Cuando los Partidos Liberal y Conservador firmaron el Pacto de Benidorm (1956), con el cual buscaban terminar una guerra civil creada por ellos, no hicieron más que dar paso a otra. La exclusión fue el registro predominante del llamado Frente Nacional establecido en él. Su acuerdo, avalado por un plebiscito en diciembre de 1957, legitimó una institucionalidad a través de la distribución del poder por alternancia y por mitades. Es decir, un periodo de gobierno lo dirigía un miembro de un partido; y, el siguiente, el otro. La distribución de la burocracia estatal se rigió por lo que se llamó milimetría en todas las instancias de los gobiernos nacional, regional y local. Una parte conservadora, otra liberal. Ningún otro partido estaba habilitado legalmente para elegir a sus candidatos. Tanto que en 1970 se produjo un fraude electoral para impedir el triunfo del ex general y candidato a la Presidencia Gustavo Rojas Pinilla, representante de la Alianza Nacional Popular. Este acontecimiento motivó la creación del M-19, justamente reivindicando el triunfo abortado ese 19 de abril cuando se produjo la elección.
Desde 1947, el líder del Partido Liberal, asesinado el 9 de abril de 1948, convocó a la formación de autodefensas. Lo mismo determinó el Partido Comunista. Lo hacían para enfrentar al régimen de terror implantado desde la presidencia conservadora de Mariano Ospina Pérez. Eso condujo a la formación de gérmenes de guerrillas liberal y comunista. Cuando empezó a ejecutarse el Frente Nacional, la llamada “pacificación” iniciada en la dictadura del general Rojas Pinilla no logró acabar con esos focos armados formados en algunos lugares del país. Al contrario, obligó a quienes no se desmovilizaron a crear puentes de unión. Su máxima expresión se dio en 1964, con la creación de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Manuel Marulanda Vélez, Tirofijo, perteneció a las guerrillas liberales y luego se unió al comunismo, cuando la directiva de su partido le dio la espalda. En departamentos como el Cauca se registraron tomas guerrilleras al iniciar la década de 1950.
El acuerdo de los partidos de las clases dominantes avivó ese proceso en tanto que perpetuaba la desigualdad económica y social e impedía el acceso al poder, por la vía legal, a otros actores sociales y políticos empeñados en hacerlo. Además, la “guerra fría” y –con ella– la política imperialista de la doctrina de seguridad nacional sólo abonaron un terreno fértil para la entrada en escena de las insurgencias, motivadas por el triunfo de la Revolución Cubana, al servir de ejemplo como posibilidad de un triunfo revolucionario. Gran parte de actores sociales y políticos, situados en el socialismo y el marxismo, encontraron cerradas las puertas por la vía legal y fueron alinderándose en las huestes que formarían los grupos guerrilleros de las FARC (1964), el Ejército de Liberación Nacional (ELN, 1964) y el Ejército Popular de Liberación (EPL, 1965). Otros grupos armados menores serían cooptados por los anteriores o eliminados en su confrontación con el Estado. El M-19 (1970) y el Grupo Armado Quintín Lame (1982), de composición indígena y carácter regional, no eran de orientación marxista.
Entre 1982 y 1996 se desarrolló el periodo que el Grupo de Memoria Histórica define como de “expansión guerrillera”, coincidente con el auge de los cárteles del narcotráfico y su accionar narcoterrorista, la aparición de los paramilitares y la “apertura económica”, nombre rimbombante con que se dio entrada en pleno al neoliberalismo. Marca también un cambio de política de las FARC. En su séptima conferencia, realizada en 1982, pasaron de una guerrilla defensiva a una ofensiva, una política fortalecida con su inserción mayoritaria en zonas de cultivos de uso ilícito. Esto los favoreció militarmente hasta el punto de encontrar en no pocos lugares del país mayor capacidad bélica que la de las fuerzas militares. De allí que su expansión, si bien mantenía cierto contenido político, se volviese predominantemente militarista con sus sabidas repercusiones. Por un lado, mayor confrontación con las fuerzas del Estado, dejando a la sociedad civil en medio, y, al mismo tiempo, un distanciamiento de sectores de la población en los cuales tenían su poderío, entre ellos los de los territorios indígenas, donde hacían predominar su autoridad sobre la de los cabildos.
