la emergencia de un intelectual global socialista en los márgenes de Occidente
La Revolución Rusa tuvo hondo efecto en la trayectoria intelectual de José Carlos Mariátegui. Al calor de las noticias de la aventura bolchevique que circulaban planetariamente comenzó a identificarse como socialista. Hasta 1918 había consagrado sus principales esfuerzos como periodista a la crónica local limeña, y la suerte de las clases subalternas apenas si le había interesado. El acontecimiento de octubre de 1917, continuado luego en el viaje que emprendió a Europa en 1919, abrió una hendija que acabaría por trastocar su cosmovisión. Pero la Revolución Rusa no fue para él meramente un proceso que lo capturó para el socialismo. Fue, de modo más amplio y trascendente, el impulso fundamental que lo instaló desde su asiento en Lima en un horizonte de pensamiento y acción eminentemente globales. En 1924, en uno de los múltiples ensayos breves que pueblan su obra, “La mujer y la política”, no dudaba en señalar que “a la historia de la Revolución Rusa se halla, en verdad, muy conectada la de las conquistas del feminismo”.1 Y es que, para quien se impondrá como acaso ningún otro latinoamericano una premisa fundante de su praxis intelectual: la de ser radicalmente contemporáneo a su tiempo, la Revolución Bolchevique funcionó como movimiento de apertura que despertó en él una insaciable vocación de mundo –de sus fenómenos sociales, políticos, estéticos, intelectuales–, que se extinguiría sólo con su prematura muerte, en 1930.
Desde hace tiempo hay consenso en ubicar en la Primera Guerra Mundial y la Revolución de 1917 los eventos inaugurales del siglo XX. En cambio, sólo recientemente se ha colocado en agenda la necesidad de pensar ambos procesos desde una perspectiva en efecto global, capaz de prestar atención al conjunto de resortes y conexiones que los vinculan con hechos, actores e imaginarios de todos los continentes. Paralelamente, en los estudios sobre Mariátegui ha tenido primacía una visión que destaca su función nacionalizadora del marxismo. Según ese prisma, si el autor de La escena contemporánea ha sido consagrado como “primer marxista latinoamericano” (conforme a la exitosa fórmula acuñada por Antonio Melis), ello se debe a la empresa de traducción y aclimatación a las circunstancias peruanas de la doctrina de Marx que llevó a cabo, labor leída a partir del peso que en su abordaje habría tenido la cuestión nacional. Esa premisa orientó la mirada de la más destacada generación de estudiosos de Mariátegui del decenio de 1970 y comienzos del siguiente (en la que sobresalieron los nombres de Melis, José Aricó, Óscar Terán, Robert Paris, Carlos Franco y Alberto Flores Galindo), que fijó claves de lectura que han permanecido incuestionadas por la mayoría de aproximaciones posteriores a su obra.2
Este ensayo se aparta en cambio de esa perspectiva, y ofrece otra visión respecto a la figura de Mariátegui, a mi juicio más fiel a la totalidad de su trayectoria intelectual. La Revolución Rusa significó para el peruano el acontecimiento que lo acercó no sólo a una fe socialista sino, más precisamente, a la adopción de un socialismo de tipo cosmopolita. El advenimiento al poder de los bolcheviques abrió la perspectiva de la revolución global, de la marcha del proletariado internacional, y –como tal– habilitó un campo visual en el que ingresa una multiplicidad de objetos culturales y sucesos políticos de todas las latitudes (a los que aludiría de manera constante en secciones como “Figuras y aspectos de la vida mundial”, la prolongada serie de artículos publicados en el semanario limeño Variedades); y viceversa, en la literatura, el psicoanálisis, el cine y otros fenómenos de la modernidad cultural Mariátegui hurgaría elementos que aportasen claves relativas a la dinámica social y política y a la situación de las fuerzas socialistas. Y todo ello, con relación a un trabajo continuo de esclarecimiento de los elementos emergentes y declinantes de la “época”, noción central para la retícula mariateguiana que tiene en la Revolución Rusa uno de sus acontecimientos fundadores, y que es el escenario donde se fusionan sus afanes socialistas y cosmopolitas.
