La comuna americana

“¿Qué es la Comuna, esa esfinge que tanto atormenta los espíritus burgueses?” se pregunta Karl Marx en La guerra civil en Francia. Para el caso de la Comuna de París, que duró apenas 71 días entre el 18 de marzo y el 28 de mayo de 1871, Marx parece tener una respuesta. “He aquí,” escribe en su texto para la Asociación Internacional de Trabajadores, “su verdadero secreto: la Comuna era, esencialmente, un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del trabajo.”1 Lo que pasó, según Marx, es que al no decidirse a marchar sobre Versalles para acabar con el régimen del Imperio, el gobierno obrero permitió que las fuerzas reaccionarias se reorganizaran para ahogar la Comuna en un baño de sangre. Por eso Marx criticaba tan duramente a los organizadores de la Comuna, aún cuando a nivel teórico les daba su apoyo incondicional. Además de presentar la forma política para llevar a cabo la emancipación obrera, la Comuna de París le sirvió también a Marx como modelo de un nuevo tipo de Estado, el cual empezaría a funcionar como no-Estado. En este sentido, como luego recalcara Friedrich Engels en su prólogo para el vigésimo aniversario de la Comuna, ésta encarnó momentáneamente el ideal de lo que en la tradición ortodoxa se conoce como la dictadura del proletariado: “Pues bien, señores, ¿quieren saber qué cara tiene esta dictadura? Miren a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!”2

En años más recientes, sin preocuparse demasiado ni por la ortodoxia marxista ni por el chauvinismo republicano francés, investigadores como Kristin Ross han empezado a revelar una cara internacional mucho más abierta y centrífuga de la Comuna. Marx aludía ya a esa tendencia expansiva cuando indicaba que la forma de la Comuna no sólo habría de gobernar en toda Francia, sino que también podría servir de modelo para el resto del mundo. Siguiendo estas sugerencias en su libro reciente, Lujo comunal: El imaginario político de la Comuna de París, Ross enriquece todavía más el panorama internacionalista de esa “forma política perfectamente flexible” que, en palabras de Marx, fue la Comuna. Si la virtud fundamental de la Comuna de París consistía en su simple existencia, Ross muestra cómo el sueño de una reconfiguración igualitaria de la vida cotidiana, entre comunista y anarquista, se difundió globalmente–desde la Rusia populista, vía Gran Bretaña y Escandinavia, hasta los Estados Unidos de América.3

Aún en la mirada centrífuga, sin embargo, el referente emblemático para hablar de la comuna sigue siendo el ejemplo heroico de los obreros masacrados en París. Y el libro de Ross, al menos en su traducción española, lleva todavía la bandera francesa en su portada, en vez de la bandera roja que para orgullo de Marx los communards en 1871 hicieron ondear sobre el Hotel de Ville de París. Pero no se trata tan sólo de una cuestionable decisión editorial. La centralidad del caso parisino en el imaginario político de la izquierda comunista y anarquista–incluyendo en el debate emergente entre los seguidores de Marx, Blanqui, y Bakunin–constituye un factor determinante en casi todas las discusiones sobre la idea de la Comuna tanto en Europa como en Estados Unidos.

Aún cuando se tracen lazos con la Revolución de Octubre en Rusia o con la Revolución Cultural en China, suele hacerse tomando como punto de referencia el caso de la Comuna de París. Por ejemplo, Alain Badiou nos recuerda en su Teoría del sujeto cómo Lenin bailó sobre la nieve cuando el poder de los bolcheviques había rebasado los 71 días de la Comuna: “Así, el partido bolchevique de Lenin es, ciertamente, el portador activo de un balance de los fracasos de la Comuna de París. Lo que Lenin sella al bailar sobre la nieve cuando se mantuvo el poder en Moscú en 1917 un día más de lo que se había podido en París en 1871. Es la ruptura de Octubre la que periodiza la Comuna de París, dando vuelta una página de la historia del mundo.”4 Y el filósofo francés, en textos más recientes, interpreta también la toma de poder conocida como la Comuna de Shangai en 1967 según las pautas establecidas más de un siglo antes en París: “Esta ‘toma de poder’ […] se inspira–como ya lo hacía la circular en 16 puntos–en un contramodelo absoluto del Partido-Estado: la coalición de organizaciones dispares que constituía la Comuna de París, y de la que ya Marx había criticado la ineficaz anarquía.”5

