Un triunfo electoral “por donde se lo mire”
El pasado lunes 23 de octubre de 2017, el periodista Mario Wainfeld en el diario Página|12 (uno de los pocos medios de comunicación que, preservando una posición crítica con respecto al actual gobierno nacional, ha sobrevivido desde diciembre de 2015), tituló con la siguiente frase su columna de opinión sobre las elecciones legislativas realizadas el día anterior: “Por donde se lo mire”. Con esas palabras, Wainfeld intentaba señalar que sea cual fuera la óptica a partir de la cual se analizaran los resultados de los comicios del 22 de octubre, todas las formas de lectura redundaban en un triunfo contundente de la alianza oficialista Cambiemos.
En primer lugar, esa victoria palmaria se debía a la nacionalización de dicha fuerza política. La coalición que lidera Mauricio Macri ganó en la Ciudad de Buenos Aires y en las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos, Corrientes, Chaco, Jujuy, La Rioja, Mendoza, Neuquén, Salta y Santa Cruz. Es decir, en 13 de los 24 distritos nacionales. Ello le permitió cosechar el 42% de los votos a nivel nacional, equiparando prácticamente el porcentaje obtenido por Raúl Alfonsín y Carlos Menem en sus primeras elecciones de medio término (en 1985 y 1991 respectivamente). En segundo lugar, el triunfo oficialista se produjo en los cinco distritos electorales más importantes del país: Ciudad de Buenos Aires, Provincia de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y Mendoza. Y por si todo esto fuera poco, como un tercer punto, Cambiemos logró ganar en la provincia de mayor peso político en el país (la Provincia de Buenos Aires, bastión electoral del peronismo, que concentra el 38% del padrón nacional de votantes), venciendo allí por un 4% de ventaja (41% a 37%) nada menos que a la lista encabezada en la categoría de Senadores Nacionales por la ex Presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Hablamos de un panorama electoral que llevó al presidente Macri a cerrar su alocución en los festejos oficialistas de la noche del 22 de octubre gritando repetidamente la frase “somos imparables”.
En resumidas cuentas, con la información vertida en el párrafo anterior ya presentamos un breve pero al mismo tiempo contundente paisaje de las elecciones legislativas argentinas en función de los resultados, que no deja mucho que agregar más allá de ciertos elementos vinculados a guarismos provinciales y municipales (que de todas formas no hay que desatender, en tanto siempre pueden resultar de suma importancia, de acuerdo con su eventual impacto en la dinámica nacional). Sin embargo, en la medida en que aquí nos interesa explicar el proceso político que tuvo su expresión en la jornada electoral junto con el horizonte a futuro de la política argentina, en estas páginas no nos quedaremos satisfechos con la fotografía de los números electorales. Más bien trataremos de inscribir los resultados de los comicios de medio de término del pasado 22 de octubre de 2017 en la dinámica de la lucha de clases en Argentina, considerando tanto su desarrollo desde el 10 de diciembre de 2015 (cuando Macri asume como presidente) a la fecha, como en perspectiva hacia adelante.
Un año y medio de oposición social frente a las medias económicas “normalizadoras”
Para esbozar una lectura de la conflictividad social y política con la que llegamos a las elecciones de agosto y octubre de 2017, debemos mirar retrospectivamente hacia el año 2016. Un año que no transcurrió particularmente en armonía para el gobierno nacional. Pues éste debió afrontar durante todo el 2016 un gran descontento social causado por el impacto de las medidas “normalizadoras” aplicadas en el campo de la economía en los primeros meses de su mandato (devaluación, despidos en el sector público, aumentos de tarifas en los servicios públicos, entre otras). Dicha insatisfacción popular se expresó en movilizaciones de masas contundentes frente a las consecuencias de tales medidas. Así, el ciclo de acciones callejeras en 2016 comenzó el 29 de abril de ese año (con una masiva movilización sindical –a la que asistieron 300.000 personas- en contra de los despidos de trabajadores), se extendió en los meses posteriores, pero tuvo un primer pico de ascenso en noviembre y diciembre. Concretamente, en el final del 2016, movimientos sociales y sindicatos plantearon la necesidad de aprobar una Ley de Emergencia Social (para paliar las carencias causadas en los sectores más humildes por las medidas económicas del gobierno) y la reforma a la Ley de Impuesto a las Ganancias (que el propio presidente había prometido en su campaña presidencial de 2015). Ambos reclamos lograron, a través de la movilización popular y su expresión parlamentaria, acorralar al gobierno mientras se cumplía su primer año de mandato, e instalaron una agenda que resultaba complemente desajustada en relación con las intenciones del proyecto político oficial. No obstante, el clímax de la movilización social se produciría con las manifestaciones multitudinarias llevadas a cabo durante todo el mes de marzo de 2017, en el contexto del comienzo de las discusiones paritarias para ese año, en las cuales el gobierno pretendía establecer una pauta de aumentos salariales muy inferior a la demandada por los sindicatos. Durante aquel mes, entonces, se movilizaron con fuerza y sucesivamente los sindicatos de maestros, la Confederación General del Trabajo (CGT) y las dos vertientes de la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA). El desenlace de ese proceso se consumó con el paro general convocado por la CGT para el día 6 de abril del mismo año. Todo un escenario de ebullición popular en las calles que debía enmarcarse en un primer año de gobierno cuyo cierre se caracterizaba por: una inflación anual trepando el 41% (muy superior a la de 2015, de un 24%), un consumo a la baja, sin la “lluvia de inversiones” que el gobierno había prometido como resultado de sus medidas “normalizadoras”, con un aumento del déficit fiscal y un descenso en el nivel de actividad económica.