Esa política se extendió hasta la ejecución del Plan Colombia, en 2000, y el acceso de Álvaro Uribe Vélez al poder, en 2002. Con dicho plan se abrió un fortalecimiento tecnológico y militar de las fuerzas militares y los organismos de seguridad estatales siguiendo las pautas imperialistas de Estados Unidos, cuya política tuvo eco no sólo en el gobierno de Pastrana, quien la inició, sino también en el de Uribe, que la radicalizó, en este caso con la consigna de ataque al narcoterrorismo. El paso subsiguiente fue la inclusión de las guerrillas en las listas del terrorismo y, por tanto, la anulación de su perspectiva política, y el impedimento de efectuar cualquier negociación con ellas. El resultado fue un acorralamiento de las FARC y del ELN en zonas inhóspitas o selváticas, o de difícil acceso. A su vez, redujo sus frentes y su capacidad de confrontación con el Estado, sin demostrar con ello la capacidad de su aniquilamiento, como ilusamente creyó Uribe en sus dos periodos gubernamentales. Su novata ministra de Defensa del primer lapso, Marta Lucía Ramírez, planteó de manera pública su exterminio en un año.
En este contexto, Juan Manuel Santos, ya en la Presidencia, se planteó su derrotero de negociar con las FARC. Lo hacía con el reconocimiento del carácter político de la organización guerrillera, pese a que Europa y Estados Unidos no las excluyeran de la lista de terroristas. Pesaba también la característica de ser la guerrilla de mayor fuerza y tradición histórica, sin desconocer con ello su vinculación al narcotráfico, el secuestro y los actos terroristas. Quizá también a la hora de la decisión era relevante su participación en los gobiernos anteriores sin que se hubiera dado fin al conflicto armado.
Primeras negociaciones con organizaciones insurgentes
Al centrar el Estado el origen de la insurgencia en la guerra fría, las causas se identificaban fuera del país y, por tanto, procedía el combate del comunismo, auspiciado por la Unión Soviética, China o Cuba. Por eso, cuando un gobierno conservador como el de Belisario Betancur (1982-1986) planteó la fuente de la guerrilla en Colombia en las condiciones económicas y sociales, rompió con el hito implantado por los anteriores mandatarios. Esto conllevó el establecimiento de conversaciones con algunos grupos armados existentes en el país, entre ellos el de las FARC. Uno de sus acuerdos con el gobierno nacional fue la aceptación de la formación de un grupo político, la Unión Patriótica (1984), rápidamente diezmado por acciones de las fuerzas militares, opuestos a la negociación, y por el paramilitarismo, así como por la mezcla de la vida ilegal y clandestina con la legal, denominada “combinación de todas las formas de lucha”. Aunado a la perspectiva de mantener la estrategia de la toma del poder, ello obligó a las FARC a desistir del proceso y al gobierno nacional a distanciarse de continuarlo. El M-19 no formó ningún partido político; a pesar de adelantar conversaciones, también desistió de continuarlas. Los otros grupos continuarían en la guerra radicalizándola. Otro aspecto derivado de los acuerdos fue la elección popular de alcaldes, hecha efectiva con el acto legislativo de 1986 y con la primera convocatoria a elecciones en 1988. A partir de allí hubo intentos de unidad en la Coordinadora Nacional Guerrillera Simón Bolívar; sin embargo, con pocos avances en su formación, si bien logró poner en diálogo a la mayoría de organizaciones insurgentes del momento.
Las negociaciones efectuadas durante el gobierno de Virgilio Barco con el M-19, el Partido Revolucionario de los Trabajadores, el EPL y el Grupo Armado Quintín Lame, organización indígena, y terminadas con los tres últimos en el régimen siguiente, de César Gaviria, condujeron a su desmovilización y a su participación en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. La mayor parte de los acuerdos hacía hincapié en las garantías económicas y de seguridad para los desmovilizados, la promoción y el respeto de los derechos humanos, la prioridad de adelantar reformas electorales, de participación política, y de la justicia, planes concretos para la inversión en las zonas de influencia de las guerrillas desmovilizadas. No podría decirse que necesariamente la convocatoria a la constituyente se produjera por dicho proceso, pero sí que la mayoría obtenida por una lista donde estaban ellos representados y otros sectores progresistas de la opinión pública y de los partidos obligó a liberales y conservadores a establecer consensos para posibilitar una constitución centrada en los derechos humanos, la participación, el reconocimiento de la pluralidad étnica y multicultural de la nación, y los principios orientados a la formación de un Estado laico. El marginamiento de las FARC, por considerarlo una entrega a las clases dominantes, no representó una disminución de su fuerza; por el contrario, entró en una década de expansión y ocupación de territorios abandonados por las guerrillas desmovilizadas. Sin embargo, la dinámica posterior condujo a mayores expresiones de la sociedad civil en diferentes lugares del país y al florecimiento de dinámicas nunca vistas antes en relación con los grupos de indígenas, mujeres, afrocolombianos y ecologistas, entre otros.
