EL DESASTRE NATURAL EN EL ESPEJO DE LAS CATÁSTROFES SOCIALMENTE INDUCIDAS

El sismo del pasado 19 de septiembre ha puesto sobre la mesa la pregunta por la porción de responsabilidad que tienen las decisiones humanas en los daños que dejados por las catástrofes naturales (el debate se remonta por lo menos al terremoto que destruyó Lisboa en 1755, en el que Jean-Jacques Rousseau expresó una postura a la que las sociedades modernas vuelven cada vez que se presenta un acontecimiento de esta naturaleza: “Si los habitantes de esa gran ciudad hubieran estado más equitativamente distribuidos y menos hacinados, los daños habrían sido mucho menores y quizás insignificantes”).

De acuerdo con la información que el gobierno federal presentó al cumplirse un mes del terremoto, la reconstrucción tendrá un costo aproximado de 45 mil millones de pesos. La cantidad no es insignificante –resulta ligeramente superior, por ejemplo, al presupuesto destinado este año a la Universidad Nacional Autónoma de México, de aproximadamente 40 mil millones de pesos.

Respecto al volumen anual de la producción de la economía nacional (unos 20 billones de pesos), esa suma representa acaso unas dos milésimas partes; y en comparación con el presupuesto del gobierno federal (de aproximadamente 4.9 billones de pesos), unas nueve milésimas partes.

Sin embargo, la pregunta crucial no es si una erogación de esta magnitud representa una carga significativa para la capacidad productiva de la economía nacional (evidentemente no lo es) sino si lo es para la capacidad productiva como se aprovecha en los términos impuestos a ella por el sistema económico y político vigente, sistema cuya característica esencial es que puede convertir una capacidad y una riqueza tan alta como se quiera en un beneficio colectivo ínfimo.

La distinción entre la capacidad y su utilización (lo que se puede frente a  lo que se hace) tal vez pueda servirnos para evaluar el aspecto de la contribución del factor humano (por ejemplo, político) a los efectos del cataclismo natural.

Las casas, la autopista

Dada la amplitud del tema y la escasez de información disponible, este artículo propone abordar el problema concentrándose en el caso particular de Morelos, donde dos acontecimientos recientes nos permiten comparar la magnitud de los desastres naturales con la de los socialmente inducidos.

El sismo del 19 de septiembre dejó en Morelos 73 decesos y unas 20 mil viviendas dañadas, de las cuales 390 fueron consideradas pérdida total. La reconstrucción tendrá un costo de 5 mil millones de pesos (aproximadamente la cuarta parte del presupuesto anual del estado). De éstos, 3 mil serán aportados por la federación y 2 mil por el gobierno morelense.

Tomemos esta última cantidad como punto de referencia: ¿qué significa, en un territorio como Morelos, una inversión de 2 mil millones de pesos? ¿Qué se hará y qué se ha hecho con esos recursos?

Meses antes del sismo, Morelos ocupó las primeras planas de los diarios nacionales cuando un socavón de 5 metros cobró la vida de dos personas en el llamado Paso Exprés, obra del gobierno federal que con pompa y boato había sido inaugurada en abril del mismo año. La presión mediática generada por ese evento permitió conocer el origen y desarrollo del proyecto: el Paso Exprés consistió en ampliar de 6 a 10 carriles el tramo de 14 kilómetros que rodea a Cuernavaca, en la autopista México-Acapulco.

La construcción favorecía a la porción de automovilistas que utiliza cotidianamente esa ruta (una porción minoritaria de la población y que tiende a situarse en los estratos más altos de la escala social), a los vacacionistas en su camino a Guerrero y a los camiones de carga. Los promotores de la obra se preciaban de que la obra reducía hasta en 20 minutos el tiempo de traslado (si bien, en estricto sentido, el beneficio se reducía a las horas de mayor afluencia vehicular).

La Secretaría de Comunicaciones y Transportes concesionó el proyecto al grupo Aldesa, que recibió mil 45 millones de pesos y se comprometió a entregar la obra en 18 meses. La empresa tardó 27 meses en hacerlo y el costo final de la obra fue de 2 mil 213 millones de pesos, más del doble de lo originalmente presupuestado.

