Benedict Anderson dejó muchos apuntes interesantes para pensar sobre la cuestión nacional. Intentaremos utilizar dos ideas incluidas en su libro para hilar esta explicación de la “cuestión nacional” en España.
Partiremos de la idea de “anomalía incómoda”. La segunda será la correspondiente a la “calidad de la nación”, basada en que “la nacionalidad (…) y el nacionalismo “son artefactos culturales de una clase particular”. Por tanto, describiremos las relaciones de clase subyacentes tras la “cuestión nacional” en España.
Anderson sostiene que la cuestión nacional supone una anomalía incómoda para la tradición marxista, la cual es no sólo erudita sino una forma de estudio y crítica del capitalismo. Es o ha sido poderosa herramienta ideológica, algunos de cuyos planteamientos y visiones quedaban soterrados para primar otros, que respondían más a una determinada forma de ver el mundo o de abordar el problema político de la liberación frente al capital. El filósofo gallego Felipe Martínez Marzoa lo explica en La filosofía de El capital: a la hora de configurar ese aparato ideológico conocido como marxismo, siempre se anteponen unas lecturas sobre otras. A pesar de que dicho autor reivindique un abordaje filológico de Marx, reconoceremos que siempre ha prevalecido una interpretación ideológica.
Lo anterior explica por qué, si bien entraña un problema recurrente en la política marxista, a cuyo respecto se han escrito miles de páginas, el axioma que ha resumido para el “sentido común” marxista el problema de la cuestión nacional ha sido una frase concreta del Manifiesto del partido comunista: “los trabajadores no tienen patria”. En el sentido parcial adquirido por ese enunciado se resume buena parte de por qué para la tradición marxista ha sido una anomalía incómoda. La segunda parte del célebre pasaje de Marx y Engels dice: “Mal se les puede quitar lo que no tienen. No obstante, siendo la mira inmediata del proletariado la conquista del poder político, su exaltación a clase nacional, a nación, es evidente que también en él reside un sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho menos con el de la burguesía”.
No hace falta ser un Anderson, Laclau o nuestro teórico favorito para darse cuenta del papel que ha desempeñado el elemento nacional en las luchas por la liberación de las clases populares y de las contradicciones que este tipo de lucha implica: basta hacer un recorrido cinematográfico por luchas de liberación nacional como las que se narran en La batalla de Argel, Novecento o El viento que agita la cebada para comprender el vínculo entre lucha de clases y lucha nacional. Como indican Marx y Engels, la revolución socialista sería “nacional por su forma (idiomática y cultural distinta en cada país) e internacional por su contenido”.
Por tanto, las conclusiones políticas pueden ser dos. Por una parte, que las clases subalternas no tienen nación no porque carezcan de “sentido nacional”, sino porque tampoco poseen la nación, pues “la tienen” las clases dominantes. Por otro lado, que desde una óptica revolucionaria, conquistar algo significa disolverlo: la nación y el Estado no son relaciones inmanentes por preservar sino productos históricos engarzados en la conciencia de las masas, “el plebiscito de todos los días” (Renan, ¿Qué es una nación?), por subordinar y sustituir con nuevas relaciones comunistas.
Podemos establecer un vínculo entre estas dos ideas en apariencia contradictorias. Uno paradójico, de resolución producible sólo en el plano revolucionario, pues las “naciones” están incompletas debido a que pertenecen nada más a una pequeña parte de la sociedad que las componen. Las clases subalternas deben resolver la cuestión nacional como paso previo a su abolición en el sentido en que las clases dominantes han entendido la nación: como un espacio para liquidar las contradicciones internas de clase inherentes a la sociedad capitalista en una esfera representativa que las difumina, a la par que nuclean a todas esas clases antagónicas para defender sus intereses de clase en el concierto internacional, ante otros países.
Habitualmente, la perspectiva de completar la nación es heredera del “modelo francés”. Una nación está completa sólo cuando es capaz de erradicar una serie de particularismos herederos del “modo de producción” feudal que impiden su transformación en un cuerpo homogéneo. Esta idea ha impregnado muchos análisis marxistas en torno a la cuestión nacional en España. Se resume así de forma concisa: puesto que España no ha sido capaz de alcanzar ese estadio de nación completa, las luchas nacionales dadas en su interior forman parte de una batalla “intraburguesa”, ajena a los intereses del proletariado.
Sin embargo, la cuestión puede plantearse de otra forma. Puesto que la clase dominante no ha sido capaz de resolver la cuestión nacional en España, ¿no será tarea de las clases subalternas, eternamente desposeídas del poder político, solucionarla? ¿No será en realidad que tal cuestión supone una “anomalía incómoda” para la clase dominante española, pues la coloca ante su crisis de hegemonía?
