Apuntes sobre la actualidad de Colombia
Mientras escribía este texto, la cuenta de los líderes sociales asesinados en Colombia iba en aumento de manera desproporcionada (más de 200 líderes han sido victimados desde la firma del Acuerdo). Estuve a punto de abandonarlo ante la impotencia creada por la guerra; escribir es una forma parcial de enfrentarse a la realidad, una forma que no alcanza a expresar el dolor que produce la impotencia de la mayoría empobrecida ante un Estado fuerte con los débiles y benefactor de una minoría privilegiada. Espero que el texto, apenas un esbozo de ideas, sirva como pequeña estela de luz en la batalla por una Colombia distinta.
Escribir hoy acerca de Colombia es tarea difícil. Varias aristas se abren al pensar en la actualidad del país; resultan inmensos los retos para decir algo sensato en medio de una marea de bibliografía que sobrediagnostica el país o lo tipifica en casillas que ya no dicen mucho respecto a lo que sucede. La historia nacional, y seguramente la de otros territorios latinoamericanos, ha tenido que vérselas de frente con la violencia. Ésta se ha convertido en un lugar de enunciación de la política y ocupado durante décadas la agenda de los asuntos públicos.
En el caso colombiano, los presupuestos de guerra han sido astronómicos y la creencia de que la mano fuerte derrotará a los enemigos sólo ha exacerbado el uso de la violencia como forma de resolver conflictos. Quizás éste representa el núcleo central de las políticas de Estado desde el decenio de 1980; las agendas gubernamentales han intentado a toda costa acabar las guerrillas comunistas, sin preguntarse siquiera por las causas de los levantamientos armados y las consecuencias de éstas.
Este pequeño artículo intenta dar algunas puntadas, sobre todo conceptuales, para pensar respecto a lo que pasa en Colombia; lo que se diga será apenas una explicación, siempre contingente, de lo que nos ocurre como país.
Primero, quisiera creer que la guerra ha hegemonizado el terreno de la política, construyendo un terreno propicio para que las oligarquías se perpetúen en sus lugares de privilegio. La lógica de la eliminación del enemigo y la narrativa del conflicto armado como producto de la ausencia del Estado se han convertido en modelo histórico que desatiende los núcleos de un conflicto manifestado mediante el uso de las armas, pero cuyas causas son de orden estructural.
En un segundo momento, me parece clave pensar en los retos de la construcción de una narrativa de transición a la democracia. Con esto me refiero a la posibilidad de pensar en una democracia radical-republicana que tenga presente la complejidad del conflicto colombiano.
Finalmente, trataré de apuntar algunos elementos en clave de los retos abiertos con las actuales elecciones del aparato legislativo y las presidenciales que tendrán lugar en el primer semestre de 2018.
Hegemonía, oligarquía y guerra
La historia reciente de Colombia ha estado marcada por un periodo sucesivo de enfrentamientos armados. Primero estuvieron en la escena los sostenidos entre “liberales” y “conservadores”, en el marco de lo que los historiadores han denominado “La Violencia”, un periodo de confrontación entre dos sectores de la sociedad civil de dimensiones rayanas en la crueldad. Esta pugna ha sido señalada como una ideológica entre dos partidos políticos, desatada por la muerte del caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán, ocurrido el 9 de abril de 1949. Sin embargo, el contenido material que hizo patentes los conflictos fue una disputa por la concentración de la tierra y la centralización del poder político en manos de grupos oligárquicos. El carácter oligárquico de este enfrentamiento marcó de manera definitiva la estructura de los poderes regionales en el campo colombiano y trazó la ruta de una apropiación de la tierra que es aún el núcleo duro del conflicto colombiano.
La dictadura de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957) se propuso frenar la violencia y desarrolló un pacto con las guerrillas liberales, vilmente traicionadas tras la dejación de armas. El asesinato selectivo de sus líderes fue una muestra de que la lógica de la guerra predominaba sobre el discurso de una transición democrática. El “Frente Nacional”, el acuerdo entre las élites de los partidos Liberal y Conservador para cesar la dictadura de Rojas Pinilla y los restos de La Violencia, se convirtió en un pacto que extendió la concentración de la tierra y desfiguró la idea de un Estado democrático, con lo cual quedaron cerrados los espacios de participación a otros partidos que no fueran los tradicionales Liberal y Conservador. La instauración de un bipartidismo sectario condujo a un cierre en la participación política, otro de los núcleos duros del conflicto en Colombia. En el diseño del “Frente Nacional”, una transición entre las oligarquías, participaron empresarios, la jerarquía eclesial y los líderes políticos liberales y conservadores. Supuso un arreglo institucional que perpetuó el cierre de la participación ciudadana en nombre de la “democracia” y la pacificación.