De todas formas, aun cuando durante el 2016 el gobierno aplicó un conjunto de medidas que significaron una redistribución regresiva del ingreso (devaluación, aumentos de tarifas, eliminación o baja de retenciones a las exportaciones agropecuarias, entre otras), hasta marzo de 2017 sus principales espadas políticas optaron por impulsar esos avances sin una aceleración desenfrenada, es decir, en pleno ejercicio del realismo político. Con esto no pretendemos subestimar el impacto económico y social de las medidas aplicadas, sino más bien afirmar que su implementación buscó ir calibrando permanentemente el vínculo con los diferentes actores sociales y manejando cautelosamente los tiempos políticos para evitar “ir a fondo” con transformaciones que podrían haberlo dejado en una situación de fragilidad, al no contar con una mayoría parlamentaria propia ni con la certera adhesión popular que ellas demandaban. Pero las multitudinarias manifestaciones que surcaron el mes de marzo de 2017 produjeron un quiebre decisivo en la conducta y la palabra oficial, al percibir el gobierno una situación de asedio, cristalizada en la sensación generalizada de una incapacidad gubernamental para ejercer el control de la calle. A partir de esa percepción de falta de autoridad política, el gobierno nacional decide jugar “a todo o nada” y radicalizar sus posicionamientos en diversas áreas de cara a la contienda legislativa que se iniciaría con las elecciones primarias de agosto. O sea, decide abandonar su faceta más “dialoguista” con sindicatos y movimientos sociales (más allá del verdadero significado de ese “diálogo”) y avanzar en una perspectiva de mayor confrontación, redoblando sus interpelaciones antidemocráticas y anti-igualitaristas hacia la sociedad, apoyándose a su vez en el perfil más fiel a sus valores como fuerza política. Una clara muestra de ello fue la convocatoria (supuestamente “espontánea” en las redes sociales, pero alentada por la Casa Rosada y por los multimedios comunicacionales -rememorando el estilo de los “cacerolazos” de septiembre y noviembre de 2012-) a una concentración “en defensa de la democracia” el día 1 de abril de 2017 en Plaza de Mayo, que buscaba expresarse en contra de las demostraciones consideradas “destituyentes” de las movilizaciones de masas de marzo. En ese marco, en la medida en que la CGT no profundizó el plan de lucha del 6 de abril, y que el conflicto social de 2016 y comienzos del 2017 mostró un notorio declive en los meses posteriores al paro, el gobierno optó por la ofensiva y endureció sus posturas políticas en la campaña electoral al mismo tiempo que obró con pragmatismo en materia económica para no profundizar en un año de elecciones la potente redistribución regresiva del ingreso operada el año anterior.
