LA CONQUISTA SIN FIN. ESPAÑOLES CONTRA CHICHIMECAS

La conquista del imperio azteca duró desde el 12 de mayo de 1519, día en que Cortés recibió a los primeros mensajeros de Moctezuma en Veracruz, hasta el 13 de agosto de 1521, cuando Tenochtitlán cayó, conquistada y destruida; es decir, poco más de dos años. Pero eso no fue sino el primer capítulo de la conquista de los pueblos y territorios que constituyeron la nueva colonia. La toma de la capital mexica no aseguró el dominio del espacio conocido con el nombre de Nueva España y que sirvió más tarde de base a lo que sería el México independiente. La lucha entre conquistadores españoles y conquistados amerindios continuó en muchos lados durante 300 años, con ritmos, tiempos y armas distintos en diferentes lugares del inmenso territorio. Tal es el caso de los mayas. Citemos a Nancy Farriss, la gran historiadora de la sociedad maya bajo el dominio colonial: “¿Cuándo terminó realmente la conquista de Yucatán? ¿En 1547, con el sofocamiento de la Gran Rebelión? ¿En 1697, con la conquista del Petén? Algunos podrían pensar que la Guerra de Castas del siglo XIX fue su capítulo final, pero aun así resulta difícil determinar cuándo concluyó la Guerra de Castas… la rebelión se extendió al sur hasta Bacalar y, algo mucho más peligroso, comenzó a acercarse a Mérida. La ciudad y los no indios que se habían refugiado en ella sólo se salvaron por ‘la gracia de Dios’… En 1901, Chan Santa Cruz, la capital de los cruzob, cayó en manos de las fuerzas federales de México. ¿Significó tal derrota el final de la Guerra de Castas y, con él, el de la conquista de Yucatán? ¿O habrán continuado tanto la guerra como la conquista otros 60 años más o menos? A lo largo de ese tiempo, los cruzob siguieron controlando el distrito al cual se habían replegado y que comprendía gran parte del actual estado de Quintana Roo, en la porción oriental de la península…” Algo similar afirmaríamos de los chichimecas del Gran Norte de la Nueva España.

diego 23webEs comprensible que a los conquistadores interesara describir en las probanzas de méritos, en las cartas de peticiones a la corona española o la Iglesia católica cada campaña, cada escaramuza, cada avance, cada pueblo bautizado o cada misión por efímera que fuera, como una victoria definitiva, como una conquista consumada, y aparecer como los actores únicos de la hazaña. Así surgió el “mito de la consumación”; es decir, un proceso interminable se transformó en una historia llena de fines ficticios. También podemos decir respecto a esos documentos que los indios que participan con los españoles merecen sólo un papel opaco, como si no tuvieran motivos propios, como si todos los conflictos prehispánicos no existieran, como si su papel fuera pasivo.

Apenas terminada la conquista del imperio azteca, los españoles, llenos de sueños de oro y plata, de las siete ciudades de Cíbola, de la fuente de la juventud y la Isla de las Amazonas, se lanzaron hacia el norte. Pero el territorio y los pobladores que habían de encontrar en su expansión septentrional eran muy diferentes de los de Mesoamérica. Los mexicas lo llamaban Chichimecatlali (“Tierra de los Chichimecos”) y los españoles la Gran Chichimeca, el Gran Septentrión o el Mar Chichimeco. El territorio que llamaremos desde aquí Gran Septentrión o Gran Chichimeco es un vasto espacio formado por partes de los actuales Jalisco, Nayarit, Guanajuato y San Luis Potosí, y la totalidad de Zacatecas, Durango, Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila, Chihuahua, Sonora, y Baja California Sur y norte. También incluía Florida, Texas, Nuevo México, Arizona y California, hoy pertenecientes a Estados Unidos.

En el siglo XVI, el norte mexicano había sido dividido políticamente por los españoles en los reinos de Nueva Galicia, Nueva Vizcaya, Nuevo Reino de León y Gobierno de Coahuila. En el XVII se le agregaron la Nueva California, el Nuevo México de Santa Fe, Texas o Nuevas Filipinas y Nuevo Santander.

