En torno a ¿Quién conquistó México?, de Federico Navarrete
El año pasado se publicó, en la editorial Debate, el libro del historiador y antropólogo Federico Navarrete titulado ¿Quién conquistó México?[1]. Se trata de un ensayo de divulgación cuyo objetivo no es dar cuenta de nuevas aportaciones al conocimiento científico de los hechos aludidos, sino causar controversia acusando a algunos intelectuales renombrados de sostener una supuesta “versión colonialista” de la historia de la Conquista de México. Esta versión tendría dos componentes fundamentales: el de reconocer que la Conquista fue un proceso en el que los españoles fueron los vencedores y los indígenas los vencidos, y el de atribuir ese resultado a las “debilidades internas” de los segundos y a la superioridad de los primeros, y esto es, cualquier tipo de superioridad.
Uno de los principales acusados en el banquillo del juez Navarrete, por nombre y obra, es Enrique Semo, historiador de izquierda que poco tiempo antes había publicado los dos tomos de su historia de la Conquista, que no son mencionados por Navarrete. Alude, en su lugar, a un libro que se publicó en 1979, del que toma estas líneas: “Los pueblos indígenas cayeron vencidos por la superioridad de las armas de sus enemigos. Pero no sólo por eso. También por una civilización más desarrollada que la de ellos. Los españoles -hombres del brillante siglo XVI europeo- supieron aprovechar el atraso de su organización política, las mezquinas pugnas tribales, todas las ignorancias y supersticiones, para imponerse.”[2] El párrafo, sacado de contexto, puede ser polémico. Términos como “superioridad” o “más desarrolladas” resultan escandalosos para la corrección política posmoderna de hoy en día. Sin embargo, cualquiera que conozca la obra de Semo, o que tenga algunas nociones mínimas de historiografía o teoría de la historia, entiende que de lo que se habla es del carácter desigual en el desarrollo de las fuerzas productivas que suele existir entre las civilizaciones. Una civilización más productiva que otra es una que dedica menos trabajo a la producción de bienes de vida elementales y que, por consiguiente, puede dedicar más a la creación científica, con todo lo que eso implica para el desarrollo de otras ramas de la cultura, como la guerra y la navegación. Reconocer que en el marco de una invasión, esa desigualdad se convierte en una ventaja para un lado y en una debilidad para el otro, no es en absoluto “colonialista”.
Pero si alguien suponía que el reconocimiento de esa “debilidad interna” de los indígenas frente a los españoles tiene para Semo algún sesgo colonizador, podría atender a este párrafo, que aparece cuatro páginas antes de la cita anterior y que Navarrete, convenientemente, ignoró:
Pero la historia de América no comienza con el descubrimiento y la conquista. Cuando llegaron los españoles, portugueses e ingleses, estaba habitado por diferentes pueblos y tribus que se encontraban en diferentes niveles de desarrollo. Muchos de estos pueblos sobrevivieron al impacto de la conquista. Millones de sus integrantes murieron. Sus filas fueron diezmadas por la guerra, las derrotas, las nuevas enfermedades y la explotación, pero no desaparecieron. La gran prueba los hizo más fuertes de lo que su aparente fragilidad permitía suponer. Y luego se multiplicaron e incluso a veces llegaron a ser la base de nuestras naciones modernas. Ellos están presentes en la América contemporánea, tanto y a veces más que sus conquistadores.[3]
Es poco probable, por otro lado, que Navarrete desconozca las cientos de páginas que Semo ha dedicado, desde principios de los setenta, a describir las formas en que los indígenas se resistieron a la conquista y a la colonización y a cómo esa resistencia marcó la estructura misma de la sociedad colonial. Es posible, de hecho, que la obra de Semo haya sido la primera en plantear la imposibilidad de un conocimiento científico del mundo colonial novohispano que prescinda de la resistencia indígena como aspecto central de su estructura. Pero eso implica, desde luego, el estudio también científico y riguroso de esa resistencia, que para Navarrete puede zanjarse con afirmaciones ligeras, siempre y cuando no sean vulnerados los lugares comunes menos sofisticados de la optimista jerga neoindigenista.