Pues bien, si tuviéramos que marcar un cierre del ciclo de movilización popular que se produce de forma previa al inicio del proceso político-electoral de cara a los comicios legislativos, el último hito que debiéramos marcar se halla el día 10 de mayo de 2017. Una semana antes, el 3 día de mayo, la Corte Suprema de Justicia de la Nación había dictado un fallo que declaraba aplicable el beneficio conocido como “2×1” (indicado en la Ley Nacional 24.390) para las penas de prisión por delitos de lesa humanidad (es decir, que involucraba los crímenes cometidos durante la última dictadura cívico-militar). Si bien los funcionarios del área de Derechos Humanos y Justicia del gobierno nacional inicialmente se manifestaron a favor del fallo, luego de un conjunto de ambigüedades terminaron dando marcha atrás, distanciándose de los jueces supremos. Aun cuando el fallo pertenecía a la Corte, fueron principalmente los jueces nombrados por el actual gobierno aquellos que votaron a favor del dictamen, mostrándose además en sintonía con el viraje del oficialismo en materia de políticas de derechos humanos (en un notorio contrapunto con el gobierno anterior). En cualquier caso, el 10 de mayo se produce una movilización de 500.000 personas a Plaza de Mayo (encabezada por los organismos de derechos humanos) que obliga al gobierno a tomar cartas en el asunto y a retroceder en ese campo. En ese escenario, entonces, se cierra el ciclo de movilización popular con el cual se abre el proceso político electoral hacia los comicios legislativos de agosto (primarios) y octubre (definitivos).
Los ejes del debate social en el contexto pre-electoral
En la clave de lo mencionado hasta aquí, es importante señalar un desplazamiento que observamos a partir del mes de junio de 2017 en contraposición con el ciclo de movilizaciones que va de abril de 2016 a mayo de 2017. Si durante el primer año y medio el debate público, político y mediático el gobierno de Macri había mostrado una notoria oscilación entre la agenda política planteada por el gobierno (centrada en un contrapunto permanente con la “pesada herencia” recibida de la etapa kirchnerista) y la agenda de una oposición principalmente social que cuestionaba el proceso de redistribución regresiva del ingreso, en junio las discusiones comienzan a desplazarse casi en pleno hacia la competencia electoral, dejando de lado los tópicos que habían caracterizado la oposición social. Este desplazamiento, según nuestro punto de vista, tiene consecuencias muy favorables para el oficialismo. Pues hasta ese momento, sus períodos de mayor zozobra se habían producido en ocasión de las movilizaciones de masas, que de forma contundente colocaban de relieve en el debate social las consecuencias del plan económico “normalizador” aplicado por la alianza Cambiemos. Haciendo un repaso de la agenda pública, política y mediática, durante los meses de junio y julio de 2017 aquellas movilizaciones de oposición social pierden protagonismo y se apartan del centro de la escena política. De ese modo, se facilita la labor oficialista, al concentrarse la atención pública en los temas planteados por los medios masivos de comunicación y las instituciones políticas. Por supuesto, el masivo acto encabezado por Cristina Fernández de Kirchner el día 20 de junio, donde comienza (aun sin una definición explícita) el lanzamiento de su candidatura a Senadora, constituye una excepción y establece un mojón en el proceso político. Pero si bien se trata de un acto político multitudinario, ya no se produce en el lenguaje de las movilizaciones precedentes de oposición social, sino en el plano de las contradicciones configuradas por el escenario político-electoral.
Por eso, en el marco señalado en el párrafo anterior, para comprender los resultados de la contienda electoral consideramos fundamental señalar cuáles fueron las coordenadas del debate social que predominaron entre los meses de junio y octubre, pues ello nos indica en qué contexto de discusiones se produjeron los comicios de medio término. En esa línea, podemos destacar al menos cuatro aspectos que protagonizaron el debate social en ese período.
El primero de ellos fue el de la selección de las candidaturas del peronismo en la Provincia de Buenos Aires. Allí, desde ya, no se jugaba tan solo eso. Aquello que en definitiva se encontraba en debate era la interna del espacio mayoritario de oposición. Es decir, quién ejercía la dirección opositora y en el marco de qué relaciones de fuerzas internas. Como ya es sabido, finalmente fue Cristina Fernández de Kirchner quien se impuso en ese debate, en alianza con los intendentes de los municipios más populosos del conurbano de la provincia. Aquí, según nuestro parecer, se erigió una paradoja. Por un lado, la ex presidenta ha sido prácticamente la única líder de la oposición peronista (sino la única, y casi en soledad) que en los dos años de gobierno de Cambiemos produjo una ruptura constante con respecto al consenso conservador en el sistema político construido tanto por el oficialismo como por algunas figuras relevantes de la oposición parlamentaria y mandatarios provinciales opositores (en plena sintonía, vale decirlo, con los multimedios comunicacionales y las clases dominantes). Pero al mismo tiempo (y aquí reside la paradoja), el protagonismo excluyente de la ex mandataria le permitió al gobierno nacional configurar el mundo de las contradicciones políticas no ya en función de sí (tal como sucedió con las consecuencias de sus medidas económicas), sino alrededor de la figura de Cristina. De forma tal que el debate social se inclinó mayormente hacia la discusión en torno de la experiencia kirchnerista y no alrededor del experimento macrista (en el marco de relaciones de fuerzas que, a la hora de establecer las coordenadas del debate social, favorecen al actual gobierno).