Ese proceso generó múltiples expectativas en el gobierno y la opinión pública del país. La búsqueda de la paz o, más bien, de la desmovilización de las organizaciones guerrilleras –FARC, ELN Y EPL– se volvía prioritaria para las estrategias políticas de los gobiernos. Al mismo tiempo, la caída del Muro de Berlín, en 1989, dejaba un vacío en relación con la opción de la toma del poder para instaurar el socialismo, aun cuando en las condiciones particulares de Colombia fue difícil que su repercusión resultara inmediata, debido al fortalecimiento militar y territorial de la guerrilla más tenaz de Colombia. Ese ir y venir puede explicar que la campaña electoral de 1998 estuviera centrada en plantear acuerdos con las organizaciones insurgentes. La fotografía del candidato Andrés Pastrana con Manuel Marulanda Vélez, Tirofijo, tomada en las montañas abría la esperanza de lograr los objetivos propuestos: en el candidato, una confianza extrema en las promesas de la guerrilla de someterse a la vida legal; y en la insurgencia, avanzar en su perspectiva de lograr el máximo de sus aspiraciones políticas en los acuerdos, o de conquistar mayor audiencia para su proyecto socialista.
El fracaso de las negociaciones de Andrés Pastrana con la insurgencia dio cuenta de su optimismo infundado y del recurso táctico de ésta para avanzar en su lucha por el poder. Es decir, la segunda utilizó el espacio territorial de cinco municipios otorgado por el primero como una forma de realización de su objetivo estratégico de toma del poder y, al mismo tiempo, de utilizar todas las condiciones que le generaba ese espacio para captar amplios sectores de la opinión pública respecto a su ideología. Ello no resultaba nada irrelevante para el momento si tenemos en cuenta que desde 2000 se instauraba el Plan Colombia, cuyo componente contrainsurgente era claro. Por tanto, al momento del rompimiento el país empezaba a recibir todo el apoyo logístico planificado desde esa política. Por eso no fue extraño que el ahora ex presidente Andrés Pastrana reclamara para sí el inicio del fortalecimiento militar, retomado de forma radical por el gobierno siguiente. Esas circunstancias abrieron el camino a un candidato que había creado las autodefensas Convivir, asociadas con el paramilitarismo, en el departamento de Antioquia, para ser favorecido por el electorado con la consigna de eliminar por la vía militar a la insurgencia. El triunfo de Uribe Vélez en 2002 no hizo más que ratificar la tendencia y consolidarla de manera radical. Ésa fue la misión impuesta a su primera ministra de Defensa, Marta Lucía Ramírez, con la consigna de que su eliminación sería rápida. El mandatario hizo cambiar la Constitución para ser reelegido. La extensión de su ejercicio a dos periodos asestó fuertes golpes a la insurgencia, mas no la puso en estado agónico: relegada en gran parte a lugares selváticos o zonas distantes de los centros urbanos, mantuvo una fuerza con gran capacidad letal no sólo frente a los organismos de seguridad oficiales sino, principalmente, frente a la población civil, la más afectada por el conflicto. Se planteó así la disyuntiva de proseguir una guerra acreedora de una porción gigante del presupuesto nacional, auspiciadora del autoritarismo de los centros de poder del Estado, incentivadora de las desapariciones y los asesinatos, responsable de los desplazamientos en diferentes zonas y del mayor número de víctimas en el país.
El proceso electoral conducente a la sustitución de Uribe Vélez en el gobierno no se centró en la paz, básicamente porque la doctrina de la “seguridad democrática”, impulsada por el mandatario, se mantenía como una política de Estado, acompañada de la radicalización del neoliberalismo, al facilitar a las grandes empresas la inversión en el país como un terreno fértil para su desarrollo. Su continuidad se dibujaba clara cuando quien fuera elegido presidente, Juan Manuel Santos, asumió el poder. Había sido ministro de los gobiernos anteriores. En el último lo fue de Defensa y con su decisión se produjo el asesinato de Raúl Reyes y la violación de la soberanía ecuatoriana para ejecutarlo. Es decir, estuvo comprometido con toda la formación de la política de la seguridad democrática y, por tanto, también con el autoritarismo, proceso consolidado al inicio de su mandato con el asesinato del Mono Jojoy y luego del máximo comandante de las FARC, Alfonso Cano. Por eso, cuando el gobierno nacional dio a conocer en 2012 que se iniciarían en Oslo, Noruega, las negociaciones con las FARC, fue algo inusitado en el concierto político y la opinión pública nacional. La sorpresa también lo era para la “comunidad internacional”. La revelación de haber sostenido conversaciones con las FARC durante meses para elaborar un protocolo de negociación tomó por sorpresa a todos.
La negociación
Asumir ese proceso en medio del descrédito de la insurgencia no era fácil. Ocho años de una política sistemática de autoritarismo dejó en muchos sectores de la opinión pública la idea de que ése era el único camino para eliminarla o desmovilizarla. Acompañada de una doctrina derechista que deslegitimaba las instancias judiciales del país, tal política introducía prácticas regresivas: intentaba entronizar el credo católico como el oficial, contradecía avances dados por la corte constitucional, como los relacionados con el aborto y la dosis mínima, cuestionaba los derechos de los grupos étnicos y, por tanto, sembraba dudas sobre el mandato constitucional del carácter pluriétnico y multicultural de la nación. Todo ello sembró en amplios sectores de la opinión pública y de la vida ciudadana la imagen de ése como el mejor camino.