El arreglo oligárquico del “Frente Nacional” se disolvió en 1974, justo cuando las guerrillas de corte marxista-leninista se configuraban como actores políticos fuertes en los territorios campesinos, con las demandas de una mejor participación política y ante el gran porcentaje de concentración de la tierra. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Movimiento 19 de Abril (M-19) se constituyen como vías insurgentes inspiradas en el modelo de la revolución cubana.
La lucha de esas organizaciones pasa del desarrollo de una autodefensa campesina, como en el caso de las FARC, a pensarse en la lógica de la guerra de guerrillas y la toma del “poder” por las armas. Las guerrillas se abrieron a la lógica de la revolución como forma de cesar la violencia del Estado y propiciar una apertura democrática que condujese al socialismo. Sin embargo, la difícil geografía colombiana y el apoyo de Estados Unidos resultaron determinantes para que el “golpe final” de las guerrillas no fuera efectivo. Éstas quedaron confinadas en las regiones desde donde adelantaron control territorial y trabajo político: su aspiración al poder se truncó por múltiples razones, analizables en un texto independiente.
Sin embargo, las guerrillas, especialmente las FARC y el M-19, estuvieron abiertas a construir escenarios de transición en múltiples ocasiones, mas esos procesos fueron víctimas de la violencia. La masacre contra la Unión Patriótica (1982-1990) y el asesinato del máximo líder del M-19 fueron muestras concretas que la transición democrática en Colombia tiene enemigos poderosos. El matrimonio entre la ultraderecha y los aparatos estatales de inteligencia fue nefasto para el desarrollo de la democracia. Luego del auge del narcotráfico en el decenio de 1980 se libró una batalla por control territorial y político, donde guerrillas, grupos armados de derecha al margen de la ley (aliados del narcotráfico) y el ejército colombiano desempeñaron cada uno su papel. Los conflictos territoriales, producto del ventajoso negocio del narcotráfico, produjeron una serie de manifestaciones de la violencia también rayanas en la crueldad. Asesinatos de líderes, secuestros, desapariciones fueron el caldo de cultivo de una violencia de la que Colombia aún no se recupera.
El punto culminante de la violencia en todo el territorio nacional se debió al nefasto vínculo entre paramilitares de ultraderecha y agentes del Estado, en una batalla sin cuartel por la “seguridad democrática”: se cometieron cientos de desapariciones, miles de desplazamientos forzados y un sinnúmero de asesinatos que aún esperan una explicación distinta de la de la lucha contra el terrorismo. El modelo de una batalla frontal contra las guerrillas y la construcción de la narrativa de la “seguridad democrática” volvían impensable el tránsito hacia una sociedad que no apelase a la violencia como recurso para solucionar conflictos. El calificativo de cárteles de la droga para las guerrillas logró despolitizar el conflicto y convertir una disputa por el poder en una batalla contra mafiosos y criminales.1 El epíteto de terroristas se convirtió en el modelo del enfrentamiento y en la posibilidad de hacer de un conflicto político un modelo de guerra donde no hay adversarios sino enemigos. El gobierno ha usado la estrategia de múltiples formas durante su historia: con las guerrillas campesinas de la década de 1940, acusándolas de bandoleros, y con los guerrilleros en la de 1990, por “terroristas y criminales”.