Los llamados despectivamente “chichimecas” por los aztecas y los españoles comprendían en realidad diversas etnias y tribus, cuya constitución iba de las bandas de cazadores y recolectores a las de agricultores igualitarios, pasando por infinidad de combinaciones intermedias. A la llegada de los españoles, lo predominante era ya precisamente la adaptación combinatoria. Sin embargo, todos esos pueblos tenían diferencias fundamentales con las sociedades de Mesoamérica.

diego 20webLa primera diferencia entre chichimecas y mesoamericanos radicaba en la producción y la distribución de ésta. Para los primeros, la unidad básica era la familia. El consumo más que la acumulación o la maximización del ingreso suponía el objetivo del trabajo. Se buscaba equilibrar las horas de trabajo y las necesidades de la unidad familiar y comunitaria. Los incentivos para producir más allá de los requerimientos de subsistencia eran débiles y respondían principalmente a los riesgos naturales de la recolección, la caza y la agricultura, así como las festividades religiosas. La distribución del producto resultaba igualitaria, normada por relaciones familiares que podían ser diversas. Sin duda, había hambrunas, pero no al mismo tiempo hartos y hambrientos. Entre comunidades se daba el intercambio de productos como fibras, sal, mantas, pieles, conchas, turquesas, perlas o materiales obtenidos de la minería. El excedente se presentaba a veces, pero no era la regla. No existían clases sociales, y cuando en la Colonia surgieron, la primera dominante fue la de los españoles.1

La segunda disimilitud era la ausencia de Estado. Al informar sobre el gobierno de los cazadores y recolectores de la Baja California, el padre Miguel Venegas escribía:

Los hechiceros o embaucadores […] tenían alguna mayoría o superioridad, pero que no pasaba de sus fiestas, del tiempo de sus enfermedades y de algunas pocas cosas en que influían su miedo y superstición. Sin embargo, había en las rancherías, y aun en las naciones, ya uno, ya dos, ya más que daban las órdenes para la colección de frutos, pescas y para las expediciones militares cuando se habían de hacer hostilidades a otra nación o comunidad. No se lograba esta tal cual superioridad por sangre y familia, no por privilegios de la edad, ni tampoco por votos y elección formal de los súbditos. Sólo la natural necesidad, que pide dirección y acuerdo de uno o de pocos para socorro de las necesidades comunes, obligaba a que con un tácito consentimiento se elevase sobre los demás el que fuera más animoso o avisado y ladino [sagaz], pero su autoridad se ceñía forzosamente a los términos que quería ponerle el antojo de los que, saber cómo, se sometían.2

La tercera diferencia con los mesoamericanos era la ausencia de ciudades o centros ceremoniales importantes. La gente común vivía en comunidades extendidas más o menos distantes; o bien, en pueblos, muchos de ellos situados en las montañas y fácilmente sustituibles. El papel dominante de la ciudad, centro de poder, de división de trabajo, de redistribución del plusproducto, de festejos religiosos y ceremonias guerreras dispendiosas, no existía. Esas funciones, en la medida en que estaban desarrolladas, eran completamente comunitarias y rurales.

La cuarta es que no hay vestigios arqueológicos o etnológicos entre los indios del norte respecto a una religión-ideología que justifique la división de la sociedad en clases y la existencia de un Estado, una teocracia y una iglesia institucionalizada, con un rey a la cabeza o una dinastía privilegiada que se perpetúe en el poder. La explicación mítica o religiosa del surgimiento del poder institucionalizado no ha surgido todavía. La religión es un conjunto de creencias que cubre la relación entre la naturaleza y las personas en general. No se tiene una Iglesia como institución de dominio, parte de la elite gobernante. Quizás a ello se deben las evaluaciones extremadamente negativas por los españoles, para quienes el Estado y la Iglesia eran la punta de la pirámide social.