En segundo lugar, y vinculado al aspecto anterior, el escenario inmediatamente previo a las elecciones primarias de agosto y a las definitivas de octubre estuvo signado por dos hechos que reflejan un fenómeno ya usual en la gestión Cambiemos, instrumentado aceitadamente junto con los multimedios comunicacionales, y en algunos casos, con sectores de la oposición parlamentaria y/o con el Poder Judicial. Nos referimos a la “espectacularización” de la corrupción vinculada ya sea a los gobiernos kirchneristas o a ciertos líderes sindicales. Así, a finales del mes de julio, o sea, a dos semanas de los comicios, el bloque legislativo oficialista pidió en el Parlamento la votación del pedido de desafuero del ex ministro de planificación federal de los gobiernos kirchneristas, Julio De Vido. Es decir, intentaba quitarle los fueros parlamentarios a éste último para que en las causas por corrupción que tiene abiertas en la justicia pudiera ser sometido a una condena (vinculando a De Vido, por supuesto, con la figura de Cristina Fernández). Lo mismo ocurriría el 17 de octubre (a cinco días de las elecciones definitivas), cuando la Cámara Federal ordenara la detención del ahora diputado nacional De Vido. Mientras tanto, a fines del mes de septiembre, esto es, a tres semanas de las elecciones, la justicia ordenó la detención del líder sindical del rubro de la construcción Pablo “Pata” Medina (también acusado de corrupción), abonando el discurso del oficialismo en la campaña, destinado a librar incansablemente una “lucha contra las mafias” (las sindicales, lógicamente, no así contra las mafias empresariales, judiciales o mediáticas, que sintonizan muy bien con el funcionariado de Cambiemos). De ese modo, el gobierno nacional (al unísono con los multimedios comunicacionales y el Poder Judicial) centra el debate social en la corrupción vinculada tanto al gobierno anterior como a ciertos líderes sindicales, y lo desplaza en relación con las medidas de su repertorio político-económico.
En tercer lugar, luego de los favorables resultados electorales obtenidos en las primarias de agosto, las principales espadas políticas del gobierno (incluido el presidente y el jefe de gabinete de ministros) participan activamente en el 52° Coloquio de IDEA, realizado en la ciudad de Mar del Plata (provincia de Buenos Aires) los días 12, 13 y 14 de octubre. Allí, en ese punto de encuentro de las clases dominantes locales (llevado a cabo tan solo diez días antes de las elecciones definitivas), se elimina totalmente el filtro a la difusión pública de la frase que podría sintetizar muy bien el espíritu del Coloquio, y que fuera cristalizada en una alusiva columna de opinión del tradicional diario La Nación del día 14 de octubre: “los empresarios quieren que Macri vaya por todo”. El presidente Macri, el jefe de gabinete Marcos Peña y otros funcionarios de primer rango del gobierno nacional deciden desnudarse por completo discursivamente y trazar en dicho coloquio algunas líneas fundamentales de las reestructuraciones sociales que consideran necesarias a futuro en caso de obtener la legitimidad electoral: reforma laboral, reforma fiscal y reforma tributaria. El mensaje en ese cónclave empresarial resultaba contundente y anticipatorio. Y a la vez, marcaba las nuevas coordenadas del debate social, es decir, un nuevo amperímetro acerca de “lo que se puede decir” desde la clase política en la Argentina.