Volvamos al problema de la desigualdad en el desarrollo de las fuerzas productivas. Quisiera enfocarme ahora en el más reciente trabajo de Semo, que Navarrete ha ignorado. Los dos tomos de La Conquista. Catástrofe de los pueblos originarios, tienen por uno de sus principales objetivos demostrar la centralidad que tuvieron los pueblos indígenas en el proceso de Conquista. Pero reconocer el protagonismo de los indígenas en dicho proceso no implica desconocer que el resultado fue su derrota y el triunfo de los españoles. Él parte de que la victoria de los europeos se debió justamente a la desigualdad en el desarrollo de ambas civilizaciones, pero parece que hay que explicar por qué eso no implica tener una posición racista o colonialista. Semo explica que esa desigualdad se debió a razones fundamentalmente geográficas. Para él, es un error pensar que cada pueblo de la gran franja euroasiática desarrolló de modo independiente sus propias tecnologías. Por el contrario, fue un milenario proceso de difusión este-oeste y viceversa, de los inventos, las tecnologías y los conocimientos, permitido por unos cambios mucho menos acusados en cuanto a “las diferencias climáticas, las horas luz, las condiciones del suelo, la flora y la fauna…”. Proceso imposible en el continente americano, que exige el desplazamiento vertical, mucho más difícil por las pronunciadas discontinuidades en todos esos aspectos:
El pavo doméstico mesoamericano nunca llegó a Sudamérica ni al oeste de Estados Unidos. Mientras los alfabetos procedentes del Medio Oriente acabaron diseminándose por el viejo Mundo, llegando a lugares tan lejanos como Indonesia, las formas de escritura mesoamericanas nunca alcanzaron los Andes. Los romanos cultivaban melocotones y cítricos traídos de China, pepinos y sésamos de la India, cáñamo y cebollas de Asia central…. El hábito de fumar tabaco, aparecido inicialmente en México, se difundió por el Mississippi y los Apalaches del primer milenio d.C., nunca alcanzó Perú, cuyos habitantes aún siguen mascando tabaco en 1532. Mil años después de la invención de la escritura jeroglífica y de los números (entre ellos el cero) concebidos por los sacerdotes mayas, de maravillosa complejidad y precisión, nunca llegaron al imperio peruano.[4]
En estas pocas líneas hay ya una explicación profunda del proceso de Conquista sin dejo alguno de colonialismo. Por el contrario, atribuye una particular historicidad a los pueblos indoamericanos y -esto es lo que Navarrete parece detestar- da cuenta de unas “debilidades internas” que son necesariamente relativas pero que, sobre todo, no proceden de ninguna esencia propia de esos pueblos, sino de factores materiales ajenos por completo a su dominio, así como lo eran los factores materiales que explican el mayor desarrollo de los pueblos europeos.