La emoción de nuestro tiempo
En una de las conferencias pronunciadas en la Universidad Popular González Prada a su regreso de Europa en 1923 –agrupadas luego en el volumen Historia de la crisis mundial–, Mariátegui presentó la Revolución Rusa como el “gran acontecimiento, hacia el cual convergen las miradas del proletariado universal (…) el primer paso de la humanidad hacia un régimen de fraternidad, de paz y de justicia”.3 La aventura bolchevique se ubicaba a la vanguardia de los nuevos horizontes por los que transitaba el mundo. Pero, en un hecho revelador del foco desde el que observaba la realidad, a Mariátegui interesaban menos los avatares rusos en el camino empírico de construcción de una sociedad comunista que los efectos imaginarios –por ejemplo, los que la literatura movilizaba– que el acontecimiento revolucionario había derramado sobre el planeta.
Ese privilegio mariateguiano de la vida de los símbolos hallaría su más resonante expresión en su modulación de la temática del mito, adoptada de la figura que a su juicio ha ofrecido la más sugerente imbricación del marxismo con las corrientes filosóficas antipositivistas y vitalistas contemporáneas: Georges Sorel. En uno de los ensayos breves que agrupó luego en el artículo “La emoción de nuestro tiempo” escribió:
Todas las investigaciones de la inteligencia contemporánea sobre la crisis mundial desembocan en esta unánime conclusión: la civilización burguesa sufre de la falta de un mito, de una fe, de una esperanza (…) Lo que más neta y claramente diferencia en esta época a la burguesía y al proletariado es el mito. La burguesía no tiene ya mito alguno. Se ha vuelto incrédula, escéptica, nihilista. El mito liberal renacentista ha envejecido demasiado. El proletariado tiene un mito: la revolución social. Hacia ese mito se mueve con una fe vehemente y activa (…) La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del mito.4
Sin apelar entonces a la imaginería fantasmática cara al Manifiesto Comunista, la revolución era para Mariátegui una suerte de espíritu que se desplazaba activando y contagiando sujetos y situaciones. La trashumancia de hombres e ideas era para él uno de los rasgos más fecundos de la modernidad. Por caso, en un artículo de 1929 donde se mostraba crítico de los proyectos que “querrían reducir a los judíos a una nación, a un Estado”, en un arrebato declaraba: “El pueblo judío que amo no habla exclusivamente hebreo ni yiddish; es políglota, viajero, supranacional”.5 El socialismo de posguerra por el que Mariátegui apostaba, cargado de acentos vitalistas, neorrománticos y hasta místicos, adquiría la fisonomía de una “emoción religiosa” y se avenía por ello a fluir libremente por todo el orbe.
Pero ese punto de vista encuadrado en un socialismo heroico y romántico –que, como el fascismo en ascenso con el que rivalizaba, declaraba perseguir el principio nietzscheano de “vivir peligrosamente”– se continuaba en ese espíritu inquieto que era el de Mariátegui en la visualización de una miríada de fenómenos culturales que atraían su atención ya porque ofrecían pistas acerca de la crisis civilizatoria en curso, ya porque en sus aspectos renovadores habían resultado ellos mismos portadores de una sensibilidad antiburguesa. Tal es el caso de Isadora Duncan, cuya trayectoria, “aventurera y magnífica”, dibujaba el perfil de “una de las mujeres de cuya biografía el historiador de la Decadencia de Occidente, entendida o no según la fórmula tudesca de Spengler, difícilmente podría prescindir”. En la silueta que esbozaba para sus lectores de la revista Variedades, Mariátegui registraba en la Duncan “una rebeldía tan radical” contra las formas establecidas de la danza (a su juicio, nadie como ella “habría hecho de Rousseau, Withman y Nietzsche sus maestros de baile”) y “sus dos años de experiencia en la Rusia bolchevique”. Y es que, cual solicitaban las vanguardias, Mariátegui elegía leer conjuntamente “su arte y su vida”, para concluir que ambos carriles “habían sido siempre una protesta contra el gusto y la razón burguesas”.6