Pero debemos subrayar un cuarto aspecto que fuera parte de las discusiones públicas en plena campaña electoral, seguramente el tópico más delicado. Se trató del caso del joven Santiago Maldonado, cuya desaparición forzada se produjera el 1 de agosto de 2017 en el marco de un operativo de la gendarmería nacional destinado a desalojar una ruta nacional en la provincia patagónica de Chubut, que estaba siendo obstruida por comunidades mapuche, en reclamo por la propiedad de sus tierras. Decimos que se trató de aquel aspecto más delicado del debate pre-electoral pues en torno al Caso Maldonado el gobierno sacó a relucir su faceta más antidemocrática y autoritaria. Primero, ejerciendo una defensa acérrima de la gendarmería y negando rotundamente la responsabilidad de las fuerzas de seguridad en la desaparición del joven. Luego, tratando de estigmatizar el reclamo por la aparición de Maldonado, identificándolo con una “jugada política” para ensuciar al gobierno. También con la irrupción de un discurso demonizador de las comunidades mapuche en los multimedios comunicacionales, asimilando a los pueblos indígenas de la Patagonia con grupos terroristas, vinculados a ISIS o las FARC. Finalmente, casi 80 días después de la desaparición de Maldonado (y a menos de una semana de los comicios del 22 de octubre), su cuerpo fue encontrado sin vida al borde de un río de la zona, a partir de lo cual el gobierno redobló su apuesta hacia una impugnación de la responsabilidad estatal en el caso. Al mismo tiempo, el oficialismo insistió públicamente en sintonía con los multimedios comunicacionales, en que el reclamo por la aparición de Maldonado había sido “politizado”. En cualquier caso, alrededor del caso de Santiago Maldonado el gobierno artículo un conjunto de interpelaciones ideológicas vinculadas al ejercicio de la autoridad, a la existencia de un “enemigo interno” de carácter “terrorista” (los mapuches) y a la arbitrariedad de las fuerzas del orden para actuar sin limitaciones ante la protesta social.
En síntesis, aquello que intentamos plantear es la constitución de una agenda de debate social entre junio y octubre de 2017 (es decir, el período en que se desarrolló el proceso político-electoral) que en buena medida favoreció el accionar del gobierno. Una agenda que, por supuesto, no es producto de la casualidad, sino que es consecuencia, al menos, de dos factores. Por un lado, de una alianza oficialista que cuenta con notables resortes de poder: el respaldo del poder económico, la sintonía con el Poder Judicial, el trato cálido y amable de los multimedios comunicacionales y la colaboración amigable de sectores mayoritarios de la oposición política. Y por el otro lado, de una conducción política que desde la dirección estatal actúa con realismo político y con plena conciencia de la eficacia de la ideología.
Las causas de la “ola amarilla”
Los diarios anuncian, en función del triunfo de los resultados electorales mencionados al comienzo de este artículo, la llegada de una “ola amarilla” que ha recubierto el país (en referencia al color del PRO, el partido que lidera el presidente Macri). Una victoria contundente que, por cierto, ha causado estupor en las fuerzas populares. La pregunta que en ellos emerge (explícita o implícitamente) es la siguiente: ¿cómo es posible que luego de la redistribución regresiva del ingreso aplicada por el gobierno en sus primeros dos años de mandato, éste haya podido revalidar su legitimidad en las urnas? ¿Qué ha sucedido para que una gran mayoría de los argentinos vote en contra de sus “intereses objetivos”? Desde ya, nosotros no nos consideramos portadores de una respuesta con pretensiones de verdad que pueda explicar tamaño interrogante. Pero a continuación intentaremos señalar algunas claves que quizá nos permitan dilucidar lo sucedido en las últimas elecciones legislativas.
Si tuviéramos que comenzar apuntando a la dimensión económica que repercutió en el proceso electoral, vale decir que el proceso de redistribución regresiva del ingreso pareció haber tenido dos caras, o bien, dos intensidades diferenciales. Una la llevada a cabo en el año no electoral, es decir, en el transcurso de 2016. Allí, el cimbronazo más potente fue desarrollado en los primeros meses de la gestión, apenas Cambiemos asumiera la dirección estatal. Se trató de una considerable transferencia de recursos de los sectores populares hacia los actores concentrados de la economía. Pero que, es importante señalarlo, no asumió la forma de un gran ajuste. Con esto no pretendemos desestimar la redistribución regresiva del ingreso llevada a cabo por el oficialismo ni buscamos minimizar su impacto en las clases populares (especialmente en los sectores “excluidos”, donde más duro resultó el golpe al bolsillo). Tan solo intentamos señalar que no se produjo una crisis, y que amplios sectores de trabajadores formales y capas medias no sufrieron el impacto redistributivo en la misma medida que lo sintió la parte más baja de la pirámide social. Ello permitió que la permeabilidad generada por las interpelaciones ideológicas impulsadas por el gobierno fuera en muchos casos mayor que el impacto económico de sus medidas. A su vez, el proceso redistributivo, como decíamos, tuvo una segunda cara durante el año electoral. Si bien no se registró un crecimiento notable de la economía, sí se experimentó un “rebote” después del retroceso de 2016. Al mismo tiempo, la pérdida en el poder adquisitivo del salario ya no fue la misma en 2017, e incluso, se fue disminuyendo conforme se acercaban las elecciones, al hacerse efectivos en el curso del año los aumentos acordados en las negociaciones paritarias de principio de año. Si a esto sumamos el incremento de la inversión en obra pública para dinamizar la economía y la inyección de préstamos personales y créditos hipotecarios en los meses previos a las elecciones, nos acercamos a un escenario que ya no replica la situación del año anterior. Además, el gobierno nacional decidió con astucia postergar los aumentos en las tarifas de los servicios públicos y combustibles para después de las elecciones. Nuevamente: esto no significa hablar de un contexto promisorio para los sectores populares y capas medias, sino advertir acerca de un 2017 que ya no tuvo la misma profundidad recesiva ni regresiva en materia redistributiva que en 2016, permitiendo afincar así en esa diferencia el discurso oficial de esperanza en el futuro. En síntesis, nos referimos a una disimilitud entre el año electoral y el no electoral, que nos habla de una gestión de política económica signada, otra vez, por el pragmatismo y el realismo político característicos de la conducción política del oficialismo a la hora de aplicar un programa económico excluyente.
