LECTURAS NO AUTOCOMPLACIENTES EN EL FEMINISMO CONTEMPORÁNEO

Existe una lectura canónica en el feminismo contemporáneo. Sus dos momentos principales pueden ser leídos como episodios de lo que, en palabras de Foucault, podríamos llamar una “historia monumental”. En esta versión monumental, teleológica, el feminismo hoy en día ha alcanzado su mejor momento posible. Un primer momento consistió en el reconocimiento de la mujer como ciudadana. En la segunda mitad del siglo XX se dio un segundo momento en el que la figura de la ciudadanía fue criticada al ser asociada con una función excluyente. El telón de fondo de estas críticas fueron un conjunto de cuestionamientos al liberalismo que, en el caso de los estudios feministas, se tradujo en la problematización de la ciudadanía, de ciertos elementos de ella. El llamado post-feminismo, asociado al movimiento queer y al feminismo de la diferencia, comenzó todo al evidenciar la heteronormatividad ligada a la noción de ciudadanía. El feminismo poscolonial y descolonial se encargó de continuar la línea del post-feminismo al poner sobre la mesa, además de la heteronormatividad, su blanquitud y occidentalidad. En los últimos años, las políticas feministas se han volcado hacia una crítica constante de la univocidad implícita en la noción de ciudadanía entendida como identidad, han luchado por el reconocimiento y la defensa de la diferencia sexual, de la diferencia racial y étnica. Lo que habría dado como resultado: una apertura en la dinámica social para la integración de múltiples identidades; una supuesta celebración de la diferencia.

Hay, sin embargo, una lectura menos complaciente, menos interna al feminismo que me parece más útil para mostrar aquello hacia lo que creo conveniente mirar cuando nos situamos desde una perspectiva latinoamericana. Me refiero a la lectura de Nancy Fraser publicada hace tres años en su libro Fortunes of feminism y la manera en que creo que puede vincularse con el trabajo de la hondureña Breny Mendoza en su libro Ensayos de crítica feminista en Nuestra América, publicado en 2014. Lo que busco en este texto es mostrar esa versión otra, alternativa al canon del feminismo mencionado arriba. Para ello haré un breve recorrido por tres episodios, mismos que Fraser denomina un drama en tres actos; posteriormente daré una torsión crítica más para sugerir grosso modo algunos aspectos provincialistas todavía presentes en Fraser.[1] Para ello ocuparé la noción de interseccionalidad propuesta por Breny Mendoza. En la complementación de ambas autoras espero mostrar un posible camino en el feminismo actual en su libro Ensayos de crítica feminista en Nuestra América, publicado en 2014. En la exposición complementaria de ambas autoras espero mostrar un posible camino en el feminismo actual que se aleja de la narrativa triunfalista de la historia monumental, de la que pretendo deslindarme.

Un drama en tres actos

El feminismo cuenta su propia historia como el logro de dinámicas y políticas sociales cada vez más incluyentes. Fraser desconfía de este relato y propone sustituir dicha historia por un drama en tres actos. A continuación presento a grandes rasgos en qué consisten.

Primer acto. Aconteció a finales de los años sesenta cuando una juventud motivada por el rechazo a la guerra de Vietnam y la segregación racial comenzó a cuestionar aspectos de la modernidad. En esa época, varias cosas fueron miradas con desconfianza: el consumismo, la ética de la competencia, la cultura empresarial, la represión sexual, la heteronormatividad, entre ellas. Al irrumpir en la rutina de una política normalizada y naturalizada en la socialdemocracia, nuevos actores sociales ampliaron la escena de los movimientos sociales; el movimiento feminista fue una de sus figuras más visionarias. Podemos sintetizar sus aportaciones diciendo que tenía una preocupación latente por: la búsqueda de la justicia como distribución económica, como una de las principales guías para articular el resto de las demandas. Muchas mujeres cuestionaron las exclusiones de género del imaginario socialdemócrata, problematizaron el paternalismo del estado de bienestar y la familia burguesa, reflexionaron sobre la alianza profunda entre androcentrismo y capitalismo. La politización de lo personal expandió los límites, de la protesta pública se pasó al espacio sexual, familiar y reproductivo -el antes intangible terreno de lo íntimo-. Las autoras en este episodio comprendieron su importancia en la producción del capital a partir del trabajo doméstico; se deslindaron de ser las únicas encargadas de la labor de los cuidados. Su aporte consistió en reconocer y priorizar su papel de soporte en la producción económica a cambio de ningún salario. Esto revolucionó en gran medida la política, cuestionó que ésta fuera sólo comprendida como el lugar de los partidos políticos, el derecho, las instituciones, etc. y dio lugar a análisis complejos sobre lo familiar, el amor, los roles de género, el autocuidado, las dependencias afectivas.

