Estamos viviendo días históricos en Catalunya. Después de años de movilización en la calle, y negociaciones en los despachos, los partidos independentistas declararon –aparentemente- la independencia de Catalunya y proclamaron la República Catalana el viernes 27 de octubre. Ese día pasará a los anales de la historia catalana, pero también marca un antes y un después simbólico en el devenir político del Estado español post-franquista, el conocido como régimen del 78. Es ya un lugar común afirmar que la independencia de Catalunya puede ser la brecha que ayude a desmoronar un régimen crecientemente cuestionado desde la irrupción del 15-M aunque, por el momento, éste demuestra ser más resiliente de lo esperado.
El 27 de octubre se puede leer como la culminación de un dilatado procés que inició hace cinco años, encaminado a llevar al pueblo catalán a la anhelada independencia a través de una hoja de ruta zigzagueante. Pero también se puede entender como el inicio de una nueva etapa en la que Catalunya se enfrenta al Estado español en medio de los mayores ataques a su autonomía política, fulminada de facto el viernes por la noche tras la aplicación del artículo 155 de la Constitución Española por el Gobierno del Partido Popular (PP).
Mientras se escriben estas líneas, el Govern de la Generalitat está destituido, la vicepresidenta de España Soraya Sáenz de Santamaría y los ministros han asumido las competencias de un Govern que no ha opuesto resistencia a esta usurpación de funciones. El Fiscal General del Estado ha anunciado varias querellas por “delitos de rebelión, sedición, malversación y otros conexos” contra los principales responsables políticos catalanes. El presidente Carles Puigdemont ha viajado a Bélgica a pedir asilo político junto a algunos de sus ministros. Dos líderes de las principales organizaciones sociales independentistas, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, ya han pasado por esos tribunales y se encuentran desde hace días en prisión provisional sin fianza acusados de sedición.
Si existe ahora mismo una República Catalana es todavía objeto de debate político en Catalunya. Lo cierto es que su supuesta proclamación no ha sido acompañada de ninguna medida legal que haga pensar que estamos bajo una nueva institucionalidad. La bandera española sigue ondeando en la Generalitat y los líderes de los partidos independentistas han declarado que participarán en las elecciones autonómicas convocadas para el 21 de diciembre por el Gobierno de España, una extraña manera de desobedecer al Estado que los oprime. Tampoco se ha producido ninguna manifestación popular de protesta contra la aplicación del 155 en los días posteriores. Todo lo contrario, el domingo 29 hubo en Barcelona una manifestación por la unidad de España convocada por la ultraderechista “Societat Civil Catalana”, a la que se sumaron las fuerzas políticas autodenominadas constitucionalistas (españolistas). Los acontecimientos políticos se suceden a una velocidad que hace caducar cualquier análisis en cuestión de horas. Estamos en medio de una gran incertidumbre; lo único claro es la división de la sociedad catalana en este tema.
Independencia y hegemonía
El relato que se asienta entre las izquierdas del mundo es que en Catalunya existe un pueblo que, mayoritariamente, se moviliza por la independencia frente a la represión de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado español. Y, si bien esta idea responde a una realidad existente, también es cierto que representa la parte de un marco más amplio. El conflicto político en Catalunya es muy complejo y, en aras de su comprensión y eventual resolución, no debería ser simplificado. La polarización en lecturas de blanco y negro puede servir para la movilización política de los respectivos bandos, pero no ayuda a entender por qué el independentismo se encuentra en una encrucijada al no tener la correlación de fuerzas interna suficiente para poder poner a andar un nuevo Estado.
Según datos del último Barómetro de Opinión Política de 2017, publicado por el Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat de Catalunya, el 62% de los catalanes encuestados cree que Catalunya ha conseguido un nivel insuficiente de autonomía, pero sólo el 34.7% cree que debería ser un Estado independiente. A la pregunta de “¿Quiere que Catalunya se convierta en un Estado independiente?” (junio de 2017), el 41.1% se pronuncia a favor del “sí”, mientras que el 49.4% lo hace a favor del “no”. Un 7.8% dice “no saber” y un 1.7% “no contesta”.