No podemos deducir –sin embargo– que la crisis permanente (o, de modo más acertado, recurrente) generadas por la cuestión nacional en España para las clases dominantes se traduzca necesariamente en soluciones favorables para las subalternas. La crisis tiene dos tiempos y tipos de efectos: una crisis de larga duración, en un sentido “braudeliano”, que obliga al Estado a estar en permanente negociación, que se combina con estallidos de crisis “orgánica”, donde la crisis de hegemonía de las clases dominantes estalla a través de lo nacional. Estas crisis siempre se han cerrado bien mediante la disciplina militar, como en la Guerra Civil, o una revolución pasiva estructurada en torno a un consenso entre las respectivas élites nacionales, como es el caso de la transición.
Por tanto, si el problema nacional es un campo estructurador, ello significa que la cuestión nacional en España no pueda resolverse simplemente mediante una disputa en torno a lo nacional. Es necesario relacionar su solución con los problemas sociales y democráticos que históricamente han atravesado España. Puesto que la clase dominante controla el Estado y, por tanto, el resorte que unifica la sociedad desde arriba mientras disgrega por abajo (Poulantzas), ha habido un proceso de aprendizaje mediante el cual la clase dominante, ante la incapacidad de las clases subalternas de resolver la cuestión, ha encontrado fórmulas de contener las crisis, convirtiendo lo nacional en una forma de estructuración de la crisis. Esto es, la clase dominante resulta capaz de aprender a vivir en la crisis permanente y así suturar sus propias contradicciones. Ésta entraña la paradoja de toda lucha y crisis, también de la cuestión nacional como forma de crisis: si la crisis no se resuelve, si las clases subalternas son incapaces de articularla con un proyecto de emancipación propio (y dotarse de instituciones para materializar este proyecto), la clase dominante forma la crisis como un campo para reordenar su hegemonía. Ahí entra en juego el segundo concepto mencionado al principio y la parte segunda parte de nuestro análisis. Tras esta digresión conceptual describiremos cómo se han imaginado históricamente España y sus pueblos y trazaremos algunas propuestas estratégicas para resolver la “cuestión nacional” en este Estado.
El carácter de los nacionalismos en España
En la formación social española coexisten dos tipos de nacionalismos: el español, que como es hegemónico tiende a presentarse como un no nacionalismo e, históricamente vinculado a las clases dominantes, porta una doble característica; y uno de Estado, cuya su fortaleza se fundamenta en el monopolio de la capacidad coercitiva, un nacionalismo que siempre ha estado vinculado al bloque de poder y a las fracciones más reaccionarias de clase dominante, como la Iglesia y la burguesía española, tradicionalmente parasitaria y decadente.
Sin embargo, este nacionalismo español también es capaz de permear en las clases subalternas, articulando un bloque social heterogéneo en su composición social, pero que se unifica en torno a la defensa de la unidad de España, frente a las naciones sin Estado. Actualmente, pese a que la Constitución de 1978 reconoce la existencia de varias nacionalidades en España, los tres principales partidos vinculados de forma más directa a las clases dominantes luchan por encabezar el proyecto nacionalista español, ya sea en su forma conservadora, como en el caso del Partido Popular, a través del regeneracionismo liberal-populista en el caso de Ciudadanos, o mediante el patriotismo constitucional, como es el caso del Partido Socialista Obrero Español. Podemos representa un intento de plantear un patriotismo plurinacional y popular, reconocedor de la existencia de diferentes naciones, por ahora con nulos resultados.
En otro terreno se mueven los nacionalismos sin Estado, heterogéneos y diversos en la medida en que responden a configuraciones sociales y desarrollos históricos diferentes, pero coincidentes en cuestionar la idea de identificación entre Estado y nacionalismo español que intenta impulsar desde arriba el bloque de poder dominante. Con antecedentes históricos basados en la existencia de instituciones propias con mayor o menor grado de autogobierno (Generalitat del Principado de Catalunya, juntas forales en el caso del País Vasco, Xunta del Reino de Galicia) previas a la construcción del Estado liberal, estos movimientos se activan políticamente en paralelo al proceso fallido de construcción nacional dado en España a lo largo del siglo XIX. Este limitado proceso de construcción del Estado liberal, liderado por una alianza entre la burguesía rentista y financiera y sectores de la aristocracia terrateniente, avanza en paralelo con el desarrollo desigual y combinado del capitalismo en el Estado español, donde encontramos, sin ser deterministas, parte de la explicación de los orígenes de estos nacionalismos periféricos, cuando empiezan a colisionar, por ejemplo, los intereses de la burguesía industrial catalana con el bloque de poder dominante por cuestiones como las barreras arancelarias o la pérdida de los mercados coloniales americanos, en el sentido de que el Estado liberal español no aparece ya como salvaguarda de sus negocios. Queda abierto así el campo para que surjan procesos de construcción nacional alternativos en la periferia, que parten de la existencia de características culturales y sociales específicas y cuya pervivencia refleja también las debilidades del proceso nacionalizador español.
