El arribo de una nueva fuerza política al poder del Estado es una interpretación conclusiva de las recientes elecciones, pero ha sido cuestionada, no tanto por la identidad de los principales protagonistas de dicha fuerza, sino por su capacidad para introducir reformas radicales; es decir, construir algo realmente nuevo.
La tesis de que en México gobierna una oligarquía compuesta por personajes de la gran empresa, señaladamente los monopolios, y los grupos políticos neoliberales del llamado PRIAN, entendido éste como un acuerdo de fondo entre los liderazgos del PRI y el PAN, no es hechura exclusiva de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), quien será el nuevo presidente, pero a él se debe su divulgación con el nombre de “la mafia del poder”.
Casi todos los medios de comunicación se burlaron durante años de esa crítica de AMLO, pero no sólo por su persistencia sino como una forma de negar una realidad empíricamente comprobable: toda la política ha servido a esa “mafia”, es decir, a esa oligarquía.
De la existencia de un viejo grupo que ha dirigido el país mediante una sola política, aunque sus integrantes compitan entre sí, se derivan tareas alternativas que tienen que ver justamente con la negación de aquella política. Ha surgido así el imperativo de desenterrar programas contarios al neoliberalismo.
Política social y política económica
La separación entre la política económica y la social es un recurso que permite a los neoliberales otorgar pequeñas concesiones en países donde la pobreza abarca a la mitad o más de la población. Así ha sido en México.
Los objetivos de la política económica tienen que ver con la estabilidad macroeconómica, consistente en esencia en atender los requerimientos de los inversionistas, tanto los de las ramas industriales como los de carácter bancario y bursátil, entre los que se ubica el alto mando de la “mafia del poder”.
Los objetivos de la política social se han fijado en una reducida elevación de las percepciones familiares de los más pobres, la cual no alcanza a introducir alguna modificación medible en el patrón de distribución del ingreso.
La política social ya no podría seguir siendo algo independiente de la política económica, pues el objetivo de ésta tiene que ser la modificación paulatina, pero efectiva, de la distribución del ingreso. El salario no podría verse más que como política económica y social.
Aunque la clase obrera sigue siendo la gran ausente en la lucha política, sus demandas están puestas sobre la mesa en tanto que su número es muy grande y su ingreso total es el mayor en el conjunto de las remuneraciones de la gran masa de los asalariados. El aporte de los obreros industriales al valor del producto interno es el más alto. El salario industrial será por tanto un elemento central de la política económica.
La conversión del salario en un terreno de disputa permanente va a llevar a los sindicatos a necesitar una vida interna distinta, en la que ya no podrán funcionar tan naturalmente las burocracias sindicales “charras”. El gobierno, por su parte, no podría seguir dando a esas burocracias sindicales las prebendas y los privilegios de que ahora gozan, pues ya no serán útiles para gobernar. Los obreros van a poder optar por una vida democrática de la que se podría generar otra práctica y una nueva conciencia.
La desindustrialización de México a partir del Tratado de Libre Comercio de América del Norte no ha sido encarada con una política industrial. Al respecto, tanto la construcción de infraestructura como la ampliación del mercado interno y la llamada innovación son cada vez más necesarias, igual que la anunciada detención de la privatización de las industrias petrolera y eléctrica.
La inversión industrial en general ya no va a tener que verse como un elemento macroeconómico que repercuta sólo en el empleo como dato estadístico y elemento de la balanza de pagos cuando se trata de la extranjera, sino en instrumento de la política social; es decir, la incorporación de millones al trabajo productivo. Por ello se busca crear grandes proyectos de inversión en los lugares donde el trabajo precarizado o informal predomina.
Si en los próximos años se modifica la relación de los obreros con la patronal y se procesa una lucha por la mejoría del salario real, la clase trabajadora podría asumir también protagonismo político e intentar ocupar un lugar en la producción cultural, en todo lo cual está ausente.