II
Navarrete, con su acusada preocupación por no contrariar las actuales convenciones académicas sobre la “pluralidad”, lo “diverso” y demás charlatanerías neoindigenistas, ha regresado más bien a las convenciones aristotélicas del siglo XVI, las que sostenían que las diferencias culturales entre los grupos humanos se deben a distintas naturalezas y corresponden a esencias inmutables de los mismos, con lo cual podía legitimarse los genocidios, la esclavitud y la opresión racial. Porque el principal argumento de Navarrete para afirmar que los indígenas fueron vencedores en el proceso de Conquista es la supuesta existencia de diferencias étnicas: los indígenas entendieron el proceso de Conquista siempre como uno en el que tenían que incorporar “a los conquistadores cristianos a un sistema de intercambio humano, cultural y religioso regido por las lógicas indígenas de reciprocidad”.[5] Los españoles, en cambio, que sólo podían pensar en el sojuzgamiento absoluto del enemigo, “eran incapaces de reconocer, o incluso imaginar, que hubieran podido adquirir obligaciones de intercambio recíproco con los indígenas o que pudieran construir vínculos políticos equilibrados con ellos”.[6]
Hay que decir que las pruebas de estas dos afirmaciones son insuficientes o nulas. Que los conquistadores negociaron con los indígenas todo el tiempo, sabiendo que esas negociaciones implicaban la delegación de posiciones importantes de mando es algo que cualquier historiador más o menos versado en la Conquista sabe muy bien. Que los aliados indígenas tuvieran un proyecto de la naturaleza del que propone Navarrete se contrapone con la más probable hipótesis de que tlaxcaltecas y texcocanos buscaban, aliándose con Cortés, aplastar a los mexicas para construir un imperio de la misma naturaleza pero dirigido por ellos. Lo único que aduce Navarrete a su favor son las negociaciones de los propios indígenas con los españoles para hacerse de ese poder, aunque adornadas con todo ese vocabulario fantasioso sobre su bondad innata. La capacidad para el frío cálculo político les es negado por Navarrete, pues los indígenas, por alguna razón que desconocemos, sólo pueden pensar en la inclusión, la reciprocidad, etc. Uno puede buscar por todo el libro, sin éxito, una explicación para esta peculiaridad cognitiva y política de los indígenas. Pensaban así porque eran indígenas, punto. Ese es un argumento étnico, que apela a algún tipo de esencia metafísica propia de los pueblos indígenas y de nadie más y que carece de cualquier valor científico.
III
La debilidad de la hipótesis de que los indígenas dominaron a los españoles durante el proceso de Conquista entrevé ya en esas confusas líneas:
Claro que desde su posición central como cabecillas de la coalición, los españoles también ejercieron un poder efectivo y determinante, aunque con seguridad nunca fue tan grande como ellos mismos soñaban y pretendían. Este poder aumentaba cada vez que los aliados recurrían a ellos para resolver sus disputas, o los usaban para aplastar a los enemigos. Cada vez que los indígenas utilizaban a los españoles para conseguir sus fines, más dependientes se hacían de ellos y así les daban más importancia en la política mesoamericana.[7]
Entonces ¿quién usaba a quién? No parece que Navarrete lo tenga muy claro en realidad. Lo que es incapaz de entender es el hecho de que todas las decisiones políticas que los aliados indígenas tomaban estaban subordinadas a su viabilidad para el proyecto de los españoles, esto es, a que no alteraran el orden de propiedad colonial que éstos buscaron imponer desde que decidieron tomar Tenochtitlán. Que en el último cuarto del siglo XVI, el proyecto feudal de los encomenderos fuera derrotado por un modo despótico tributario subordinado al naciente capitalismo mundial, tiene mucho más que ver con el poder de la Corona y la iglesia y con la capacidad de los campesinos indígenas para defender sus tierras una vez que fueron macehualizados, que con las estrategias y negociaciones de las élites indígenas durante las guerras de Conquista. La idea de que los conquistadores y sus herederos no dominaron a los indígenas durante los siglos que siguieron a la Conquista no es más que un bonito sueño en la cabeza de Navarrete y de algunos otros historiadores, hispanófilos declarados la mayor parte.