En cuanto a la dimensión específicamente política, debemos comenzar aclarando que la elección realizada por Cristina Fernández de Kirchner fue absolutamente respetable (por no decir titánica). Es menester subrayar que pese a la campaña mediática y judicial librada en su contra, la ex presidenta obtuvo, aunque por escaso margen (un 0,1%), una victoria en las elecciones primarias que solo sería revertida en las definitivas de octubre, donde el gobierno llegó con mejor “hándicap” (y con mayores recursos estatales para volcar en la campaña, vale recordarlo). Sin embargo, era esperable que entre los comicios de agosto y octubre se produjera una fuerte polarización entre Cambiemos y Unidad Ciudadana (la fuerza liderada por la ex jefa de Estado). En ese sentido, parte de la explicación de los resultados de octubre puede hallarse en una configuración de las contradicciones en lo político-electoral, extendida al plano nacional por el peso político de Cristina Fernández, que resultó funcional al discurso y la acumulación electoral de Cambiemos. Ello se puede constatar de forma cristalina en la migración del voto que se produjo de la candidatura de Sergio Massa a la boleta oficialista, donde prácticamente el desplazamiento en la cantidad de sufragios es aritmético (los votos que perdió Massa entre agosto y octubre se fugaron en pleno hacia Cambiemos). Todo indicaba que si el “piso” de votos de Cristina era muy elevado, lo inverso sucedía con su “techo”. Así, en el marco de una agenda pública, mediática y política vinculada a los casos de corrupción del gobierno anterior, el oficialismo consiguió exprimir al máximo la estructuración de las contradicciones electorales en función del binomio “pasado-cambio”. Y no las restringió a la Provincia de Buenos Aires, sino que las extendió a todo el país, en vistas de la proyección nacional del liderazgo de Cristina.
Pero en tercer lugar debemos indagar una dimensión que, como dijimos más arriba, el gobierno nacional maneja con impecable destreza. Nos referimos a la productividad de la ideología. En sintonía con lo ya señalado anteriormente en estas páginas, el oficialismo (al unísono con los monopolios comunicacionales, la oposición autodenominada “responsable” y el Poder Judicial) plantea y desarrolla el debate social por medio de tres aristas fundamentales. Hablamos de interpelaciones ideológicas que buscan penetrar y reavivar las corrientes subterráneas de sentido común más antidemocráticas, anti-igualitaristas y autoritarias de la sociedad civil argentina. Dos de ellas, según nuestro entender, confluyen en una misma dirección. Se trata, por un lado, de la embestida que el gobierno despliega en relación con la corrupción del gobierno anterior, identificada en funcionarios puntuales de la etapa kirchnerista; y por el otro, de la “lucha contra las mafias”, personalizada en determinados dirigentes sindicales. En ambos casos, como fue planteado más arriba, el objetivo es desplazar el debate social en relación con las medidas económicas del gobierno. Pero a su vez, en la medida en que el paradigma societal que pretende implantar el oficialismo requiere desarticular el conjunto de las mediaciones sociales con las que cuentan los trabajadores, los símbolos de esas mediaciones resultan estigmatizados y perseguidos por el discurso oficial. La interpelación ideológica apunta subyacentemente a castigar a quienes resultarían, en tanto representantes de las mediaciones populares, los principales responsables de obstaculizar las potencias individuales latentes en la sociedad. Solo eliminando esas barreras podrían saciarse los deseos individuales existentes en la ciudadanía, y gracias a ellos, engrandecer el destino de la Nación. Otra vez, la demonización de estas dos mediaciones fundamentales (como lo son los partidos políticos de tradición popular y los sindicatos) empalma a la perfección con el “hartazgo” de todo un sector de la sociedad civil, agotado por aquellas mediaciones que tan solo colocan límites y no permiten desatar las energías individuales en pleno ejercicio de la libertad. Una valoración negativa de las mediaciones sociales ya mencionadas que carga consigo un fuerte sentir anti-igualitario. Pues los partidos políticos tradicionales y los sindicatos, en definitiva, se articulan a partir de organizaciones colectivas que son tales al representar a los sectores más desfavorecidos de la sociedad, pues de otro modo, éstos no podrían gravitar con fuerza propia en la distribución del poder social. El “hartazgo”, entonces, no es solo con respecto a las mediaciones sociales en cuestión, sino también en relación con aquellos sectores de la sociedad que necesitan de ellas y no pueden valerse de sí mismos.