Los nacionalismos catalán, vasco y gallego tienen características comunes, pero a la hora de caracterizarlos presentan muchas divergencias atinentes a su origen, la correlación de clases y su evolución histórica. Hablamos de movimientos de masas, con influencia social importante, dotados de relatos y símbolos arraigados que en algunos casos se han convertido en hegemónicos. Si partimos de que, por definición, un movimiento nacional es interclasista, podemos ver en liza distintos sectores sociales de apoyo en función de cuyo peso relativo, fluctuante respecto a la evolución de la formación social de referencia, podemos aproximarnos a una caracterización de la composición de clase de estos movimientos. En el caso catalán, el desarrollo de una burguesía industrial, comprometida con el “imperio español” hasta la crisis de 1898 y fuertemente proteccionista, condiciona en buena medida la evolución del catalanismo, cuyos cuadros principales proceden sin embargo de la pequeña burguesía: un catalanismo que establece alianzas con el republicanismo federal, pero que encuentra un antagonismo acusado con las organizaciones de la clase obrera catalana, particularmente con el movimiento libertario.
Así, el catalanismo se mueve de forma ambivalente respecto a la oligarquía a nivel de Estado, oscilando desde el enfrentamiento abierto durante la crisis de 1917, saldada con una capitulación, hasta el intento posterior de integración en el bloque de poder dominante, impulsando un proyecto regeneracionista que fracasa con la propia crisis del sistema de la Restauración en 1923. El ascenso del movimiento obrero catalán acaba generando estas contradicciones en el seno de un nacionalismo catalán que lo trata con recelo cuando no con franco odio de clase, ante las dificultades para integrarlo en su proyecto de nación.
Las relaciones entre catalanismo y élites catalanas tampoco parecen solidificadas, pues en momentos de agudización de las crisis de régimen, las segundas abandonan el proyecto nacional catalán al entrar éste en conflicto con sus intereses de clase, ya que se muestra impotente para suturar de forma exitosa tales contradicciones (véase Guerra Civil o la actual crisis abierta por el Procés).
El nacionalismo vasco presenta un carácter diferente, ligado a la derrota del carlismo y la pérdida de los fueros en 1876, con un mayor peso del mundo rural, más esencialista, pero capaz de articular proyectos socialmente amplios que abarcan desde la burguesía siderúrgica de Vizcaya hasta el asociacionismo sindical católico. Al inicio de la Guerra Civil, las dos almas del nacionalismo vasco entraron en conflicto abierto, tradicionalista versus progresista, con el apoyo del Partido Nacionalista Vasco (PNV) de Alava y Navarra a la sublevación franquista, apoyo por el que estos territorios mantienen especificidades legales durante la dictadura.
El fracaso de la II República representa el fracaso de un modelo de Estado basado en relaciones en pie de igualdad entre los diversos pueblos, impulsado desde las periferias, ante la presión de los sectores más conservadores y la indecisión, cuando no oposición, de las izquierdas españolas, que no cuestionan finalmente el concepto unitario de nación española.
En contraste, los movimientos nacionalistas catalán, vasco y gallego plantean una propuesta de Estado federal y autonómico, concretada en la declaración Galeusca de 1933. Paradójicamente, durante la Guerra Civil ambos bandos recurren al nacionalismo español como instrumento movilizador. Al finalizar la contienda se impone un modelo de identidad nacional-católica basado en la coerción y la exclusión. Pero este proyecto renacionalizador por la fuerza fracasa y las identidades nacionales perduran e incluso se refuerzan, saliendo a flote como movimientos de masas en los años finales de la dictadura. En la crisis del tardofranquismo, los movimientos nacionalistas muestran su capacidad para aglutinar en sus territorios la oposición al franquismo, en una alianza no exenta de conflicto, con las izquierdas estatales. El nacionalismo gallego vive una redefinición ideológica, pasando de un democratismo radical y una implantación entre sectores de las capas medias con vínculos con el movimiento agrarista a la incorporación de un marxismo anticolonialista y su conexión con capas importantes de las clases trabajadoras. El nacionalismo catalán consigue invocar su legitimidad histórica para restaurar la Generalitat.
La integración de las derechas catalana y vasca (esta última parcialmente) en el marco autonómico las faculta para liderar procesos de nation-building que contribuyen a afianzar un tejido social que sirve de base para hegemonizar el desarrollo autonómico en sus territorios. De ese pacto entre élites surge un modelo territorial asimétrico que descentraliza de modo parcial los poderes del Estado, pero reservándose siempre la capacidad de revertir esa delegación de poderes (como pone de manifiesto el artículo 155 de la Constitución). El desafío al modelo de Estado de 1978 procede de la izquierda aberzale, bajo el paraguas del Movimiento de Liberación Nacional Vasco y, en menor medida, de la izquierda nacionalista gallega, que rechazan sus respectivos estatutos de autonomía reivindicando una soberanía nacional efectiva y un proceso constituyente propio.