La quinta es la inexistencia de un ejército profesional. En las sociedades chichimecas, el cuerpo de guerreros está formado por todos los adultos y adolescentes de la tribu, entrenados desde la infancia en la cacería, las correrías y viajes por las montañas. En casos extremos, las mujeres participaban en la guerra. Se es cazador y guerrero a la vez, y esa condición confiere más dignidad y honor entre hombres y mujeres, y es la base del papel dominante de los primeros. No hay oficiales, ni soldados profesionales, ni abastecimientos; los guerreros se mueven con la misma frugalidad que en sus expediciones de caza. Antes del arribo de los españoles, las guerras entre estos grupos eran frecuentes: los tarahumaras sostenían repetidos enfrentamientos con sus vecinos tepehuanes y con otros grupos, como los tubares, témoris, chínipas y guazapares. En una zona poblada de matorrales, mezquite, gobernadora, ocotillo y algunas cactáceas, la lucha por una fuente de agua generaba fuertes enfrentamientos, sobre todo en la temporada de secas. Las venganzas eran comunes, lo mismo las alianzas, a veces reforzadas con vínculos matrimoniales entre grupos distintos.

Debido a la estructura de las sociedades de los indios norteños, su forma de hacer la guerra es predominantemente la guerrilla: no hay ejércitos masivos con vanguardias muy educadas y desplazamientos igual de costosos. Éstos resultaron por completo ineficaces contra las huestes españolas en el centro de Mesoamérica, mientras que las guerrillas representan una forma de la guerra que los conquistadores tuvieron dificultades en descifrar de manera militar. Decididamente, la superioridad militar europea quedó reducida, pero no superada. Una vez más, gracias a la ayuda masiva de los indios mesoamericanos pudo el imperio español imponerse también en el Septentrión. Las “victorias” hispanas (anunciadas en todos los informes oficiales) nunca eran definitivas ni las “derrotas” indígenas, de ahí la guerra de larga duración y de baja intensidad en que los indios norteños probaron una habilidad, un estoicismo, un valor y un espíritu de libertad y dignidad excepcionales frente a la muerte.

Su modo de vida y su conocimiento de la tierra en que peleaban hacían de las guerrillas chichimecas un adversario temible difícil de vencer. La tenacidad con que combatieron a los invasores, blancos e indios, en defensa de sus territorios de caza no tuvo par. Una cita de Philip Powell: “Su preparación desde niño, sus alimentos, su tipo de refugios, sus relaciones con las tribus vecinas, su concepto de los hombres blancos y de los indios sedentarios, sus juegos y otras diversiones: todo esto llegó a ser determinante del tipo de guerra (y de resistencia) que opuso a los pueblos sedentarios procedentes del sur”.3

Se produce en el Gran Septentrión con la llegada de los españoles y sus aliados tlaxcaltecas, mexicas y tarascos, el choque devastador entre conquistadores provenientes de sociedades de clases y Estado, y cuya finalidad primordial es someter a otra población que no conoce la explotación ni el dominio.

Los españoles distinguían dos tipos de indios “bárbaros”. Quizá Juan de Torquemada nos da la concepción española más exacta de la diferencia esencial entre los de Mesoamérica y los del Norte:

Los primeros (mesoamericanos) eran los indios de esta Nueva España… que vivían políticamente en congregaciones, así de pueblos como de ciudades, los cuales aunque tenían leyes… tenían sus crueldades y ásperos modos de tratar unos con otros… tenían conocimientos de algunas cosas y su judiciaria aunque falsa o imperfecta…

Otra manera hay de bárbaros, que… no tienen… ley ni… derecho y no viven en pueblos, ni en comunidad… por lo cual ni tienen lugares, ni pueblos, ni ayuntamientos, ni ciudades porque no viven socialmente, y así no tienen ni sufren señores de leyes ni fueros ni otra cualquiera política… ni hacen uso de comunicaciones… como son comprar y vender, trocar, alquilar y hacer compañía a unos vecinos con otros… y por mayor parte viven esparcidos y derramados en los montes… De éstos, pues, habla el filósofo (Aristóteles), de aquellas gentes que no tienen principado natural, ni orden de república, ni señorío… y porque son extraños y diferentes de los hombres que se rigen por razón… contentándose solamente con traer y tener consigo solas sus mujeres, como hacen los animales, así como las monas y los gatos… Estos bárbaros convendría que los gobernasen hombres sabios, porque son natural o accidentalmente siervos, por su bajo o mal uso de razón, y a estos tales los pueden los sabios hombres cazar o montear, como a las bestias fieras…4