Agreguemos a esto que Uribe Vélez, tan pronto se dio cuenta del distanciamiento de algunas políticas suyas de su antiguo ministro de Defensa, se puso al frente de una oposición en la que confluía lo más visible de la derecha en Colombia, entre ellos el procurador general de la Nación, Alejandro Ordóñez, de manera militante, mesiánica. Desde un comienzo arguyó que el país sería entregado al terrorismo y, por tanto, él sería la salvación, pues por aquella vía se iría precipitadamente hacia el caos. La parangonaba con la situación crítica de Venezuela y argumentaba que los acuerdos conducirían al “castrochavismo”. En la actualidad se mantiene tal conducta, cuya mayor expresión fue haber capitalizado el no en las pasadas elecciones del plebiscito programadas por el gobierno y acordadas con su interlocutora en la mesa de negociación.
En este proceso fue la primera vez que las FARC mostraron desde el principio voluntad de insertarse en la vida legal. Lo mismo sucedió por el gobierno. Se siguieron procedimientos claros de negociación, creación de confianzas, reconocimiento de ambas partes de la incapacidad de vencerse mutuamente por la vía militar. Se trató de una etapa exploratoria, en la que las partes identificaron cuáles eran el camino y el método por seguir, sin poner en discusión el modelo de desarrollo del país ni aspectos estructurales. Se aceptaba el carácter político de la guerrilla Y el no cese del fuego de ninguna de las partes. Se determinaban los pasos estrictos por dar para conseguir el fin propuesto, qué se negociaba y cómo se negociaba; y tampoco se ponían en discusión la institucionalidad militar y la seguridad del país. Por ello se identificaron estos aspectos básicos: desarrollo agrario integral, participación política, fin del conflicto, solución del problema de las drogas ilícitas, víctimas, implantación, verificación y refrendación. Se acordó un principio: “Nada está acordado hasta que todo esté acordado”, lo cual significaba que la instauración de acuerdos parciales en cada tema se iniciaría, en términos de ambas partes, sólo a partir de la firma final del acuerdo. Igualmente se convino en los Estados garantes, en este caso Cuba y Noruega; los facilitadores, o acompañantes: Chile y Venezuela; y el lugar de negociación: Cuba. Fue definido también quiénes participarían en la negociación, tanto de parte del gobierno como de la guerrilla. Se estableció así una dinámica de negociación creíble del conflicto que hoy es objeto de estudio por académicos y –también– por políticos y estadistas del mundo, a la vez que se encuentra en una encrucijada al perder el plebiscito que lo refrendaría el pasado 2 de octubre.
Lo negociado
La denominación y el orden de los puntos acordados cambiaron a lo largo del proceso. En este caso seguiré lo establecido en el “Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”. El título se ha mantenido desde el primer documento hecho público, no así el lenguaje y el nombre dado a los temas iniciales, aunque mantengan su sentido inicial.
1. Hacia un nuevo campo colombiano: reforma rural integral
Hay cierto consenso de la insurgencia, la izquierda, muchos sectores de los partidos políticos y la opinión pública respecto a que el país no ha realizado una reforma agraria. Ése fue el trasfondo de la guerra civil liberal-conservadora producida entre 1930 y 1960. Tirofijo llegó a afirmar, en carta dirigida al presidente Pastrana cuando estaban en las negociaciones de El Caguán, que si el gobierno de Guillermo León Valencia hubiera resuelto este problema en vez de intentar exterminarlos con las bombas de napalm en los territorios de Río Chiquito y Marquetalia, el conflicto armado no habría tenido continuidad ni se estaría hoy frente al escenario de la guerra.
Así lo entendieron los negociadores del gobierno actual cuando se sentaron a la mesa. No otra cosa indica que ése haya sido el primer tema abordado, lo cual permitió llegar a acuerdos no sólo para garantizar la reinserción de la mayoría de campesinos de esta organización sino, también, de una política que va más allá de quienes militan en la insurgencia. Introdujeron en sus textos la noción del “buen vivir”, ajena al discurso predominante de la guerrilla, mas puente hacia un proyecto de sociedad que comprometería a muchos otros sectores. Se acordó intervenir terrenos baldíos, formalizar de modo masivo la propiedad rural, retornar propiedades de víctimas de actores armados despojadas en múltiples territorios del país, comprar tierras por el gobierno donde hubiere disponibilidad y, si fuere necesario, expropiar predios cuyos propietarios se negaren a aceptar esta política. Con ello se avanzaba en la creación de un fondo de tierras que se nutriría de la ejecución de las políticas anteriores. La guerrilla incorporó las llamadas “zonas de reserva campesina”, aceptadas en la normativa en 1994, con muy pocas posibilidades de desarrollo, pero reivindicadas por las farc como algo que va más allá del simple control de tierras, pues introducen elementos de gobernabilidad y de territorio e, incluso, de cierta opción cultural, en términos de una especie de identidad campesina.