Tres meses después de su tardía inauguración, el socavón obligó al gobierno a realizar una investigación a través de la Secretaría de la Función Pública. El resultado del peritaje fue formidable. Según el informe presentado (la auditoría número 017/2017), las irregularidades en el ejercicio de los recursos fueron mayores de mil millones de pesos, distribuidos en diversos rubros: obras inconclusas, planeación inadecuada, trabajos ejecutados sin comprobación documental, supervisión inadecuada, pagos en exceso, omisión de las recomendaciones técnicas, adjudicaciones irregulares, entre otras.

Se supo además que la empresa no había cumplido los requisitos de la licitación. Y se dio a conocer que en la construcción de la obra, 21 personas habían perdido la vida en accidentes automovilísticos, muchos de ellos relacionados con la falta de iluminación y señalamiento.

En cuanto a la planeación, la sola idea de destinar mil millones de pesos para patrocinar a los automovilistas un aumento de +57km/h durante un traslado de 10 minutos era, en rigor, idiota. En cuanto a la ejecución, una gestión con irregularidades iguales a 100 por ciento del presupuesto original superaba los niveles de ineptitud de la peor burocracia. En síntesis: lo que en la teoría (cortesía del gobierno) era absurdo, en la práctica (cortesía del sector privado) era inmoral. Y la comunidad había erogado 2 mil millones de pesos y perdido 23 vidas en pos de la velocidad de los automovilistas, las ganancias de la empresa y las migajas de popularidad que el gobierno reclamó para sí al inaugurar la obra.

Es obvio que el problema no para allí. La magnitud del desperdicio implicado en esta obra debe medirse en términos de lo que los economistas llaman “costo de oportunidad”; es decir, la pérdida implicada en lo que dejamos de hacer con esos recursos. ¿Cuál sería hoy la situación de Morelos si los recursos humanos y materiales que dilapidó en el megaproyecto carretero hubieran sido destinados a una inversión que beneficiara menos a los usuarios de la autopista México-Acapulco que a los habitantes de los empobrecidos municipios? ¿Qué habría podido hacerse para evitar pérdidas humanas con los recursos que hoy utilizaremos para reponer pérdidas materiales?

La asignación eficiente de recursos habría podido evitar las 23 muertes que costó al país desperdiciar 2 mil millones de pesos, más las que se habrían salvado de haberlos invertido en la construcción de infraestructura que mejorase directamente la vida y la seguridad de las personas. El problema, evidentemente, es que la asignación eficiente de recursos choca con los principios comerciales con la que gobierna la alianza cleptócrata del tándem público-privado.

Frente a un proyecto de inversión gestionado comunitariamente y orientado a promover la economía local, un proyecto como el Paso Exprés ofrece la inmensa ventaja de que sólo puede ser administrado por un puñado de funcionarios y empresas, y que sólo en situaciones extraordinarias (como la apertura a plena luz del día de un hoyo de cinco metros de profundidad) puede someterse a vigilancia rigurosa.

Según los cálculos de los implicados, la empresa no utilizó mal sus recursos económicos (lograr un sobreprecio de 100 por ciento respecto a un presupuesto es, reparos morales aparte, una proeza de la negociación y las artes de la maximización de la ganancia), simplemente fue un poco más ineficiente de lo que debió haber sido para que la obra pudiera pasar inadvertida. Y los funcionarios de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes no distribuyeron mal los recursos: los colocaron precisamente en el sitio donde resultan más fácilmente desviables.

Tal vez la diferencia más notable entre los dos fenómenos analizados es que el sismo del pasado 19 de septiembre fue el más severo en su tipo del que el estado tenga registro; el Paso Exprés, en cambio, supone apenas un caso particular de todo un modelo de negocios replicado incesantemente a lo largo y ancho del país.

No hay forma de calcular la magnitud de los daños dejados por este modelo de negocios. Pero el que uno solo de estos proyectos cobra la tercera parte de las vidas y la quinta de los recursos que costará el terremoto habla de la letalidad del régimen vigente: las inclemencias de la naturaleza, hasta en sus eventos más destructivos, siguen siendo menores en comparación con los estragos que deja el modelo de negocios hoy erigido en proyecto de nación.

Mientras tanto, ajena a los principios y los beneficios del éxito político-comercial, una comunidad expropiada de su derecho a utilizar con parámetros éticos y racionales admisibles sus recursos hoy duerme en campamentos improvisados, consuela a los deudos y se pregunta por la manera en que se asignarán los dineros y los trabajos para la reconstrucción de su estado.

Las palabras de Rousseau vuelven: si los recursos de esa gran ciudad hubieran estado más equitativamente distribuidos…

Publicado en MEMORIA 264