Sin duda, el independentismo ha crecido en los últimos años, por muchos motivos entre los que destaca el impacto de la crisis económica, la desafección de muchos catalanes ante unas autoridades españolas altamente desacreditadas y, por supuesto, un sentimiento nacionalista que es el sustrato identitario último sobre el que se sostiene su razón de ser. Ha movilizado de manera sostenida a amplios sectores de la sociedad catalana, incluso a muchos que estaban ausentes en otras manifestaciones de carácter social en contra de los recortes del Govern. Pero las fuerzas independentistas también han logrado sumar a catalanes que no eran nacionalistas y han visto en la independencia una vía para deshacerse del PP. Personas que rechazan la intransigencia y la represión del Estado español, especialmente visible en las cargas policiales durante el referéndum independentista del pasado 1 de octubre.
Sin embargo, su hegemonía está lejos de ser completa. El independentismo social y político tiene grandes dificultades para que su discurso conecte en las zonas más netamente obreras del cinturón rojo barcelonés, allí donde se concentra el 70% de la población catalana. La mayor parte de la clase obrera catalana que habita este territorio es de origen inmigrante español (y, en años más recientes, no español) y siente cierta indiferencia hacia los planteos del independentismo, cuando no rechazo. A modo de ejemplo, si el 43% de los catalanes participaron en el referéndum del 1 de octubre, en algunos municipios de este territorio la participación apenas superaba el 30% del censo; mientras que, en otros municipios de la Catalunya rural, la participación superaba ampliamente el 70%. Otro ejemplo de esta desconexión son los resultados electorales de las elecciones autonómicas de septiembre de 2015. En muchos de los barrios obreros de la ciudad de Barcelona, sobre todo en los de menor renta promedio, la derecha españolista de Ciutadans obtuvo el mayor porcentaje de votos, cuando meses antes en esos mismos barrios, se había votado mayoritariamente el proyecto municipalista de las izquierdas integradas en “Barcelona en Comú”, liderado por Ada Colau, la activista antideshaucios. Se trata de barrios donde la derecha ha tenido históricamente problemas para sacar votos pero que, cuando se plantea a sus habitantes una disyuntiva en términos nacionales, vota siguiendo su identidad española de origen.
Perspectivas
Ante este panorama la duda que asalta es, ¿se puede construir un nuevo país de espaldas a los intereses del grueso de la clase obrera catalana? Seguramente, sí. Pero tildarlo de revolución, ruptura o cualquier otro término que apele a una participación popular masiva aparece, entonces, como una broma de mal gusto para mayor escarnio de quienes parecen ser unos simples convidados de piedra en todo este proceso. Se podrá argüir que es culpa de estos sectores su falta de voluntad para involucrarse mayoritariamente con un proyecto político democratizador. Pero también podríamos darle la vuelta al argumento y preguntarnos por qué estos sectores no se sienten llamados a participar en uno de los momentos políticos más vibrantes de la reciente historia catalana. ¿Qué responsabilidad tiene el independentismo, de derechas e izquierdas, en el rechazo de estos sectores a la independencia? ¿Y la izquierda transformadora, se responsabilizará por la derechización de las que deberían ser sus bases naturales de apoyo?
La mayoría de los catalanes quiere votar en un referéndum vinculante para decidir su futuro. Las elecciones de diciembre no van a solucionar el conflicto si se plantean como unas elecciones autonómicas más. Por el contrario, pueden hacerlo volver al punto de partida, ahora con un reforzamiento de las opciones más reaccionarias, como Ciutadans, por culpa de la polarización nacional. Si en algún momento pareció que Catalunya iba a ganar en ampliación de derechos democráticos y libertades apostando por la independencia, hoy el horizonte anuncia una involución creciente.
Impedir que Catalunya pueda ejercer su legítimo derecho a la autodeterminación es un aviso a toda fuerza política que ose cuestionar el statu quo emanado de los pactos de la Transición. Pero si algo podemos aprender de ésta es que un cambio de régimen sin que las masas tomen las riendas de los acontecimientos se puede traducir en un simple recambio de élites lampedusiano. Esperemos que la historia no se repita en Catalunya.