El tema del papel dirigente de los españoles en la coalición anti azteca es uno de los más importantes en el libro de Semo. Se explica como el resultado de una compleja suma de procesos sociales y políticos y como el choque histórico de dos tendencias: la rebelión de la mayor parte de los indígenas del centro de México contra los mexicas, debida a la brutal presión tributaria ejercida por éstos, y la extensión de la guerra española de Reconquista que había llegado al suelo americano. El liderazgo español se produjo porque frente a las divisiones existentes entre la muy diversa gama de señoríos rebeldes, la unidad sólo pudo darse en torno a quienes demostraron una indiscutible superioridad militar, encarnada tanto en los aspectos técnicos como en la capacidad estratégica. En el libro aparecen todas las pruebas necesarias del papel eminentemente protagónico de los aliados indígenas en la Conquista,[8] por su iniciativa y su dirección en muchas de las batallas, por sus aportaciones a la estrategia general para la toma y asedio de Tenochtitlán y por haber constituido la mayor parte de las tropas de la coalición. Pero de nada de ello puede seguirse que los aliados indígenas estuvieran dominando a los españoles. La posición de Semo es contundente y vale la pena citar en extenso:
La participación de pueblos subyugados en la guerra contra los mexicas, no fue una imposición, una leva orquestada por Cortés. Fue un acto consciente y apasionado de los pueblos dominados. La iniciativa de la mayoría de las alianzas, partió de ellos. Su participación en el sitio de Tenochtitlan, fue organizada en el marco de sus ejércitos dirigidos por sus propios jefes y bajo sus banderas. Los bergantines, la superioridad en armas y formaciones en puntos decisivos, fue española: en eso consistió la unión de los contrarios. Aun cuando Cortés estableció relaciones muy cercanas con algunos de los jefes aliados, nunca permitió que hubiera duda sobre quién dirigía la campaña y quién detentaba el poder supremo. Llegó incluso a castigar con la muerte a jefes indios del más alto nivel que le desobedecieran como a Xicotencatl el joven, de Tlaxcala.[9]
Aunque Navarrete termina por aceptar el hecho del liderazgo español en la coalición, su creencia fundamental es que los indígenas fueron quienes conquistaron México. No comprende la importancia del problema de la dirección política de la empresa de Conquista. Plantear una división artificial entre la Conquista y la Colonia, sugiriendo que, pese a que la primera fue hecha por los indígenas, la segunda fue dirigida por los españoles, es una trampa peligrosa.[10] Es el hecho de que los españoles dirigieron políticamente la Conquista lo que explica que gobernaran durante la Colonia.
Pienso que la posición de Navarrete es peligrosa porque entraña el veneno de la exaltación política de la negociación y el desprecio por la oposición política frontal y abierta. De ahí que para Navarrete, Cuauhtémoc merezca pasar a la historia como un desubicado que no comprendía el deseo del pueblo tenochca de convertirse en vasallo tributario de los españoles. Como demuestra Semo, Cuauhtémoc representaba en realidad a una importante fracción de la nobleza, misma que tenía el apoyo de un porcentaje importante de los macehuales, lo que explica la “gran rebelión popular que no aceptaba negociación” que inició en junio de 1520. Por el contrario, las noblezas indígenas que negociaron con Cortés le merecen a Navarrete todas las medallas, pero sobre todo, la afirmación de que ellos fueron los verdaderos conquistadores. Si juntamos las versiones de Federico Navarrete sobre la Conquista, con la de historiadores como Annick Lempérière sobre el “virreinato” (que son perfectamente compatibles), resultaría que los indígenas jamás fueron dominados por los españoles; que ni la Conquista fue un proceso de brutal sojuzgamiento y exterminio, ni la Colonia un sistema de superexplotación racial del trabajo. La única función de ambas posiciones es lavar la cara del colonialismo.
IV
Si la infinita bondad de los indígenas no tiene otra justificación que un esencialismo étnico, el tosco materialismo de los españoles, su total incapacidad para comprender la política indígena y su brutal disposición a la violencia extrema, tienen para Navarrete una explicación similar. Aunque en todo el libro no hace ningún esfuerzo explícito por explicar esos fenómenos, hay un par de líneas que traslucen la lógica de su pensamiento. En el marco de su crítica a Semo, nos dice que es un error pensar que “la imaginaria superioridad de la cultura occidental”, pudiera residir en un ejército compuesto casi exclusivamente de “varones extremeños y andaluces, en su mayoría analfabetos y sin educación, que habían vivido alejados de los grandes centros culturales de España y Europa toda su vida…”.[11] El solo pensar que para ser portador de los rasgos más importantes de una civilización uno tiene que pertenecer a las élites de sus metrópolis es ya muy absurdo y revela una concepción muy pedante de lo que significa la cultura. Pero al margen de ello ¿qué nos quiere decir Navarrete con eso? ¿que si los conquistadores hubieran venido de la corte de Versalles o de los palacios de los Médicis, las atrocidades de la Conquista hubieran sido más legítimas? Esa es una consecuencia necesaria de su razonamiento. Según él, un componente del racismo de Semo es considerar a un grupo como representante de las virtudes del conjunto social al que representa.[12] Siguiendo esa lógica, él mismo cree que había una división esencial al interior de la sociedad conquistadora, entre quienes habían crecido en los “grandes centros culturales” de Europa y quienes habitaban sus desafortunadas periferias. En otras palabras, para Navarrete la superioridad de Occidente no es tan “imaginaria” cuando hablamos de las metrópolis.
