BRASIL 2018: RÉQUIEM DE LA DEMOCRACIA

Hace unos pocos días, Brasil montó a una montaña rusa cuyo punto de llegada es incierto. El pasado 28 de octubre, incrédulos, vimos cómo, con 100 por ciento de las urnas apuradas, Jair Bolsonaro, candidato de última hora del Partido Social Liberal, capitán del ejército jubilado y ex diputado federal, fue elegido presidente del país, con 55.1 por ciento los votos válidos. Su contrincante, Femando Haddad, profesor universitario, ex ministro de Educación y ex alcalde de São Paulo y la opción de emergencia del Partido de los Trabajadores (PT), ante la determinación de la ilegalidad de la candidatura natural de la sigla, tuvo 44.9 de la preferencia del electorado.

Lo que tendría que ser un día de celebración de la democracia se convirtió para muchos en la antesala del eclipse de la sociedad de derechos, en el vestíbulo de la desesperanza de construcción de una sociedad justa e incluyente. El candidato vencedor colecciona en su vida pública una serie interminable de discursos en los cuales ha vociferado ataques de odio a negros, mujeres, homosexuales, brasileños del norte y noreste del país y los partidos de izquierda, especialmente el PT. Lo ha hecho con una saña absolutamente ajena al saludable ejercicio republicano de la divergencia de opinión. ¿Cómo comprender este retroceso para la democracia en Brasil? ¿Cómo entender que en un país caracterizado por la desigualdad, pero también por una lucha continua por la inclusión social y la tolerancia con la diversidad, la mayoría de la población haya decidido apostar por la vía autoritaria? ¿Cómo explicar que entre el capitán victorioso y el profesor derrotado hubo una diferencia de 10 millones de votos y que 31 millones de brasileños simplemente decidieron no ir a votar por ninguno de los dos?1

Antes de intentar responder a estas preguntas debe considerarse que el proceso electoral recién transcurrido en el país sudamericano no fue un proceso normal. Colmado de irregularidades, marcado por la violencia, fue manchado de modo indeleble al menos en dos frentes. En primer lugar, por la suspensión arbitraria de los derechos políticos de Luis Inacio Lula da Silva como candidato a la presidencia. Hasta la decisión final sobre la impugnación de su candidatura, Lula era el único aspirante que en las encuestas de opinión aparecía con más de 40 por ciento de las intenciones de voto y que, dadas todas las simulaciones posibles de nombres en la segunda vuelta, aparecía como victorioso absoluto. El juez de primera instancia, Sergio Moro, quien acaba de aceptar componer el gobierno de Jair Bolsonaro como ministro de la Justicia, condenó al ex mandatario Lula a la cárcel en un proceso a todas luces sesgado, sin pruebas fehacientes, y lo sacó de la contienda cuando era el favorito en las encuestas. Lo hizo a través de una maniobra que revela una vez más la parcialidad política del Poder Judicial en Brasil. Sólo en una republiqueta, las fronteras entre poderes son tan porosas.

En segundo lugar, el proceso electoral fue maculado por el uso ilegal de robots desparramando fake news contra el PT en las redes sociales. La campaña de Jair Bolsonaro recibió comprobadamente un amplio apoyo financiero y tecnológico para esa campaña que no sólo incrementó la presencia del candidato entre la población, como fomentó y estimuló un discurso de odio que dividió el país. El Supremo Tribunal Electoral no procedió con imparcialidad durante el proceso, en especial en la etapa que antecedió a la segunda vuelta. No sólo fue laxo, permitiendo la libre circulación de las fake news, al declararse incapaz de controlar los contenidos difundidos en la plataforma WhatsApp. Fue arbitrario, pues aceptó que Bolsonaro, quien había huido a los debates con Haddad, con el pretexto del atentado que sufrió el 6 de septiembre, utilizara la cadena de televisión Record, de su apoyador Edir Macedo (obispo fundador de la Iglesia Universal del Reino de Dios), para dar sus discursos políticos con exclusividad. Además, Haddad, debido a su reducido tiempo de campaña como candidato presidencial oficial –pues la expectativa sobre la legitimidad de Lula como candidato se extendió hasta el 11 de septiembre– no contó con la misma oportunidad en ningún medio televisivo, siquiera como tiempo de respuesta a las criminosas mentiras plantadas por el equipo vinculado a Bolsonaro y difundidas con amplitud en las redes sociales. Entre las viles falsedades regadas en el mundo virtual estaban éstas: a) que Haddad había violado a una menor de edad; b) que Manuela D’Ávila, joven política del Partido Comunista de Brasil y candidata a vicepresidenta en la boleta petista, había estado en contacto con el agresor de Bolsonaro el día previo al atentado sufrido por éste; y c) la existencia de un supuesto “kit gay” para catequizar niños de primaria sobre la homosexualidad. Respecto a esto último, sólo muy tardíamente, después que el desastre ya era grande, la justicia electoral determinó la retirada de todos los videos subidos por Bolsonaro que hicieran referencia al infame “kit gay”, nombre despectivo dado a un libro didáctico encargado por el Ministerio de Educación a organizaciones no gubernamentales para trabajar temas de diversidad sexual en las escuelas públicas, pero que nunca fue distribuido.