Pero si, acompasada por la trama comunicacional que construía escenas y figuras de renombre mundial, en esas aproximaciones mariateguianas la presencia envolvente de esa “emoción de nuestro tiempo” cifrada en un horizonte revolucionario proyectaba su luz sobre expresiones de la emergente cultura de masas como Isadora Duncan, habilitaba aún más directamente conexiones con fenómenos sociales y políticos que bullían contemporáneamente. Lo interesante es que en ese camino, el faro que era la Revolución Rusa perdía su gentilicio, y era mera “revolución”. “En el mundo contemporáneo coexisten dos almas, las de la revolución y la decadencia”, escribía Mariátegui hacia 1926 en uno de los primeros números de su revista Amauta.7 En esa deriva, el acontecimiento bolchevique veía borradas sus especificidades de origen, y pasaba a calificar desparticularizadamente toda la época. Y si en su marcha deslocalizada se reinscribía en situaciones singulares, no dejaba de hacer sentir el peso de su potencia universal. “La marea revolucionaria no conmueve sólo al Occidente. También el Oriente está agitado, inquieto, tempestuoso”, sentenciaba Mariátegui al comienzo de la sección de La escena contemporánea dedicada a esa vasta zona del planeta.8 Y también: “La India, la China, la Turquía son un ejemplo vivo y actual de estos renacimientos. El mito revolucionario ha sacudido y reanimado, potentemente, a esos pueblos en colapso”.9
Con este prisma es posible observar que la fuerza antiparticularista de la revolución se hace presente incluso en el lugar que ha servido a la causa de quienes insisten en que Mariátegui expresa paradigmáticamente la tematización de la irreductibilidad de las singularidades americanas: en el tratamiento de los “problemas nacionales peruanos”, en especial en la cuestión indígena. Puesto que si bien en los Siete ensayos nuestro autor escribe que “el indigenismo literario traduce un estado de ánimo, un estado de conciencia del Perú nuevo”,10 también en el mismo libro advierte acerca de “la consanguinidad del movimiento indigenista con las corrientes revolucionarias mundiales”.11 Todavía más, en un artículo publicado en Amauta a comienzos de 1927 escribía que el indigenismo recibe su fermento y su impulso del “fenómeno mundial”. Su levadura es la “idea socialista”, no como la hemos heredado instintivamente del extinto inkario sino como la hemos aprendido de la civilización occidental, en cuya ciencia y en cuya técnica sólo romanticismos utopistas pueden dejar de ver adquisiciones irrenunciables y magníficas del hombre moderno.12
De modo que si una porción del trabajo de Mariátegui (que ha recibido atención privilegiada, pero que forma sólo una zona de su producción madura) está efectivamente orientada a escudriñar las especificidades peruanas, ese enfoque no llega a cristalizar en su obra la defensa de Perú como diferencia nacional. Antes bien, esa tematización es apenas un momento de su reflexión que no se desliga de las dinámicas globales que lo contienen y participan de su configuración.13
Defensa del marxismo
A lo largo de su trayectoria, Mariátegui se muestra constantemente preocupado por precisar los rasgos y contornos de la “época”, una noción omnipresente en la economía de sus textos. Habiendo asumido decididamente que la Gran Guerra y la Revolución Rusa representaban un quiebre histórico que disponía un escenario inédito, el peruano una y otra vez alude a los tiempos nuevos de que era testigo, y que formaban el terreno ineludible donde afincaba sus reflexiones. No por casualidad ya en 1918 la primera revista de orientación socialista que funda y dirige con su amigo César Falcón lleva por nombre Nuestra Época. Desde entonces, esa referencia a un marco temporal englobador se repetirá con abundancia. Por caso, en el prólogo de La escena contemporánea escribirá que los textos allí agrupados “contienen los elementos primarios de un bosquejo o un ensayo de interpretación de esta época y sus tormentosos problemas”; en el ensayo que dedica a Henri Barbusse en el mismo libro dirá que “la verdad de nuestra época es la revolución”; y en “La emoción de nuestro tiempo” señalará que “lo que diferencia a los hombres de esta época no es tan sólo la doctrina sino, sobre todo, el sentimiento. Dos opuestas concepciones de la vida, una prebélica, otra posbélica (…) he aquí el conflicto central de la crisis contemporánea”.14