La hegemonía de la derecha se basó en configurar a sus enemigos como indeseables, al mejor estilo de la propaganda anticomunista del decenio de 1970 en el mundo. La derecha construyó hombres de paja para hegemonizar los aparatos de Estado en busca de la prosperidad económica y el desarrollo; ese discurso desarrollista sigue operando de manera particular en el sentido común, pero en la práctica sólo ha profundizado la diferencia entre una minoría oligárquica y una mayoría en vías de precarización. La lógica de la guerra, la de la eliminación del enemigo por todos los medios, caló de manera profunda en la sociedad, aunada a la cultura del narcotráfico y a los problemas estructurales para tener acceso a vivienda, educación y servicios de salud. Los colombianos han encontrado en el modelo de la guerra una forma de hacer frente a los conflictos pues, como señala Benjamin, “la violencia de la guerra apunta a sus fines directamente y como violencia rapaz” (2009, página 41), no hace más que desmoronar todo a su paso.
Son múltiples las tensiones creadas por la lógica de la guerra. En primera medida, ha moralizado un debate político. En el sentido común colombiano, el conflicto armado librado ha sido entre los malos (las guerrillas que se han alzado en armas) y los buenos (el Estado, representado por las fuerzas armadas). Al librar el conflicto en este terreno, se ha impedido que se traten las causas estructurales de los levantamientos armados: los problemas del agro, de la participación política y del cultivo de ilícitos en zonas de conflicto. La guerra se libra sin cuartel, y los vencedores definen la narrativa de lo sucedido. Esto ha sucedido en Colombia desde la década de 1940.
La lógica de la guerra se ha enquistado en el sentido común de formas menos visibles, ampliando las diferencias entre la ciudad y el campo, construyendo una retórica alrededor del enemigo interno, popularizando la idea de la justicia por propia mano. Tales formas derivan de la idea de que el otro radicalmente distinto es una amenaza para mi bienestar.
La guerra ha servido además como motor para profundizar el desarrollo de modelo oligárquico de acceso al poder político en Colombia. La hegemonía de las derechas ha sido sustentada en el desarrollo de una agenda de lucha contra el enemigo interno y ha descuidado el despliegue de una gestión gubernamental efectiva. El cierre de la participación política en el Estado profundiza una especie de “herencia colonial” marcada por la “limpieza de sangre”, como ha señalado Castro-Gómez (2006). Las curules en el congreso y las elecciones presidenciales han estado en manos de las mismas familias por varias generaciones, lo cual denota que el Estado no es una estructura para el beneficio de las mayorías sino que se ha configurado como un espacio de privilegio para minorías selectas, de riquezas construidas a través de las arcas del Estado. El poder oligárquico ha impedido que las instituciones republicanas funcionen como escenarios para garantizar derechos a la ciudadanía, y su matrimonio con la guerra ha consolidado para las mayorías un escenario de precarización que tardará mucho en repararse.
Transición a la democracia
El reciente acuerdo de paz con las FARC ha abierto un nuevo escenario de posibilidades para crear una transición que mitigue los efectos de esa lógica de la guerra, contribuya a desmantelar el poder oligárquico y permita el fortalecimiento de las instituciones republicanas. Con esto no sugiero que aquél sea mágico y pueda solucionar todos los conflictos que producen la desigualdad en Colombia: supone apenas un arreglo institucional para frenar un enfrentamiento armado y contribuir a la apertura en la participación política. Falta que se consolide el acuerdo de la mesa de Quito con el ELN y que el gobierno decida desmantelar las organizaciones paramilitares de ultraderecha que aún operando sin restricción en los territorios dejados libres por las FARC tras su desmovilización. Estoy consciente entonces de que hay todavía muchas variables y que la lógica de la guerra no se desmantelará rápidamente.
Por ello hablo de construir una narrativa de la transición: dotar de contenido simbólico –y elevar al plano de acontecimiento– la entrega de armas de las FARC como una forma de concebir la democracia en la que los antagonistas devienen adversarios. Resulta necesario entonces construir una narrativa de la transición como el establecimiento de un espacio de reconfiguración de la agenda pública nacional. Que los acuerdos hayan hecho hincapié en las causas estructurales del conflicto, como la desigual acumulación de tierras y capitales, el problema de los escasos escenarios y garantías de participación política y el asunto del narcotráfico, expone que para cesar la violencia habrá que transformar la agenda nacional y ocuparse de estos gruesos temas que exigen un cambio sustancial.
