MÉXICO 1968: ABRIR LA MIRADA PARA DEMOCRATIZAR LA MEMORIA

En torno al cincuentenario del movimiento estudiantil de 1968, en el mercado de las interpretaciones, no será extraño volver a escuchar que el antiguo líder del Mayo francés Dany Cohn-Bendit, El Rojo, afirme que hay que olvidar el 68, como lo dijo con motivo del cuadragésimo aniversario, siendo fiel a su abierta inserción al sistema, o aquellas otras que, desde el reconocimiento oficial, reduzcan el potencial crítico de esa oleada de movilizaciones que traspasó fronteras y que transformó a una generación, a una actitud reactiva y rebelde, pero digerible, expresada en la música, el baile y la contracultura. En el caso mexicano, el movimiento estudiantil y su potente crítica al régimen antidemocrático siempre han estado en la balanza entre la negación y el borramiento desde el poder y la evocación de la izquierda que también ha contribuido, justificadamente, a reconcentrar la memoria en el sangriento desenlace de aquellos meses. Ese es uno de los aspectos que revela el reciente texto de Susana Draper, México 1968: experimentos de la libertad, constelaciones de la democracia.

Draper, académica del departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Princeton, se desmarca de cualquier intento por hacer un balance de los logros o fracasos del 68 mexicano para evitar una lectura moralizadora que restrinja la comprensión de ese complejo momento a un balance político general que, en tanto tal, obstruya una aproximación a la pléyade de experiencias, historias y momentos singulares que sirvieron como “ensayo general” –como lo denominó Daniel Bensaïd– de otras formas de producir vínculos colectivos ajenos a la forma tradicional de la política. El libro de Draper es una suerte de condensación de un proyecto más amplio que ha desarrollado junto con Vicente Rojo-Pueyo, México 1968: modelo para armar. Archivo de memorias desde los márgenes,cuya finalidad es producir un espacio de recuperación de la memoria de múltiples experiencias, voces y reflexiones sobre el movimiento estudiantil y sus diversas repercusiones, atendiendo a la necesidad de visibilizar los encuentros que dieron paso a la emergencia de lo político, en confrontación abierta a la política dominante y al modo de vida hegemónico.

La intención del texto es volver al 68 desde distintas narrativas, dando espacio a la memoria, en un espíritu que evoca explícitamente la idea benjaminiana de contravenir la tersura de la historia dominante y leer a contrapelo para hallar, en este caso, los pequeños momentos y los matices que ayuden a visibilizar la experiencia de los procesos que permitieron la organización colectiva. Historias singulares que constituyen una constelación que, como en el caso de las astrales, sólo adquiere una forma o un sentido como unidad en tanto que es el observador quien articula las conexiones de una serie de acontecimientos que no tienen un vínculo inmanente ni son momentos necesarios en el devenir de una magna historia. El encuadre que interesa a la autora supone una suerte de asomo a la experiencia de la ruptura en el tiempo cotidiano en los meses del movimiento estudiantil y en los decires y haceres de sus actores, durante y después de lo vivido.

No es, entonces, una historia sobre el movimiento estudiantil, como no es un análisis ni una interpretación de sus alcances políticos o de sus efectos sociales. En un estilo ensayístico, la autora transita por la interpretación, el análisis, la escucha y la recuperación de ciertos debates, textos, prácticas y ejercicios creativos que han quedado oscurecidos por la historia que se concentró en atender a los análisis y testimonios de los líderes ampliamente reconocidos o por la necesaria denuncia de la represión y el posterior silenciamiento de las voces críticas.

En un esfuerzo por reactualizar el discurso crítico y así intervenir e incidir en el presente, Draper vuelve a la figura del intelectual más emblemático de la lucha y la resistencia de aquel año: José Revueltas. En medio de la demanda por la democratización del país, los jóvenes del Consejo Nacional de Huelga (cnh) confrontaron las petrificadas formas de hacer política de la izquierda revolucionara marxista de la generación que les precedía, pero fue precisamente un miembro de esa generación, Revueltas, quien, atraído por la potencia del movimiento, no sólo acompañó su causa sino que se sumó a ella y la reflexionó, buscando conceptualizar su singularidad y su potencial transformador. Categorizó la propuesta del 68 como un “acto teórico”, indica la autora, en un intento por asumir la espontaneidad y la especificidad del movimiento estudiantil, dando peso a su relevancia histórica y, por tanto, a la necesidad de situarlo en el encuentro entre el acaecer de lo imprevisto que irrumpe en la continuidad del tiempo y cómo en ese mismo acto la teoría se pone en juego para contrastar su capacidad explicativa frente a lo real.

