ÁNIMAS Y DEMONIOS EN LA REPÚBLICA: LA LIBERTAD DEL DIABLO

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Aunque llames, no te oiré,
y aunque te oiga, no me giraré,
y aunque hiciera ese movimiento imposible,
tu rostro me parecería ajeno.
Conozco el mundo en un radio de seis millas.
Conozco hierbas y conjuros para los dolores.
Dios todavía me mira la coronilla.
Rezo todavía por una muerte no repentina.
La guerra es un castigo; y la paz, un premio.
Los sueños vergonzosos provienen de Satán.
Mi alma es tan evidente como el hueso en la ciruela. […]

Wislawa Szymborska, Paisaje, 1967.

 

El cine se ha impuesto como generador del imaginario colectivo y amplificador de los estereotipos que habitan en la radio y se naturalizan en la televisión. Ésta los asimila y utiliza frecuentemente en las fórmulas, los géneros y los clichés del star system cinematográfico, en una mediación de la individualidad que condiciona los prejuicios de clase. Hace 60 años ya se estudiaban los efectos y las causas de la identificación del público, así como las consecuencias de los afectos por las estrellas en sus primeros tiempos, las historias del bien y del mal, las consignas para los papeles de género, y las moralejas de las “buenas costumbres”. Ese magnetismo sirvió para inculcar los hábitos, las costumbres y los valores de los nacionalismos, aprovechando el fanatismo latente y la estimulación sensorial, con ideas que han dejado huellas indelebles en los espectadores; después, las marcas lucraron con ello, y esto se refleja en el presente orden mundial.

Durante 50 años, el noticiario cinematográfico fue la ventana en la sala de cine para ampliar el mundo y sus actualidades, conocer los paisajes nacionales y adentrarse en las realidades extranjeras. Este género fue limitándose poco a poco a la televisión, y surgieron luego festivales y circuitos que, no obstante su crecimiento incesante, no han llegado a todas las capas sociales que siguen viendo el documental como una forma del “cine de arte”. Es frecuente que los documentalistas trabajen en los canales televisivos culturales; sin embargo, cada noche, las tragedias del día son revisadas y exprimidas en los noticiarios, induciendo a los espectadores a tomar partido por unos y otros, polarizando sus sentimientos y desdibujando los trazos de humanidad. El relato del noticiario no ofrece por ningún motivo claves del lenguaje que utiliza; por el contrario, se sirve de la conjugación de planos generales y acercamientos, animaciones y fragmentos que presenta en un breve lapso, y expone cuestiones y razonamientos que influyen en los televidentes, expuestos a la cascada de mensajes y palabras recontextualizadas con la imagen.

No se repara muy seguido en el poder del primer plano, pero la pornomiseria (acercarse a lo ruin para vampirizar esos defectos sociales) es muy lucrativa, pues evita profundizar en las razones que orillan a los desposeídos a inclinarse por el crimen, provocados por el modelo económico que desangra el estado social. A su vez, las venganzas y las frustraciones producen una conveniente cuota de sangre, que mantiene calientes las imágenes de las ocho columnas. Vibran los titulares; en la calle las cosas arden y se desbordan los hechos delictivos, los cuales quedan impunes en expedientes rebosantes de injusticias.

Apocalipsis en la pantalla chica

La realidad se ha saturado de imágenes estereotipadas, evocadas una y otra vez hasta agotar esos signos y despojarlos de su especificidad, sumidos en el lugar común donde no caben los matices ni las preguntas. Hace una década comenzamos a escuchar que las víctimas eran culpables de sus muertes por andar en malos pasos, y con ese ruido de ráfagas rompiendo huesos se quiso disimular el estruendo del Estado mexicano crujiente. Casi por consigna, la indiferencia y el miedo se han cultivado asiduamente. Resulta paradójico que todo el esfuerzo gubernamental por promover y preservar los derechos humanos haya coincidido con el auge del crimen organizado coludido con las fuerzas del orden, que no preservaron el monopolio de la violencia. El derrumbe de las ideologías y el dominio del mercado detonaron la corrupción general del estado de derecho, y el romanticismo de los bandoleros carismáticos fue quedando en el ayer, palidecido ante la crueldad de los narcotraficantes. Las guerras por las drogas han sumido a la sociedad en un código del ultraje en que las personas se transforman en cuerpos, los asesinatos se llaman ejecuciones, el secuestro es un levantón, y las víctimas indirectas se miden como estadísticas o daños colaterales.

De los calabozos sociales al techo de cristal, las luchas sociales se han combatido, mediatizado, espectacularizado, aniquilado o asimilado a los establishments. De alguna forma, el cine y las noticias han sido sombra de ello, con sus representaciones y, sobre todo, omisiones. El estira y afloja del derecho a la información y la transparencia se vive en la arena de la opinión pública, donde resuenan los casos que construyen los documentales, aprovechando todas las técnicas del periodismo y encontrando a su vez los límites de la ética profesional para cumplir la premisa y ofrecer al espectador el acceso a ese mundo que promete la película o la noticia. Su efecto es gradual y alimenta la crítica en tiempos cuando peligran esos derechos informativos y las vidas de quienes trabajan en ello.