En ese momento del feminismo hubo una relación ambivalente con la socialdemocracia. Por un lado, este primer acto rechazó la tendencia estatalista de marginalizar las injusticias sociales que no se redujeran por completo a asuntos de “mala distribución” (como los asuntos de la vida doméstica o familiar que tanto pensaron las mujeres de la época). Por otro lado, muchas protagonistas de este episodio eran afines o habían sido formadas en cierto imaginario socialista y lo consideraban la base de sus propuestas más radicales. Por tanto, a pesar de su cuestionamiento a aquel estatalismo ciego a los temas de género, tener presente cierto ethos solidario afín al estado benefactor les permitió tener clara la centralidad tanto de la demanda del control del mercado (al reconocer el lugar del trabajo doméstico en la producción) como de la promoción de la igualdad distributiva. La ambigüedad respecto al proyecto socialdemócrata gozaba de un potencial que se ha perdido en posteriores momentos del feminismo, en breves palabras: “la temprana segunda ola del feminismo intentó menos desmantelar el estado benefactor e intentó más transformarlo en una fuerza que podía sobrellevar la dominación masculina.”[2] Esa ola se caracterizó por la aspiración a usar al estado, en aras de un proyecto feminista más que en darle la espalda, la razón principal es el interés por rescatar lo que de seguridad social, distribución y justicia podía ofrecer la institución. Digámoslo así, las preocupaciones eran cómo hacer de dicho estado un estado benéfico también para las mujeres.

Segundo acto. Aparece un imaginario político con un fuerte interés en el tema de la diferencia. Se trata del momento del giro culturalista (llamado así por autoras como Fraser, Benhabib y Linda Alcoff) que abandona las políticas por la igualdad distributiva y las cercanías con el marxismo, propias del momento anterior, para optar por las políticas del reconocimiento. Este feminismo de la diferencia abreva del pos-estructuralismo y reinterpreta de modos diversos a autores como Foucault y Derrida. Para Fraser, el feminismo de la diferencia se quedó atrapado en discusiones sobre la identidad con preguntas guías como: ¿qué es ser mujer? ¿qué exclusiones se fomentan al responder lo anterior? ¿en qué consiste la diferencia de lo femenino?[3]

El segundo acto es el inicio del drama y eso lo podemos entender sólo en contexto. Fraser vincula al origen de las preguntas por la identidad en el feminismo con el afianzamiento de un ambiente conservador en Europa Occidental y Norteamérica que posibilitó ideologías de libre mercado. El inicio del drama comienza cuando el neoliberalismo autorizó un desdén sustancial por la idea de redistribución igualitaria, su efecto fue reconocer la derrota anticipada en los intentos por derrumbar las fuerzas del mercado. Ese feminismo del acto anterior, que había tratado de ver la coexistencia compleja de clase y género, fue cortado de raíz, fue sustituido por uno que gravitó en las nuevas gramáticas de demandas políticas más afines con un espíritu de la época post-socialista. Lo que se perdió con esto fue la capacidad anticapitalista del momento anterior, y peor aun, se perdió la capacidad en el feminismo de ser resistencia. El propósito del segundo acto fue el reconocimiento de las diferencias –me refiero mas específicamente a diferencias de preferencia sexual (en donde se han hecho patentes demandas del movimiento LGBTTTI) y diferencias culturales (en donde ha tomado la batuta el feminismo poscolonial en la línea de los estudios culturales). No es casual que el reconocimiento, esta categoría hegeliana, fuera resucitada para valorar más la diferencia cultural. Las pretensiones de igualdad económica quedaron desplazadas, supuestamente por ingenuas.