La narrativa de la transición debe abordar dos temas en general. En primer lugar, ha de ocuparse del contenido simbólico del paso de enemigos en la guerra a adversarios políticos. Aquí me valgo de las reflexiones de Chantal Mouffe a propósito del desarrollo de una democracia agonista: construir escenarios realmente democráticos, dice, no tiene que ver con una realización plena del consenso sino, por el contrario, con posibilitar en el escenario de lo público la existencia de adversarios que disputen de manera política la hegemonía de las instituciones. “Una democracia que funciona correctamente exige un enfrentamiento entre posiciones políticas democráticas legítimas” (Mouffe, 2009, página 37).
Ése es –al menos para mí– el mensaje dejado por el acuerdo de La Habana: la posibilidad de que dos antagonistas que luchaban a muerte por sus intereses sean capaces de tramitar en el campo político sus diferencias. El tránsito de las FARC a partido político es apenas el primer paso de la construcción de espacios de transición en la medida que se convierte en un actor legítimo que disputará la hegemonía de los aparatos estatales.
En segundo lugar, esa narrativa de la transición debe hacer frente a las heridas de la guerra, a todas las marcas, huellas, traumas que la violencia en su estado más rapaz produjo durante décadas. Propiciar un escenario de transición tiene que ver con reconocer las dimensiones del horror, con generar significados sobre la ausencia, el terror y la violencia y, de una u otra manera, abrir fuertes cuestionamientos sobre el desarrollo sistemático de la guerra como lugar donde se posibilitó una continuidad del poder oligárquico en Colombia. Ese proceso de reconocimiento del horror ha de pensarse más allá del modelo de la reconciliación del perdón cristiano y enfilarse hacia una profunda revisión histórico-política de lo que somos como país y del uso de la violencia como forma de resolución de conflictos.
Transitar a la democracia significa también cuestionar el contenido dado a esa palabra en el país. Para muchos analistas –y las clases políticas privilegiadas–, es el aparato que permite tomar decisiones sobre las mayorías, sin importar si afectan al conjunto de la población o no representan el interés y la voluntad generales. La idea de que Colombia es la democracia más antigua y estable del continente porque no ha presentado interrupciones –en el sentido de que tampoco ha sufrido dictaduras– se cae por su propio peso al revisar con detenimiento el modo en que el poder oligárquico se ha vuelto hegemónico. El vínculo entre uso y tenencia de la tierra, participación política y guerra es resueltamente el núcleo duro sobre el que los privilegiados se han asentado, produciendo una hegemonía difícil de disputar. La clase política ha ampliado sus caudales electorales con el desarrollo de la guerra, ha vivido del terror y ampliado la brecha económica entre ricos y pobres mediante el privilegio de un modelo económico extractivista, de ganadería extensiva y de libre comercio donde se favorecen sólo quienes tienes mayor poder económico.
Uno de los mayores retos actuales de Colombia es construir una alternativa contrahegemónica que examine con detenimiento cómo esa minoría privilegiada ha construido un afuera del estado de derecho. Sólo así será posible configurar una ofensiva que edifique una opción gubernamental donde las instituciones sean el equilibrio preciso para que las mayorías erijan una democracia acorde con la transformación de los problemas estructurales que han conllevado a que la lógica de la guerra y el poder oligárquico sean hegemónicos en Colombia.
¿El despertar del común?
Hablar del presente es difícil, sobre todo por la ola de violencia que sigue amenazando el contenido simbólico de los acuerdos y el riesgo material de un recrudecimiento de la guerra. Con la dejación de armas de las FARC, el territorio nacional ha visto de frente a los enemigos de la paz: los asesinatos de líderes sociales en territorios estratégicos y las amenazas territoriales del paramilitarismo confirman que el poder oligárquico de la derecha sigue jugando en la lógica de la guerra. Producir terror, ahuyentar la organización social y seleccionar cuidadosamente a quienes están construyendo alternativas de gobierno en los territorios para ser eliminados ha sido la respuesta de una serie de actores que ven amenazados sus privilegios y se oponen a la construcción de paz con todos sus medios y recursos. En la actualidad hay tres situaciones para analizar de frente el proceso electoral del primer semestre del año.
