PÓRTICO: PÉRDIDA Y RECUPERACIÓN DE LA MEMORIA MEXICA
Interrogados acerca de su origen, los informantes nahuas de Sahagún le respondieron con un relato: un mito que habla de la importancia que la historia tenía para los que occidente llamó “pueblos sin historia”, una alegoría que refiere cómo la pérdida de la memoria de un pueblo equivale al extravío de su ser, de su identidad.
Este es un montaje abreviado del relato recogido por Fray Bernardino en Tlatelolco y transmitido por León Portilla en Los antiguos Mexicanos:
Y allí en Tamoanchan también estaban los sabedores de cosas,
los llamados poseedores de códices.
Pero estos no duraron mucho tiempo,
los sabios luego se fueron,
otra vez se embarcaron,
y se llevaron consigo lo negro y lo rojo,
los códices y las pinturas
(…)
se llevaron la sabiduría,
todo se llevaron consigo.
(…)
-¿Brillará el sol, amanecerá?
¿Cómo irán, como se establecerán los macehuales?
Porque se ha ido, porque se han llevado la tinta negra y roja.
¿Cómo existirán los macehuales?
¿Cómo permanecerá la tierra, la ciudad?
¿Cómo habrá estabilidad?
¿Qué es lo que habrá de gobernarnos?
¿Qué es lo que nos guiará?
¿Qué es lo que nos mostrará el camino?
¿Cuál será nuestra norma?
¿Cuál será nuestra medida?
¿Cuál será el dechado?
¿De dónde habrá que partir?
¿Qué podrá llegar a ser la tea y la luz? (p. 52)
Desolación, extravío de un pueblo que ha perdido su pasado y con él su rumbo. Por fortuna para los macehuales cuatro sabios quedaron en Temoanchan para reavivar las brasas de la memoria.
Entonces inventaron la cuenta de los destinos,
los anales y la cuenta de los años,
el libro de los sueños,
lo ordenaron como se ha guardado
y como se ha seguido.
El tiempo que duró
el señorío de los toltecas,
el señorío de los tepanecas,
el señorío de los mexicas
y todos los señoríos chichimecas. (p. 53)
Y los macehuales salieron del pasmo, de las sombras, del desconsuelo existencial porque recuperaron su historia, porque restauraron “la cuenta de los años” y con ella la “tea y la luz” que iluminaban su camino.
Los nahuas vivían embebidos en la historia; en una historia ciertamente mítica y recurrente pero no circular. Los “pueblos sin historia” estaban obsesionados por el transcurrir de los tiempos y sobre todo por el pasado pues entendían que este alumbra el porvenir.
En cambio nosotros los “hombres verdaderos”, los únicos “pueblos con historia”, los hijos de la modernidad occidental fuimos inducidos a abominar del Pasado y de lo viejo, y así desarraigados nos lanzaron al torrente del tiempo, al fluir tumultuoso de la Historia con mayúscula. Una historia que ya no es mítica al modo antiguo sino desencantada y teleológica, una historia locomotora que corre desbocada hacia el Futuro.
Y acerca del futuro hay debate entre los modernos: para unos es la prolongación perfeccionada del presente, mientras que para otros es la negación del presente en lo que tiene de irracional para liberar lo que el propio presente contiene de razón. Pero unos y otros rinden culto al bello porvenir, a un mundo futuro de leche y miel, tiempo feliz donde las carencias y los conflictos que nos abruman se habrán superado.
LO QUE VA DE MARCO POLO A NAPOLEÓN
En el mundo antiguo la aventura, la novedad, la diferencia, lo inesperado, lo imposible, la imaginación estaba en el espacio y se experimentaba en el viaje; en el desplazamiento geográfico que era a la vez un desplazamiento ontológico por la infinita y abierta diversidad del ser. Las utopías eran entonces en verdad utopías pues remitían a lugares imaginarios, a sociedades otras distantes en el espacio pero simultáneas a la nuestra.
