Incluso para los que no estuvieron atentos, los últimos seis años degradaron nuestra vida en la ciudad: se gobernó como se reparte un botín. A nuestro alrededor surgieron cientos de edificios de departamentos que costearían sólo quienes ya tienen uno o dos en Miami. Los espectaculares surgieron donde antes había árboles: los centros comerciales con las mismas ocho empresas se concentraron hasta tres en la misma cuadra. El defe dejó de tener esa manufactura colectiva de dimensiones afectivas para convertirse en una marca comercial impronunciable: Cdmx. Dice mucho de la idea de ciudad de quienes lo inventaron: unas siglas que ahorran tiempo para escribirlas en un mensaje de texto. Es la ciudad privatizada que no se siente ni tiene historia. Es Oxxo Town. Se privilegiaron las inmobiliarias, las franquicias monopólicas, los automóviles por sobre la gente. Para estos funcionarios que creen que gobernar es administrar para sus socios, resultamos todos una pérdida de tiempo, lo que tardamos en decir palabras inútiles como “Ciudad de México”, “México-Tenochtitlán”, “La región más transparente del aire”.
Con la misma superficialidad, la de las siglas, tomaron la cultura. Se apropiaron de los espacios públicos, incluido el Zócalo, como no se veía desde 1968. Ocupado por los granaderos y tanques del ejército en exhibición intimidatoria, el 11
de octubre de 2013, Paco Taibo, la Brigada para Leer en Libertad y los lectores tuvimos que cercar a los policías con libros para que se diera el gentil permiso para hacer la Feria del Libro del Zócalo. Y el 20 de noviembre del siguiente año, la policía embistió a los manifestantes que pedíamos la aparición de los 43 de Ayotzinapa; era una marcha que encabezaban papás con carriolas. A partir de esa fecha en la que un gobierno electo se convertía en represor de las libertades, empezamos a ver cómo el zócalo era un patio de recreo para los servidores públicos: pistas de automóviles de carreras, exposiciones de los logros del gobierno y más tanques del ejército como supuesta exhibición.
Esa privatización se dio en muchas de las delegaciones que fueron repartidas, también, como resultado de un despojo. Se dio en la concesión de los teatros propiedad del gobierno a una sola compañía de televisión. Se dio en la desaparición de casas de cultura, talleres de artes, centros culturales independientes para dar paso a los Starbucks, 7 Eleven y los condominios cuyos habitantes ya no necesitan salir porque cuentan con bancos, cines, y albercas.
En esta administración del saqueo desapareció el Foro Shakespeare para dar su lugar a un edificio. En esta administración de la rapiña, museos y residencias de escritores son vistos como probables oficinas de campañas electorales. Esta administración del despojo, los cines ya pertenecen a una sola distribuidora con la misma película en todos los horarios.
La infraestructura de la ciudad es mucho menor hoy que hace seis años. Es la monotonía de la especulación inmobiliaria. La insistencia uniforme del dinero fácil. La ciudad se redujo a unas siglas impronunciables; el tedio trató de aliviarse pintándolas de color rosa.
Hay que regenerar la ciudad. Es momento. Hay que hablarla, pronunciarla, sentirla, y pensarla. No basta administrarla, bien o mal, con mala o buena intención, con conflicto de intereses o cero corrupción. No se trata de presentar como futuro un presente mejorado. Hay que rescatar el porvenir. Es una condición esencial del cambio político.
Se tiene fe en el futuro precisamente cuando se encara el presente en sus rostros más abominables. Hay esperanza sólo en la acción. La esperanza es no sólo un estado de ánimo sino una disposición con un compromiso para actuar. Más relacionado con la confianza que con la esperanza, el optimismo no sirve para actuar. Es más bien la esperanza en el sentido trágico. En el tipo de tragedia en que sobrevive algo de una catástrofe general y frente a la que hay que tener valor, sin importar si ese valor rinde frutos o no. Buena parte del desastre que dejó la administración de la ciudad como botín fue la falta de esa idea de porvenir. Sin él, sólo se manejó lo que había. Y, además, fue saqueado.
Se hace historia sólo cuando excedemos la pura necesidad. De esa forma se hace la cultura. Es enunciar la enfermedad, pero también nuestros deseos de curarnos. Hacer historia es precisamente lo contrario del pragmatismo, del cálculo banal entre costo y beneficio. Es no preguntarse, como hacían los diputados constituyentes de los Partidos Revolucionario Institucional y Acción Nacional, hace un año, cuánto cuestan los derechos. Es no tratar, como se hizo en ese constituyente, intercambiar libertades a cambio de derechos, la educación por el matrimonio gay, el agua por la renta básica. Hacer historia es no dar más importancia a la necesidad de lo que la necesidad necesita.
Podemos aquí enumerar lo que falta para regenerar nuestra posibilidad para pronunciar los deseos colectivos: propuestas culturales en lugares que no sean el corredor centro-sur; abrir el Zócalo para los libros, el cine, el teatro y la música; contar con muestras internacionales gratuitas de cine y de música –el colmo: el único espacio de reunión masiva de los jóvenes, un concierto caro y patrocinado por una cerveza–; el seguro médico para los trabajadores del arte; la cultura como regeneradora de las comunidades frente a la violencia y la pobreza; dejar de tratar los espacios alternativos como establecimientos mercantiles; abrirse a todo lo que no tenga un canal comercial o monopólico; imaginar, imaginarnos como una ciudad donde la utopía más generosa, la que incluye a todos, es la educación, no sólo la escolar, la de las aulas, sino la del ambiente, las plazas, la cultura que proviene de esa transparencia del aire. Vernos trayendo el futuro al presente como si todo lo que hiciéramos en colectivo pudiera tener siquiera un rasgo de lo eterno.
Lo sustancial es que la esperanza nos ponga en acción. Enunciar un porvenir largo, duradero y memorable como el nombre mismo de este lugar en que nacimos, donde aún existen nuestros antepasados. El dilatado y extenso nombre de “La ciu-dad de Mé-xi-co”.