Sin embargo, aun cuando mantienen ese rechazo, y cuestionan los consensos de 1978, dichos movimientos acaban adaptándose al marco estatutario e, incluso, divergiendo, por intereses electoralistas, en los comicios europeos. De todas formas, pese al relativo grado de aceptación del modelo autonómico, coincidente con un desarrollo económico y social que eleva relativamente los niveles de vida de las capas medias y sectores de las clases trabajadoras, las clases dominantes no consiguen resolver de forma definitiva la cuestión nacional con el “café para todos”. Y esto se pone de manifiesto puntualmente a lo largo de este periodo con el asunto de la financiación autonómica, pero se acentúa en cuanto estalla la crisis política, social y económica que definimos como crisis de régimen, en especial a partir del 15-M, cuando comienzan a resquebrajarse esos consensos que ligaban crecimiento económico, desarrollo autonómico y promoción social.
Si algo diferencia el papel de los nacionalismos periféricos ante esta crisis de otras, como la de la II República, aunque matizadamente, es la incapacidad a la hora de articular un proyecto común para reformular el modelo de Estado con base en una ruptura democrática. Más allá de soflamas y manifestaciones de solidaridad abstractas, predomina la desconexión, ante los ritmos que adquiere el cuestionamiento territorial del régimen en las naciones sin Estado. Esa desconexión vuelve a darse también entre nacionalismos periféricos e izquierdas estatales españolas. Por eso, la posibilidad de apertura de procesos constituyentes aparece desacompasada, entre una Catalunya donde este cuestionamiento es más agudo y una Galicia donde no alcanza un apoyo social de masas, con Euskadi en una situación intermedia, con el PNV (partido histórico de la burguesía vasca) jugando a “partido” de Estado que contribuya a reconducir el Procés hacia la “sensatez”, en vez de aprovechar para agrandar las grietas abiertas por la movilización independentista catalana.
¿Qué proyectos hay para resolver la cuestión nacional?
Si –como hemos argumentado– la crisis histórica en el plano nacional-territorial es irresoluble por las clases dominantes, corresponde a las subalternas resolver la cuestión. Las propuestas recurrentes de la clase dominante oscilan entre la tentación recentralizadora (viejo sueño franquista) y el reparto de prebendas entre los territorios, anulando el potencial anti-Estado de los nacionalismos periféricos, componiendo alianzas entre diferentes segmentos de las élites para componer un bloque de poder articulado en torno a la defensa del orden. Gracias a esta doble estrategia, la clase dominante ha conseguido soterrar la crisis y, a la vez, al mantener una tensión controlada frente a las naciones sin Estado, agregar una gran mayoría de las clases subalternas españolas en torno a un proyecto exacerbadamente patriótico, anulando las contradicciones internas de clase en aras del “interés nacional”.
Frente a la irresolución de la cuestión nacional, las tradiciones revolucionarias han tenido dificultades en abordar el problema: oscilan entre la negación de la cuestión nacional apelando a la primacía del asunto obrero o, al contrario, subordinan la cuestión social a la estrategia de alianzas interclasistas en las naciones sin Estado. Frente a ese callejón sin salida, proponemos un planteamiento de corte gramsciano: se trata no de negar el problema histórico de España sino de que las clases subalternas le den una resolución transformadora.
En ese sentido, actualizando los planteamientos de dos de los marxistas catalanes más influyentes del siglo, Andreu Nin y Joaquín Maurín, pensamos que la resolución del problema nacional en España pasa por sustituir el eje “recentralización-negociación” por el de “autodeterminación-confederación”. Esto significa poner en el centro el derecho de los pueblos a decidir, asumiendo la posible separación de algunos, pero sin considerar ésta el fin de un proyecto confederal: frente al aislacionismo cínico y –a la vez– particularista de las élites “nacionalistas”, se trataría de asumir que un modelo de Estado democrático en ese territorio hoy llamado España puede apostar sólo por la total autonomía de los pueblos en el plano político y la mayor solidaridad en el plano económico.
Bibliografía
Marx., K; y Engels, F. Manifiesto del Partido Comunista.
Renan, E. ¿Qué es una nación?
Mazoa, F. La filosofía de El capital.
Maurín, Joaquín. La revolución española, Anagrama.
Nin, A. La cuestión nacional en el Estado español, Fontamara.
Pastor, J. (2012). Los nacionalismos, el Estado español y la izquierda, Viento Sur.
Poulantzas, N. Estado, poder y socialismo.
* Brais Fernández es redactor de Viento Sur y Xaquín Pastoriza integrante del Consejo Asesor de Viento Sur.