Curiosamente, ninguno de esos autores menciona la existencia de una larga tradición de rebeliones comuneras en el Nuevo Mundo. De este modo, la discusión deja dos grandes lagunas–una geopolítica y la otra teórica–no sólo en la lectura de los textos marxistas sobre la forma-comuna sino también en la comprensión conceptual más amplia del fenómeno de la comuna, la comunidad o la comunalidad.

Consideremos por ejemplo el siguiente fragmento de la crónica indígena sobre la conquista de Tenochtitlan, recopilada a mediados del siglo dieciséis en una edición bilingüe español-náhuatl por Bernardino de Sahagún en su Historia general de las cosas de Nueva España y vuelta a traducir cuatro siglos después desde el original nahua como parte de la famosa antología La visión de los vencidos. He aquí una parte de lo que los informantes le comunicaron a Sahagún acerca de la matanza del Templo Mayor del 22 de mayo de 1520:

Pues algunos intentaban salir: allí en la entrada los herían, los apuñalaban. Otros escalaban los muros; pero no pudieron salvarse. Otros se metieron en la casa común: allí sí se pusieron en salvo. Otros se entremetieron entre los muertos, se fingieron muertos para escapar. Aparentando ser muertos, se salvaron. Pero si entonces alguno se ponía en pie, lo veían y lo acuchillaban.6

Lo que el especialista Ángel María Garibay aquí traduce como “la casa común,” y que Sahagún había traducido como “las capillas de los cúes” (o templos) de los tenochcas, en la versión nahua se dice “calpulco,” o sea, el lugar del “calpulli,” término que a su vez suele traducirse como “barrio,” “vecindad” o–en el caso de Sahagún–“parroquia.” Mucha tinta se ha vertido luego entre historiadores y antropólogos para definir la naturaleza exacta del calpulli, sobre todo a partir del texto Relación de la Nueva España de Alonso de Zorita, quien lo defiende como un régimen comunal cuyas costumbres podrían servir de palanca y contraste para combatir los abusos del poder colonial en México. Pero ¿no podríamos pensar en el calpulli como “comuna,” del mismo modo en que los especialistas decidieron hablar de “casas comunales” para designar el lugar donde se reunía la gente de los barrios o vecindades en la antigua Tenochtitlan? ¿No podríamos introducir un importante cambio de perspectiva en la mirada historiográfíca y geopolítica sobre la comuna si empezáramos por ver en la historia de la conquista y la colonización una larga crónica de destrucción y sublevación de la comuna en América? ¿No deberíamos comenzar reflexionando sobre la “sincronía asincrónica,” para usar la expresión de Ernst Bloch, de la entrada violenta de las tropas de Hernán Cortés en Tenochtitlan con el levantamiento de las “comunidades” de Castilla contra Carlos V, del otro lado del Atlántico? Esta rebelión llevó al uso de la palabra “comunidades” como sinónimo de “levantamientos”: así la usa Sancho Panza en el Quijote y así también se verá obligado a registrarla el Diccionario de la Real Academia Española.

Marx conocía bastante bien la historia de los comuneros de Castilla. En sus textos periodísticos sobre España revolucionaria, habla del episodio de 1520-1521 aunque rápidamente lo descarta, ya que para él representa poco más que la prueba del poder ascendente de la burguesía en busca de nuevos feudos. Y así, también, en diferentes notas a pie de página añadidas al Manifiesto comunista, Engels definiráel uso tradicional de la expresión de las comunas, aunque sin mencionar el mundo hispanohablante. Pero el hecho es que en el transcurso de los siglos desde la Conquista, el Nuevo Mundo vería una notable explosión de rebeliones indígenas en contra del poder colonial español, las cuales muchas veces se designaron explícitamente como comuneras–desde los Andes hasta Nueva Granada. Y, a finales del siglo diecinueve, podemos decir que empieza a haber una cierta confluencia entre esa tradición comunera anticolonial, propia del Nuevo Mundo, con el imaginario de la Comuna de París.