La rama agropecuaria, conducida a generar una balanza superavitaria con ciertos productos de gran demanda exógena, especialmente en Estados Unidos, ha proveído buenas ganancias en un sector muy reducido, pero no obra en favor de la producción de alimentos para el mercado interno. Por el otro lado, el campesinado en su gran acepción, es decir, incluidos quienes también contratan mano de obra en pequeña medida, ha ido perdiendo ingreso y riqueza, convirtiéndose en objeto de un mar de subsidios: en parte de la política social. Un impulso a la producción de alimentos para el mercado interno no tendría que reducir la competitividad del sector exportador sino, al contrario, las frutas podrían también ser consumidas en mayor medida en el país, y los monopolios agroalimentarios domésticos tenderían a reducir su peso. El problema consiste entonces en alcanzar mayor capacidad productiva de alimentos básicos para poder regular tanto su producción como su precio en la dirección de atender la política social con instrumentos de la política económica. No se trata sólo de reducir la llamada dependencia alimentaria con el exterior sino de incrementar la capacidad productiva del trabajo social en el campo, que redunde en mayor ingreso de los productores pobres.
Si en los próximos años se da vuelta al neoliberalismo que ha deteriorado socialmente al medio rural, el campesinado y los pequeños productores podrían asumir un papel político de mucha mayor relevancia.
La lucha contra la pobreza no podría ahora tener menor significación, pero con un sentido diferente. La creación de una renta ciudadana, como prometió demagógicamente el candidato del PAN, si fuera sobre la base de un salario mínimo por persona podría ocupar una cantidad cercana a la mitad del gasto público programable, algo prácticamente imposible. Por otro lado, la focalización de los programas actuales, principalmente Prospera, no promueve la superación de la pobreza en el corto plazo, aunque financia parte de la educación primaria y secundaria en el medio rural. Asimismo, la pensión alimentaria de adultos mayores es un complemento de la jubilación y, otras veces, un ingreso de subsistencia para los adultos mayores más pobres. Por último, las “políticas rosas” dirigidas a las mujeres en situación de pobreza no alcanzan a llegar a todas ni representan una vía de cambio social, por lo que pretenden atender con soluciones de conveniencia la “situación de las mujeres”.
Con recursos fiscales determinados por la baja recaudación y el pesado costo financiero de una deuda pública irresponsable e inútilmente incrementada, es preciso diseñar políticas que estén centradas en atender problemas sociales y abrir posibilidades de cambio para millones de jóvenes. Esto se vincula también a la crisis de violencia delictiva que padece el país, aunque se trata sólo de una parte del proyecto de “pacificación” o como quiera llamársele, el cual abarca otros aspectos.
Durante varias décadas se ha generado un rezago en la educación media superior, especialmente en la universitaria. Este problema ha generado un desempleo juvenil excepcional. Millones de jóvenes viven en el resentimiento. La política social no les llega. Dos situaciones deben atenderse especialmente: el acceso y la permanencia en el bachillerato y en la educación superior, de un lado, y el empleo seguido de la capacitación para el trabajo en fábricas, comercios y otros establecimientos, del otro.
Como se sabe, la educación media superior es ya “obligatoria” según la Constitución, pero el gobierno no ha brindado los lugares necesarios en todo el país. Asimismo, los estímulos fiscales del “primer empleo” pueden usarse para cualquier cosa y no sólo para su finalidad, como suele ocurrir con los mecanismos inconstitucionales de rebajar contribuciones a ciertos segmentos.
México es uno de los países industriales con menor matrícula universitaria en proporción de los jóvenes en edad de cursar ese nivel. Y es también uno de los que ofrecen menos trabajo precisamente industrial a los jóvenes que no estudian. El resultado social está a la vista: pobreza, deterioro social, resentimiento, odio, delincuencia, entre otros fenómenos muy ligados entre sí.
Por ello, la política social frente a la juventud se tiene que ligar a la política económica para abrir la educación superior, la cual eleva la capacidad productiva del trabajo social, e inducir el trabajo productivo de jóvenes aprendices.