Lo anterior significó asumir obsoleta cualquier pretensión de transformación estructural. Ahora era momento de los cambios reales, paulatinos y micropolíticos, todos cercanos a inclusión de las diferencias. Sin afán de sentar en la silla de los acusados a este grupo de estudios interesados en la identidad, Fraser reconoce en este segundo acto una ganancia y una pérdida. La ganancia consiste en la amplitud de la agenda política más allá de las luchas de clase, lo que significó una expansión del concepto de justicia. Por ejemplo movimientos LGBTTI aparecieron como sujetos políticos relevantes, ninguna autora aquí mencionada encontraría deseable descalificar este tipo de logros. La pérdida, que en última instancia es lo que a Fraser preocupa señalar, es que las políticas de reconocimiento han acaparado la imaginación del feminismo, desplazando un imaginario socialista. Lo cual quizá no fue la intención original de dichas políticas, pero sí su efecto.

Lo que le interesa a Fraser es señalar la ironía histórica del neoliberalismo: “En lugar de alcanzar un paradigma más rico que pudiera incluir distribución y reconocimiento, las feministas sustituyeron un economicismo trunco por un culturalismo igual de trunco”.[4]

Tercer acto. La propuesta de Fraser consiste en pensar la posibilidad de que las inquietudes económicas del primer acto se vinculen con las políticas de reconocimiento del segundo. los intereses del segundo. Esto es, que los logros del primer momento de la segunda ola del feminismo (en términos de Fraser, el primer acto de lo que ella ve como un drama) transitaran por las ganancias de los debates sobre la identidad. Esto para ella cobra sentido si pensamos en un feminismo global. En textos como “Re-enmarcando la Justicia Global en el Mundo” o Escalas de Justicia, Fraser desarrolla una teoría de la justicia afín con un feminismo no excluyente y consciente del combate al capitalismo. Esto significa, por ejemplo, que las disputas que usualmente se enfocaban en cuestionar qué es la justicia o cuáles son sus alcances en las comunidades políticas, ahora deben ver las condiciones de posibilidad de esas nociones y alcances así como las condiciones que permiten reconocer a sus miembros. Se trata de pensar lo que está detrás de la aparición de las comunidades en juego. Entonces, en recientes años, su propósito se ha vuelto mostrar que ya no es la sustancia de la justicia lo más relevante, sino su marco y que esto se pone en la mesa cuando se piensa la posibilidad de un feminismo global. En otras palabras, antes de preguntar qué es un mundo más justo para las mujeres, se trata de pensar en las mujeres están en juego, cuáles son los marcos de aparición de esas mujeres y no de otras. En gran medida, su definición de justicia obedece a la preocupación que puso en la mesa el feminismo poscolonial, decolonial y el de la diferencia al crear sensibilidad para reconocer quién es el que cumple con los requisitos para ser considerado ciudadano y quién no.[5]

Sin embargo, cabe preguntar ¿todas estamos hablando de lo mismo? ¿es una teoría sensible a los marcos de justicia lo mismo que una teoría descolonial? En un tiempo en el que los límites estatales se desdibujan ¿cómo fomentar la transnacionalidad en las luchas emancipatorias? Concuerdo con que el tema de un feminismo global es fundamental en la reconstrucción de un proyecto más ambicioso para el movimiento. Pero ¿cómo hacer frente a las innegables asimetrías de poder que ha legado el colonialismo? Me gustaría mostrar un modo de análisis desde el horizonte latinoamericano porque éste brinda un enfoque particular desde el cual es posible complejizar el tercer acto del drama del que he estado hablando.

La interseccionalidad en lo local

Si restamos universalismo al diagnóstico de Fraser y lo contrastamos con el recuento de Breny Mendoza, quien hace una lectura crítica sobre el los debates de este lado del mundo encontraremos una narrativa no triunfalista del feminismo.