Esa definición tuvo sus críticas inmediatas por organizaciones indígenas temerosas de perder su autonomía territorial, cultural, gubernamental y de justicia en las zonas donde podrían superponerse con la figura reivindicada por los insurgentes. Respaldaron luego tal demanda sectores afrocolombianos y algunos de campesinos. Sin embargo, fue aclarada al final del proceso con las intervenciones de dichos actores en los espacios de negociación de La Habana o en los propiciados en diferentes regiones del país, con la inclusión de un componente étnico en el acuerdo general. También fue cuestionada por no pocos empresarios agroindustriales, temerosos de la reducción de sus rentas o la pérdida de sus propiedades, y por la incidencia en sus intereses de campesinos territorialmente cercanos a sus fronteras económicas.
Es posible pensar que de implantarse este tema de los acuerdos empezarían a darse soluciones más efectivas al problema. El gobierno de Alfonso López Pumarejo en 1936, con la Ley 200, había intentado avanzar en tal sentido. Sin embargo, rápidamente fue relegada por los gobiernos posteriores incluido el de él mismo en su segundo periodo a partir de 1946, y por la radicalización de la violencia con el asesinato de Gaitán en 1948. Otra versión fue la de Carlos Lleras Restrepo, inscrita más bien en una política tendente a atender más la dinámica de industrialización del campo que la de garantizar la tierra para los campesinos.
2. Participación política: apertura democrática para construir la paz
Uno de los ejes centrales de la aceptación de las FARC de negociar tiene que ver con la búsqueda de realizar por la vía institucional y legal el proyecto político que los llevó a levantarse en armas, ahora moldeado según los desarrollos políticos actuales y las implicaciones de aceptar hacerlo por la vía legal. Ello no es nada fácil en un momento cuando la corrupción está generalizada, la credibilidad en los partidos y en los organismos parlamentarios resulta mínima, el narcotráfico sigue marcando la vida nacional y la violencia de todo tipo no se detiene. Por ello se acordó partir del principio de ampliación democrática de la vida política del país, iniciando con una reforma electoral, establecimiento de financiación estatal de las campañas políticas, elaboración de un estatuto de la oposición, garantías de seguridad para la participación política, la creación de circunscripciones regionales en territorios donde más tienen influencia y una circunscripción nacional para posibilitar su acceso al Congreso. En este caso se establece la participación de dos veedores en la Cámara y en el Senado, respectivamente, hasta 2018, cuando se dará participación a cinco miembros de la organización en cada una de ellas, durante dos periodos, elegidos por la circunscripción fijada para ello; es decir, iría hasta 2026. Éste ha sido uno de los aspectos más controvertidos por quienes se oponen a los acuerdos: no aceptan que los actuales dirigentes los representen, pues –advierten– los responsables de delitos de lesa humanidad no deben tener esa investidura, así se hayan incluido procesos judiciales contra quienes los cometieron. El acuerdo hace referencia también a propiciar la participación de mayor número de organizaciones de la sociedad civil, sobre todo de las sociales. Para ello se hace hincapié asimismo en la no criminalización de la protesta social. De igual manera, se incorpora la diferenciación de género en la participación política, se asume el papel que las mujeres desempeñarán en la construcción de la paz y una sociedad democrática.
3. Fin del conflicto
Desde un principio, las FARC plantearon su voluntad de paz y, por tanto, su desmovilización y acceso a la lucha política por la vía legal. Sin embargo, lo relacionado con el procedimiento para entregar las armas y los procesos de inserción en la vida civil tuvieron mucha discusión. Pese a ello se estableció la manera en que se llevarán a cabo la entrega de las armas y el proceso de vinculación de los guerrilleros a los territorios donde tendrán su vida posterior, lo cual cuenta con tareas previas como el cese del fuego bilateral. Las FARC lo hicieron unilateralmente desde el año pasado; cuando ya era inminente la firma de los acuerdos, el gobierno también lo hizo. Mantuvieron la decisión las partes hasta el 31 de diciembre de este año. Esta parte del acuerdo establece 23 zonas de concentración del grupo guerrillero para hacer su tránsito a la vida civil, incluidos los instrumentos de seguridad oficiales para lograrlo. Particular relevancia poseen lo que será su “reincorporación política” en su paso a la formación de un partido político y la desmovilización de los menores de edad con sus respectivos procedimientos. Capta la atención la decisión de impulsar un “pacto político nacional” que abra espacios para consolidar la paz, del cual podría desprenderse la convocatoria a una asamblea nacional constituyente. A esa propuesta no renuncia el grupo insurgente al pasar a la vida civil.