Nada más axiomático que la opción brutal avanzada por Hernán Cortés para los chichimecas: “Entre la costa del norte y la provincia de Mechuacán –escribía en una de sus cartas el conquistador– hay cierta gente y población que llaman ‘chichimecos’; son gentes muy bárbaras y no de tanta razón como estas provincias… Llevan mandado por instrucción que si hallaren en ellos alguna aptitud o habilidad para vivir como estos otros viven y venir en conocimiento de nuestra fe, y reconocer el servicio que a vuestra majestad deben… si no los hallaren como arriba digo, no quisieren ser obedientes, les hagan la guerra y los tomen por esclavos, porque no haya cosa superflua en toda la tierra, ni que deje de servir ni reconocer vuestra majestad…”5

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La primera Gran Guerra chichimeca

La primera reacción masiva a los estragos de Núñez de Guzmán y Hernán Cortés y sus huestes consistió en las batallas de los Peñones o del Mixtón en 1540-41. El saqueo y la quema de aldeas, la invasión de terrenos agrícolas y de caza, la reducción a la esclavitud de miles de adultos y niños, la imposición de encomiendas y de tributos onerosos y la violencia arbitraria de los españoles fueron las causas directas de ese acto masivo de resistencia.

La Gran Guerra chichimeca no fue espontánea. En ella participaron numerosos pueblos que el visitador Francisco Tello de Sandoval calificó de “confederación” pactada para expulsar a los intrusos europeos; entre ellos se distinguieron los cazcanes, zacatecos y, probablemente, algunos tarascos. En el mismo año comenzaron a llegar noticias preocupantes sobre conspiraciones y hostigamientos desde el sur y el noreste de la Nueva Galicia, así como del Gran Nayar y el Mezquital, en Durango. Los españoles de la región ya no se atrevían a recorrer solos los caminos ni los indios cristianos se sentían seguros en sus aldeas y jacales, siempre sujetos a la asechanza y el ataque chichimecas.6

Primero se anudó la alianza entre muchos jefes, luego comenzó a difundirse la ideología rebelde de fuerte contenido milenarista de libertad y justicia. Tomamos de la respuesta del virrey De Mendoza a la indagación que le hizo el visitador Tello algunos de los conceptos de esa ideología. Dijo que los sacerdotes prometían a los indios la victoria sobre los españoles, y que irían “a Guadalajara y a Jalisco y a Michoacán y a México y a Guatemala y a do quiera que cristiano hubiese, los cuales juntaría todos y haría que la tierra se volviese sobre ellos y los tomase debajo y matase”.7 También ofrecían la vida eterna y el renacimiento de los antepasados, riquezas y joyas en cantidad y armas que nunca se quiebran, el rejuvenecimiento de los viejos y la abundancia en las cosechas sin necesidad de trabajo, así como el derecho a tener varias mujeres.

Este mensaje era un grito de libertad y la promesa de un paraíso “chichimeca” sobre la Tierra: ¡Axcanquematehualtlneuhuatl!, ¡Hasta tu muerte o la mía! A los requerimientos de paz del virrey Mendoza, los guerreros cazcanes y zacatecos respondieron: “Que ¿qué paz querían?, pues ellos estaban quietos en sus tierras; que a qué venían ellos (los españoles); que ya sabían que venían para quitárselas”.