Embarcado en ese insistente afán por esclarecer las coordenadas epocales, Mariátegui se ocupará continuamente de clasificar los hechos a que asistía entre los que emergían y los que declinaban, entre los que comunicaban lozanía y los que “tramontaban” (un italianismo que utiliza en numerosas ocasiones), entre los que se ubicaban al alba y los que evocaban el crepúsculo. Siguiendo a Sorel, para él la guerra y la revolución habían dislocado el tiempo acumulativo que había sido consustancial a la era de fe en el progreso.15 En una época fracturada, partida en dos, Mariátegui estaba obsesionado con detectar los rostros de lo nuevo. De allí su profundo interés por las vanguardias. Por ejemplo:
Varias fases del arte ultramoderno concuerdan con otras fases del espíritu y la mentalidad contemporáneas (…) El dadaísmo, en el lenguaje ultraísta y extremista que le es propio, arremete contra toda servidumbre del arte a la inteligencia. Y este movimiento coincide con el tramonto del pensamiento racionalista.16
Pero si el dadaísmo era testimonio de la crisis del racionalismo decimonónico burgués, si era “como la música negra, como el box y como otras cosas actuales, un síntoma y un producto legítimos, peculiares y espontáneos de una civilización que se disuelve y que decae”,17 a Mariátegui resultará tanto más atrayente el surrealismo (cuyas estaciones persigue en varios de sus escritos) tanto porque “por su antirracionalismo se emparenta con la filosofía y la piscología contemporáneas” como “por su repudio revolucionario del pensamiento y la sociedad capitalistas”.18
Es ese marco de discernimiento, Mariátegui juzgará necesario salir vehementemente al cruce del libro de Henri de Man Au-delá du marxisme, que hacia 1928 se había posicionado en Europa como un texto influyente que, desde un punto de vista socialista reformista, dictaminaba el agotamiento de la doctrina inspirada en Marx. Si el autor de los Siete ensayos solía adoptar una postura igualmente sumaria a la hora de diagnosticar el carácter caduco o anacrónico de elementos provenientes de periodos anteriores, en esta ocasión procederá a la inversa: en la serie enjundiosa de ensayos breves motivados por el libro de De Man asumirá, desde el proyectado título que debía reunirlos, una posición de “defensa del marxismo”, entendiendo por ello la tarea de desmentir su pretendida inadecuación a la época. Para Mariátegui, tanto la era del socialismo “heroico y creador” inaugurada con la Revolución Rusa como los puentes que Sorel, Breton y otros habían trazado entre movimientos revolucionarios y “filosofías contemporáneas” (vitalismo, antirracionalismo, psicoanálisis…) eran señales evidentes del estado de plenitud del marxismo, que no encarnaba ya la matriz economicista ciega a los problemas de la subjetividad que sesgadamente quería ver De Man. Muy al contrario, en esos textos Mariátegui se esmera en mostrar las afinidades entre Freud y Marx, al tiempo que invita a concluir que “Lenin nos prueba, en la política práctica, con el testimonio irrecusable de una revolución, que el marxismo es el único medio de proseguir y superar a Marx”.19
¿Pero en qué lectores pensaba el autor al intervenir contra el libro que, traducido rápidamente a varios idiomas, se situaba a finales de la década de 1920 a la cabeza de la polémica mundial antimarxista –al menos la atendida por las izquierdas–? En contadas ocasiones Mariátegui brinda referencias incidentales relativas al público concreto que imaginaba para sus textos (sea la vanguardia del proletariado peruano, sea el más amplio y genérico campo que consumía semanarios de actualidad como Mundial o Variedades). Pero lo interesante de Defensa del marxismo es que allí se manifiesta ejemplarmente una actitud habitual de su escritura madura: la de suponerse de modo imaginario en diálogo con un público mundial. En su reciente libro Deseos cosmopolitas. Modernidad global y literatura mundial en América