TRUMP, PROTECCIONISTA, PERO ¿DE QUIÉN?

Las medidas comerciales nacionalistas de Donald Trump, incluida su reciente decisión de imponer aranceles a las importaciones de acero y aluminio, han suscitado un debate en la izquierda. Durante años, los progresistas han argumentado que la globalización neoliberal destruye empleos y agrava la desigualdad en Estados Unidos de América (EUA) y el mundo.

Si eso es cierto, ¿por qué no tendría sentido proteger industrias nacionales como el acero y el aluminio, donde se han perdido empleos? Amén de otras objeciones a Trump, ¿no deberían los progresistas respaldar sus políticas nacionalistas con el argumento de que podrían ayudar a los trabajadores industriales de EUA a recuperar puestos laborales y salarios perdidos?

La crítica progresista de la globalización y de los acuerdos comerciales ha sido validada con amplitud por una serie de estudios recientes. David Autor y Daron Acemoglu, economistas del Massachusetts Institute of Technology, aportan pruebas estadísticas que confirman que el choque del aumento de las importaciones desde China causó masivas pérdidas de empleos (unos 2.4 millones) y deprimió de modo significativo los salarios, en especia de los trabajadores con menos formación.1 Las importaciones chinas han afectado a los empleados de las industrias directamente expuestas a la competencia y, también, los servicios locales que atienden a las comunidades perjudicadas por las importaciones, así como las industrias que suministran las empresas importadoras. Las estimaciones de Robert E. Scott (Economy Policy Institute) muestran una sangría laboral aún mayor debido a los colosales déficit comerciales de EUA con México y China. Más allá de la exactitud de la estimación, los abogados del libre comercio que ignoran o niegan estos costos sociales han azuzado la actual ola de reacción contra el libre comercio.

Ahora bien, la economía se ha transformado tanto desde el apogeo de las industrias de chimeneas que el aumento de las barreras arancelarias no recuperará la mayoría de los empleos manufactureros desaparecidos en las últimas décadas. Para empezar, los acuerdos comerciales son sólo uno de los factores impulsores de la globalización. Las fuertes reducciones del costo del transporte (contenedores) y las comunicaciones (tecnología de la información), y el desarrollo económico de otras naciones (China y otras) no son causas menos importantes; y resulta poco probable que retrocedan.

Al mismo tiempo, operaciones como la producción de acero ya no requieren la misma cantidad de mano de obra. Hace 30 años, EUA contaba con unos 200 mil obreros en esa industria, quienes producían aproximadamente 80 millones de toneladas métricas anuales. En los últimos años, 85 mil trabajadores generaron cerca del mismo volumen anual. Esto significa que la productividad es ahora más del doble que la de entonces.

La mayoría de las pérdidas de empleos de largo plazo en la siderurgia ha sido causa no de las importaciones sino de la tecnología optimizada (automatización) y la reestructuración industrial (miniacerías dependientes de la chatarra reciclada, en vez de mineral de hierro) que permitieron duplicar la productividad. De tal suerte, restringir las importaciones puede traer de vuelta sólo una pequeña fracción de los empleos perdidos.

Si mañana EUA prohíbe todas las importaciones de acero, la producción nacional tendría que aumentar en un tercio aproximadamente para satisfacer la demanda. El resultado sería una creación de unos 28 mil empleos, con la incierta hipótesis de un aumento proporcional de la ocupación. Sería una gota en un balde comparada con la anterior pérdida de empleos industriales: más de 100 mil desde finales de 1980 y cerca de medio millón desde mediados de la década de 1960. En suma, elevar los aranceles sobre el acero no retrocederá la máquina del tiempo a la época en que las fábricas de acero suponían gran cantidad de empleos. A decir verdad, el acero constituye un caso extremo,2 pero se trata de un sector donde resulta menos probable que la protección aduanera permita recuperar la mayoría de las plazas laborales perdidas.

No es menos cierto que el mercado mundial padece de un exceso crónico de capacidad de producción de acero, debido en gran medida a los aumentos subsidiados de la capacidad de China y otras naciones exportadoras. La consiguiente presión a la baja sobre los precios mundiales del acero ha puesto en peligro, o en bancarrota, a muchas empresas siderúrgicas en EUA y otras economías relativamente abiertas. Empero, dada la modesta cantidad de las importaciones de acero chino (menos de 3 por ciento de las efectuadas en 2017, frente a 6 por ciento en 2015, como resultado de los aranceles), los nuevos aranceles de Trump3 afectarán principalmente a economías que no subsidian su acero, como Canadá y la Unión Europea, y otros presuntos “comerciantes desleales” (unfair traders), como Rusia y Brasil. En el mejor de los casos, amenazar a éstos con aranceles podría incitarlos a negociar con China para controlar el exceso de capacidad de producción, como reclama Robert E. Scott, aun cuando fuese una manera un tanto insólita de tratar a amigos u obtener cooperación.