Luego vino la amplia difusión de su mensaje y el llamado a la acción. Como dice José López-Portillo y Weber, “por senderos y veredas, cruzando montañas, valles y llanuras se reconcentraban todos los nahuales, los brujos jóvenes y viejos, cubiertos los hombros con la piel del coyote, la calabaza de las evocaciones pendiente de la cintura. Volvían de viajes muy largos. Su destino era Tlashicoringa, en el valle del Huasamota, en territorio del hoy estado de Durango, en la falda del Cerro Gordo, en región peyotera. Venían a informar a sus jefes, y a pedir la protección de sus dioses”.8

Incluso la estrategia militar fue trazada con anticipación para todo Chimalhuacán. Se fortificaron montes inaccesibles y pedregosos con varias líneas de albarradas. Se subieron a las cimas todas las provisiones posibles y agua potable en abundancia. Se hizo acopio de numerosas armas. Para ello se acarrearon grandes cantidades de piedras trabajadas que podían ser utilizadas como proyectiles. La idea era usar los peñones como fuertes inexpugnables, pudiendo bajar para hostilizar los pueblos y rancherías que seguían tributando. Así, los españoles serían obligados a tomar la ofensiva en un terreno donde sus armas más efectivas, la artillería y la caballería, serían desactivadas. Sólo podrían subir las agrestes laderas con la infantería y al verse ésta obligada a detenerse, cubriéndose con los escudos, varias columnas de guerreros saldrían de las trincheras para atacar por los flancos. La idea, efectiva en teoría, no funcionó en la práctica. Los chichimecas no previeron que los españoles los atacarían con un ejército cuya cantidad (más de 50 mil hombres utilizados sucesivamente en cada peñón) nulificaría la bravura de los defensores ni que los cañones podían ser movidos por los “indios amigos” transformados en tamemes hasta la altura necesaria para hacerlos efectivos.

La guerra contó con la participación de muchos pueblos. Sus diferencias étnicas y sus incesantes conflictos cedieron ante el odio a los conquistadores españoles y sus aliados mesoamericanos. Luego se libraron tres grandes batallas en los peñones de Coyna, Nochistlán y el Mixtón, en los límites de Jalisco y Zacatecas, un territorio que había sido asolado por Nuño de Guzmán.

Alrededor del 20 de marzo de 1541, Cristóbal de Oñate intentó tomar el peñón del Mixtón con las fuerzas que tenía a su disposición, y sufrió gran descalabro. Sus hombres fueron puestos en fuga y perdió a mucha gente. Al conocer la extensión de la rebelión, Oñate pidió ayuda al virrey y a Pedro de Alvarado, quien se encontraba con sus soldados en Manzanillo. Alvarado reunió a sus tropas y pese a las advertencias de Oñate, ayudado por 5 mil aliados tarascos se lanzó una vez más a la toma de la fortaleza indígena de Nochistlán donde había 12 mil chichimecas. Pero de nuevo las tropas de los conquistadores se vieron frenadas y derrotadas. Las bajas fueron muchas y los soldados españoles se desbandaron. Entonces, un caballo que rodaba cuesta abajo cayó sobre el vencedor de mil batallas, el conquistador de Guatemala, Tonatiuh, como lo llamaban los mexicas por su cabello rubio. Tres días después, el 4 de julio de1541 moría Pedro de Alvarado en Guadalajara.

El 28 de septiembre del mismo año, los hombres de Tenamaztle, el dirigente chichimeca, iniciaron el sitio de Guadalajara con el propósito de terminar con las fuerzas de Cristóbal de Oñate ahí refugiadas, antes que llegara el virrey con sus tropas. Unos 15 mil guerreros, indios de Nochistlán, divididos en 3 escuadrones y por hileras de 7 en 7, rodearon el fuerte donde estaban los españoles. Luego de 3 horas de combate, Cristóbal de Oñate solo logró romper el cerco,9 utilizando la caballería, los cañones y los arcabuceros.