Latina, Mariano Siskind establece que las intervenciones de la franja de intelectuales y escritores latinoamericanos cosmopolitas se hilvanaron sobre la base de “una fantasía omnipotente (una escena imaginaria que ocupa el lugar de lo real, de acuerdo con Lacan), una fantasía estratégica y voluntarista”.20 Pasando por alto su ubicación geopolítica periférica, el sujeto cosmopolita latinoamericano construye la ficción de un espacio cultural horizontal y global sobre el que inscribe su discurso en ignorancia de su condición marginal. De modo análogo a los casos estudiados por Siskind –y con marcado énfasis voluntarista–, en su producción textual Mariátegui actúa como si el mundo fuera un espacio liso, como si pudiera efectivamente participar desde la esquina excentrada del planeta que es la ciudad de Lima en la “conversación global” con lo más actualizado y vanguardista de la cultura marxista de su tiempo.21 Por supuesto, el peruano es consciente de las iniquidades y fracturas de la mundialización política y cultural a que asiste, pero subráyese que en su obra se muestra mucho más atento a las coordenadas temporales que a las espaciales. Dicho de otro modo, a Mariátegui interesa mucho más la diferencia epocal que la geográfico-cultural (sobreestimada por la mayoría de los estudiosos de su obra). En definitiva, esa postura del intelectual peruano acabó siendo enormemente productiva. A distancia de la habitual e infértil posición del nacionalismo y el latinoamericanismo de queja y denuncia de los desniveles y las jerarquías del mundo (a menudo vehiculizada a través de distintas formas de antiimperialismo cultural), en su diálogo imaginario con materiales políticos y culturales de todo el mundo Mariátegui acabó produciendo una de las obras más originales e incisivas ya no sólo del marxismo latinoamericano sino de la entera historia intelectual del continente en el siglo XX.
A modo de cierre
Muchas veces se ha destacado el carácter heterodoxo del marxismo de Mariátegui. Pero no ha sido tan usual vincular ese sesgo a sus disposiciones cosmopolitas, a su vez conectadas –según he tratado de sugerir en este ensayo– al modo en que la Revolución Rusa lo orientó no sólo hacia el socialismo sino, más en general, a inscribir su praxis intelectual en contacto permanente con los materiales políticos y culturales de una época de acelerada mundialización. Mariátegui fue antes un socialista cosmopolita que un internacionalista (aun cuando algunos de sus textos sugieran lo contrario), y en parte debido a ello demoró en entrar en contacto con la iii Internacional, y cuando lo hizo nunca aceptó encuadrarse en su seno. Esa inclinación le permitió no solamente mantener una autonomía intelectual que quiso defender frente al proceso de rigidización del comunismo internacional (que en América Latina apenas comenzaba a desarrollarse cuando Mariátegui murió, en 1930). Más en general, su cosmopolitismo pareció asimismo satisfacer una intuición suya, relativa al modo en que la causa de la revolución mundial podía captar la atención y la simpatía de públicos más amplios a través de artefactos culturales como la prensa, las artes o la literatura. Su praxis intelectual puede verse así como una pedagogía en sentido doble: por conectar a su público con objetos de la cultura global que podían ampliar el horizonte geográfico de sus lectores y sensibilizarlos acerca de situaciones distantes en las que tenían también lugar batallas por el futuro del mundo; y por destilar, a través de esas referencias, orientaciones socialistas y de clase. En suma: en la trayectoria intelectual de Mariátegui, socialismo y cosmopolitismo se reenvían y refuerzan.
La clave a través de la cual hemos recuperado a Mariátegui en este artículo, además de ajustarse más fielmente a su derrotero intelectual, contribuye a iluminar la tradición del socialismo cosmopolita en América Latina. Una tradición que, no por minoritaria, dejó de tener un papel importante en la cultura de izquierdas del continente, y que deberá ocupar por fuerza un lugar de peso en cualquier proyecto de socialismo del siglo XXI que pueda vertebrarse.