En el discurso de izquierda ha sido central la figura del héroe revolucionario, quien entregaba su vida para construir una nueva sociedad. Poco pudieron hacer para cambiar este imaginario las mujeres combatientes y comandantes en las guerrillas centroamericanas o aquellas que se opusieron a las dictaduras militares latinoamericanas de los setenta y ochenta. En el mejor de los casos, las mujeres eran reconocidas como madres, compañeras cocineras o carnadas para conseguir fondos del exterior. Al mismo tiempo, las dictaduras aplicaron una saña inimaginable contra los cuerpos femeninos como advertencia simbólica para mostrar los riesgos de las mujeres al entrar en el terreno político-masculino.

Esta etapa tuvo efectos contradictorios en la conformación del perfil del feminismo latinoamericano. En donde, adelantemos, Mendoza lee un problema. El énfasis por descubrir lo que de político tiene lo personal (la herencia del feminismo anglosajón/francés clásico de los años sesenta, ese que ubicamos arriba como un primer acto) escamoteó en América Latina discusiones sobre la situación del feminismo dentro de la geopolítica del sistema-mundo. Bajo dicho trasfondo, es conocida la década de los noventa por la ONGización del feminismo latinoamericano. Se trató de un intervencionismo en el que fue inyectado financiamiento externo desde agencias internacionales como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Interamericano de desarrollo. Los costos de lo anterior han sido una división irreconciliable, que veo hasta la fecha poco problematizada: por un lado surgió una corriente autodenominada autónoma, defensora de la radicalidad del movimiento, por otro una conocida como la corriente integrada que celebró la incorporación a las ONGs y a las políticas estatales de los asuntos feministas. Elegimos a Breny Mendoza porque su neutralidad respecto a esta discusión le permite ir más allá de las lecturas usuales.

Un asunto recurrente en la obra de Mendoza es criticar la falta de teoría local que permitió al feminismo integrado llegar a colaborar con estados autoritarios por falta de información. Su ejemplo paradigmático es el caso de algunas feministas afines incluso a los programas de esterilizaciones forzadas implementados a indígenas bajo el régimen de Fuijimori en Perú. En ese caso, la participación de mujeres estuvo conformada por ultra conservadoras auto denominadas feministas, encargadas de armar un programa desde varios frentes cuestionable. El ejemplo es un caso extremo que muestra peligros en la negociación con estados neoliberales. En este caso, una falta de sensibilidad a lo racial y a la posición de clase, tuvo altos costos. En casos menos dramáticos, la participación en instituciones, partidos y ONG´s se volvió cuestionable porque las mujeres a cargo no cuestionaron a profundidad los esquemas políticos de los que se volvieron partícipes.

Por otro lado, las posiciones radicales del feminismo autónomo no superaron con creces los errores del integrado. Según Mendoza el feminismo autónomo se agotó en un activismo sólo preocupado por el derecho a tener derechos. Disputas para nada deleznables (porque hay que hacerlas), pero insuficientes si se trata de hacer diagnósticos que permitan reconocer hasta dónde estas disputas por tener derechos, a corto plazo, pueden o no ser estratégicas para enfrentar la condición latinoamericana conformada por fuertes jerarquías raciales y coloniales. La falta de herramientas críticas según Mendoza, hizo que el feminismo latinoamericano hegemónico, en su concepción autónomo e integrado, no reparara en el factor raza y el factor clase. También posibilitó que el feminismo autónomo haya repudiado el estatalismo sin detenerse en construir (a cambio) un discurso para evidenciar la lógica geopolítica que negó del todo.

Hay un punto de coincidencia fuerte entre Mendoza y Fraser del que me gustaría partir. Al igual que Fraser y desde un contexto distinto, Mendoza detecta limitaciones en el paradigma culturalista basado en la escuela francesa, interesado en el reconocimiento. Si Fraser condena el segundo acto del drama que describe, Mendoza tiene varios textos en los que se deslinda del feminismo afín a la teoría francesa. Ella ve en estas interpretaciones teóricas una incapacidad de dar cuenta de los análisis históricos y económicos pertinentes para entender el androcentrismo en América Latina. Quizá lo que me parece más interesante recuperar es la inquietud compartida de Mendoza y Fraser por pensar en marcos de reconocimiento en aras de un feminismo global. Esto es, ambas quieren ubicarse en el tema del reconocimiento pero de forma particular: pensándolo en términos globales y en relación con el capitalismo.