Las máscaras del poder oligárquico: algo que ha llamado poderosamente la atención en esta época preelectoral en Colombia ha sido el enfilamiento en las listas de “nuevos” candidatos para el sistema legislativo. Los partidos tradicionales (Liberal, Conservador, Cambio Radical, Opción Ciudadana, Centro Democrático)2 han jugado una carta: transformar a sus viejos candidatos en nuevos rostros carismáticos. Esta jugada ha sido elaborada para “heredar” posiciones de poder, en las figuras de hermanos, primos, esposas y sobrinos. Los actuales senadores e investigados por diversos crímenes proponen “renovar” la clase política; la herencia colonial de la “limpieza de sangre” se mantiene patente en la estructura de poder oligárquico. Los privilegios de la minoría se heredan a punta de mercadotecnia política.
La carrera por la presidencia: la carrera hacia la presidencia parece tener una lógica clara; al menos así se siente entre la gente de a pie: “votar por el menos malo”. Haciendo patente la estrategia del poder oligárquico de moralizar un debate político, quienes salimos a las urnas nos hemos visto en la encrucijada de votar por proyectos políticos en los que no creemos. Esto ha obligado a los candidatos a unir sus campañas y recoger la mayor cantidad de votos para llegar a la presidencia. Esas alianzas, excepto la denominada “coalición Colombia” (liderada por Sergio Fajardo, Claudia López y Jorge Enrique Robledo), se han mostrado débiles en lo programático y muy concentradas en recoger, recoger y recoger.
Se han anunciado tres coaliciones para enfilarse hacia la presidencia: la de Fajardo, López y Robledo, que podría identificarse como una de centro que tiene como bandera “eliminar la corrupción”. Una segunda es la de la derecha, encabezada por Iván Duque (Centro Democrático), Alejandro Ordóñez (ex procurador de la nación destituido por corrupción) y Martha Lucía Ramírez (Partido Conservador), cuya bandera es frenar el castrochavismo e impedir que la izquierda llegue al poder. Y, finalmente, se ha anunciado la de Gustavo Petro (ex alcalde de Bogotá) y de Carlos Caicedo (ex alcalde de Santa Marta), quienes representan el ala progresista de las coaliciones, dos candidatos que producen miedo, polarizan y están en el ojo de los medios.
Por otro lado están los candidatos que van en solitario. Piedad Córdoba, Humberto de la Calle (jefe negociador en La Habana), Germán Vargas Lleras (ex vicepresidente del país) y Rodrigo Londoño (candidato de las FARC). Estos aspirantes navegan en diferentes caudales. De la Calle apuesta por un gobierno de transición, igual que Piedad Córdoba; y Londoño, por la creación de una coalición nacional de izquierdas, tarea difícil dados la hegemonía del poder oligárquico y el desprestigio de las FARC en el sentido común colombiano. De ellos, Vargas Lleras tiene mayores posibilidades de ser un candidato fuerte en la medida en que representa el poder oligárquico en toda su expresión: conoce y maneja grandes maquinarias de votos; su forma intransigente y beligerante hace juego con una campaña de miedo a la que estamos acostumbrados.
Si bien la carrera apenas empieza, es posible formular tres planteamientos, así resulten parciales. La carrera se juega en un fangoso terreno de desencanto por el poder central, el equilibrio de poderes está desajustado y hacerse con el Ejecutivo es para la mayoría de los candidatos el primer paso a fin de continuar, profundizar o cambiar la agenda de gobierno. Hay una amenaza real de frenar la implantación de los acuerdos de paz; la inestabilidad de los acuerdos es tal que el gobierno no ha estado en la capacidad de cumplir ni 20 por ciento3 de lo pactado con las FARC; algunos candidatos hablan de interrumpir, acabar, “hacer trizas”4 los acuerdos, lo cual pondría el país otra vez en el vilo de la guerra. El fantasma de la situación de Venezuela será determinante para el juego discursivo y la batalla por la presidencia, un tema que levanta miedos y que es funcional a la minoría privilegiada de siempre.