Una no estrategia

Si el objetivo estriba en reducir el déficit comercial de EUA, una mejor solución es combatir la sobrevaloración del dólar, que perjudica las exportaciones e impulsa las importaciones, en vez de adoptar aranceles que benefician algunas industrias a expensas de otras. También es posible en el actual derecho internacional imponer aranceles generales (es decir, derechos no discriminatorios entre industrias o países) por motivos de balanza de pagos, una medida por la cual he abogado, una palanca para negociar la tasa de cambio del dólar y llevar a países con superávit como China a expandir su demanda interna. Pero los aranceles sobre el acero no atienden ese propósito.

La administración Trump ha justificado sus aranceles sobre el acero y el aluminio con una reliquia de la Guerra Fría: cierta ley de 1962 que confiere al presidente autoridad casi ilimitada para imponer aranceles por motivos de seguridad nacional. Pero tampoco es verosímil que las industrias estadounidenses de acero y aluminio no puedan suministrar cantidades suficientes de estos productos en una eventual crisis de seguridad nacional. Trump dio exenciones temporales a Canadá y México (una suerte de moneda de cambio para que ambos países accedan a sus demandas en la renegociación del TLCAN) y ofreció eximir a otros países a cambio de concesiones recíprocas. Si la revitalización de la industria siderúrgica es realmente un objetivo de seguridad nacional, se torna difícil entender cómo los aranceles impuestos o retirados con base en caprichos presidenciales alentarán a las empresas siderúrgicas a realizar inversiones de largo plazo para construir instalaciones.

Por otro lado, es importante no dar demasiada credibilidad a los pronósticos sobre el fin del mundo de librecambistas respecto a que los aumentos de los precios del acero inducidos por los aranceles destruirán grandes cantidades de empleos en industrias como la automotora y la de construcción. Si bien hay mayor cantidad de puestos de trabajo en las industrias de transformación que en la siderurgia, el efecto del aumento de los precios de la segunda sobre los primeros será probablemente limitado. En todo caso, los precios pueden no aumentar en la misma proporción que el arancel (25 por ciento). Algunos productos derivados podrían volverse menos competitivos, lo cual provocaría el aumento de las importaciones en ciertos sectores.

Pero si se produce más acero en el país, también se crearán más empleos en las industrias que suministran insumos para fabricar acero y en las que sirven a las comunidades donde se hallan las siderurgias, y tales plazas compensarán parte de las posibles pérdidas en las industrias derivadas. En última instancia, el empleo en los otros sectores dependerá mucho más de la demanda para sus productos que de los cambios en los costos del acero.

Una incertidumbre similar merodea sobre la perspectiva de una “guerra comercial”. Los librecambistas gritan histéricamente que los aranceles sobre el acero y el aluminio suscitarán represalias masivas de otros países. Sabedores de cómo funciona el sistema político de EUA, los otros países amenazan tomar represalias sobre las exportaciones provenientes de Estados políticamente sensibles, como las motocicletas del Wisconsin de Paul Ryan y el bourbon del Kentucky de Mitch McConnell.4 No obstante, para llevarlo a cabo de modo legal esos países deben solicitar antes a la Organización Mundial de Comercio que declare ilegales los aranceles estadounidenses o decretar aranceles de salvaguardia,5 dos medidas que exigen tiempo. Los exportadores estadounidenses podrían sufrir eventualmente si otros países imponen aranceles a productos de exportación clave como el maíz y los aviones de reacción. Pero hasta el momento, los aranceles de Trump conciernen sólo a una ínfima parte de las importaciones estadounidenses; nos hallamos muy lejos todavía de una guerra mercantil total.

La línea de fondo

Sin embargo, un efecto de los aranceles quedó claro: a medida que suben los precios del acero, se amplían los márgenes de ganancia de las fábricas siderúrgicas instaladas en EUA, no obligadas a aumentar los salarios de los trabajadores ni a invertir en instalaciones de acero. Tampoco debe sorprender que antiguos ejecutivos del acero como el secretario de Comercio Wilbur Ross y el asesor de Trump Dan DiMicco estén entusiasmados con los aranceles: sus amigos y compinches obtendrán la mayoría de las ganancias. Mientras, las empresas compradoras de acero, incluidas las constructoras y los fabricantes de maquinaria, enfrentarán mayores costos, lo cual podría reducir sus márgenes de utilidad. Ésta es una batalla entre intereses industriales rivales; los progresistas no deberían tomar partido.

