ESQUIZOFRENIA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE

El pasado 5 de febrero, la Constitución Mexicana de 1917 cumplió 100 años de vida. A lo largo de ese siglo, su texto ha sido modificado de manera intensa y permanente; se ha convertido así en una de las más intervenidas en el mundo. Por lo que se refiere a su contenido, conviene recordar que nacida vinculada de forma estrecha a un proceso social revolucionario, hoy se encuentra entrelazada de manera indisociable a muchas de las instituciones que dan soporte al proyecto neoliberal que comenzó a desplegarse en la década de 1980.

Por esas razones –de forma y fondo–, los debates que tienen lugar en este centésimo aniversario son encendidos y no logran consensos. En los polos de la discusión se encuentran quienes, de un lado, justifican el centenar de cambios constitucionales como esfuerzos de actualización y modernización del texto para ajustarlo a las necesidades de la realidad. En el polo opuesto están quienes consideran que como producto de algunas de esas modificaciones, la Constitución no es más que el reglamento operativo del nuevo régimen liberal. De esos diagnósticos divergentes surgen posturas distintas sobre lo que cada quien considera que debería hacerse con ella: dejarla como está –en tanto que funciona de manera adecuada–, modificar sólo su estructura formal –para que pueda volver a ser funcional–, convocar a una asamblea constituyente para crear otra.

En las siguientes páginas se aportarán elementos de análisis con los que se busca contribuir a la reflexión que realizan las organizaciones anticapitalistas en el país para definir cuál posición conviene tener frente a la norma máxima a 100 años de su entrada en vigor.

Comenzaremos con una numerología sobre las reformas para dar cuenta de la magnitud del cambio formal; se relacionará lo anterior con el parteaguas que supuso 1982, destacando algunas modificaciones que facilitan la acumulación de capital y la ampliación del libre mercado; se subrayarán algunas herramientas sobrevivientes en ella (o creadas en fechas recientes), y que pueden ser aprovechadas por las luchas contra los procesos de privatización y la defensa de los bienes comunes. Al final formularemos una reflexión sobre la apertura de un proceso constituyente en un contexto de aparente “letargo socio-constitucional”.

Comencemos con algunas consideraciones de forma. Como se señalaba al principio, la Constitución del 1917 es una de las que más cambios textuales ha experimentado en el mundo. Durante sus 100 años de vida se han expedido 230 decretos de reforma, que dan un total aproximado de 700 modificaciones del texto (varios decretos modifican más de un artículo a la vez). De los 136 dispositivos que la forman, han sido tocados 114 (90 por ciento), y algunos en decenas de ocasiones (el ejemplo, más escandaloso es el 73, modificado 78 veces). Eso da como resultado que el volumen actual, en palabras, del conjunto del texto constitucional sea tres veces mayor que el original.

Es difícil pensar que tras ese cúmulo inmenso de modificaciones no se hayan producido afectaciones sustantivas al acuerdo social posrevolucionario entre capital, trabajo y campo celebrado en 1917 (sobre todo cuando se repercutió en temas neurálgicos como propiedad social y recursos estratégicos). Aún así, un sector amplio de los constitucionalistas en México argumenta que la transfiguración es mero producto de una evolución natural del texto, derivada de la necesidad de ajustar y modernizar los artículos (y las instituciones que regulan) a la realidad social cambiante.1 Por ello –consideran–, el documento debe quedar como está, o cuando más atravesar por un proceso de reordenación semántica que permita salvar los defectos formales y de técnica legislativa producidos a lo largo de los años.

Desde este último punto de vista –aparentemente despolitizado–, la Constitución mantiene incólume su trayectoria social, y requiere sólo una ritidectomía para seguir siendo funcional.2

A quienes hacen esa interpretación normalizante del radical proceso de reforma nada parece decirles el hecho de que 1982 (cuando llegó a la Presidencia Miguel de la Madrid y se inició el desmontaje del estado social) se convirtió en el parteaguas del largo proceso de reformas. Si bien la Constitución se había venido transformando a lo largo de su historia, a partir de esa fecha se produce un incremento desproporcionado de éstas. En sexenios anteriores a De la Madrid cada presidente había expedido entre 15 y 30 decretos de reforma; en cambio, Miguel de la Madrid formuló 66, Salinas de Gortari 55, Zedillo 77, Fox 31, Calderón 110 y Peña Nieto –en 4 años de gobierno– 90.