En su texto “Una crítica de los feminismos trasnacionales”, Mendoza brinda ideas al respecto. El contexto entusiasta del Foro Social Mundial (2001) y de la publicación de Imperio de Hardt y Negri fomentó la espera de la organización de un “movimiento de movimientos”. El interés por la universalidad del feminismo se traduce en un proyecto de transnacionalidad. La sororidad ahora tenía el reto de trascender estados nacionales. Para esto se postula indispensable la posibilidad de formar alianzas entre los bandos norte/sur , esto supone que hasta cierto punto hay cierta opresión compartida. Es importante remarcar el cambio de paradigma en el que el interés por un feminismo global descansa. Si el segundo momento del drama en tres actos presentado arriba consistió en un interés por reconocer las diferencias, esta nueva atmósfera propia del tercer momento descrito por Fraser significa una torsión más allá del reconocimiento de la diversidad, creo que haríamos bien en pensar junto con Mendoza la oportunidad de tender lazos desde la opresión común, pero que no haga a un lado las diferencias de clase, ni las de raza o género heredadas por una dinámica colonial.

En ese sentido, las iniciativas recientes de Fraser a propósito del movimiento Anti-Trump se han orientado a buscar un feminismo para el 99%.[6] Buscan una solidaridad más allá del feminismo, más allá de nacionalismos y demás –ismos. Este propósito ha representado la principal fortaleza de la política progresista norteamericana. Sin embargo, si quise traer a Mendoza a la discusión es por las problemáticas que señala. Muchos de sus aportes advierten que los anhelos de transnacionalidad no pueden pasar por alto la condición dispar de los países de Tercer Mundo respecto a los de Primer Mundo. Cuando se piensa en sororidades globales, los anhelos de transnacionalidad resultarán aburdos si no se establecen criterios para reconocer con especificidad ciertas diferencias de opresiones. No cuidar lo anterior puede llevar a casos como: las feministas norteamericanas disputando la posibilidad de estar en el ejército o de tener como ideales a Hilary Clinton o Sarah Palin, el apoyo a la invasión de Afganistán de la Feminist Majority Foundation, estrategia imperialista posterior al 9/11. Estos fenómenos transnacionales de políticas conservadoras fueron planteados como feministas y como globales. Lo anterior nos deja algunas preguntas, no en vano los dos primeros episodios del feminismo presentados por Fraser oscilaban entre: el extremo de buscar la identidad ciudadana o el de cuestionarla por completo bajo el riesgo de que se borre por completo en la diferencia. Los casos anteriores nos llevan a pensar en la necesidad de definir criterios en un mundo sometido a relaciones internacionales y, sobre todo, a reconocer que de la integración a políticas transnacionales no se sigue inmediatamente la sororidad global. Las condiciones para una sororidad global son mucho más complejas que lo que muchas autoras anglosajonas problematizan.

La apuesta de Mendoza es por incentivar reflexiones puntuales sobre lo local, por ello afirma una idea muy polémica para las autoras norteamericanas: “un proyecto crítico feminista transnacional tendrá mayor éxito si se concentra estratégicamente en lo local”.[7] Existen razones de peso que sustentan tal afirmación. Lo que la autora quiere mostrar es que una política transnacional no puede prescindir de una conciencia de la interseccionalidad. Esta noción es ahora el más reciente aporte en numerosos (por no decir casi todos) estudios feministas. El tema de la interseccionalidad aparece en diversos sitios a finales de los noventa. Por ejemplo en Feminist Genealogies, colonial legacies de Jacqui Alexander y Mohanty, publicado en 1997. Es un concepto de uso práctico para analizar omisiones jurídicas y desigualdades concretas. No creo que deba ser leído como una teoría de la opresión en general porque justo su énfasis es en la concreción de las opresiones. Un ejemplo para mostrar a qué nos referimos con interseccionalidad es hablar de la discriminación que sufren las mujeres indígenas. Baste decir que el sector indígena con pobreza más extrema está compuesto por mujeres. Analizar esta situación requiere de reconocer que en ellas convergen, o se intersectan, dos tipos distintos de opresión: el patriarcado y el racismo. Múltiples han sido las lecturas e interpretaciones de dicho tema. La hipótesis de Mendoza es que su asimilación en el feminismo latinoamericano brinda un peculiar aporte porque además de hablar de raza, clase y diferencia sexual, agrega el elemento colonial.[8]

