DE DAÑOS COLATERALES, VÍCTIMAS PROPICIATORIAS Y PARÁBOLAS BÍBLICAS

(ADENDA A GOETHE Y EL DESPOJO)

Y Dimas dijo a Gestas:
“¿Qué chingaderas son éstas?”
Dicho popular

El ensayo de mi autoría intitulado Goethe y el despojo, de reciente publicación, se ocupa de muchas cosas, pero sobre todo de los llamados daños colaterales: el sufrimiento y la muerte que acompañan a ciertos episodios históricos. Daños que algunos justifican por ser sacrificios necesarios para que el progreso se abra paso y que yo abordo teniendo como referencia los actos finales de Fausto, poema dramático de Goethe.

En esos episodios conclusivos, el poeta problematiza una cuestión fundamental tanto para la ética como para la filosofía de la historia: la legitimidad o no de los dolores y destrozos que se acumulan a orillas del camino en el curso del presuntamente progresivo devenir humano. Los muertos y los heridos están ahí, sin duda, y son verificables. Habría que preguntarse –y preguntar a Hegel– si por el solo hecho de ser reales, estos daños resultan también racionales.

¿Es aceptable que algunos sufran o mueran no como consecuencia de sus actos sino sólo para que otros realicen sus propósitos… aun si éstos fueran justos y progresivos? O, en términos históricos, ¿es admisible que el ascenso de la humanidad se tenga que abrir paso a través del sufrimiento y la muerte de cientos, de miles, de cientos de miles…?

El dilema ético sintetizable en la fórmula ¿el bien de muchos compensa el sacrificio involuntario de algunos? lo dramatiza el poeta con la muerte de una pareja de ancianos, Baucis y Filemón, quemados vivos en su casa y junto con un bosquecillo por ellos sembrado simplemente porque la vivienda y la propiedad estorban la edificación de los grandes diques con que Fausto pretende redondear su imperio haciendo retroceder las aguas del mar.

Por lo general, el texto de Goethe no ha sido interpretado como un rechazo del fáustico crimen sino como el reconocimiento de que este tipo de sacrificios, inevitables y hasta pertinentes pues sirven para abrir paso a la modernidad, son sin embargo dolorosos. Esa lectura me parece dudosa pues, a mi juicio, el poeta no se compadece de un sufrimiento lamentable pero marginal sino que cuestiona de frente una presunta razón histórica que en nombre del progreso arrolla a los individuos.

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En el curso de la historia, la violencia social ha golpeado a muchos que no habían participado directamente en los hechos que la desataron, y quizá fuera válido referirnos a ellos con la fórmula “víctimas inocentes”. Pero el concepto daños colaterales, que a diferencia del anterior tiene una connotación justificadora pues supone que hay algo central –no “lateral”– que los explica y quizá justifica, nace con la modernidad y su visión de la historia como curso necesario y progresivo en el marco de cuya racionalidad subyacente ciertos hechos en sí mismos repudiables y hasta éticamente inadmisibles aparecen como aceptables y aun plausibles, por cuanto a través de ellos, y sólo a través de ellos la humanidad realiza sus propósitos trascendentes. El avance del género humano conlleva el sacrificio de algunos individuos, decía el pensador de la modernidad y de la Razón histórica que fue Hegel.

Que hoy muchos –demasiados– vean los recurrentes daños colaterales como eventos lamentables pero en última instancia inevitables se explica a mi entender porque en los recientes dos siglos la mayor parte de las personas se siente sumergida en una historia torrente que a todos arrastra y cuyo cauce está en lo fundamental preestablecido. Y si alguno se ahoga en los rápidos, pues… qué le vamos a hacer: ya estaría de Dios.

También los pueblos que vivían tiempos cíclicos asumían el fatalismo implícito en la repetición pero, en cambio, no enfrentaban como nosotros la contradicción entre el curso necesario de la historia y la recurrencia –al parecer igualmente necesaria– de sus dolorosos accidentes. La justificación de ciertos males en nombre de un bien superior aparece por vez primera con la visión finalista y providencial del cristianismo, una narrativa en la que el Cristo –que en tanto que Dios es salvador pero en tanto que hombre quisiera que le apartaran el cáliz– resulta una víctima propiciatoria, de modo que en el vía crucis la necesidad redentora y la contingencia sacrificial se funden en una sola persona.

Pese al generalizado fatalismo histórico que comparten el pensamiento premoderno y el de la modernidad, el desasosiego ético que ocasiona el que aceptar el progreso sea aceptar también que en su curso haya víctimas está hoy tan presente como en los tiempos de Goethe. Y no podría ser de otro modo, dada la alta cuota de civiles sacrificados en guerras supuestamente justas y en otros ámbitos el cruento arrasamiento de quienes estorban al desarrollo de los llamados megaproyectos: presas, minas a cielo abierto, carreteras, urbanizaciones…

Pocos se atreverían a decir que estos daños no acongojan. Pero también es verdad que muchos atemperarán la inevitable desazón con el argumento de que los sacrificios son necesarios, pues los legitima la nobleza del fin perseguido: “Disculpe los daños mortales que le ocasiona esta obra, pero estamos trabajando por el bien de la humanidad”.

El dilema no es de obvia resolución: viene de muy atrás y tiene múltiples manifestaciones. Una de sus expresiones recientes es la doctrina estadounidense del “destino manifiesto”, entendido como una misión asignada por Dios a los gringos para que hagan imperar en el mundo los valores “americanos”, presunto designio que es uno de los mayores productores de daños colaterales de la historia.