El proceso que culminó en la victoria de Jair Bolsonaro no se gestó solamente en los 30 días de la campaña electoral. De hecho, hubo una “demonización” previa de las izquierdas y en especial del PT que se vino gestando desde 2013, último año del primer periodo presidencial de Dilma Rousseff, a partir de unas manifestaciones de protesta que las izquierdas no supieron interpretar, pero que las derechas lograron instrumentalizar. Asimismo, la negativa del candidato derrotado Aécio Neves, ex gobernador de Minas Gerais y filiado al Partido Social Demócrata Brasileiro (PSDB), a aceptar los resultados de la estrecha, pero legítima, victoria de Rousseff en las elecciones de ese año desencadenó un proceso de ordenamiento de las fuerzas conservadoras en oposición al gobierno que comprometieron su funcionamiento y potencializaron la opinión pública en su contra. Los años de 2014 y 2015 fueron de gran inestabilidad política y culminaron en el impeachment de la presidenta, en agosto de 2016, basado en un crimen de responsabilidad inexistente. Michel Temer asumió la presidencia y de inmediato inició la aplicación de una agenda económica de tintes neoliberales, con una política clara de privatizaciones y la congelación de las inversiones en educación, salud e infraestructura. Las directivas económicas adoptadas por el nuevo gobierno fueron las plasmadas en el documento Puente para el futuro, un recalentado sin sabor del plan de gobierno liberalizante que fuera sistemáticamente derrotado en las urnas. No faltaron atinados chistes sobre cómo había poco de puente para el futuro y mucho de “túnel hacia el pasado” en las nuevas medidas económicas. No es un dato menor mencionar que Bolsonaro haya designado a un genuino Chicago boy y representante directo de la oligarquía financiera, el banquero Paulo Guedes, como su “superministro” de la economía –carpeta que debe fusionar a partir del 1 de enero de 2019 a los Ministerios de Hacienda, Planificación, Industria y Comercio–, y tratando de profundizar el recetario ultraliberal anclado en la apertura económica, disminución de impuestos, privatizaciones de lo que queda de las empresas del Estado y extensión de las concesiones al sector privado de cobros por los servicios públicos.

En realidad, tras este golpe de Estado de carácter judicial, parlamentario y mediático, quizás habría sido una verdadera sorpresa la victoria de un candidato de centro izquierda como Haddad. Lo curioso es que, en sentido estricto, tampoco podría explicarse por qué un candidato de tintes ultraderechistas como Bolsonaro sería conveniente para los sectores conservadores de Brasil, incluso si recordamos que, durante los 13 años de los gobiernos petistas, la banca ganó mucho y los sectores del agronegocio fueron favorecidos. Seguramente, Bolsonaro no fue su candidato inicial (Geraldo Alckmin, del PSDB; o Amoedo, del Partido Novo, habrían sido opciones mejores). Sin embargo, para la culminación del golpe iniciado con la destitución de Dilma Rousseff, cuya meta principal parece haber sido la consolidación de un proyecto económico neoliberal en Brasil y la consiguiente derrota del PT en el espectro político del país, Bolsonaro resultó ser el único camino.