Así, en 1874 en la Ciudad de México, empieza a publicarse un periódico llamado primero La Comuna y luego La Comuna mexicana, cuyo primer número contiene el siguiente discurso programático de un viejo communard exiliado:

La Comuna vive en Francia como en México, en los Estados Unidos como en Alemania, en China como en Arabia; pero es preciso que nos reunamos todos los hombres de buena voluntad para trabajar por la consolidación de nuestros principios, para que se levante un nuevo Koszciusko para la emancipación de Polonia, un Kosuth para la libertad de Hungría; otro O’Conell para arrebatar a Irlanda de las garras del león británico; un nuevo Garibaldi para proclamar la república italiana; otro Céspedes para independer las Antillas; un hombre grande para cada idea, un Cristo político y religioso para redimir de nuevo al mundo; para borrar las fronteras entre los pueblos; para demoler los tronos de los reyes; para cambiar en ósculos de paz las frases de odio; para sustituir la tea con la antorcha; para reemplazar el retronar de los cañones con un himno grandioso, eterno, por haber obtenido una nación única, el mundo: una religión única, el trabajo; un dios único, el de la libertad.7

Y tres años más tarde, un socialista libertario de origen griego, admirador de Spinoza y miembro de la Iglesia mormona, Plotino Rhodakanaty, publica un extraordinario panfleto en el periódico mexicano El Combate bajo el título “La comuna americana” en el que, después de referirse a la huelga de 1877 de los ferrocarrileros de Erie en Estados Unidos, anticipa la llegada inminente de la Comuna al Nuevo Mundo:

La Comuna ha estallado en América!..… Una simple huelga de operarios de ferrocarril ha sido el germen que ha desarrollado la Comuna en el Erie. Siempre los grandes incendios tienen por principio una chispa que por acaso al parecer, cae sobre un combustible o penetra dentro de un almacén de pólvora cuya explosión hace horribles estragos. […] El pasado está en el presente, como éste se halla todo en el porvenir. –Mirar con atención y deducir lógicamente los acontecimientos de nuestra época, es ver lo futuro con anticipación. […] Así pues, creemos, según la ley infalible de la analogía, que la Comuna, extinguida aunque aparentemente, en París, germinando en toda Europa y transmigrando a los Estados Unidos de América, no dejará de visitarnos dentro de poco tiempo, cual ave viajera y peregrina que se cierne sobre los pueblos corrompidos para purificarlos y devorar a los tiranos que los infestan, cual el fatídico búho se coloca sobre la choza del enfermo, atraído por la putrefacción, cantando el himno de la muerte.8

Podemos decir que la ley de la analogía formulada por Rhodakanaty, aunque quizá no tan infalible como él creía desde su perspectiva religioso-providencial, se ha verificado una y otra vez en el Nuevo Mundo. Efectivamente, la Comuna es una esfinge que continúa atormentando los espíritus burgueses, según una extraña temporalidad donde el pasado está en el presente como éste se halla todo en el porvenir: futuro anterior de la emancipación de los trabajadores y campesinos pobres.