1 José C. Mariátegui. “La mujer y la política” [1924], en Temas de Educación, ahora en Mariátegui total (en adelante, mt), Lima, Editora Amauta, página 398.
2 En esa constelación de mariateguistas, el privilegio de la temática nacional supo ser más acusado en unos (Aricó, Terán, Flores Galindo, Franco) que en otros (Paris y Melis). En ulteriores asedios a Mariátegui, algunos de esos grandes estudiosos –ejemplarmente, Óscar Terán– desplazaron ese eje de sus consideraciones, ofreciendo interpretaciones próximas a la seguida en el presente texto.
3 José C. Mariátegui. Historia de la crisis mundial, ahora en MT, Lima, Editora Amauta, página 861.
4 José C. Mariátegui. “La emoción de nuestro tiempo” [1925], ahora en MT, páginas 497 y 499.
5 José C. Mariátegui. “La misión de Israel” [1929], ahora en MT, página 1221.
6 José C. Mariátegui. “Las memorias de Isadora Duncan” [1929], ahora en MT, páginas 593-594.
7 José C. Mariátegui. “Arte, revolución y decadencia”, en Amauta, número 3, Lima, noviembre de 1926, página 3.
8 José C. Mariátegui. La escena contemporánea [1925], Lima, Editora Amauta, 1959, página 190.
9 Mariátegui. “La emoción de nuestro tiempo”, páginas 500-501.
10 José C. Mariátegui. Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana [1928], México, Era, 1993, página 299.
11 Mariátegui. Siete ensayos, citado en Robert Paris. La formación ideológica de José Carlos Mariátegui, México, Pasado y Presente, 1981, página 184.
12 Citado en Óscar Terán. “Amauta: vanguardia y revolución”, en Prismas. Revista de Historia Intelectual, número 12, Buenos Aires, 2008, página 182.
13 En el mismo célebre editorial de Amauta donde Mariátegui escribe que el socialismo en Perú debía evitar ser “calco y copia”, se lee lo siguiente: “La revolución latinoamericana será nada más y nada menos que una etapa, una fase de la mundial. Será simple y puramente la revolución socialista”. Y luego: “El socialismo no es, ciertamente, una doctrina indoamericana (…) Es un movimiento mundial, al cual no se sustrae ninguno de los países que se mueven dentro de la órbita occidental. Esta civilización conduce, con una fuerza y unos medios de que ninguna civilización dispuso, a la universalidad. Indoamérica, en este orden mundial, puede y debe tener individualidad y estilo; pero no una cultura ni un sino particulares”. Confer “Aniversario y balance”, en Amauta, número 17, septiembre de 1928, páginas 2-3.
14 Mariátegui. La escena contemporánea, páginas 11 y 158; “La emoción de nuestro tiempo”, página 495.
15 Óscar Terán. Discutir Mariátegui, Puebla, BUAP, 1985, página 72.
16 José C. Mariátegui. “El expresionismo y el dadaísmo” [1924], ahora en MT, páginas 573-574.
17 Ibídem, página 573.
18 José C. Mariátegui. “El grupo suprarrealista y Clarté” [1926], ahora en MT, página 564.
19 José C. Mariátegui. Defensa del marxismo, Santiago de Chile, Universidad de Valparaíso, 2015, página 81. El ensayo citado de ese libro es de 1929.
20 Mariano Siskind. Deseos cosmopolitas. Modernidad global y literatura mundial en América Latina, Buenos Aires, FCE, 2016, página 19.
21 Para señalar otro ejemplo, algo similar ocurre en el seguimiento que Mariátegui hace del itinerario de las vanguardias, en especial del surrealismo. Así, en el “Balance del suprarrealismo” que escribe en 1930, poco antes de su muerte, discute en un plano imaginario de igualdad con Breton y sus seguidores acerca de las novedades del movimiento.