Estas derrotas y la muerte de Pedro de Alvarado tuvieron un efecto extraordinario entre rebeldes y españoles. Los primeros se llenaron de orgullo y esperanza. Los segundos se dieron cuenta de la insuficiencia del ejército español en la región y contemplaron con miedo la posible extensión de la insurrección hacia Michoacán y posiblemente la capital de Nueva España. Eso llevó al virrey Antonio de Mendoza a tomar directamente el mando de la campaña militar. Un llamado a las armas general y varias semanas de preparativos le fueron necesarios para formar el mayor ejército jamás visto en Nueva España desde la toma de Tenochtitlán.10 Era en verdad impresionante, capaz de aplastar literalmente a cualquiera. Formado por más de 500 soldados españoles bien armados (algunos cronistas elevan la cifra hasta mil), entre los que había cuando menos 300 hombres de a caballo con impedimenta de guerra completa, incluida una importante fuerza de artillería, y todos ellos acompañados por más de 50 mil “indios amigos” provenientes de Tlaxcala, Cholula, Guaxango, Tepeaca, Texcoco, Chalco, Amecameca, Tenango y Xochimilco. Había también huejotzincas, cuauhquechultecas, mexicas, xilotepecas y alcalhuas, quienes atacaron por un flanco, y por el otro los chalcas con los de Michoacán y Mextitlán. Los ejércitos unidos de todo el mundo mesoamericano contra los hombres libres del norte.

Ya llegado el ejército del virrey Antonio de Mendoza, pasó a atacar una tras otra las fortalezas de los rebeldes. En Coyna, la fuerza resistente contaba con apenas mil 500 hombres, pero su bravura y la calidad de las instalaciones defensivas merecieron un elogio militar del virrey. Luego se volvió contra Nochistlán, defendido por 12 mil guerreros, quienes resistieron durante 4 días, del 24 al 29 de noviembre de 1541. A dos españoles capturados vivos se obligó a servir trayendo agua y comida, “para que veáis lo que sentimos cuando vosotros nos mandáis serviros”, y después fueron ajusticiados. Ahí desempeñaron un papel decisivo los indios amigos mesoamericanos. Los frailes españoles leyeron numerosas veces el requerimiento, pero la respuesta de los orgullosos chichimecas fue siempre negativa. Habían decidido defender hasta la muerte sus territorios.

Unas semanas después comenzó el célebre duelo en el Mixtón, donde los guerreros norteños volvieron a mostrar su brío. El sitio duró dos semanas. Consumada la derrota de los rebeldes, siguieron la matanza y la reducción masiva a la esclavitud. Las crónicas relatan cómo los indios de los peñoles, al perder la última albarrada, se arrojaban desde lo alto del cerro… “chicos y grandes y mujeres”. Los españoles tomaron como esclavos mil 700 indios en Nochistlán y 3 mil en el Mixtón. Pero también, en aras del castigo ejemplar, imborrable, condenaron a muchos prisioneros a la horca, a ser despedazados por los perros o volados por los tiros de la artillería. Los sobrevivientes decidieron replegarse hacia la zona septentrional de Nueva Galicia y mantener acciones de guerrilla durante casi 10 años. Su jefe, Diego Tenamaztle, mantuvo en pie de guerra a los cazcanes, apoyados por otras tribus.

La hueste formada por Antonio de Mendoza tampoco se disolvió. Lejos de ello, el virrey dispuso que la marcha represiva continuara, pasando del norte en dirección del suroeste, en las regiones donde la rebelión había cundido, De Mendoza hizo “guerra a sangre y fuego”, aplastando un asentamiento tras otro. Lo mismo realizó luego en la provincia de Compostela donde, con métodos análogos, “redujo” de paz a los alzados que llevaban ya más de una década en guerra. Por otro lado, la rebelión indígena cundió e integró a nuevos pueblos en lo que sería una conflagración que duró cerca de 50 años.