Revueltas no volvió a ser el mismo después del 68 –por supuesto, nadie que haya estado ahí lo fue–, la experiencia lo condujo a ir más allá de las lecturas esquemáticas del marxismo tradicional y atendió a la cuestión de la emancipación del sujeto desde un ángulo que lo aproxima a un perfil libertario. Son las brigadas de estudiantes, la organización, la horizontalidad en la toma de decisiones, la capacidad de comunicación interna, aquello que lo conduce a pensar en la posibilidad efectiva de la autogestión académica. Idea que en el contexto actual escandalizaría y provocaría miradas de desdén en el ámbito universitario, pero que en ese tiempo Revueltas vislumbraba a través de la capacidad creativa y organizativa del movimiento estudiantil. Por ello, al volver al icónico intelectual, Draper busca claves para interpretar el 68 mexicano y los siguientes años de represión. Y se aproxima también a la narrativa revueltiana para tratar encontrar el espacio desde el cual la literatura hace frente a lo que llama el monopolio discursivo y temporal del Estado. El apando (1969) representaría uno de esos momentos en los que la ficción ilumina el acto teórico, como una reflexión que ilustra el tipo de libertad que emerge en medio de la represión y como el lugar donde el lenguaje pugna por emancipar la palabra y con ella a los sujetos.

Otra experiencia de intervención política que interesa a la autora es la cinematográfica. Las producciones colectivas en Súper 8 que se produjeron en los años setenta atestiguan la experiencia de las cooperativas introducidas a la producción cinematográfica; ése es el caso de la Cooperativa de Cine Marginal, dedicada sobre todo a documentar el mundo obrero. En abierta confrontación con el cine de autor y ajenos al cine comercial, los experimentos colectivos que se dieron en esos años, con la cámara al hombro, se constituyeron en comunicadores de experiencias y facilitadores de un lenguaje común, nos dice la autora. Un caso muy particular es el filme que permaneció censurado durante treinta años, en un primer momento por la abierta intervención de Luis Echeverría, Historia de un documento, de 1971, dirigida por Óscar Menéndez. Gracias a una cámara que logró meter de forma clandestina a la cárcel de Lecumberri, Menéndez pudo filmar la vida y las condiciones de los presos políticos, lo que convirtió esas imágenes en el testimonio vivo de la existencia de los presos negados por el régimen. El lenguaje cinematográfico se convirtió, entonces, en testigo de la resistencia y la denuncia.

La última intervención que convoca Draper es la participación de las mujeres. Hoy día resulta innegable la copiosa actividad de las mujeres en el movimiento estudiantil y en los años que siguieron; sin embargo, ello no se refleja en la narrativa dominante de los acontecimientos, salvo el caso de La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska y algunos textos de reciente factura. Es como si la apertura y la participación igualitaria que experimentaron muchas jóvenes durante ese tiempo no hubiera hallado cause alguno para transformar también las formas del discurso que al paso del tiempo construyeron la memoria colectiva y que han desequilibrado la narrativa, oscureciendo de factola participación de las mujeres. De este modo, la autora justifica la necesidad de visibilizar los pocos testimonios escritos por mujeres que han contado su propia historia o que han reflexionado sobre el 68. Tal es el caso de Gladys López, Roberta Avendaño y Fernanda Navarro. Así, Draper teje un revelador caleidoscopio, desde la filosofía, del encuentro de Navarro, figura formada en los debates del feminismo y la recepción y el debate de la obra de Althusser; la narración de Avendaño, La Tita, líder emblemática del movimiento, en su libro De la libertad y el encierro; o el libro Ovarimonio ¿yo guerrillera?, de Gladys López Hernández, donde rescata el proyecto de la preparatoria popular, los años de su vida clandestina y su encarcelamiento. La intención es dar cabida y pensar desde estos referentes para problematizar, por ejemplo, la desavenencia entre su experiencia y la memoria que hemos construido de los acontecimientos.

El libro de Draper, tal como lo titula, produce una constelación o una serie de ellas con el fin de descentrar y emancipar la memoria y la palabra sobre lo que fue ese año paradigmático para la historia contemporánea y para nuestra historia nacional, logrando escapar a la doble tentación del anacronismo del juicio que observa límites o logros desde los efectos producidos por aquellos acontecimientos, y al discurso que al homenajear convierte el pasado en un historia marmórea. Nada sería más ajeno al ímpetu libertario de los movimientos que se dieron en 1968. Democratizar la memoria, quizá, sea una de las más complejas tareas del discurso crítico, pero es, sin duda, una labor imperiosa para mirar hacia atrás y encontrar las afinidades electivas que nos unen con aquellos destellos de emancipación que pueden dar bríos a las prácticas que de muchos modos y en muchos lugares manifiestan hoy por hoy que otra modernidad es posible. A esto contribuye el proyecto de Susana Draper y su México 68.