Sobre el reciente feminismo latinoamericano hay una serie de ideas que deseo presentar. Creo que éstas nos acercan a comprender la importancia de volver a reflexiones locales en un proyecto de feminismo global. El capitalismo y el liberalismo no son fenómenos europeos aislados, una lectura crítica de la situación del poder transnacional resulta eurocéntrica si no se integra en ella la historia del colonialismo. Para comprender la situación de las mujeres en el llamado Tercer Mundo, reparar en lo anterior, es sólo el punto de partida. Para el caso concreto que nos atañe aquí, que es el feminismo en América Latina, la situación es especialmente precaria debido a dos lógicas distintas e imbridadas que tendríasmos que comenzar a distinguir: el capitalismo colonial y el tipo de patriarcado que engendra. Gran parte de la izquierda latinoamericana que busca pensar el tema del género transita por dos caminos inconexos: los estudios decoloniales -conscientes de la importancia de pensar el colonialismo- y el feminismo –que usualmente adopta categorías y reflexiones de los la academia anglosajona y la francesa-. No creo en la pureza latinoamericana de los conceptos, simplemente que la adopción sin más de lo producido en estos centros académicos difícilmente podrá explicarnos cuál es nuestra herencia colonial y cómo repercute en los modos de violencia patriarcal. Mi hipótesis es que mientras esta interseccionalidad no se vuelva el centro del activismo progresista (feminista y no) será muy difícil crear coaliciones transnacionales.

Considerar la dependencia que tiene el trabajo libre asalariado con el colonialismo y la privación de derechos políticos en el territorio latinoamericano nos hace reconocer una red de pactos capitalistas en donde la prisa por proclamar una posible solidaridad transnacional peca de ingenua. El trabajo libre asalariado fue históricamente posible por la esclavitud legitimada en la diferencia de raza. Esto se ha trabajado suficientemente en los estudios decoloniales latinoamericanos, especialmente por el giro decolonial. Lo que nos interesa introducir a la discusión es que el patriarcado occidental, ya capitalista, al pasar por la conquista se transforma en un modo particular de dominio más pernicioso que el patriarcado europeo y que la colonia. Observaciones como la de Rita Laura Segato en textos como La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez y Las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres reflexionan sobre la genealogía del feminicidio en América Latina. La crueldad (no sólo aniquilación) con los cuerpos femeninos en América Latina es eco de una historia colonial. En ella criollos, mestizos (incluyo la variedad de castas) e indígenas, al perder privilegios en la conquista de América, buscaron su pequeña parcela de poder aprovechando las jerarquías de género presentes en el mundo occidental y, restando idealizaciones, también en el indígena. El patriarcado se presenta con gran violencia como en pocas regiones del mundo y alcanza todos los terrenos de la vida, tanto pública como privada. (No está de más mencionar el incremento reciente de feminicidios como muestra de lo anterior).

Mi propósito con este texto fue mostrar a grandes rasgos la sofisticación que percibo en una autora que asume su lugar de enunciación. Es decir, a pesar de que Fraser y Mendoza están interesadas en problemas similares, los mismos problemas que subraya Fraser son vistos de manera otra por Mendoza; la razón es que sus locus enunciativos son distintos. Quise mostrar por qué sigue presente en la anglosajona cierto provincianismo al proponer un feminismo transnacional sin reparar en la herencia colonial. La situación geopolítica de Mendoza y otras latinoamericanas permite que sus descripciones presenten mayor riqueza que la noción de transnacionalidad defendida por Fraser. Sostengo lo anterior porque pienso que una política transnacional sólo puede prosperar si se establecen vínculos conscientes entre los distintos tipos de vejámenes que cada sector padece. Considero por ello que Mendoza tiene un punto importante al reparar en las situaciones locales como primer condición para un proyecto global. Lo que está en juego, de fondo, es una noción de universalidad que sugiere un trabajo complejo en el que sólo se alcanza la universalidad si ésta integra las variables de sometimiento en que ha operado el patriarcado en su historia. En ese sentido, comencé este artículo criticando el reciente feminismo triunfalista que ostenta: hemos llegado a un momento de plena incorporación de las diferencias, al que identifiqué con una historia monumental. En contra de esa historia monumental estoy convencida de que hay muchas preguntas por hacer, mucho menos autocomplacientes, por ejemplo ¿cómo integrar lo local para que, fragmento por fragmento, podamos pensar en una universalidad no excluyente?


