CINISMO ESPONTÁNEO, JUSTICIA E INJUSTICIA

Yo declaro que la justicia no es otra cosa
que la conveniencia del más fuerte.
Trasímaco, en La república de Platón

I

Constantemente, Bolívar Echeverría refería que la actitud filosófica del siglo XXI era de un peculiar cinismo. Lejano de la desestructuración personal y, en consecuencia, social de los viejos canes –pues vivir cínicamente era, según etimología, vivir como un perro–, ahora esta actitud sería radicalmente distinta. Expuesto a todas las vicisitudes de la perra vida domesticada, pues no sólo domestica el hogar, sino sobre todo la polis, la urbe, la ciudad, el viejo cínico, sin embargo, intentaba llevar un vida frugal, silvestre hasta donde es posible, feliz e incluso agradecida.

La actitud central del cinismo no era la irresponsabilidad sino la ironía. Vivir en este culebrero y querer vivir. Así, el cínico, ya despojado de gran parte de sus maneras naturales, como ha sido despojado el perro doméstico, no duda en hacer saltar la vida de vez en vez.

La harapienta –pero sagaz y potente– ironía se practica cotidianamente contra todos y todas –parte de la premisa de que nunca hay que dejar de pensar y actuar sistemáticamente contra nosotros mismos–. Sin embargo, también puede alcanzarse por el desplante violento y sucio; o por el autoescarnio y la burla de sí. Finalmente, la antigua figura cínica es no sólo la conciencia de ser un animal domesticado por la civilización sino, aún peor, de ser consciente de que ese animal quiere domesticar todo.

Este cinismo irónico oculta audazmente una creencia positiva: la vida humana es falsa y pasajera. No habría por qué no mostrarlo de vez en vez. Tan sólo como un incómodo recordatorio de la vanidad de vanidades que encierra y constituye lo humano.

Shakespeare diría muchos siglos después de los primeros cínicos: “La vida es un cuento contado por un idiota, llena de ruido y de furia, pero sin ningún sentido”. No muy lejos de él, Hume decía algo similar, algo que Borges solía repetir: “El mundo es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto”. Pero fue siglos después que Marx describió dónde estaba ese sentido perdido: “El dinero mismo es la comunidad, y no puede tolerar otra comunidad superior a él”. La modernidad europea está plagada de estas referencias que, en el fondo, indican una presunción radical: lo humano, si bien falso, no es pasajero. Su constitución de la vida supone la constitución rectora y final en este mundo.

Las consecuencias de esta creencia, practicada día tras día, son muchas; para el tema de la justicia son inmensas. Forman, según Echeverría, un nuevo cinismo, un “cinismo espontáneo”. Tal práctica no es racional e irónica, ni social-natural, alcanzada por empatía y representación teatral de la forma animal. Central de esta actitud es un hecho, lo enuncia así Echeverría: “La acción buena en medio de un mundo injusto ya no puede reafirmarse”.

Si esto es correcto, entonces el “estado de justicia”, un espacio de igualdad de oportunidades y derechos, nos recuerda el autor de Las ilusiones de la modernidad, fue ya desterrado del futuro. ¿Por qué? ¿Por qué ya no se puede afirmar una acción buena en un mundo esencialmente injusto y por qué la justicia no acontecerá en ningún futuro posible? El argumento es el siguiente: el tipo de ser que ha configurado la modernidad capitalista no tiene un espacio planetario capaz de sustentar su existencia. Escribe Echeverría: “El planeta sólo parece admitir como sustentable la existencia de un mundo para pocos; la injusticia, es decir, la marginación o incluso el exterminio de ‘los otros’ parece una ‘condición técnica’ de la reproducción del mundo moderno”. Echeverría va más allá: el cinismo espontáneo implica no sólo contar con la existencia inextinguible de lo injusto sino, incluso, desear esa injusticia, ser partícipe de una ‘voluntad de injusticia’ inscrita en el propio mundo de la vida”.

Su diagnóstico negro y pesimista de la vida parece además un retrato del presente: “reprimitivizada, al cerrarse en torno al monopolio de la innovación tecnológica y de los recursos no renovables, la economía globalizada de un planeta de fuerzas productivas hiperdesarrolladas, tienen un efecto paradójico sobre la vida que los seres humanos pueden llevar a gracias ella: la ‘realdeaniza’, hace que nuevamente las razas, las religiones, las naciones, las regiones deban temer por sus ‘identidades’ y se enfrenten entre sí para salvaguardarlas”.