4. Solución del problema de las drogas ilícitas
Colombia se situó en el primer lugar mundial de exportación de cocaína a partir de la formación de los cárteles de Medellín y Cali, al inicio con la introducción de la hoja de coca desde Perú y Bolivia. Se sustituyó a estos dos países en los cultivos de coca desde la década de 1980 hasta lograr ser el primer productor también de coca. Ello se debió en parte a la política antinarcóticos de Estados Unidos frente a Bolivia y Perú; también, al enriquecimiento y poderío que fueron adquiriendo los cárteles y al descubrimiento de la bondad de estas tierras para generalizar sus cultivos. Cuando en 1998 Washington pactó con el colombiano de Andrés Pastrana la elaboración del Plan Colombia, tenía como fondo una producción próxima a 130 mil hectáreas identificada en diferentes territorios, especialmente en el sur del país: sólo Putumayo ocupaba más de 70 mil de ellas en su producción. Es decir, el problema no era nada más nuestro, en cuanto que había viciado todas las instancias políticas, jurídicas, estatales y económicas, sino también del mundo por el efecto en la juventud estadounidense y de países europeos, y quizá, con mayor fuerza, por todo el dinero movido desde allí. Un artículo del periodista Antonio Caballero al finalizar el decenio de 1980 registraba que el negocio del narcotráfico ponía en juego en el mundo más de 500 mil millones de dólares, equiparado en ese momento con todo el presupuesto bélico de Estados Unidos. Paralelamente, pueblos indígenas y campesinos reivindicaban el carácter cultural del uso de la coca en sus territorios. Asimismo, justificaban la extensión de sus siembras por la ausencia del Estado en sus territorios, lo cual implicaba la dificultad de su erradicación. De todas maneras, cuando se generalizó la acción narcoterrorista de Pablo Escobar no quedó duda a la institucionalidad de combatir el fenómeno.
Los acuerdos parten de aceptar que “el cultivo, la producción y la comercialización de las drogas ilícitas también han atravesado, alimentado y financiado el conflicto interno”. Ello supone un avance, pues la organización insurgente se había negado históricamente a admitirlo. A partir de allí se logró establecer el compromiso de las farc de contribuir a erradicarlo en las zonas bajo su control, generalmente en la forma concertada y no por la vía de la fumigación. Para ello se hace hincapié la necesidad de llegar a consensos con las comunidades y sus organizaciones, donde se requiera realizarla, y en la sustitución de dichos cultivos con otros propios de la vocación agrícola de sus regiones. En ambos casos, con el apoyo económico e institucional del Estado. El componente ambiental aparece como prioritario, asumiendo la responsabilidad de las dos partes en el deterioro del ecosistema, lo mismo que la atención estatal de los consumidores, cuyo aumento en el país es alarmante, con las implicaciones en la salud y en la violencia social. Se plantea también el respeto de la tradición cultural de los pueblos indígenas en relación con el consumo de la coca y su uso cultural.
5. Acuerdo sobre las víctimas del conflicto
Uno de los temas de mayor atención en el país y el resto del mundo es el papel protagónico adquirido en el proceso por las víctimas. Si al principio se notó desdén de los comandantes guerrilleros respecto al tratamiento que debería dárseles, por ejemplo en relación con el reconocimiento, el perdón y la reparación, la presión de organizaciones de víctimas, los medios de comunicación, la opinión pública y el mismo gobierno llevó a que se convirtieran en personajes principales. Lo definen como “sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición”. Por ello se establecen claramente la necesidad de contar con la verdad de los hechos; la garantía de identificar a los muertos o los desaparecidos para que los reconozcan o recuperen los familiares; y medios de reparación, desde el punto de vista simbólico y en relación con las tierras perdidas durante la guerra. De allí se desprenden formas de reconciliación en muchas zonas donde inevitablemente los victimarios se encontrarán con las víctimas. En la práctica ya hay avances en esa dirección por diferentes actos en los que las FARC les han pedido perdón.
La justicia transicional se estableció como un medio necesario para garantizar el reconocimiento de los miembros de la insurgencia en su reinserción en la vida legal. Habrá amnistías para la mayoría de sus miembros, base de la organización. Los procesos judiciales contarán con la entrega de la verdad de los hechos, condición básica para fallar el tipo de penas debidas, a partir del principio de que los castigos se realizarán en los territorios, con trabajo, delimitación de su movilización… Éste supone un aspecto generador de objeciones por los contradictores: consideran que la pena debe compurgarse tras las rejas. Sin embargo, es uno de los temas de mayor respaldo en sectores jurídicos nacional e internacional, incluida la Corte Penal Internacional, en particular porque se definen las instancias jurídicas, a través de tres salas con magistrados de altas calidades, nombrados de modo exclusivo para el periodo en que esta justicia opere. Cuatro de ellos podían ser del exterior, y la propuesta de sus nombres podía darse por personalidades de fuera, como el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas o el papa. Los procedimientos están definidos con claridad en el acuerdo; y para los entendidos, es una garantía de no impunidad.