En el mundo moderno la diversidad, la invención, la aventura se mudaron al tiempo. Ya no habitan en lo recóndito, en las orillas, en los parajes exóticos sino en el futuro. Para los modernícolas el hoy no es igual que el ayer y el mañana será diferente del hoy. Y así las utopías devinieron ucronías: tiempos imaginarios avizorados en lo porvenir.
Los hijos dialécticos de la revolución francesa como Guillermo Federico Hegel y Carlos Marx —y a su modo el positivista Augusto Comte con su teoría de los tres Estados progresivos del género humano— se sumergieron en el tiempo; un tiempo fuerte que entonces aún era lleno, cualitativo, apasionante; apostaron a la verdad y al bien común como cursos, como sagas, como procesos; concibieron la historia como tránsito de la teología a la metafísica y de ahí a la ciencia positiva, como despliegue del espíritu hasta su consumación en el saber absoluto o como devenir del género humano hasta su plena realización comunista.
El problema con esto es que obsesionados por los cambios que rige el calendario, vieron la diversidad en la periférica del mundo europeo en que vivían como horrendo arrabal, como falencia, como inmadurez, como barbarie, como anacronismo respecto de un presente privilegiado que, a su vez, era la única puerta al futuro. Para Hegel, como para Marx, lo diferente era lo atrasado y cuanto antes se pusiera al día mejor. Porque si hay un solo futuro y solo un camino que a él conduce toda desviación respecto del presente por antonomasia es falla, es insuficiencia, es demora en la perentoria y unilineal marcha hacia el porvenir.
Y así, quizá no en los tercos hechos pero sí en el imaginario de la modernidad, la globalidad del mercado que al principio llevaba al encuentro de toda clase de quimeras y maravillas, fue dejando paso a la uniformidad, al progresivo emparejamiento. Ya no el exotismo sino al endotismo.
El colonialismo y el imperialismo balconean la idea que la modernidad tiene de los espacios geográficos. Bombardeo masivo de capitales, ráfaga de valores lucrativos, tableteo de principios codiciosos, blitzkrieg de paradigmas tóxicos, el viento imperial es guerra, saqueo, sumisión. Pero como proyecto civilizatorio es igualmente un ominoso intento por pasteurizar las infecciosas sociedades orilleras y domar los broncos territorios de ultramar de modo que allanado el espacio social sea posible también unificar el tiempo histórico y así, convergentes los calendarios y enviadas al archivo muerto las entrañables sagas de los pueblos, ingresar formaditos en el verdadero transcurrir humano; un curso unánime que dejando atrás chismes de familia y anecdotarios provincianos inaugure la gran Historia Universal, según unos, o la culmine, según otros.
Proceso de homogenización planetaria que ni siquiera promete a sus víctimas una verdadera aventura histórica pues el camino modernizador por el que se les entorila es el mismo que habían transitado antes los otros, los auténticos contemporáneos, los occidentales europeos habitantes del único presente verdadero. Y es que lo que en el siglo xx llamaron “desarrollo” no era más que el remedo periférico del curso disque progresivo ya recorrido por los centrales.
Emparejar el mundo, globalizar la modernidad, desarrollar a los subdesarrollados, prepararse en todas partes para la revolución mundial, poner a la misma hora a todos los relojes del planeta eran prerrequisitos del inicio de la gran aventura, del arranque de la verdadera historia. Porque es sabido que para zarpar los barcos esperan a que el último de los pasajeros esté a bordo y sólo cuando todos hubiésemos llegado a la cumbre empezaríamos a volar.
Para la modernidad el espacio no es más que el trampolín del tiempo y la geografía el escenario unificado en el que se interpreta el drama de la historia. Narrativa privilegiada, la historia es, además, emblema de la única diversidad deseable: la que se despliega en la secuencia, en la sucesión, en el tiempo.
¿NUESTRO FIN DE LA HISTORIA?