No olvidemos que Rhodakanaty fue también el fundador de una escuela socialista-utópica al estilo de Charles Fourier en Chalco, donde formó no sólo a líderes comunistas como Julio López Chávez sino también, más tarde, cuando pasó al Ajusco, a figuras como Otilio Montaño que durante la Revolución mexicana se convirtiera en uno de los generales “ideólogos” que rodeaban a Emiliano Zapata, coautor del “Plan de Ayala” y “La Ley Agraria,” la cual empieza estipulando en su primer artículo: “Se restituyen a las comunidades e individuos, los terrenos, montes y aguas de que fueron despojados, bastando que aquéllos posean los títulos legales de fecha anterior al año 1856, para que entren inmediatamente en posesión de sus propiedades.”9 Y luego, en el decimonoveno artículo, el mismo texto se refiere sin más explicaciones al “sistema comunal” para administrar los montes, como si su significado todavía fuera obvio para todos los involucrados en el experimento de los primeros zapatistas en el Estado de Morelos: “Se declaran de propiedad nacional los montes, y su inspección se hará por el Ministerio de Agricultura, en la forma en que la reglamente, y serán explotados por los pueblos a cuya jurisdicción correspondan, empleando para ello el sistema comunal.”10

Estando así las cosas, no fue ni descabellada ni arbitraria la decisión del historiador argentino-mexicano Adolfo Gilly, en su libro La revolución interrumpida,escrito en la cárcel de Lecumberri, de llamar “Comuna de Morelos” al experimento radical de reforma agraria, autodefensa militar y gobierno autónomo que llevaron a cabo los zapatistas en 1914-1915 al sur de la Ciudad de México:

Lo que crearon entonces los campesinos y obreros agrícolas de Morelos fue una Comuna, cuyo único antecedente mundial equivalente había sido la Comuna de París. Pero la Comuna de Morelos no era obrera, sino campesina. No la crearon en los papeles, sino en los hechos. Y si la ley agraria zapatista tiene importancia, es porque muestra que más allá del horizonte local campesino, había un ala que tenía la voluntad nacional de organizar todo el país sobre esas bases.11

Y, de forma análoga, desde la rebelión neozapatista de Chiapas en 1994 hasta el gobierno autónomo local de Cherán en Michoacán a partir de 2011, pasando por las barricadas de Oaxaca en 2006, se ha mantenido viva la chispa de la comuna americana.

Una revisión de la historia de la comuna desde el continente americano debería ser capaz de transformar no sólo nuestra mirada geopolítica, sino también la manera en que el concepto de la comuna como forma política se articula con la comuna, la comunidad o la comunalidad como forma de vida. De hecho, aunque la mayoría de sus intérpretes europeos prefieren ignorarlas, sobran las indicaciones de que hasta el propio Marx tenía toda la intención, al final de su vida, de seguir indagando en el posible papel de las comunas llamadas primitivas, arcaicas o ancestrales en el tránsito revolucionario al comunismo. Allí están no sólo los famosos borradores y la carta a Vera Zasúlich, sino también sus Apuntes etnológicos, en uno de cuyos cuadernos Marx se dedica a transcribir largos fragmentos del capítulo “La confederación azteca” del libro Ancient Society de Lewis H. Morgan, publicado en el mismo año de 1877 en el que Rhodakanaty anticipaba la llegada de la Comuna a América.

Lamentablemente, debido al hecho de que el traductor de los Apuntes etnológicos decidió rendir todo el texto de Marx en castellano, no podemos distinguir claramente dónde el autor está citando en inglés a Morgan y dónde Marx añade sus propias traducciones o comentarios en alemán, llegando a veces a una verdadera confusión babélica, ya que también se citan múltiples crónicas españolas y algunas palabras en náhuatl. Lo más importante, sin embargo, es que Morgan le ayuda a Marx a entender en qué consiste el posible comunismo presente en la organización de la antigua Tenochtitlan: “Posesión de las tierras en común. Vivían en grandes hogares compuestos de varias familias emparentadas y [hay] razones para creer que practicaban el comunismo en la vida del hogar.”12 Es más, aunque ni Morgan ni Marx tenían acceso al texto de Zorita como fuente, ya estamos viendo un acercamiento conceptual a la definición de la naturaleza del calpulli: “Sin duda las casas del pueblo de México eran en general grandes viviendas comunes, como las de Nuevo México en el mismo período, con capacidad para alojar de 10 a 50 y 100 familias en cada una.”13 Finalmente, a pesar de ser responsable de la división tripartita linear entre salvajismo, barbarie, y civilización, Morgan veía en la estructura social de los aztecas por fratría o gens una alternativa potencialmente superior a la organización política de la civitas a partir de la unidad de la familia nuclear, la propiedad privada, y el Estado. Pero para entender eso, porque ignoraban el comunismo viviente de la organización social entre los aztecas, los cronistas españoles que seguían hablando del mundo azteca en términos de un “Estado” con su “rey,” sus “senadores,” sus “parroquias,” etc., le resultaban perfectamente inútiles a Morgan. Éste, en cambio, sugirió algo que Marx retomaría en su carta a Zasúlich y luego en el prólogo para la edición rusa de 1872 del Manifiesto comunista, a saber, que el comunismo podría ser el retorno de la comunidad arcaica en condiciones superiores.