¿El despertar del común? Algo que devuelve un hálito de esperanza en este mar de malas noticias es la aparición de una nueva serie de liderazgos en las regiones y en escenarios tradicionales que antes parecían vedados. La gente del común, con largas trayectorias de movilización social, comunitaria y popular, ha empezado a aparecer en la escena política consciente de que la disputa contrahegemónica en las instituciones es parte importante de la agenda de construcción de paz y de un nuevo país. La formación de la “lista de la decencia”, impulsada por el movimiento Progresistas, la Unión Patriótica, el Movimiento Alternativo Indígena y Social, Actuemos y otras expresiones ciudadanas,5 es una muestra de que resulta necesario romper con los nombres de siempre. Así lo han dejado ver dos de sus integrantes: David Racero y Diego Karachas, quienes han dedicado su trabajo político a exponer la formación de ese poder oligárquico de castas heredado en Colombia.6 Asimismo, están los nombres de María José Pizarro y de Román Vega, importantes referentes en Bogotá.
En las regiones aparecen en la escena los líderes afro Francia Márquez Mina7 y Leonard Rentería,8 quienes han dedicado la juventud a luchar por la dignidad de sus comunidades y puesto el empeño en la defensa de sus derechos como comunidades negras y ancestrales. En Cúcuta está el nombre de Francisco Javier Cuadros,9 quien tras su paso por el programa televisivo La otra vuelta decidió lanzarse por el partido verde. También están los candidatos de las FARC que se dividen entre nuevos y viejos militantes que esperan encarnar la “fuerza del común”.
La lista es larga. Muchos nuevos rostros pretenden disputar a la vieja clase política los lugares que ocupan en el Legislativo, que parecían heredados por un linaje de sangre. Sin embargo, la tarea no cesará ahí, y este despertar del común deberá seguir acompañado de un proceso de movilización, crítica y voluntad de transformación constante encaminado a cambiar las instituciones. Eso no resultará posible sin una desarticulación de la lógica de la guerra y el resquebrajamiento del poder oligárquico. La esperanza deberá entonces transformarse en gobierno; y éste, en posibilidades reales de disputa hegemónica. Para ello, todos estos nuevos liderazgos deben trabajar en la consolidación de articulaciones, en la construcción de agendas comunes más allá de sus intereses particulares. Sin ese acento en la construcción común, la disputa de hoy caerá en el olvido.
Referencias bibliográficas y notas
Castro-Gómez, S. (2006). La hybris del punto cero: ciencia, raza e ilustración en el Nuevo Reino de Granada. Bogotá: Ed. Javeriana.
Mouffe, C. (2009). En torno a lo político. Buenos Aires: FCE.
* Estudiante del doctorado en filosofía y magíster en filosofía de la Universidad de los Andes; licenciado en filosofía de la Universidad Santo Tomás. Ha sido profesor de las Universidad de los Andes, de Bogotá Jorge Tadeo Lozano, y San Buenaventura. Es autor de El animal diseñado: Sloterdijk y la onto-genealogía de lo humano (2013).
1 Si bien esto resulta cierto, no es posible desconocer los crímenes perpetrados por los actores guerrilleros durante su historia. Los secuestros, los asesinatos contra la población civil y prácticas atroces como los explosivos “antipersona” en sectores estratégicos deben condenarlos los organismos internacionales y la justicia colombiana. El acuerdo de paz suscrito en La Habana reconoce tales sucesos y plantea poner en marcha una justicia restaurativa en el marco del proceso transicional.
2 https://www.youtube.com/watch?v=FfCoLG6Af8c
3 https://www.telesurtv.net/telesuragenda/Solo-el-18-del-acuerdo-de-paz-colombiano-se-ha-cumplido-20171005-0036.html
4 https://www.telesurtv.net/news/Fernando-Londono-llama-a-acabar-maldito-acuerdo-con-FARC-EP-20170507-0016.html
5 http://www.pacocol.org/index.php/noticias/nacional/3376-inscritas-en-el-pais-las-listas-por-la-decencia-para-senado-y-camara-de-representantes
6 http://www.actuemos.info
7 http://www.actualidadetnica.com/voces-etnicas/afrocolombianos/
9109-francia-elena-marquez-mina-sus-origenes-y-su-presente.html
8 http://www.eluniversal.com.co/colombia/leonard-renteria-el-joven-que-enfrento-uribe-235004
9 https://www.elespectador.com/elecciones-2018/noticias/politica/quienes-han-representado-los-nortesantanderanos-les-han-fallado-francisco-cuadros-articulo-734768