Las grandes victorias de dos generaciones estudiantiles contra la política neoliberal de cobrar colegiaturas en la educación pública es ahora una formidable base para ayudar directamente a las familias a sostener la educación de los hijos, reducir la deserción y mejorar las condiciones personales de aprovechamiento escolar.
La política regional tendrá que asumir un papel nuevo. Nadie podría decirse desconocedor de que en el sur se concentra el mayor atraso, pero no sólo en cuanto a los muchos pobres sino a la menor capacidad productiva del trabajo y a las arcaicas relaciones sociales. No se trata sólo de subsidios, como hasta ahora, sino principalmente de inversiones que, seguidas de la pública, pudieran atraer capitales interesados en utilizar las nuevas infraestructuras, como ocurre en todo el mundo, para decirlo con la mayor sinceridad, donde el capital se encuentra muy concentrado y su mando es cada vez más centralizado.
Es preciso, para mencionarlo de otra manera, emparejar al país, no sólo en cuanto al ingreso sino también respecto a las relaciones sociales, los derechos, la productividad, el acceso a los bienes públicos. Aquí se advierte con mayor claridad la trascendencia que podría tener la imbricación de la política económica con la social.
La democracia de las libertades
La idea liberal de que las libertades son la base de la democracia se ha desfigurado en el discurso tradicional y se ha negado en la práctica de los neoliberales.
A partir de las libertades de tránsito, reunión y asociación, el voto popular se convirtió en la libertad básica de una democracia que es la periódica consulta respecto a personas que hacen promesas y compromisos. Por lo regular no se pregunta sobre lo que hay que hacer o lo que debe dejar de hacerse. La libertad de expresión y, ahora, también la de difusión de las ideas por medios diversos se encuentra aún en manos de unos cuantos dueños pese a la revolución de las redes sociales que apenas empieza. La importancia de lo que dice o difunde el dueño de un canal o un periódico es monstruosamente mayor de lo que puede afirmar cualquier ciudadano o ciudadana ante un círculo de personas allegadas. Nadie puede negar que la mayoría abrumadora de la humanidad que ejerce esa libertad lo hace sin mayores consecuencias, y eso es válido con un internet cuyo acceso es ya de miles de millones de personas en todo el mundo.
Una nueva ciudadanía se forja en la libertad de proponer y en la toma directa de las decisiones para aceptar, rechazar, modificar, remover, revocar. La separación entre profesionales de la política y ciudadanía en general no se debe al conocimiento de los primeros sobre los asuntos públicos sino a la segmentación propia de sociedades severamente estratificadas.
El movimiento estudiantil de 1968 hizo el planteamiento político de libertades democráticas. Ésas están hoy expresadas en las de asociación, reunión, manifestación, voto pasivo, pero no existen en sindicatos, escuelas, universidades, ejidos, barrios y otros conglomerados. La sociedad vota para elegir, pero no vive en democracia.
Las nuevas libertades democráticas deben abarcar la revocación de mandato de los cargos ejecutivos, la realización de consultas sobre leyes, políticas públicas y actos de autoridad, así como el derecho a proponer y el recurso judicial ciudadano contra resoluciones administrativas y preceptos legales. Esto sería el inicio de una nueva forma de ubicar a la ciudadanía y a los conjuntos de ésta frente al poder público y entre sí misma; es decir, empezar a formar nueva ciudadanía en función de nuevas libertades y derechos.
Entre esas nuevas libertades deben incluirse las de orden civil, como la interrupción voluntaria del embarazo, y las que tienen que ver con la normalización de las relaciones entre personas del mismo sexo, incluido su matrimonio con plenos derechos, así como el respeto y reconocimiento de identidades de género y orientaciones sexuales, entre otras.
Los derechos de las mujeres y la lucha contra la violencia que sufren deben formar parte de una misma política y plataforma legislativa relacionada con las libertades. El Estado debe dar el paso de reconocer que las mujeres sufren opresión y que para superar ésta se requiere un amplio proceso de cambios económicos, laborales, educativos, políticos y culturales.