Las escaramuzas continuaron, pero a fines de 1550 la Primera Guerra chichimeca adquirió dimensiones dramáticas, al inicio con acciones de los zacatecos y poco después con los guerreros de la nación Guachichil, al este y al sur de los zacatecos. El nuevo peligro obligó a los viajeros a formar grupos mayores, bajo la protección de jinetes armados. En Zacatecas, Diego de Ibarra tuvo que enviar con frecuencia escoltas armadas para que los viajeros llegasen a salvo a su destino. Pero aun con estas precauciones, los chichimecas seguían atacando.11

Para finales de la década, ya era claro que los guerreros indios llegaban desde los más remotos confines de tierra adentro para atacar los nuevos establecimientos y caminos de los españoles, y causaban grandes daños. Pequeñas partidas de asaltantes, muy inferiores en número a sus enemigos, atacaban, aterrorizaban y vencían fácilmente a los mercaderes y viajeros tarascos y aztecas, reduciendo y a veces casi suspendiendo el envío de provisiones por la ruta México-Zacatecas. Hacia el cierre de 1561, se calcula, más de 200 españoles y 2 mil aliados y comerciantes indios habían sido muertos en los caminos entre Guadalajara, Michoacán, México y las minas del norte, desde el descubrimiento realizado en Zacatecas. Además, había que contar la enorme pérdida de propiedades causada por la quema de estancias y el saqueo de caravanas y recuas. Los daños a la propiedad fueron calculados en más de 1 millón de pesos de aquel tiempo, y la pérdida en carretas y tesoros reales en más de 400 mil pesos en oro.12

Aparte de grandes fuerzas ocasionales reunidas para campañas dilatadas, los soldados españoles se caracterizaban principalmente por dos tipos de organización: las tropas de presidio y las de patrulla que protegían los caminos y los ranchos y que generalmente rondaban por ciertas “tierras de guerra” para todo tipo de defensa o de rápida represalia. Estas dos organizaciones básicas surgieron durante la década de 1570, y fueron sistemáticamente reclutadas, pagadas e instruidas por el gobierno del virreinato. Cuando la paga tardaba o no llegaba, los soldados realizaban entradas por su cuenta en los pueblos chichimecas para apresar esclavos y venderlos para el trabajo en las minas o el servicio doméstico de los colonos. Con este nuevo sistema militar siguió reclutándose a ciudadanos (mineros, rancheros, funcionarios) en tiempos de crisis.

También se emplearon caciques indios mesoamericanos con sus tropas contra los chichimecas. Estos jefes eran recompensados y honrados por el gobierno virreinal debido a sus servicios. El virrey Luis de Velasco nombró capitán al cacique don Nicolás de San Luis, y mandó a todos los vecinos y moradores en las partes de Querétaro que lo tuvieran por capitán. Le indicó que se armara de “punta en blanco”, encargándole mil indios para luchar contra los bárbaros chichimecas y el uso de todos los símbolos de guerra, caja, clarín sonoro, pífano, en señal de derramamiento de sangre… Y a quien no le diera obediencia lo podía castigar como omiso y negligente.

Además, se recurrió a los asentamientos mesoamericanos para enseñar a los chichimecas las ventajas de la vida “en policía”. La primera gran emigración de tlaxcaltecas fue la más espectacular de todas las medidas pacifistas de Luis de Velasco. En armonía con planes establecidos por sus predecesores, también dispuso que otros indígenas se radicasen en sitios estratégicos. Confirmó una orden del virrey Álvaro Manrique de Zúñiga para el establecimiento de mexicas, tlaxcaltecas, cholultecas y huejotzincas en Celaya, donde recibirían los privilegios que los colonos españoles (página 206). Las tierras de los tlaxcaltecas se extendían más de tres leguas, en ambos lados del camino de las minas de San Pedro (página 222).

A partir de 1585, la estrategia española cambió. Hubo cuatro ingredientes principales: primero, la diplomacia necesaria para atraer a las tribus nómadas a acuerdos; segundo, un intensificado esfuerzo misionero que dio cohesión y un objetivo espiritual; tercero, el trasplante de indios sedentarios a la frontera para poner ejemplo de un modo de vida diferente; y cuarto, el aprovisionamiento de los nómadas y de los colonos sedentarios, con fondos de la real hacienda, gradual proceso de sustitución de los gastos en que antes se incurrían al intentar la fracasada subyugación militar (páginas 213-214 y 21).