Con Trump en la Casa Blanca se incrementa la prepotencia imperial. Pero la anterior administración no era en esto muy distinta. Un discurso del presidente Barak Obama sobre la estrategia de seguridad nacional de su país, pronunciado en 2010, resume claramente la idea: “Hemos derramado sangre americana en tierras extranjeras para dar forma a un mundo en el que más individuos y naciones puedan determinar su destino y vivir con la paz y la dignidad que merecen”.

Todos sabemos que la sangre derramada no es sólo ni principalmente sangre “americana”. Y sabemos también que tras el presunto mandato divino se ocultan sórdidos intereses colonialistas. Sin embargo, el hecho es que la pretensión de que se hace la guerra para lograr la paz ha tenido un papel importante en la configuración de Estados Unidos como un asesino serial global, como el mayor genocida del planeta.

Pero la idea de que es no sólo pertinente sino necesario derramar sangre por un ideal viene de mucho más atrás y la podemos rastrear en la práctica ancestral de ganarse el favor de los dioses mediante sacrificios rituales: muere tú en nuestra representación; muere tú para que los demás podamos vivir. Proverbiales son los sacrificios humanos que acostumbraban los mexicas, pero por su mayor globalidad me ocuparé aquí de la variante de esta añeja y sangrienta representación que es el vía crucis cristiano.

Escuchemos la voz de Cristo en la versión de San Juan: “Mi sangre daré para la salvación del mundo” (CVI, 52). “He vencido al mundo con la muerte que voy a padecer; y con el mérito de ella lo venceréis también vosotros” (XVI, 33).

Un razonamiento semejante se hacía Caifás, temeroso de que alarmados por la aparición de un profeta subversivo los romanos arrasaran Galilea. Así lo transcribe San Juan: “Conviene que muera un solo hombre por el bien del pueblo, y que no perezca toda la nación [proclamó Caifás]. Mas esto no lo dijo de propio movimiento, sino que […] sirvió de instrumento de Dios y profetizó que Jesús habría de morir por la nación” (XI 50, 51).

Y aquí encontramos la raíz teológica de la moderna convicción de que el progreso demanda víctimas propiciatorias. Sólo que los sacrificios rituales se llaman ahora daños colaterales: tragedias individuales o colectivas necesarias para que la humanidad pueda seguir su curso ascendente. Si la sangre de Cristo aseguró a los hombres la salvación y la vida eterna, la sangre de campesinos, obreros, negros, indios… derramada en nombre del progreso asegura a la humanidad la redención civilizatoria. Antes, el sacrificio ritual servía para ganarse el favor de los dioses; ahora, los costos del progreso sirven para ganarse el favor de la historia.

En su dualidad, el Cristo dios deseaba ofrendar su vida por la humanidad, pero el Cristo hombre no quería morir y llegó a decir a su padre: “Aparta de mi este cáliz” ¿Qué tal si, como Cristo al supremo hacedor, nosotros decimos a la suprema razón histórica que aparte ese cáliz, que de plano no queremos derramar nuestra sangre por el progreso? Y es que nadie debe morir en la cruz por la salvación. Mucho menos por una salvación que, además, nunca llega.

La cuestión de los daños colaterales en el vía crucis se hace más patente si efectivamente miramos a los lados, si atendemos a las otras dos cruces que custodian la de Cristo. Y es que la pasión de Jesús era quizá necesaria para salvar al mundo y para que la humanidad pudiera tener acceso al reino de Dios. Pero en el Calvario agonizan también Dimas y Gestas quienes, en rigor, no tenían vela en ese entierro.

De los dos ladrones dice San Lucas que, a diferencia de Jesús, “sufrían una pena merecida” (XXIII, 41). Discrepo del evangelista. No creo que morir clavado en una cruz y que antes te rompan las piernas a garrotazos (San Juan XIX, 32) –martirio este último que no sufrió Jesús, quizá porque era el Cristo– sea un castigo que alguien se merezca por el solo hecho de haber robado.

Pero ésta no es la cuestión mayor. Lo más inquietante del asunto es que los dos ladrones están ahí sólo por razones de simetría y para redondear por contraste la parábola del monte Calvario. La única muerte de ese día que en verdad importa es la del hijo de Dios. Entonces, Dimas y Gestas son en sentido estricto los daños colaterales del vía crucis. Víctimas involuntarias que ni siquiera mueren crucificados por un propósito trascendente como salvar al mundo. Ladronzuelos del común que tampoco tienen un padre influyente a quien pedir: “Aparta de mi este cáliz”. Inminentes cadáveres plebeyos que, a diferencia de Cristo, no resucitarán de entre los muertos en el tercer día.

Respecto a la famosa parábola bíblica, no me convence del todo que sea metafóricamente necesario que el Dios encarne para padecer el martirio como hombre y, de esa manera, salvarnos a todos de la condenación. Pero admito que es una alegoría poderosa, pues sugiere que cualquier hijo de vecino –cualquier hijo de carpintero– puede ser el mesías, el anunciador de la buena nueva.

En cambio, sostengo que los dos ladrones no tenían por qué estar ahí y que llevarlos al baile del vía crucis es tratar a las personas como comparsas, como medios y no como fines. Estoy convencido de que Dimas y Gestas son las verdaderas víctimas de todo este asunto. Daños colaterales de una parábola en la que fueron incluidos sin deberla ni temerla.

Los civiles despedazados en guerras libradas en nombre de la verdadera fe o para salvar a la civilización, los campesinos masacrados por resistirse al despojo, las comunidades arrasadas para abrir paso al progreso no mueren como Cristo. No mueren como Jesús, hijo de Dios, quien sabía por qué se sacrificaba y resucitó en el tercer día. Las víctimas de la civilización sacrificadas en aras del progreso, los corderos de la modernidad mueren como Dimas y Gestas, mueren como los dos ladrones crucificados y apaleados en el monte Calvario. Y su muerte es injusta.

No más Calvarios. No más daños colaterales.