Los pueblos indios deben ser reconocidos como entidades capaces de constituir legalmente sus instancias de gobierno e instituciones en el sistema político de la Constitución, lo cual hoy no se encuentra en la Carta Magna ni en los Acuerdos de San Andrés.
Más allá de la lucha contra la corrupción que habrá de contar con numerosas disposiciones de vigilancia, la mayoría de las cuales no serán nuevas leyes sino otros procedimientos y estructuras administrativas, es hora de establecer en México el control político de las cámaras legislativas sobre el Ejecutivo. López Obrador ha dicho que no será “tapadera de nadie”, en referencia a los integrantes de su gobierno. Tampoco lo tiene que ser el Congreso.
Ese control debe ser algo cotidiano, un sistema funcional de participación popular a través de la difusión de todos sus mecanismos y eventos. Las bases se encuentran en la Constitución y las leyes, pero no se ejercen debido a que los servidores públicos son “tapados” por los amigos, colegas, cómplices en la administración pública y en el Congreso mismo.
Las comisiones investigadoras de las cámaras del Congreso jamás han dado resultados porque carecen de facultades para investigar. Esto es así de sencillo. En la nueva situación política, todo ente público debe poder ser sujeto de investigación. El Congreso debe contar con la capacidad de hacer comparecer a cualquier persona y tener acceso a documentos y papeles en el procedimiento de investigación.
La Auditoría Superior de la Federación debe tener capacidad de acción penal: presentar directamente imputaciones ante tribunales competentes.
Las funciones del Congreso deben ejercerse con procedimientos abiertos, dejando atrás la tradición priista de reservar, ocultar, mentir, simular, engañar que hasta ahora ha sido forma de ser del Poder Legislativo. Todo acuerdo parlamentario debe ser transparente. Ningún arreglo debe permanecer en secreto o sin ser explicado.
No es asunto menor acabar con la política de sueldos, compensaciones, bonos y demás emolumentos inconstitucionales que caracterizan a todo el Estado.
No hay más que una remuneración, según el artículo 127 de la Constitución, y ésta comprende la totalidad de lo pagado a cada servidor público, tanto en efectivo como en especie. Además, todas las remuneraciones deben estar indicadas en presupuesto debidamente aprobado, ley, contrato o convenio de trabajo. Éstas son reglas para todos los entes públicos, sin excepción. Pero, al mismo tiempo, casi ninguno de ellos lo obedece, como si la Carta Magna no tuviera siquiera el valor del papel en que se encuentra impresa.
No deben concederse ni cubrirse pensiones, jubilaciones, haberes de retiro ni liquidaciones que no se encuentren autorizadas en ley o decreto legislativo, dice categóricamente la Constitución. Pero de eso se encuentra pletórico el sector paraestatal.
En cuanto a las remuneraciones de los altos funcionarios, el problema no consiste principalmente en la suma total de ellas sino en que sus montos individuales no corresponden con la pobreza del país y a que han sido fijados sin legalidad por los mismos servidores públicos. El mayor ejemplo es el de los ministros de la Corte, pero no es el único.
Está claro también que se van a eliminar los gastos secretos y las erogaciones discrecionales del Ejecutivo. Esa era debe dejarse atrás para siempre.
El llamado fuero de los integrantes de los órganos del poder tendrá que ser abolido como acatamiento del actual reclamo popular de que los ciudadanos deben ser iguales en derechos y obligaciones, asunto elemental de toda democracia por incipiente que sea.
Uno de los aspectos relevantes de la nueva situación política es la necesidad imperiosa de acabar con la compra de votos y mecanismos de corrupción electoral, incluido el condicionamiento de beneficios de los programas sociales. El problema de fondo consiste en evitar el uso de dinero procedente del erario para la compra de votos porque nadie compra éstos con dinero de su bolsillo. El PRI funciona sólo con mucho dinero, pero la mayor parte proviene del erario. Esto fue emulado por el PAN y luego por el PRD y otros. Al eliminarse la ilegal disposición de dinero de origen público y al vigilarse por el mismo gobierno la ejecución de los programas sociales, será muy difícil comprar votos. El fenómeno se reduciría a eventos aislados.
