostración nueva en la historia de nuestra revolución, una demostración de un tipo más complejo, en la cual el movimiento se desarrolla por oleadas que suben velozmente y descienden de modo súbito, la revolución y la contrarrevolución se exacerban y los elementos moderados son eliminados por un periodo más o menos largo.” Sobre esa manifestación de julio, agrega: “Fue bastante más que una demostración y menos que una revolución. Fue el estallido simultáneo de revolución y contrarrevolución, una violenta y a veces casi súbita eliminación de los elementos moderados, al mismo tiempo que hacían su turbulenta aparición los elementos proletarios y burgueses”, V. I. Lenin, “Tres crisis”, en obra citada, tomo XXVI, página 248.

5 L. D. Trotsky, Historia de la Revolución Rusa, tomo 2, Ruedo Ibérico, España-Francia, 1972, página 272.

6 V. I. Lenin, “Las enseñanzas de la revolución”, en obra citada, tomo XXVI, página 323.

7 K. Marx, “Notas críticas al artículo ‘El rey de Prusia y la reforma social, por un prusiano’, en ome 5, Barcelona-Buenos Aires-México, 1978, página 245.

8 V. I. Lenin, “Las enseñanzas de la revolución”, en obra citada, tomo xxvi, página 309.

9 V. I. Lenin, “Informe sobre la revolución de 1905”, en obra citada, tomo XXIV, páginas 274-275.

10 Al respecto, escribe René Zavaleta: “… las tareas burguesas difieren de las socialistas no sólo por su objeto sino que se diferencian como tareas mismas; es decir, en su índole. En lo básico, las tareas burguesas pueden ser realizadas desde un punto de partida consciente, pero también en muchos casos son resultado de una acumulación espontánea; o sea, que la conciencia aquí no es sino un requisito escaso. En cambio, las socialistas son todas tareas conscientes, son el uso final de una superestructura que se ocupa de sobredeterminar sistemáticamente toda la base económica y el propio resabio superestructural hasta obtener su coherencia”, en René Zavaleta, “Clase y conocimiento”, Obras completas, tomo II, Plural, La Paz, 2013, página 384.

11 Habiendo sido la ciudadela donde surge San Petersburgo y cuya catedral alberga los restos de los zares de toda Rusia, la Fortaleza era en 1917 la sede de la guarnición de la ciudad y ahí estaba la cárcel de los prisioneros políticos.

12 V. I. Lenin, “VII Conferencia del Partido de la Provincia de Moscú”, realizada del 29 al 31 de octubre de 1921, en obra citada, tomo XXXV, páginas 539 y 541.

13 No está de más citar la carta que Lenin dirigió al Congreso del Partido Bolchevique (que no se reunió sino hasta después de la muerte de aquél, ocurrida en enero de 1924), conocida como su testamento, pues pasa revista a los más destacados dirigentes bolcheviques y, en particular, a los que en ese momento podían tomar el mando. Lenin agregó ahí unas palabras exclusivas sobre Stalin que resultan relevantes:

“Stalin es demasiado rudo, y este defecto, aunque del todo tolerable en nuestro medio y en las relaciones entre nosotros, los comunistas, se hace intolerable en un secretario general. Por eso propongo a los camaradas que piensen una manera de relevar a Stalin de ese cargo y de designar a otra persona que en todos los aspectos tenga sobre el camarada Stalin una sola ventaja: la de ser más tolerante, más leal, más cortés y más considerado con los camaradas, menos caprichoso, etcétera. Pero creo que desde el punto de vista de protegernos de la escisión, y desde el punto de vista de lo que escribí más arriba sobre las relaciones entre Stalin y Trotski, no es un detalle, o es un detalle que puede adquirir importancia decisiva”. Véase, V. I. Lenin, “Últimas cartas y artículos”, en obra citada, tomo XXXVI, página 476.

14 Walter Benjamin, “Tesis sobre la filosofía de la historia” (1940).

15 Palabras del Ejército Zapatista de Liberación Nacional a los padres de los 43 normalistas desaparecidos de Ayotzinapa (Guerrero). Chiapas, 15 de noviembre de 2014.