Así las cosas la crisis de la modernidad significó descrédito del futuro, ruina del tiempo, acabose de la historia progresiva… porque sus promesas estaban en el porvenir y nos defraudaron. Desilusión que no proviene de que se haya pospuesto demasiado su cumplimiento sino, al contrario, de que su realización durante el siglo xx resultó anticlimática: las sociedades de la abundancia y de la libertad individual no condujeron a la plenitud sino al vacío existencial, y las sociedades igualitarias y equitativas resultaron opresivas y siniestras. Más allá del corte de pelo y el maquillaje, el futuro resultó más de lo mismo: un presente reload, una copia digital apenas intervenida, un indiferenciado punto cualquiera del proverbial círculo vicioso.
Huérfanos de la historia, los posmodernos de izquierda nos refugiamos en la geografía. Desilusionados por el tiempo apostamos de nuevo por el espacio y sustituimos la sucesión por la simultaneidad. Dado que la variación resultó vacía retornamos a la variedad, a la pluralidad sincrónica. Y en el ámbito de las utopías redescubrimos las módicas arcadias locales que habitan en el presente y florecen en los intersticios: “pueblos originarios”, comunas, “caracoles”, nuevos falansterios. Porque está visto que hoy es como ayer y seguramente mañana será como hoy, pero por fortuna allá no es igual que aquí…
¡Queremos diversidad y la queremos ahora! ¡Preservemos la pluralidad ya que somos! ¡Deseamos un mundo donde quepan muchos mundos! Consignas de una humanidad desencantada que extravió el sentido de la historia. Hombres y mujeres que no creen más en el cambio progresivo ni en el futuro esperanzador de modo que se anclan en el pasado, en la multiplicidad de los presentes, en la permanencia, en la resistencia. Y así en las izquierdas de a pie el diferencismo sincrónico fue ocupando el lugar del viejo y diacrónico igualitarismo. Me dirán que se lucha por la igualdad en la diferencia. Y es verdad, pero hoy el énfasis se pone en preservar lo que aquí y ahora nos hace distintos y no, como antes, en alcanzar una igualdad futura que las utopías colapsadas volvieron borrosa.
Es la de hoy una utopía radicalmente conservadora en un doble sentido. Por una parte sostiene que la virtuosa diversidad existente ha de preservase y las inevitables mudanzas no deben tocar su esencia. Por otra parte asume que las raíces de dicha diversidad están en el pasado y que por lo tanto éste debe restaurarse.
Pero degradar la potencia que en la época heroica de la modernidad tenía el tiempo fuerte y recuperar la historia solo como compromiso con lo que fue y no se ha perdido del todo, conduce inevitablemente a absolutizar la opción preferencial por el espacio y con ello a fetichizar los territorios como antes se fetichizó el porvenir. Según esto ya no somos nuestro proyecto —como el proletariado cuya identidad era el socialismo— ya ni siquiera somos nuestro pasado mítico y recurrente pero histórico —como los “pueblos originarios” a cuyo Quinto Sol seguía un inédito Sexto Sol—, ahora somos nuestros terruños: no un tiempo sino un lugar y en el mejor de los casos un tiempo vivido, un tiempo coagulado, un tiempo depositado en la memoria del cuerpo, en el hipocampo del lóbulo cerebral derecho y en los relieves del entorno.
Surgidas de la crisis de la modernidad y sustentadas en argumentos de consideración, fórmulas habituales como “crecimiento cero”, “vivir bien, no vivir mejor” y la aspiración a un mundo definido simplemente porque en él “quepan muchos mundos”, que son revires al descreimiento en el cambio progresista, quizá tienen miga pero nadie negará que a primera vista parecen una apuesta por la inmovilidad.