El planteamiento de que el nuevo gobierno no será expresión de los grupos encumbrados de empresarios, la “minoría rapaz” a que se refirió López Obrador, no tiene que ver especialmente con el financiamiento ilegal de candidaturas. El ejemplo más relevante de la recolección de dinero privado es la precampaña de Vicente Fox en 1999-2000 y el gasto empresarial directo en 2006. El fenómeno mexicano está imbricado con un largo proceso histórico de promoción de una gran burguesía desde el Estado como parte de un modelo de país, para dar cobertura a la industrialización y al desarrollo de un sector financiero expansivo. Pero, en ese esquema, la corrupción ha sido un mecanismo concreto de enlazamiento de ésos y otros muchos grupos de capitalistas con los políticos y, en particular, con el Poder Ejecutivo en toda su extensión, el de la federación y los de las entidades, como corresponde a un Estado corrupto como el que ha tenido México. Adquisiciones, obras, concesiones, autorizaciones, rescates, privatizaciones, moches, mordidas de diversa necesidad son instrumentos de un vínculo estrecho. En México, grupos empresariales fueron creados o recreados desde el Estado.
La presión de los conglomerados industriales y de los financieros sobre el gobierno no dejará de operar. Aún más, algunos proyectos del nuevo gobierno difícilmente podrían llevarse a cabo sin la concurrencia de inversión privada. Esto se encuentra en la estructura socioeconómica existente, pero se trata de acabar con la corrupción, al tiempo que se evita el favoritismo y se promueve un mecanismo realmente concursal entre empresas, sin concesiones onerosas para el Estado. Un aspecto relevante sería que ningún servidor público, del nivel que fuera, esté ligado o busque relación con las empresas que tengan que ver con los asuntos a su cargo. En esa vigilancia también puede ayudar el Congreso.
Contexto de la lucha política
Las relaciones entre los partidos como tales han quedado desarregladas. La plataforma “populista” del candidato del PAN se ha sumergido en la amargura de su partido luego de comprobar que era imposible competir en ese plano con AMLO porque todo mundo advertía la mentira. Las concesiones “populistas” del neoliberalismo del PRI y del candidato personal del presidente saliente al programa de Morena tampoco tuvieron la menor trascendencia en el resultado electoral. Cada fuerza se expresó en las urnas como era en realidad en ese momento.
Lo significativo es entonces que los neoliberales siguen desunidos en el plano partidista, no alcanzaron juntos la mitad de la votación, han perdido el Ejecutivo y el Legislativo, así como algunas gubernaturas, y no tienen la mayoría legislativa en 20 estados.
El choque entre el programa popular y el neoliberalismo no tardará en aflorar. Los primeros problemas se darán en la ejecución del gasto, pues por ahora no habrá ajuste fiscal. Luego, lo más relevante podría ser la emisión de las leyes que confieran nuevas libertades y el ejercicio de derechos democráticos y civiles.
Los relevos internos en los dos partidos tradicionales del país, PAN y PRI, no van a tener demasiada relevancia, ya que no habrá de producirse una lucha programática sino grupal. Por tanto, al menos al principio, las contradicciones de ambos partidos con el nuevo gobierno y la nueva mayoría legislativa se van a llevar a cabo en el marco de lo coyuntural y, sobre todo, con las diputaciones locales mayoritarias de Morena en los estados donde aún gobierna uno u otro de esos partidos.
En un escenario ya no imposible, el esquema general de las alianzas políticas podría modificarse en el país mediante un pacto confesado entre el PAN y el PRI.
El gran reto está por tanto en el campo de Morena, que seguirá siendo un movimiento, pero debería alcanzar cierto grado de organización y de programa propios de un partido político.
Morena no se distingue por ser una izquierda sui géneris porque todas lo son, más ahora que el siglo actual ya no es el de “los extremos”. Construir una fuerza que acredite su programa democrático y popular es el reto mayor de la nueva formación política que, como heredera de largas y angustiosas luchas, en tan sólo cinco años se ha convertido en la principal fuerza política del país.