6. Instrumentos de implantación y verificación
En este último aspecto se establecen los procedimientos para llevar a cabo los acuerdos. Entre ellos, los de propiciar la participación de organizaciones sociales y comunitarias. Incluyeron también, casi al final del proceso, lo que se ha denominado “subcapítulo étnico”, pues trata temas básicos de las comunidades afrodescendientes e indígenas. Aspectos como el respeto de la propiedad colectiva, la autonomía, sus gobiernos propios, la educación, la salud, el uso cultural de la coca, la jurisdicción indígena y la reinserción concertada de guerrilleros indígenas son centrales porque se plantean explícitamente y los convierten en transversales, junto con los relativos a “género, mujer, familia y generación”.
El acuerdo considera también “tratamientos penales especiales diferenciados para agentes del Estado”, donde se incluyen todos los implicados en delitos cometidos en el conflicto armado, aun los que ya cumplen penas. Ello lo ha objetado el Centro Democrático por la supuesta equiparación de sus conductas con las de los guerrilleros, lo mismo que dar carácter de “bloque de constitucionalidad” a los acuerdos por el periodo de su implantación, lo cual es tratado como una especie de golpe de Estado.
El plebiscito
Desde el inicio de las negociaciones se produjo un forcejeo entre los negociadores respecto a cuál sería la forma de legitimación de los acuerdos. Las FARC propugnaban una asamblea nacional constituyente; y el gobierno, un referendo, un plebiscito o una consulta popular. El presidente y sus aliados en el Congreso optaron por el plebiscito. Lo hicieron al amparo de una ley sometida al control de la Corte Constitucional, que la respaldó y autorizó su convocatoria. De inmediato, el presidente Santos procedió a efectuarla en un tiempo extremadamente corto para garantizar una información básica que posibilitara la participación consciente en las elecciones. Si durante los cuatro años de negociaciones hubo permanente objeción a lo acordado por el Centro Democrático, dirigido por Uribe Vélez, el procurador general de la Nación, Alejandro Ordóñez, y algunos dirigentes políticos, el debate electoral fue mucho más polarizado, en particular porque no sólo se recurrió a la confrontación de los acuerdos con los cuales no comulgaban, sino a propiciar en el electorado temores respecto al caos que se produciría en el país por la supuesta entrega de la institucionalidad a las FARC. Se hablaba de la instauración del castrochavismo, la entrega de la institucionalidad del Estado a los terroristas, la terminación de la tradición familiar por una supuesta imposición de una ideología de género. Se estimuló por los medios de comunicación la idea de que para garantizar la ejecución de los acuerdos se incrementarían los impuestos y se quitarían derechos logrados por diferentes sectores de la sociedad; por ejemplo, un aumento de impuestos a los pensionados, sin tener en cuenta que con negociación o sin ella, o con aprobación o no del plebiscito, el gobierno incrementaría impuestos por el déficit fiscal ocasionado por la baja de los precios del petróleo, la corrupción galopante en todas las esferas de la burocracia estatal, y las gabelas otorgadas a los grandes empresarios para auspiciar la inversión. Respecto a la justicia transicional, argumentaban que con ella se consagraba la impunidad, se desconocían los organismos judiciales en ejercicio, y se entregaban el conocimiento y los fallos de procesos a magistrados extranjeros, en alusión a la posibilidad del nombramiento de cuatro de ellos. La campaña fue polarizada por estos sectores. El gobierno nacional lograba el respaldo de partidos que lo han acompañado en su ejercicio, personalidades, gran parte de la Iglesia católica, diferentes organizaciones sociales a lo largo y ancho del país y expresiones variopintas de la izquierda colombiana, incluida la Marcha Patriótica, partido, organización o movimiento formado respecto a la guerrilla en negociación.
Las tendencias sobre la aceptación de los acuerdos daban cuenta de un triunfo del “Sí”; hasta las mismas encuestadoras lo ratificaban por amplio margen. Sin embargo, el resultado final fue un triunfo débil, pero triunfo del “No”, por apenas una cantidad cercana a 70 mil votos, cuya acreditación se la apropiaron los más representativos de la ultraderecha nacional. La mayoría de los análisis se centra en que hubo un exceso de confianza por quienes respaldaban el “Sí” al creer que era inminente su triunfo. Los ardides del “No” son identificados como una de las estrategias que llevaron a amplios sectores de la población a abstenerse o a respaldar el “No” por los temores producidos. La confirmación del gerente de la campaña del “No” de hacerla centrada no en los acuerdos sino en generar la rabia y el miedo mediante el engaño no dejó duda alguna. Estaría por demostrarse el peso específico en el resultado de la persistencia de este sector en plantear que se instaurarían la ideología de género y, con ello, el supuesto rompimiento de principios y valores católicos en un país cuya mayoría se define como tal. No faltan también quienes plantean que hubo deficiencias en la pedagogía para llegar a la gente. Otros más califican al pueblo colombiano formado por una mayoría disuelta en el estiércol de la descomposición social.