No puede escapar al análisis que dicho salto en el proceso de intervención constitucional coincide con el reposicionamiento del liberalismo económico a escala global, del que México fue precursor (junto con Chile) en América Latina. Varias modificaciones constitucionales impulsadas por De la Madrid (artículos 16, 25 a 28 y 73) estuvieron orientadas a permitir la inversión privada en comunicaciones satelitales y ferrocarriles, así como a constitucionalizar la figura de la concesión de servicios públicos. Sin embargo, se considera la reforma neoliberal emblemática la que impulsó pocos años después Salinas de Gortari al cercenar el artículo 27 constitucional para poder abrir los mercados de tierra.

Desde entonces y hasta la fecha se ha encadenado un conjunto selectivo de modificaciones hasta llegar a la catarata de reformas publicadas por Peña Nieto para permitir la inversión privada en la explotación del petróleo, gas, generación de electricidad, etcétera. Son 30 años de un aluvión de reformas al más alto nivel legal, muchas de las cuales tienen un claro sesgo ideológico y una evidente intencionalidad económico-política, que contravienen el pacto capital/trabajo/campo que dio sentido y orientación a la que fuera la primera Constitución social del planeta.

Las modificaciones anteriores comenzaron a ser acompañadas a comienzos del siglo xxi por peligrosas pulsiones autoritarias que también se expresaron en la norma superior. Al surgir los primeros síntomas de la crisis del proyecto neoliberal que incluso comenzaron a poner en riesgo los privilegios de las elites dominantes,3 se impulsó en el país, de la mano de la reforma penal constitucional de 2008, la creación de un régimen penal de excepción “para combatir la delincuencia” y la constitucionalización del arraigo. Se trata de un paquete de corte totalitario (derecho penal del enemigo), contrario a los derechos humanos, muy funcional para combatir la disidencia política y la movilización. En realidad, nadie debería llamarse a extrañeza. La Europa de entreguerras, “cuando el capitalismo no pudo ser liberal, se hizo fascista, utilizando la violencia y el Estado totalitario institucionalizador de esa violencia…”4 Donald Trump, es la expresión más actualizada del fenómeno. Lo preocupante en el país es que esa agenda neoconservadora avanza con fuerza. En fecha reciente se ha propuesto modificar el artículo 129 para permitir que fuerzas militares lleven a cabo labores de seguridad pública en tiempos de paz, lo cual es acompañado por iniciativas de ley sobre seguridad interior, reglamentación de la suspensión de garantías y militarización de todos los puertos.

Sin embargo, el escenario de las reformas es más complejo porque también algunos cambios del texto ocurridos en estos últimos años han sido promovidos por actores progresistas que desde distintos frentes y en diversos momentos han luchado por garantizar el derecho al voto, universalizar el acceso a la información pública, ampliar el catálogo de los derechos sociales (agua, alimentación, ambiente, cultura), reforzar la laicidad del Estado o ampliar el marco de los derechos humanos en general al incorporar, con rango constitucional, todo el derecho internacional de los derechos humanos.

En estos últimos 30 años, la Constitución (hoy enferma de esquizofrenia) también ha sido afectada por una agenda de ampliación de derechos que ha logrado robustecer determinadas instituciones las cuales, con luces y sombras, pueden ser útiles como herramientas de retaguardia para respaldar los procesos de resistencia contra los proceso de acumulación por despojo, mercantilización de recursos, y otras luchas contrahegemónicas. Son instrumentos aprovechados en coyunturas puntuales por las clases subalternizadas para desplegar el proceso de movilización legal en defensa de bienes comunes e intereses colectivos.

Independientemente de lo anterior –y de las críticas que puedan formularse contra estas últimas instituciones por los límites que las aquejan–, aquí interesa destacar dos fenómenos que han caracterizado el avance esquizofrénico de las modificaciones constitucionales. En primer lugar, el hecho de que las reformas han sido conducidas por las elites económico-políticas en el país. En un primer momento, en el régimen de partido único, y en las últimas dos décadas por las elites partidarias. Si bien algunas de ellas han sido impulsadas desde abajo, por muy diversos actores, el procedimiento de reforma acaba siendo dirigido y decidido por las clases empresariales y partidistas (el ejemplo más burdo fue la reforma indígena que en 2001 constitucionalizó los derechos de los pueblos en el artículo 2o. a través de un proceso de traición de los partidos a los Acuerdos de San Andrés Larráinzar).