Cortinas de humo digital

Las guerras de baja intensidad y los innumerables frentes de la guerra contra el terrorismo y el crimen organizado pueden ser muy útiles a la hora de dirigir la mirada hacia diversas catástrofes y dejar de observar con detalle los movimientos y las decisiones políticas cruciales. Cubrir conflictos exige (además de un equipo de producción) dosis de adrenalina y cálculo del provecho privado de esas calamidades públicas. El Estado fallido aprovecha el humo para simular que rescata del incendio el país, que administra con todos los recursos posibles. Uno de los factores que han influido y están en juego en las frágiles democracias es el derecho a la información, utilizado frecuentemente para someter a la población a las barras informativas, mantenidas vivas con la mercadotecnia. Los medios de comunicación lucran con una agenda ligada a los tiempos políticos y comerciales, sometida a los calendarios electorales, y al servicio de marcas e instituciones que informan de sus resultados o exhiben sus promesas. En la oferta sensacionalista, mostrar las barbaridades ya no sacude sino que se espera entre la dieta de miserias humanas integrantes del repertorio de los ultrajes. Poco a poco se ha distorsionado la palabra informar, y hoy no quiere decir “revelar” ni “develar” sino todo lo contrario: forma parte de la administración del terror, y resulta comprobable la distopía, al sumar evidencias de cuánto hemos ido alejándonos del bienestar general, defraudados por gobernantes descaradamente criminales. En ese contexto, ¿qué caminos quedan para decir la verdad con sinceridad? De manera paulatina y sistemática, en los mass media han sido abordadas, no las causas, sino las consecuencias más escandalosas.

La libertad del diablo

El cineasta Everardo González ha trabajado el ser nacional y las heridas colectivas desde diversos ángulos, combinando metrajes de otras épocas y el rodaje de entrevistas con personajes en los que se ha acercado a la cultura de la ebriedad con La canción del pulque (2003), que indaga en la dimensión etílica y social de una bebida ancestral; en Jalisco es México (2006), sobre la implantación del charro, el mariachi y el tequila como cultura regional expandida nacionalmente; acerca de los artesanos del robo en Ladrones viejos (2006) que, además del ingenio del mexicano, demuestra las complicidades entre policías y ladrones cobijados por las autoridades del extinto Departamento del Distrito Federal; siguiendo el pulso y la voz de un personaje determinante en El Salvador hasta su asesinato en 1984, a través de archivos fílmicos y sonoros de monseñor Óscar Arnulfo Romero en El cielo abierto (2011); el ensayo sobre la adversidad climática en el norte mexicano con Cuates de Australia (2011), narrando los problemas y las tragedias provocados por la escasez de agua. Con el retrato de periodistas protegidos en El Paso (2016), tomó parte en el acompañamiento de profesionales de la comunicación que, privados de sus derechos, se vieron obligados a dejar el país y buscar con dificultades protección en Estados Unidos. A diferencia de sus otros trabajos, aquí la voz es dada a las víctimas de las guerras irregulares contra los informadores.

En La libertad del diablo (2017) trabajó en el guion con Diego Osorno, periodista que codirigió El alcalde (2012) y escribió el libro La guerra de los Zetas (2012). Fue producido por Roberto Garza e Inna Payán, y es un clavo ardiente que toca los dilemas morales y éticos de un país que se desmorona frente a nuestros ojos, ¿cómo acercarse sin una lupa macabra al terror? ¿Pueden darse cita las víctimas y los victimarios bajo la misma capucha para mostrar oralmente el rostro desfigurado de un país rasgado por la violencia? ¿Podemos adentrarnos desde algunos cuartos anónimos en los territorios arrasados por las guerras irregulares del narcotráfico y del secuestro? En suspiros miramos un paisaje lleno de fantasmas y vidas arrebatadas, que han dejado a la deriva a las madres y los padres de los desaparecidos, quienes luchan por encontrar a los suyos. Los estados de la república están unidos por la ignominia. No lo vemos de manera literal, mas sabemos que no es un llano en llamas sino todo un país.

La máscara invariable que les propone el director incluye anónimos que confían en la sinceridad de la encuesta. Algunos desertores del Ejército mexicano explican las formas de operar de las Fuerzas Armadas contra el pueblo, sicarios confiesan sus atrocidades, a veces sin remordimiento, y otros quieren apaciguar su inmensa culpa. Hijos abandonados y madres que claman, con la valentía de no saberse expuestos a ser el blanco de las próximas balas perdidas o dedicadas. Testimonios vehementes de protagonistas que decidieron compartir su pena, que convive con los silencios estridentes de las familias. Poco a poco, las pieles morenas dibujan un retrato de voces quebradas y ojos enrojecidos; las lágrimas empapan la piel de tela, y probablemente habrán hallado algún consuelo al decirlo, detrás de ese sutil escondite.

De poética minimalista, la valentía del documental es no lucrar con la infamia sino sumarla para coser una bandera nacional deshilachada, de hijos, águilas y serpientes. Dolorosas dualidades multiplican y explican la espiral inagotable en la que ¿es el huérfano el sicario del futuro?, ¿es un soldado un traidor a la patria por no oponerse a la jerarquía militar?, ¿el deseo belicista del imaginario profundo y arraigado en el Himno Nacional enfrenta soldados sin uniformes? La cinta ya ganó diversos premios nacionales y extranjeros, y este año comienza a ser distinguida con nominaciones y menciones en revistas y periódicos. Ha logrado colocar sin maniqueísmo asuntos éticos fundamentales en la discusión acerca de las responsabilidades y las cadenas de mandos e intereses que hay detrás de la impunidad. Sin demagogia se atreve a proponer que no habrá paz sin amnistía, y que eso implicará reconocer a los otros. Perdonar, pero también dar razón de las desapariciones. La cinefotógrafa María Secco encontró luz en esos interiores llenos de oscuridades, y captó las auras reunidas como una doliente galería de ex votos, que dará explicación a las futuras generaciones, cuando se intenten bordar respuestas de porqué su país se internó de ese modo en la barbarie. Llegarán acaso días menos oscuros; pero mientras, omnipresente se muestra el diablo, campante y vigoroso, infernal y expansivo. Huele a azufre: son las llagas de la patria desgarrada en México.


La libertad del diablo. Everardo González, México, 2017, 1 hora 14 minutos.