Haría bien en leer las páginas que Fernand Braudel dedicó a describir la marginación y la explotación de la que eran sujetas las gentes de las montañas y de las islas mediterráneas durante el siglo XVI, pues quizás descubriría que lo que él esgrime contra los andaluces y los extremeños son una serie de prejuicios étnicos muy en boga entonces,[13] prejuicios que cruzaron el Atlántico y se convirtieron en la legitimación “filosófica” de la “Guerra Justa” contra los indios americanos. Porque ya a finales del quattrocento, Giovanni Pico della Mirándolla decía que la principal diferencia entre los hombres que se determinaban a sí mismos y quienes eran “animales”, era justamente el ejercicio de la filosofía y el pensamiento abstracto,[14] es decir, aquello que se hacía en las universidades de los “grandes centros culturales” y no en los plantíos monocultivos de Cerdeña y Córcega, poblados por labriegos “analfabetos y sin educación”. Desde luego, esa diferencia era una justificación de la servidumbre, y ese aristotelismo, basado en prejuicios sobre defectos intelectuales pretendidamente innatos de determinados grupos humanos, era muy parecido al que Juan Ginés de Sepúlveda esgrimió en sus tratados para justificar el total sometimiento de los amerindios: “… que con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como los niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas, de los pródigos e intemperantes a los continentes y templados, y estoy por decir que de monos a hombres.”[15]
En otras palabras, el anti racismo de Navarrete no aplica a otros grupos que también han sido víctimas del racismo o de la discriminación que surgen de la marginación social propia de cualquier sociedad de clases. La archi racista frase “África empieza en los Pirineos”, tiene ahora un buen partidario en quien se abandera como principal combatiente del racismo en México.
Sobra decir que la concepción de Semo es totalmente distinta. Si él piensa que el ejército de Cortés era un portador del “brillante siglo XVI europeo” es porque tiene claro que la cultura no es exclusivamente una cuestión de universidades y salones, ni siquiera de ciudades, sino que está viva en todos los aspectos de la vida material de una civilización: desde la obra de arte más refinada hasta el más tosco arado, y desde luego, en la habilidad para reparar un barco en alta mar en medio de una tormenta, en la destreza que se necesita para emplear un astrolabio, manejar una espada o montar un caballo. Ya Lynn White había escrito que el feudalismo entero se levantó sobre la invención del estribo.
V
Navarrete es incapaz, en pleno siglo XXI, de desprenderse del esencialismo aristotélico. Piensa que el género humano no existe como tal, sino que está segmentado en grupos que tienen naturalezas y esencias diversas y cuyas diferencias son insalvables. Invertir los papeles para decir que las “razas inferiores” son en realidad las superiores no ayuda en nada; es repetir la lógica de los opresores y por lo tanto negar la posibilidad de un pensamiento autónomo de los oprimidos y de su autodeterminación. Bartolomé de las Casas combatió hasta el final el esencialismo de Sepúlveda y demás papistas, como hoy debe combatirse desde cualquier perspectiva que aspire a la emancipación de la humanidad.