Es factible pensar que varias de estas hipótesis expliquen la catástrofe del triunfo del “No”. Sin embargo, debe admitirse también que hay poca autocrítica de las organizaciones y los movimientos sociales y de la izquierda pues, si por primera vez la mayoría de ellas logró unificarse en torno al proceso, ello debía reflejarse en las urnas. Es cierto que innumerables militantes de izquierda o simpatizantes de ella no ven con buenos ojos convergencias con la derecha, como en este caso. Ya en las anteriores elecciones presidenciales un amplio sector de ella respaldó a Santos ante la inminencia del triunfo del Centro Democrático, mas otros no, por lo que él representa políticamente. Lo mínimo que se esperaba era lograr al menos esos resultados, con los cuales el triunfo habría sido indiscutible, al contar con mucho más sectores políticos y sociales que en esa ocasión.
Además, en muchas regiones del país se esperaba una participación inédita de la población ajena a vincularse a procesos electorales, ya fuera por coacción o por convicción, dada su afinidad a las farc o su supervivencia en territorios controlados por ellas. Muchas veces no lo hacían por temor a sus represalias, por su mandato de no hacerlo o, simplemente, porque no les interesaba en cuanto no se sentían con claridad suficiente para llevarla a cabo. No podría aceptarse ahí el planteamiento de Piedad Córdoba de cargar la responsabilidad en la falta de pedagogía del gobierno nacional, como si el respaldo a los acuerdos fuera sólo suyo. No cabe pedir a las clases dominantes que hagan algo diferente de lo que ellas normalmente ejecutan para reproducirse en el poder. Era necesario demostrar que fuera de ellas había una corriente de opinión tan fuerte que no necesitara, incluso, la fuerza del gobierno nacional para triunfar.
Las grandes movilizaciones producidas en el país inmediatamente después de este resultado electoral demuestran que quizás esto tuvo bastante peso. Es decir, los movimientos y las organizaciones sociales, los personajes y los organismos de derechos humanos y las organizaciones estudiantiles y juveniles están demostrando que la búsqueda de la paz va más allá de la actuación de las elites políticas de izquierda y de derecha. Hasta un número mayoritario de militares procesados hizo una declaración de que se sometería a los parámetros de justicia establecidos en el acuerdo. Plantearon que no coincidían con los lineamientos de Uribe. Los propios promotores del “No” mostraron sus caninos cargados con el calcio de sus intereses particulares. Demostraron con ello que no están unidos. Las aspiraciones presidenciales de varios de ellos están por encima de lo que glamurosamente denominan “pacto nacional” para renegociar el acuerdo. La dilación clara para prolongar su final va en esa dirección. Ciudadanos comunes dan cuenta de la manipulación de que fueron objeto. Por tanto, lo que fuera una pérdida y una especie de catástrofe política se convierte en una oportunidad en que la sociedad civil emerge con una fuerza inusitada que traza al país un camino hacia un futuro esperanzador. La reproducción de lo que, allende las fronteras, se identifica como “los indignados” adquiere aquí una connotación que, de continuar, estaría marcando al país un rumbo para el que se espera haya los liderazgos y las organizaciones en función de los cambios necesarios para que el autoritarismo y la ultraderecha sepan que éste no es terreno fértil para sus propósitos.
* Doctor en estudios latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Autor del libro Satanización del comunismo y del socialismo en Colombia, 1930-1953. Miembro de la Red de Pensamiento Latinoamericano.
Referencias bibliográficas
Molano, Alfredo: 1994: Trochas y fusiles. Bogotá: Áncora Editores, página 59.
Grupo de Memoria Histórica, 2013: ¡Basta ya!: Colombia: Memorias de Guerra y Dignidad. Bogotá: Vicepresidencia de la República. Imprenta Nacional, página 135.
Bejarano, Jesús Antonio, 1995: Una agenda para la paz. Aproximaciones desde la teoría de la resolución de conflictos, página 87.
Acuerdos de Paz, 1995. Programa para la Reinserción: Santafé de Bogotá, DC.
Acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera. La Habana, 26 de agosto de 2012. Consultado en www.mesadeconversaciones.com.co el 18 de octubre de 2016. Las referencias posteriores al acuerdo se formulan a partir de este documento.