Primitivos y aldeanos por efecto del hiperdesarrollo tecnológico, y no por la relación de reciprocidad con la tierra, la vida animal y la naturaleza como lo fuera el hecho primitivo y lo encarnara la idea espacial de la vida aldeana, el ser humano del siglo XXI emerge, el actual presidente de Estados Unidos de América no me dejará mentir, como el neobárbaro que posee todas las tecnologías imaginables.

Del otro lado, los espíritus reflexivos e ilustrados no pueden escapar del apocalipsis glo-cal. Sigue Echeverría: “La gigantesca ‘tribu’ de nosotros, los modernos, debe afirmarse así frente a los otros, los prescindibles: los premodernos, los posmodernos y los modernos a medias. La injusticia de que ellos son víctimas en su relación con nosotros es una injusticia que nosotros, si queremos vivir como vivimos, debemos, cínicamente, desear y defender”.

Este cinismo no es racional; por eso nadie reconocerá que forma parte de esa tribu moderna que defiende y desea la injusticia para mantener su forma de vida. Ahí radica su espontaneidad, se da en el trato cotidiano con la mercancía, con el flujo que inyectamos al capital, con nuestras configuraciones de la vida privada, la propiedad, la pertenencia racial y clasista; en suma, con nuestro mapamundi: el mercado y las formas de valorizar y relacionar prácticamente todo a partir del dinero y el crédito. Es un comportamiento cínico que no denuncia o ironiza sino que, de forma súbita y espontánea, reafirma el curso de la vida en el capital.

II

El contexto de todas estas ideas es una breve reseña de Echeverría sobre una obra de Luis Villoro, El poder y el valor. El filósofo ecuatoriano lo considera “uno de los libros más importantes salidos de las prensas mexicanas en el último decenio del siglo” XX. Esencialmente, Echeverría concuerda con una idea de Villoro: la única posibilidad de entender y salir de la situación descrita es a partir de una “ética disruptiva”. Señala que comparte “plenamente la idea de Luis Villoro de que, en la historia que nos ha tocado vivir, el momento ‘disruptivo’ es el eje de todo comportamiento moralmente válido”. Así, recuerda que para el zapatista la única ética válida es la que promueve una política de disrupciones. Pienso: de rupturas, fracturas, confrontación, pero desplegada como una política. Por ello, Echeverría acentúa que lo importante en este trabajo de Villoro es insistir y plantear “una teoría de los valores éticos, una teoría de la política y una teoría de la relación entre ética y política”. Sin embargo, indica Echeverría de forma sutil, ajustado “a la tradición más tolerante acerca de Marx dentro del ámbito de la filosofía política anglosajona […]”, Luis Villoro se queda corto. Construye un Marx “esquizoide” y pierde de vista al del discurso crítico, uno “que ‘narra’ la realidad moderna como constituida esencialmente por una contradicción y un conflicto ‘superables’, y practica su narración como un momento de la superación” de éstos.

Por el contrario, Bolívar Echeverría ve en El capital, de Marx, “una base de sustentación difícil de rebatir” de la ética disruptiva, justamente porque actúa como una política de ruptura de la propia discursividad contradictoria del capitalismo. En la forma múltiple del relato, la narración, el discurso o la oralidad crítica y, sobre todo, en la propia práctica crítica, muy similar al primer cinismo, el esclavo, su tratante en el capitalismo, podría desactivar el dispositivo contradictorio del capital, dice Echeverría, “a fuerza de intentar vencerlo”.

Intuimos lo siguiente: el capitalismo no será vencido, pero confrontarlo permanentemente supone condición necesaria para desactivarlo.

En otra pequeña reseña, ahora sobre un libro de Federico Álvarez, Echeverría vuelve a la misma idea: “La modernidad venida abajo es la modernidad capitalista. Una modernidad que para actualizar sus posibilidades de afirmación y desarrollo debió, contradictoriamente, negarse a sí misma como promesa de abundancia y emancipación”. Y continúa su reflexión respecto a lo complicado de pensar con herramientas y tecnologías no penetradas por la propia gramática e ideografía del capital: “[…] el primer intento de pensar a la intemperie, intento magistral del que apenas comenzamos a aprender, es el de la ‘crítica de la economía política’ que Marx trazó en El capital como primer paso de la crítica implacable de todo lo establecido”.

En este contexto, la idea de justicia deberá ser repensada en totalidad, pero –además– puede ser pensada nada más en su despliegue de confrontación y disrupción frente al capitalismo. No es ya una idea que tenga fundamento metafísico o posible elaboración simplemente racional. Por el contrario, lo justo es ya una idea informe que se construye sólo a partir de la irrupción y ruptura política que, a su vez, traza un camino profundo y largo, algunas veces, o corto y superficial, en otras, hacia una forma ética que, también, está en relación y conflicto con otras formas ético-políticas de lo justo.