Pero por otra parte, hay una tercera interpelación ideológica que signó con vigor el último tramo de la campaña electoral. Tal como ha sido señalado más arriba, se trata del caso de la desaparición de Santiago Maldonado. Inicialmente esto parecía generar un grave problema para el gobierno en el marco del carácter incipiente de los comicios. Basta decir que el día 1 de septiembre se produjo una concentración de 250.000 personas, con fuerte tono anti-oficialista, que se congregó en Plaza de Mayo para ejercer su reclamo ante la desidia gubernamental frente al caso. No obstante ello, haciendo pie seguramente en sondeos de opinión pública que indicaban el bajo impacto del caso en la modificación del voto, el gobierno se inclinó por redoblar sus interpelaciones autoritarias hacia la sociedad. Como ya lo hemos indicado más atrás en estas páginas, la respuesta oficial implicó una reafirmación de la gendarmería destacando que “debemos cuidar a la fuerza que nos cuida” y una reivindicación general del sentido de autoridad identificado con las fuerzas del orden e intolerante ante quienes las desafían de un modo permanente (incluyendo con ello, y aquí reside la mayor gravedad de esta interpelación, a los organismos de derechos humanos). Esto le permitió al gobierno nacional traccionar regresivamente el debate social, pero también establecerse como referencia electoral en torno al primer término de los binomios “autoridad-garantismo” o “autoridad-desorden”, de fuerte impacto en las capas medias y sectores populares (especialmente entre éstos últimos, en los trabajadores formalizados). Así, y este aspecto ya trasciende el balance estrictamente electoral, se puso en juego toda una batería ideológica autoritaria y anti-democrática que colocó en tela de juicio la verdadera existencia de un conjunto de consensos en materia de derechos humanos y seguridad democrática en Argentina.
Resta señalar una cuarta dimensión de análisis, que nos podemos tomar la licencia de llamar maquinaria estatal-institucional. Asociado a un uso científico de los números electorales de agosto, el oficialismo no solo pudo revertir resultados adversos de las primarias, sino también movilizar en octubre votantes que no habían sufragado en los comicios de dos meses antes. Así, Cambiemos supo utilizar las riendas del Estado para canalizar recursos económicos e institucionales con anclaje en las realidades territoriales.
Por último, todo este análisis no puede prescindir de un factor que consideramos sustantivo para explicar los resultados electorales tanto de agosto como de octubre. Quizá como nunca antes en la democracia argentina post-dictatorial, nos enfrentamos ante un gobierno que resulta fiel expresión de las clases dominantes, y que como tal, ostenta una concentración de poder (formal y fáctico) difícil de comparar con otras experiencias políticas de la derecha en el país. La natural confluencia político-ideológica existente entre poder económico, poder político, poder comunicacional y poder judicial (garantizada por un vigoroso deseo común de revancha social tras la experiencia que ellos llaman “populista”), condensa una violenta ofensiva del capital contra el trabajo cuya expresión en la dimensión específicamente política de la dominación se sintetiza en la alianza Cambiemos. Todos esos factores de poder operaron prácticamente en la misma dirección para propiciar los resultados en las pasadas elecciones de medio término.