Pero romper con esa ideología presupone que la entendamos como tal, como una ideología, como la falsa conciencia que las clases dominantes imponen para asegurar su dominación económica sobre las masas. Es decir, los españoles no sometieron a los indígenas porque creyeran que no tenían alma, sino porque los necesitaban como fuerza de trabajo forzada en sus haciendas y minas. La policía norteamericana no asesina un negro cada fin de semana porque sus miembros piensen que las vidas de los negros no importan, sino porque el capitalismo norteamericano precisa marginar económicamente a la población negra. La oligarquía oriental boliviana no ha dado un golpe de Estado hace dos años, quemando las wiphalas, porque crea que los indios son adoradores de Satanás, sino porque precisa destruir los sindicatos indígenas para seguir pagando bajos salarios y acaparando la tierra.
Pero esta concepción materialista del racismo es diametralmente opuesta a la de Navarrete, que no sólo es un aristotélico, sino también un idealista, es decir, alguien que cree que todo empieza y termina en el mundo de las ideas. Él cree que el racismo en México “Persiste porque nuestros gobernantes y nuestras élites parecen incapaces de concebir otra forma de ejercer el poder que no sea la de los conquistadores, marcada por la convicción de su propia superioridad, la prepotencia, el desprecio y el abuso hacia el resto de la población”.[16] Todo se reduce a una suerte de incapacidad imaginativa de las élites gobernantes, de suerte que cuando los políticos lean el libro de Navarrete, no habrá más carnicerías como la de Nochixtlán, ni más asesinatos como el de Samir Flores, ni más asedio paramilitar al EZLN, ni más explotación brutal en los campos de San Quintín, ni más atropellos a la autonomía de los indígenas. Lo cierto es que no es así, que acabar con el racismo presupone acabar con sus fundamentos materiales, que no son otros que la propiedad privada y el capitalismo. El socialismo es la precondición de un mundo sin opresión racial.
Post scriptum
Después de haber terminado este artículo leí un texto de Navarrete publicado en Nexos el 18 de mayo, titulado “Racismo en la Academia”. Respecto a él quisiera añadir tres comentarios:
1. Acusa la “impunidad con que nuestros medios intelectuales permiten la difusión y reproducción de discursos que pueden calificarse de discriminatorios y excluyentes, incluso racistas.” El término “impunidad” es preocupante, porque quiere decir la inexistencia de punición o castigo. Navarrete quiere entonces que las instituciones académicas castiguen los discursos que él considera racistas. Que pugne de esa manera por la censura un intelectual que se presume defensor de los indígenas, que definitivamente necesitan de la libertad de expresión para denunciar el racismo del que son víctimas, es alarmante. Pero a la vez documenta su incorregible idealismo. Él cree que censurando los discursos que él mismo considera racistas, se combate el racismo.
2. Se sigue de su artículo que terminar con el racismo de la academia supone que ésta censure y castigue toda interpretación de la Conquista que no tome como criterio de verdad irrefutable lo que las élites indígenas decían de sí mismas. En realidad, muchos de esos testimonios que tanto reivindica no tenían el objetivo de rescatar la verdadera dimensión de la participación indígena en la Conquista sino, en la medida en que ello lo permitiera, granjearle a los caciques étnicos una serie de privilegios que los acercaran en estatus a la casta gobernante española y los alejaran de las masas indígenas oprimidas y explotadas en las haciendas y en las minas. Hay que remarcar que el hecho de que algunos caciques consiguieron esos privilegios sólo ratifica que eran los españoles quienes podían conferirlos, pero sobre todo, que lo hacían para reforzar el dominio racista que ejercían sobre la inmensa mayoría de los indígenas. De hecho, cuando se conseguía alguna reducción en la explotación de los campesinos indígenas pertenecientes a determinado grupo, la misma se traducía en el aumento de la explotación de otros grupos, como ocurrió en el caso de las minas de Guanajuato, mayoritariamente trabajadas por indios michoacanos y por mulatos, debido a los privilegios de los otomíes de Querétaro.[17]