En el decenio de 1580 resultaba cada vez más claro que la guerra chichimeca en Nueva Galicia era prolongada intencionalmente por los cazadores de esclavos. Prestando oídos a quienes durante años habían aconsejado una política de apaciguamiento, el virrey Manrique abandonó la política de agresión y trató de celebrar tratados de paz con los indígenas, a cambio de proveerlos de tierras, alimentos y productos textiles. Se pasó de una política de guerra de “tierra arrasada” a una guerra de baja intensidad, combinada con concesiones. Los chichimecas se habían ganado en definitiva el respeto de los españoles. No era fácil vencer a esos salvajes. Se mandó a eliminar los presidios y reducir el número de soldados en el norte, y con ello pronto decreció la hostilidad chichimeca. Los documentos muestran además cómo ya en 1576 se gestaba la política de “paz negociada”, distinta de las anteriores y puesta decididamente en marcha por el virrey Álvaro Manrique de Zúñiga (1585-1590). Éste ordenó también cambiar el plan de sofocar “a sangre y fuego” y buscar la pacificación india; para eso se formarían misiones entre los chichimecas y se negociaría con ellos mediante tratados donde se les garantizaban alimentos, ropa y otros bienes “civilizados” a cambio de abandonar las armas. Esta política, y la idea que la engendraba, se basaba en la convicción, sostenida por muchos eclesiásticos y oficiales civiles, incluido a Manrique, de que los chichimecas no podían ser vencidos en guerra abierta.

El negociador más conocido de la época fue Miguel Caldera, de madre guachichil y padre español. Empezó el acercamiento con distintos “indios principales” y los persuadió de negociar; incluso, escoltó a algunos hasta la ciudad de México para formalizar la paz con el gobierno virreinal. Ofrecía a los chichimecas amnistía, alimentos, ropa, regalos, tierras para establecerse, aperos de labranza, enseñanza agrícola, preparación religiosa y protección. A cambio debían renunciar a la guerra, aceptar la enseñanza cristiana y afirmar su lealtad a la corona.13

Mientras el imperio azteca cayó en 3 años, la primera Gran Guerra chichimeca llevó más de 50, de 1531 a 1585. Y no fue la última: a medida que los conquistadores avanzaban hacia el norte, se produjeron otras grandes pugnas. El dominio de los españoles se reducía a espacios aledaños a las minas, las grandes haciendas, los territorios ricos en mano de obra semisedentaria. Junto a ellos, inmensos territorios ocupados por indoamericanos quedaron libres hasta después que los ibéricos tuvieron que irse. Así, para el norte cabe la misma pregunta que Nancy Farriss formuló para Yucatán: ¿cuándo terminó realmente la conquista del Gran Septentrión, del Gran Chichimeco?


1 Radding, obra citada, páginas 47-66.

2 Rodríguez Tomp, Rosa Elba. Historia de los pueblos indígenas de México, cautivos de Dios. Los cazadores recolectores de Baja California durante la Colonia, ciesas, México, 2002, páginas 51-52.

3 Powell, Philip. La guerra chichimeca (1550-1600), Fondo de Cultura Económica, México, 1977, páginas 47-48.

4 De Torquemada, Fray Juan. Monarquía indiana, tomo IV, unam, México, 1975, páginas 385-389.

5 Cortés, Hernán. Cartas de relación, Dastín, España, Quinta Carta, página 448.

6 Sempat, obra citada.

7 Ibídem, páginas 213-214.

8 López Portillo y Weber, José. La rebelión de la Nueva Galicia, México, 1980, página 413.

9 Sempat, obra citada, páginas 37-38.

10 Álvarez, Salvador. El indio y la sociedad colonial norteña. Siglos XVI-XVIII. El Colegio de Michoacán, México, 2009, páginas 60-61.

11 Ibídem, página 45.

12 Ibídem, página 75.

13 Yáñez Rosales, Rosa H. Rostro, palabra y memoria indígenas. El occidente de México: 1524-1816. Historia de los pueblos indígenas de México, ciesas, México. DF, 2001, páginas 114-116.