Por lo demás, los aranceles de Trump no van acompañados de ningún tipo de estrategia para la revitalización industrial o el desarrollo regional en las áreas afectadas por el libre comercio y las deslocalizaciones. Con los aranceles, la única “estrategia” ofrecida por la administración Trump es reducir los impuestos para las empresas y los ricos, así como medidas de desregulación en todas las áreas imaginables: leyes laborales, seguridad del consumidor, protección del ambiente… En el mejor de los casos, ésta es una receta para crear pequeñas cantidades de empleos de bajos salarios en condiciones laborales inseguras y con efectos secundarios destructivos para el medio y la salud.

Una auténtica revitalización industrial de EUA requeriría medidas exactamente opuestas a la actual política doméstica de la administración Trump. El gobierno tendría que invertir recursos significativos en la investigación tecnológica, la educación científica y la capacitación de los trabajadores para desarrollar industrias del porvenir. El país necesita una inversión pública masiva en infraestructura, financiada por el gobierno federal y no enviando la factura a los gobiernos estatales y locales o privatizando la infraestructura como propone la administración Trump. Estados Unidos necesita afrontar el calentamiento global mediante el desarrollo de energías renovables para reemplazar los combustibles basados en el carbono. También debe revertir la guerra de clases que ha redistribuido el ingreso hacia arriba y la concentración del poder en manos de multimillonarios. En conjunto, este tipo de políticas crearía mucho más empleo que los aranceles de Trump, incluso en sectores como el acero que suministran insumos clave.

Diferentes versiones de dicho programa han sido recomendadas por una serie de economistas y comentaristas progresistas, como Dani Rodrik, de Harvard, el premio Nobel Joseph Stiglitz o el periodista y profesor de la universidad de Brandeis Robert Kuttner. Hay algunas diferencias entre los tres: mientras Kuttner reclama mayores intervenciones comerciales que Stiglitz, Rodrik se sitúa en una posición intermediaria. No obstante, en ausencia de una agenda política clara, los progresistas tampoco deberían hacer el juego a Trump dando su anuencia a aranceles promulgados por falsos motivos de seguridad nacional y en apoyo de una agenda política reaccionaria del todo nociva para los intereses de la clase trabajadora.

Trump ofrece la falsa esperanza de que la protección arancelaria para determinadas industrias, combinada con recortes tributarios, desregulaciones y mayor producción de combustibles fósiles, rejuvenecerá la industria de EUA y resucitará el tipo de empleos industriales abundantes y bien remunerados de otrora. Ello es simplemente una trampa y una ilusión, sin hablar de los efectos destructivos para el planeta. Necesitamos reescribir los acuerdos comerciales de manera que los derechos corporativos no prevalezcan sobre los laborales y restando poder monopólico a las compañías que poseen las patentes y los derechos de autor. De la misma manera, debemos adoptar una política monetaria contra la sobrevaluación del dólar, que exacerba el déficit comercial.

Los progresistas no están obligados a amar el “libre comercio” o abandonar sus críticas a la globalización neoliberal. Pero no deberían pensar que los aranceles de Trump constituyen la respuesta correcta.


* Robert A. Blecker es profesor de economía en la American University (Washington, DC). El artículo fue publicado en Jacobin Magazine. Traducción para Memoria de Matari Pierre Manigat.

1 Véase Daron Acemoglu, David Autor, David Dorn, Gordon H. Hanson y Brendan Price, “Import competition and the great US employment sag of the 2000s”, en Journal of Labor Economics, volumen 34, número S1 (parte 2, enero de 2016), páginas 141-198 [nota del traductor].

2 El efecto del libre comercio fue mucho más importante en industrias como la textil o la automotora.

3 A menos que expida suficientes exenciones.

4 Ryan y McConnell son, respectivamente, presidente de la Cámara de Representante y líder de la mayoría republicana en el Senado.

5 Aranceles extraordinarios que permiten reducir excepcionalmente las importaciones que amenazan un sector de la producción nacional. Se trata de una medida legal prevista en los acuerdos que rigen el comercio internacional (artículo 19 del GATT).