Por otra parte, explicar por qué este retroceso se dio, con la preferencia de los brasileños por Bolsonaro, después y a pesar de la implantación de todas las políticas públicas de inclusión social del PT, nos lleva a enumerar y a reflexionar acerca de una serie de elementos importantes. Más allá del terrible efecto del círculo vicioso de las fake news, difundidas en el mencionado esquema millonario de propaganda en redes sociales, que el sistema judicial brasileño no quiso detener, la simple figura de Bolsonaro de cierta manera abrió la “caja de Pandora” de una sociedad extremadamente conservadora e ignorante. La inestabilidad, la violencia y el desempleo, amplificados por la crisis económica que el gobierno de Michel Temer catapultó, potenciaron el uso de las soluciones de fuerza y contribuyeron a la construcción de enemigos, a quienes la gente pasó a culpar de los problemas del país (los inmigrantes, los “nordestinos”, las feministas, los LGBT y, claro, los petistas). Bolsonaro hizo la apología del odio y, a la vez, presentó una imagen idílica y nostálgica de la dictadura militar como una época de orden y progreso, que su candidatura representaría. Con la notoria ausencia de un sentido histórico en la sociedad brasileña, que no ha podido hacer un verdadero ajuste de cuentas con su pasado, se volvió fácil para Bolsonaro definir villanos, sin necesidad de pruebas. En ese contexto, asumió la lucha contra la corrupción como eslogan de su campaña, aprovechando la evidente manipulación de la operación Lava Jato contra el PT, para acusar de corruptos a los petistas y proponerse a sí mismo como lo verdaderamente nuevo en la política y el único capaz de construir un nuevo Brasil. Que Bolsonaro haya sido un diputado mediocre durante 27 años, que su riqueza sea incompatible con sus rendimientos y que su campaña haya rebasado los límites legales no importó a sus electores. Ahora, cuando forma su equipo de gobierno, ha llamado a varios políticos condenados por corrupción.

Otro elemento importante que ayuda a explicar el éxito de Bolsonaro en las urnas está en el apoyo recibido de las Iglesias neopentecostales (recordemos que Bolsonaro, quien era católico, se hizo evangélico y se casó, en terceras nupcias, con una evangélica). Basadas en la teología de la prosperidad, que propugna el individualismo, la meritocracia y el consumismo, éstas lograron conquistar amplios sectores populares de cierta manera abandonados por los movimientos sociales e incluso por el mismo PT, que no supo o no pudo hacer un trabajo de inclusión ciudadana con estos sectores, los cuales dejaron de entender los programas sociales llevados a cabo por el gobierno como políticas públicas. Podemos pensar que, al aceptar la meritocracia como medio de ascensión social, la sociedad deja de creer en lucha colectiva, en los movimientos sociales y en la política como herramienta de transformación. En ese contexto, Bolsonaro pudo defender en su campaña la criminalización de los movimientos sociales, como el Movimiento de los Trabajadores sin Tierra, el fin de todos los “activismos políticos” y la diseminación de una aberración como el programa Escuela sin Partido, que propugna la vigilancia de contenidos y el fin de la libertad crítica en las escuelas brasileñas, desde primaria hasta universidad.

Sin cualquier compromiso con la cultura nacional pensada desde una perspectiva incluyente y diversa, haciendo hincapié en una versión moralista y conservadora que niega la realidad económica, social y cultural del país, Bolsonaro huyó a los debates, no presentó un plan de gobierno, se comunicó, como Trump, a través de las redes sociales, sin ninguna interlocución y recibió de los medios, del Poder Judicial, del parlamento, del gobierno y de parte significativa del empresariado y del sector financiero del país apoyo suficiente para obtener 58 millones de votos y una especie de cheque en blanco. Sin embargo, no hay que perder de vista que Haddad recibió 47 millones y que el PT sigue siendo el partido con más diputados en la Cámara. Ello significa que la campaña por su derrota no tuvo éxito. Además, 31 millones de brasileños decidieron no votar, lo cual puede interpretarse como omisión, también cabe considerarlo una posible fuente de oposición al gobierno por iniciarse en enero. El incondicional respecto al coro de esas voces dará la medida del futuro inmediato de la democracia en Brasil.


* Regina Crespo es investigadora del Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Monika Meireles  es investigadora del Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM.

1 Tenemos el siguiente cuadro final en esos comicios: en un universo de aproximadamente 145 millones de electores, la cantidad total de sufragios válidos fue de 104 millones 838 mil 753 (90.43 por ciento), distribuidos entre Bolsonaro, quien obtuvo 57 millones 797 mil 847 (55.13 por ciento); y Haddad, quien obtuvo 47 millones 40 mil 906 (44.87). Hubo además 8 millones 608 mil 105 de votos nulos (7.43 por ciento) y 2 millones 486 mil 593 en blanco (2.14). Los 31 millones 371 mil 704 abstenciones constituyeron 21.30 por ciento del universo de electores.