3. Por último, Navarrete dice advertir una contradicción en el discurso de Semo: “por un lado desmiente con razón las afirmaciones de Cortés de que los españoles obtuvieron la victoria solos, por el otro acepta sin cuestionar su menosprecio de sus aliados.” Ocurre que para el doctor Navarrete la historia es plana, homogénea y no admite contradicciones. En realidad, como enseñó Marx, la historia está fundamentalmente compuesta de hechos contradictorios entre sí, de incoherencias cuya solución o empantanamiento explican el devenir. Así, es perfectamente posible que los españoles no tuvieran un papel mayoritario en el proceso de Conquista y aún así lo dirigieran. De hecho, una de las contradicciones más constantes y trascendentes en la historia de las sociedades de clases es justamente la participación activa, protagónica y mayoritaria de las masas oprimidas en luchas que terminan perpetuando su subordinación. Esa es la historia de todos los procesos de conquista, pero también de las Revoluciones Burguesas, de las luchas de liberación nacional y de casi todas las revoluciones proletarias que han tenido lugar.[18] Y es justamente esa contradicción, cuyo núcleo es el fracaso de los oprimidos (en el siglo XX, específicamente de la clase obrera) en hacerse de la dirección política de esas luchas, la que explica que hoy en día la mayor parte del mundo esté gobernada por la burguesía y sea tan desigual, tan racista y tan violenta. Que el racismo se acaba de una vez por todas no tiene nada que ver con la punición que exige Navarrete para quienes no idolatren en sus “papers” a las élites indígenas, sino con que la clase obrera, a la cabeza de todos los oprimidos y a través de una vanguardia como lo fue el Partido Bolchevique en la Rusia de 1917, dirija políticamente la lucha por el derrocamiento de la burguesía racista y de su orden racista de propiedad.
[1] Federico Navarrete, ¿Quién conquistó México?, México, Debate, 2016.
[2] Enrique Semo, “Conquista y Colonia”, en Semo, et. al, México, un pueblo en la historia, México, UAP-Nueva Imágen, 1979, pp. 201-202.
[3] Ibíd., p. 197, cursivas mías.
[4] E. Semo, La Conquista. Catástrofe de los pueblos originarios, t. I, México, Siglo XXI-UNAM, 2019, pp. 83-84.
[5] Navarrete, Op. Cit., p. 136.
[6] Ibíd., p. 65.
[7] Ibíd., p. 115.
[8] Ibíd., p. 154.
[9] E. Semo, La Conquista. Catástrofe de los pueblos originarios, México, Siglo XXI-UNAM, 2019, t. 2, p. 173-174.
[10] Navarrete, Op. Cit., p. 113.
[11] Ibíd., p. 29.
[12] Ibíd., p. 30.
[13] Fernand Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, T. I, México, FCE, pp. 93-95
[14] Giovanni Pico della Mirandola, Discurso sobre la dignidad del hombre, México, UNAM, 2003, pp. 20 y ss.
[15] Citado por Semo, La Conquista… t. II, p. 116.
[16] Navarrete, Op. Cit., p. 32.
[17] Ver al respecto el libro de John Tutino, Creando un nuevo mundo, México, FCE, 2016, en el que el autor profundiza respecto a las particularidades que la explotación del trabajo tenía en las minas de Guanajuato en virtud de las excepciones que los caciques otomíes de Querétaro habían logrado. En el trabajo de Felipe Castro, “La resistencia al repartimiento minero en Guanajuato”, Colonial Latin American Historical Review 11, 3 (2002), se detalla la procedencia michoacana de los indios de repartimiento en esas minas.
[18] El propio Fantz Fanon, reivindicado en esta discusión tanto por Semo como por Navarrete, apoyó en Argelia al Frente de Liberación Nacional, que era una coalición de clases dirigida por la burguesía, y luego apoyó al régimen burgués y neocolonialista de Ben Bella que surgió de la Revolución.