“Ahora o nunca”: la derecha argentina y el proyecto del “reformismo permanente”
Sin tiempo para esperar, excitado por el ferviente deseo de explotar en pleno el capital de legitimidad política conseguido en las elecciones, una semana después de los comicios del 22 de octubre el gobierno nacional realizó la convocatoria a un encuentro en el Centro Cultural Kirchner, para el que solicitó la asistencia de parlamentarios oficialistas y opositores, gobernadores provinciales, jueces supremos, empresarios, sindicalistas y ministros nacionales, entre otros. La intención oficial era presentar, bajo la supuesta matriz de un “gran acuerdo nacional”, un conjunto de reformas a llevarse a cabo de allí en adelante. Con énfasis, Macri definió en una sintética consigna la visión de la derecha argentina en torno a la posibilidad de avanzar con reformas estructurales en el país: “Ahora o nunca”. Y no dejó de sentenciar el deseo oficial de poner el pie en el acelerador para ingresar en una etapa de lo que llamó un “reformismo permanente”. Esto es: reforma fiscal, reforma tributaria, reforma previsional y reforma laboral. Un verdadero programa de radicalización derechista, donde ya no existen matices ni objetivos que ocultar frente a la opinión pública, a tal punto que en los medios de comunicación reaparecen sin tapujos: las metas de reducción del gasto público para achicar el déficit fiscal, la reformulación del sistema previsional, la eliminación de la “industria del juicio” que obtura los despidos en el fuero laboral, y por si todo esto fuera poco… la flexibilización laboral “necesaria” para generar nuevas fuentes de empleo.
Ahora bien, la pregunta que surge tras esta declaración de intenciones del gobierno es cómo hará la alianza Cambiemos para implementar este paquete de reformas manteniendo el perfil “gradualista” del que se ufana la primera plana de funcionarios del gobierno nacional. Es decir, cómo sostendrá el oficialismo la tan mentada “gobernabilidad” si se embarca, al mismo tiempo, en un avasallamiento político y económico de gobernadores provinciales, sindicatos, organizaciones sociales, jubilados y pequeños empresarios. En síntesis, cuál será la ecuación política y social que funcione como la llave para avanzar con este “paquetazo”.
La semana post-electoral creemos que fue indicativa sobre los planes del gobierno nacional. Las detenciones sin condena previa de Julio De Vido (ministro de planificación federal de los tres gobiernos kirchneristas) y de Amado Boudou (vicepresidente en el segundo mandato de Cristina Fernández) dan señales acerca del amedrentamiento a los políticos de la oposición. Más allá de la culpabilidad o inocencia de ambos ex funcionarios, la sintonía entre los jueces federales y la Casa Rosada, sin un ajuste a derecho, angosta los márgenes de ejercicio de la oposición para cuestionar las reformas en el Parlamento, so riesgo de sucumbir ante el nuevo fenómeno de “hiperjudicialización de la política”. La misma suerte parecen correr los líderes sindicales, quienes frente a la posibilidad de correr el mismo destino que su par Pablo “Pata” Medina (o sea, ser detenidos por la justicia), parecen más inclinados hacia una negociación concesiva que a un enfrentamiento en las calles convocando a la movilización social y popular. En síntesis, con diferencias sustantivas en relación a su implementación en otros períodos históricos, late la amenaza autoritaria en Argentina. Todo esto, en el marco de una creciente “politización autoritaria” (siguiendo la conceptualización de los sociólogos Gisela Catanzaro y Ezequie Ipar), a través de la cual la alianza oficialista Cambiemos despliega permanentemente interpelaciones anti-democráticas y autoritarias hacia el conjunto social.
El panorama, entonces, se muestra sombrío para el pueblo trabajador en este país. Sin embargo, no debe olvidarse que la política nacional en Argentina suele regirse por una lógica desdoblada: una en año electoral, y otra en año no electoral. Siendo los segundos mucho más tendientes al despliegue de la conflictividad y la lucha social. Por eso, podríamos augurar, el 2018 difícilmente transcurra en armonía. Pues si bien existió una derrota en las urnas, el campo popular dista de estar completamente diezmado y sin voluntades de salir a pelear en las calles. Por lo tanto, aun en este duro contexto, de “reformismo permanente”, de envalentonamiento de las clases dominantes y de radicalización de la derecha argentina, vale recordar la siguiente frase del pensador boliviano René Zavaleta: “En la política, el sueño de las victorias totales es tan absurdo como en la guerra”.
Noviembre de 2017