Este acabose del tiempo fuerte es nuestro propio pronóstico del fin de la historia. No el de Fukuyama y los desafanados posmodernos sino el fin de la historia de las nuevas izquierdas rústicas y pachamámicas. Apuesta por un presente perpetuo en que —aun si de vario pelaje— en el fondo todos los gatos son pardos. Un presente aparcado donde los muchos mundos permanecen, confraternizan y conversan diatópicamente conformando una amistosa diversidad que bien vista ni siquiera es la nuestra -la de la cultura- sino la de una naturaleza variopinta que es la que nos hace distintos unos de otros: porque la naturaleza es el verdadero sujeto de los nuevos pluralismos más o menos panteístas. Un interculturalismo estático en el que se paran todos los relojes: vivir bien aquí, ahora y por siempre jamás…
Creo que ya va siendo tiempo de sacar al tiempo fuerte del closet en que lo arrumbamos. No para reanudar el culto al futuro fetichizado o para que nos unzan de nuevo a la carreta del progreso, sino para darle otra vez su lugar a la historia, a la memoria y el olvido, a la imaginación, a la libertad… a la angustia del “ser ahí” enfrentado a sus posibles.
Y es que el presente podrá ser la utopía vivida que algunos queremos que sea sólo si es tensión entre el pasado y el futuro. No el pasado petrificado sino el pasado vivo, elocuente, demandante; no el futuro de dichas posdatadas que se alejan con el horizonte sino el futuro imposible donde habita el duende de García Lorca, el futuro impensable de donde viene el mesías de Benjamin.
Bienvenida sea la nueva geografía, bienvenidos los territorios del entorno y los territorios del cuerpo, pero para abrirle paso a un continuum espacio-temporal realmente habitable, necesitamos junto a ellos una nueva historia que reivindique el vértigo de la imaginación y la angustia del proyecto…
LA HISTORICIDAD DEL “SER AHÍ” COMO “SER EN EL MUNDO”
La modernidad satanizó el pasado, relativizó el presente y nos encadeno al porvenir como los bueyes al yugo. Las utopías de abundancia, armonía universal y plenitud fueron nuestro paraíso prometido, de modo que la muerte de la Gran Esperanza es para nosotros la muerte de Dios. Huérfanos de un futuro que nunca fue —y que cuando fue no resultó como nos habían dicho— vivimos el descreimiento en la historia o cuando menos en su versión providencialista que era la dominante.
Al alba del tercer milenio, además de los cataclismos materiales que nos agobian, cursamos un profundo descentramiento espiritual. Una crisis metafísica que dio sus primeros coletazos a mediados del siglo pasado en la resaca de una Segunda Guerra Mundial que confirmaba los más siniestros pronósticos de la primera. Desde entonces nos resulta cada vez más cuesta arriba creer en el progreso y sus diversos providencialismos. Y es que vivimos un tiempo nietzscheano de “monstruos fríos”, estamos atrapados por la “razón instrumental” de la que hablaba Heidegger y por el creciente imperio de lo “práctico inerte” del que abominaba Sartre. Y cuando esto sucede el gran desafío es recuperar la historia. No sumergirnos en un nuevo revisionismo historiográfico -lo que no estaría mal, pero es accesorio- sino recuperar nuestra historicidad constitutiva, nuestro ser en el tiempo.
De la misma manera que las nuevas geografías se ocupan más en la manera en que los sujetos construyen y disputan los territorios que en las minuciosas cartografías descriptivas, recalar de nuevo en el tiempo y hacerlo de un modo distinto al de la modernidad no es cometido de la historiografía sino materia ontológica, asunto filosófico de primera necesidad, cuestión que en rigor es de vida y muerte pues supone tanto un modo de vivir como un modo de morir.
Y lo primero es establecer de una vez por todas que no nos movemos en espacios y tiempos dados. En tanto que sujetos somos espacio y somos tiempo, somos territorio y somos historia, somos cuerpo y somos memoria. Seguiré en esto a Heidegger y a Sartre, hombres, hora sí que de su tiempo, quienes en medio del vendaval del medio siglo asumieron con radicalidad el momento histórico que les tocó vivir. Y lo hicieron no sólo a través del compromiso político —ámbito en que Heidegger patinó gacho— sino buscando reflexivamente restituirle a la historia su fundamento. Punto en que el alemán y el francés coinciden: la condición de toda historia posible es la radical historicidad del sujeto: nuestra condición originaria de seres en el tiempo. Y hablo aquí del tiempo fuerte cambiante y transgresor y no del tiempo débil repetitivo y rutinario.