Lo anterior se conecta de forma estrecha con el segundo fenómeno, y es que nos encontramos en una situación en la que está roto el vínculo democrático entre la Constitución y los ciudadanos. No hay conexión entre la población con los principios y las instituciones establecidos en lo que debería ser vista como su norma máxima. Se trata de un ordenamiento sin adhesión ciudadana sentida. La población no la vive como propia –ni conoce sus instituciones– pues, en efecto, no es de la gente. La reciente encuesta conducida por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México así lo revela: 90.5 por ciento reconoció conocer poco o nada la Constitución, y 84 por ciento consideró que ésta se cumple poco o nada. Frente a la pregunta ¿a partir de qué acto nación la Constitución?, 58 por ciento dijo no saber, o bien, que la norma era producto del movimiento de Independencia.

Por todo lo anterior parece razonable y justificado –como proponen múltiples actores en el país– colocar en la discusión pública la necesidad de avanzar hacia la convocatoria de una asamblea popular constituyente que permita recuperar el derecho por las mayorías. Con ello me acerco a las últimas preguntas del texto: ¿a través de qué vía se llegaría a dicha asamblea?, ¿para cumplir cuáles objetivos?

Por lo que se refiere a la vía para convocarla, la teoría clásica del Poder Constituyente plantea varias opciones sintetizadas aquí. Una primera ruta es la revolucionaria, que buscaría desconocer a través de la fuerza el orden jurídico político existente para sustituirlo; sin embargo, esta primera no parece estar hoy en la agenda de ninguno de los actores. La segunda es la estrategia electoral; se trata de lograr un triunfo de la izquierda a través del voto ciudadano que permitiría luego convocar a una asamblea que modifique y recupere la Constitución para que sus instituciones se reconecten y atiendan a las necesidades de las clases subalternizadas. La tercera es avanzar en la acumulación de fuerza social, conectando procesos de lucha contrahegemónica para que, unidos, generen presión política suficiente capaz de obligar a los sectores en el poder a abrir –contra su voluntad– un proceso constituyente.

Un problema central que aqueja todas estas opciones es que parten de una vieja concepción de la noción de poder según la cual éste se concentra en las estructuras públicas, institucionalizadas del Estado, y por ello se presupone que basta ocuparlas para lograr, desde ahí, transformar la Constitución y sus instituciones.

Desde ese punto de vista, la lucha política antecede al momento jurídico de creación de una Carta Magna, la cual serviría para dotar de nueva legalidad e institucionalidad al proceso emancipador.

Sin embargo, si se parte de una concepción más compleja de la idea de poder y se piensa como esa intrincada red de relaciones, con multiplicidad de centros, que se infiltra en todos los campos de la esfera social, y es capaz de regular los procesos de producción cultural, quizá también debería ser necesario complejizar la idea de poder y proceso constituyente. Ya no sólo como asalto al poder estatal y reconstrucción institucional, sino como un proceso de reforma cultural, emprendida desde la autogestión y fuera de la esfera estatal.5

Podría objetarse que ello supone retos de muy largo aliento que trascienden generaciones. Es verdad, pero de no pensarse así se estará frente al riesgo de que, aun en el mejor de los escenarios posibles, donde el proceso de transformación jurídico político tuviera éxito, éste corre el riesgo de quedar frustrado por convertirse en un simple recambio de elites que no transforme de raíz la hegemonía de la cultura capitalista.


1 López Ayllón, Sergio; y Fix Fierro, Héctor. “La modernización del sistema jurídico en México 1970-2000”, en Clara García Ayluardo e Ignacio Marván Laborde. Historia crítica de las modernizaciones en México, México, FCE, 2010.

2 Fix Fierro, Héctor; y Valadés, Diego (coordinadores). Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos: texto reordenado y consolidado, Cámara de Diputados, México, 2015.

3 Las elecciones de 2006 con la toma posterior de Reforma levantaron todas las alarmas de la elite empresarial y gobernante.

4 Noguera, Albert. “Hacia una redefinición del poder constituyente”, en Martínez, Rubén (editor).Teoría y práctica del poder constituyente, México, Tirant Lo Blanch, 2014, página 162.

5 Noguera, Albert. “Hacia una redefinición… obra citada, página 183.