Sin tener que referirse al discurso marxista o comunista, retomando la vieja nomenclatura de los tiempos de Tenochtitlan, Jesús Sotelo Inclán en 1943 en su libro Raíz y razón de Zapata, sugirió que se puede trazar una línea recta que vincula al líder revolucionario con la organización social y política del calpulli, si consideramos que el 12 de septiembre de 1909 Zapata fue electo como calpulec o calpuleque, el jefe de mando de lo que seguiría viviéndose como el calpulli de Anenecuilco:

Las menciones diferentes de los calpuleques de Anenecuilco son otros tantos eslabones de una larga cadena que quizás no tuvo interrupción al recorrer varios siglos. Claro que faltan muchos, pero ¿no es ya admirable que se hayan conservado tantas noticias concretas acerca de ellos? Si desde el más remoto pasado forman una línea recta que llega a Emiliano Zapata, tenemos razón para decir que él fue también un calpuleque.14

En efecto, ¿no es ya admirable? Es como si, además de ser esa esfinge que tanto atormenta a los espíritus burgueses, la comuna en el Nuevo Mundo fuera también capaz de levantarse de sus propias ruinas.

NOTAS

1 Karl Marx, La guerra civil en Francia (Madrid: Fundación Federico Engels, 2003),68.

2 Engels, “Introducción de Federico Engels de 1891,” ibid., 20 (trad. modificada).

3 Kristin Ross, Lujo comunal: El imaginario político de la Comuna de París, trad. Juanmari Madariaga(Madrid: Akal, 2016).

4 Alain Badiou, Teoría del sujeto, trad. Juan Manuel Spinelli (Buenos Aires: Prometeo Libros, 2008), 42-43 (traducción corregida).

5 Alain Badiou, La revolución cultural: ¿la última revolución? trad. A. Arozameno (París: Les Conférences du Perroquet, 2010), s.p.

6 Ver “La matanza del Templo Mayor (Códice Florentino),” La visión de los vencidos, ed. Miguel León-Portilla, trad. Ángel María Garibay K. (México: UNAM, 2010), 82.

7 “Nuestro programa,” La Comuna, número 1 (domingo 28 de junio de 1874), 1.

8 Plotino C. Rhodakanaty, “La comuna americana (apreciación contemporánea),” El Combate, año 1, número 489 (martes 14 de agosto de 1877), 1-2.

9 Ver “La Ley agraria” en la recopilación preparada en Cuba por el general zapatista Genaro Amezcua, México revolucionario a los pueblos de Europa y América 1910-1918 (La Habana: Imprenta Espinoza, Ferré & Co, 1919), 19.

10 Ibid, 26.

11 Adolfo Gilly, La revolución interrumpida. México, 1910-1920: una guerra campesina por la tierra y el poder (México, D.F.: El Caballito, 1971), 246.

12 Ver Los apuntes etnológicos de Karl Marx, ed. Lawrence Krader, trad. José María Ripalda (Madrid: Siglo XXI, 1988), 158.

13 Ibid., 161.

14 Ver la reedición del libro de Jesús Sotelo Inclán, Raíz y razón de Zapata (México: Conaculta, 2001), 197.