El sujeto no “dispone” de un mundo, el sujeto no “está” en un mundo, el sujeto humano al que Heidegger llama “ser ahí” tiene como condición óntico existencial el ser mundano. Y el mundo es tiempo, es historia. Dice el alemán en El Ser y el Tiempo: “El análisis de la historicidad del “ser ahí” trata de mostrar que este ente no es “temporal” por “estar dentro de la historia” sino que, a la inversa, sólo existe y puede existir históricamente por ser temporal en el fondo de su ser” (p. 407). En la misma tónica escribe Sartre en el Libro I de la Crítica de la razón dialéctica: “El tiempo, como carácter concreto de la historia, está hecho por los hombres sobre la base de su temporalidad original” (p. 86). Ya lo había dicho, y más bonito, en El Ser y la Nada: “por la realidad humana llega al mundo el futuro” (p. 179). Gran verdad, pues el futuro habita en la imaginación y esta es la vertiginosa mutación que nos define como género.
Fundar de verdad la historia en el sujeto, en la “temporalidad original” del humano es la forma más radical de atajar los hegelianismos de diferente corte que postulan la existencia de algún tipo de Razón histórica trascendente: la potencia dialéctica de espíritu, en Hegel; la potencia del trabajo humano materializado en las fuerzas productivas, en Marx; la potencia de la naturaleza en el nuevo panteísmo. Determinismo idealista, fatalismo materialista o naturalismo metafísico que sustancializan a la Historia, haciendo de ella un poder suprahumano, una Razón trascendente que nos subyuga o que nos arropa y cobija pero a la que estamos sometidos.
Y en cierto modo lo estábamos. Con el fin de la “primavera de los pueblos” y de los tiempos heroicos de la modernidad, la historia comenzó a arrollarnos como la locomotora del progreso al pobre de Walter Benjamin. Alienación a un devenir cosificado y fetichizado de la que ahora tratamos de zafarnos rechazando la historia como curso presuntamente objetivo al que deberíamos someternos. Forcejeo plausible pero que también puede llevarnos al extremo de abdicar de nuestra radical historicidad.
La historia providencial era el nuevo Dios de la modernidad y la historia ha muerto. “¿Brillará el sol, amanecerá? (…) ¿Permanecerá la tierra? (…) ¿Cuál será nuestra norma? ¿Cuál nuestra medida?”, se preguntaban los nahuas, dejados al garete por la deserción de los dueños de la memoria. Los mexicas salieron del pasmo gracias a que cuatro sabios: Tlaltetecuin, Xochicahuaca, Oxomoco y Cipactónal preservaron la tinta negra y la tinta roja de los códices. A nosotros en cambio no nos salvarán las bibliotecas, los bancos de datos o la Wikipedia, tampoco La Biblia o el Popol vu o El capital de Carlos Marx. Si hemos de salir de la oscuridad será por nosotros mismos: gracias a nuestra redescubierta urgencia de pensar y soñar por cuenta propia, a nuestra disposición a correr riesgos, a nuestra capacidad de hacer de tripas corazón y tragarnos el miedo… no sólo el miedo al enemigo, también el gran miedo: el miedo a la libertad.
Porque es “sabia la virtud de conocer el tiempo”, como escribió Renato Leduc, pero asumirse como hacedores de la historia es sacar boleto, un boleto muy cabrón. Sobre todo ahora en que descontinuadas las certezas que nos ofrecían el Dios de Progreso y —en la otra banqueta— el Socialismo Científico, el porvenir devino albur, moneda en el aire, apuesta. “El futuro es lo que tengo-de-ser en tanto que puedo no serlo” (ibid: p. 181), escribe Sartre. Quien también dice que “ser libre es estar condenado a ser libre” (p. 185). Y todos sabemos que la libertad da susto, provoca vértigo, causa angustia.