[1] Con la palabra provincialismo hago alusión al texto Provincializing Europe de Chakrabarty Dipesh y la crítica poscolonial de ciertos autores al occidentalismo universalista presente en todo autor que no pase por teorizar su lugar enunciativo.

[2] Fraser, Nancy, Fortunes of feminism, From State Managed Capitalism to Neoliberal Crisis, VERSO, London, 2013, pp. 4.

[3] Agrego un matiz crítico a la tesis de Fraser, ya que su tesis ha sido motivo de fuertes debates. De inicio creo que su lectura es lapidaria y carente de matiz. En primer lugar, no todo el feminismo que mira la diferencia evita tratar de entender temas más allá de la identidad como la política distributiva, el capitalismo o la historia. Por el contrario, muchos de los movimientos por el reconocimiento de sexualidades diversas son cercanos a proyectos de reformas sociales. El poner la etiqueta de culturalista le ha valido a ella (y a muchas como ella) la etiqueta de tender más al marxismo que al feminismo. En lo que acierta es en reconocer que la integración de la diferencia sexual (por ejemplo, la búsqueda del derecho al matrimonio gay) no significa directamente un embate al capitalismo. Pero el debate es complejo y sigue abierto. En segundo lugar, Fraser tiene una pobre comprensión de la diferencia al asumir a la diferencia como un tipo de identidad, una más correcta interpretación del tema se aproximaría a pensar en que la diferencia es aquella que difiere de sí misma. Esto no es estudiado por muchas autoras que desacreditan rápidamente al llamado post-estructuralismo.

[4] Íbidem, pp 5.

[5] La autora desarrolla recientemente una teoría de la justicia tridimensional que incorpora una dimensión política de la representación más allá de la distribución económica y del reconocimiento cultural. Sin embargo, en esa reciente teoría de la justicia de la norteamericana es en lo que no tendremos oportunidad de detenernos a profundidad.

[6] No es casual que la International Women Strike, el paro de mujeres del pasado 8 de marzo del 2017, haya sido organizado por Fraser, al lado de Angela Davis, Linda Alcoff y Cinzia Arruza. La convocatoria, además de mostrar solidaridad con “Ni una menos” (movimiento en América Latina) se ha vinculado a lo largo de los meses con otros movimientos como COSECHA, o Black Lives Matter, movimientos de migrantes y de minorías raciales, respectivamente.

[7] Mendoza, Breny, Ensayos de crítica feminista en Nuestra América, Herder, México, 2014. pp 313.

[8] La bibliografía relacionada es basta, como introducción al tema sugiero confrontar tres importantes compilaciones: Ed. Espinosa Yuderkys, Gómez Diana, Ochoa Karina, Tejiendo de otro modo: Feminismo, epistemología y apuestas descoloniales en Abya Yala, Universidad del Cauca, Colombia, 2014. Coord. Espinosa Yuderkys, Aproximaciones críticas a las prácticas teórico-políticas del feminismo laitnoamericano, En la frontera, Argentina, 2000. Coord. Márgara Millán, Más allá del feminismo: caminos para andar, Red de feminismos descoloniales, México, 2014.

Bibliografía

Fraser, Nancy, Fortunes of feminism, From State Managed Capitalism to Neoliberal Crisis, VERSO, London, 2013.

Mendoza, Breny, Ensayos de crítica feminista en Nuestra América, Herder, México, 2014.