Para controlar las ñáñaras, vencer el miedo a las alturas de la libertad y manejar la angustia es bueno de vez en cuando mirar al pasado. Pero no en busca de certezas o recetas sino para encontrar compañía e inspiración en quienes nos precedieron. Mujeres y hombres que andando a campo traviesa hicieron camino. Pueblos que, contra lo que predican algunas grandes narrativas metafísicas, no forjaron una marmórea Historia Universal, una férrea cadena de eslabones causales. Al contrario, los alivianados de antes le dieron vuelo a la hilacha, soltaron los canes de la imaginación y encontraron la forma de condensar sus sueños.
¿Qué se volvieron pesadillas? A güevo ¿Pero es que alguien dijo que todo en la historia sería coser, cantar y de vez en cuando pincharse un dedo?
EL MOMENTO DE LA PASIÓN
Asumirnos introductores del futuro y —más aún— hacedores del tiempo todo, no significa pasársela al filo de la nada y en la zozobra perpetua. Significa, sí, estar preparados para las brechas, los quiebres, los fractales, los presentes liminares que según Víctor Turner son “tierra de nadie entre el pasado y el futuro” (Turner, p. 99). Momentos en los que “domina el modo subjuntivo”, no el “fue”, no el “es”, no el “será”, ni siquiera el “debe ser”, sino el “podría ser”; el tiempo verbal de la angustia sartreana.
Porque es patente que hay en la historia momentos privilegiados -por lo general gestados por acciones colectivas- que suspenden la moral imperante y apuntan a una nueva, que interrumpen el sentido preexistente y resignifican. Frenesí multitudinario, exaltación, exceso, euforia masiva son los sentimientos asociados al momento nihilizante y por ello ontocreador, al descentramiento del imaginario compartido, al desquiciamiento simbólico. Es verdad que después del estallido el mundo “objetivo” sigue igual y el veredicto de la realpolitik es: ya ven, fracasaron. Pero, no. Ahora la subjetividad social está fracturada en un punto. Y las grietas corren, las mudanzas espirituales de unos cuantos irradian, contaminan, se contagian… Es verdad que en ocasiones lo que se quebró suelda de nuevo y la promisoria renovación moral remite, pero por lo general los cambios en el talante espiritual de los pueblos son acumulativos y trabajan como el viejo topo.
Estoy hablando de política, claro, pero no de la instrumental y utilitarista sino de la política de la imaginación (Bachelard). Hablo de poesía, no de prosa (Bartra), de los dominios del duende y no del andamiaje (García Lorca), de acciones tumultuarias con aura en las que se apersona el mesías (Benjamin), de situaciones carismáticas (Weber), de momentos de efervescencia social en que se tocan lo sagrado y lo profano (Durkheim), de saltos fuera del férreo curso del progreso (Horkheimer), de catarsis política (Gramsci), de pasión (Croce), de deseo (Freud, Lacan, Deleuze), de profanación (Agamben), de violencia divina (otra vez Benjamín), del grupo en fusión y sus angustias (Sartre), de ritos políticos que actualizan mitos revolucionarios (Sorel, Mariátegui), de acción creativa corporizada y contingente (Joas), de brujas y aquelarres (Michelet, Ginsburg), del carnaval y la carcajada popular (Bajtín).
Y hablo de estar ahí (Geertz), porque cuando estás ahí —y sólo cuando estás ahí— arma el rompecabezas, te cae el veinte y por unos instantes todo embona…
Aunque luego despiertas, te apeas de la nube en que andabas (Reyna) y gana otra vez lo instrumental (Heidegger), lo desencantado (Weber), lo profano (Durkheim), lo serial y lo práctico inerte (Sartre). Se imponen entonces el cálculo costo/beneficio y la acción racional y normativa (Parsons, Olson), lo políticamente correcto, la institucionalización de los partidos, los cargos públicos… Y en otro ámbito lo académicamente pertinente, el marco teórico, el aparato probatorio, el SNI…
En la vida lo importante sucede en la exacta mitad del salto. Entonces hay que tener los pies bien puestos sobre la tierra pero sobre todo hay que atreverse a saltar.
San Andrés Totoltepec, México, septiembre, 2014.
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