En el discurso crítico elaborado por Marx, la política resulta un nivel analítico fundamental y, en épocas de crisis y transformación como la nuestra, conviene recuperar algunas claves para ayudarnos no sólo a su caracterización rigurosa sino para delinear los contornos de la emancipación contemporánea. La hipótesis que ánima esta discusión, anticipada en diversos trabajos y autores,1 parte de que si desde la crítica económica puede sugerirse que el capitalismo se encuentra inmerso en una serie de crisis estructurales que arrastran consigo incluso a las más expansivas y potentes naciones, desde la crítica social y política sería posible ubicar los elementos de la debacle de los esquemas liberales de ordenamiento estatal y también la potencia de las fuerzas colectivas actuales.
Plantear, empero, la discusión sobre el concepto de política en Marx supone abandonar los extremos de la reducción; o bien, del exceso voluntarista que en otros momentos lo determinaron. Ya sea porque dicha idea no tuvo un desarrollo pormenorizado en las obras que nuestro autor escribió, algunas de las cuales no se conocieron sino hasta casi un siglo después y otras continúan en calidad de “inéditas”, o porque las recuperaciones y los desarrollos que sus intérpretes y seguidores hicieron de ella –los más complejos de los cuales fueron en gran medida obra de dirigentes políticos– han quedado en el olvido, lo cierto es que volver a las reflexiones de Marx sobre la política resulta siempre un desafío importante.
Con Marx, estamos ante un autor considerado clásico de las ciencias sociales atípico, en muchos sentidos, respecto a esa tradición, más si se considera que para cuando el marxismo comenzó el camino de la academización, es decir, desde que formó parte de los programas de enseñanza universitaria, principalmente de Europa occidental, algunos de sus conceptos y proposiciones más importantes habían quedado ya subsumidos bajo la égida estalinista y, desde luego, los aportes hechos por varios dirigentes revolucionarios de las primeras tres décadas del siglo XX caerían también en el olvido o en la proscripción, como sucedería con la veta más crítica de Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo o, sencillamente, no se divulgarían o sólo de forma fragmentaria y tardía, cual pasó con Antonio Gramsci.
Acontecimientos históricos de profundas repercusiones como la Gran Guerra, el ascenso de regímenes totalitarios o el ulterior control estalinista del movimiento comunista de la III Internacional, además de la migración de varias de las más importantes figuras del pensamiento marxista de la época hacia Estados Unidos de América, dieron paso a lo que Anderson denominara el marxismo occidental, “un tipo de teoría en ciertos aspectos críticos muy diferente de todo lo que la había precedido” y que, en términos generales, como él lo dice, avanzaría “mediante un interminable rodeo lejos de toda práctica política revolucionaria” (Anderson, 1979: 36, 56).
Sin embargo, la pertinencia de su propuesta sobre lo político, abordándolo desde la idea de práctica de lo posible, permite poseer una interpretación articulada y abierta de las categorías y, a sabiendas de la fragmentariedad y las transformaciones del concepto según la impronta de los textos, reconocer que la preocupación respecto a lo político cruza y acompaña permanentemente toda su obra y es la clave para reconocer el aporte fundamental que realiza a la crítica de la sociedad capitalista. En esas reflexiones, por tanto, se abre también la problemática en torno de la dinámica de la historia y las posibilidades de las clases sociales de intervenir en ella.
I. Del humanismo radical a la política revolucionaria
En algunos de los trabajos con que Marx inicia su trayecto intelectual, comúnmente denominados como sus textos de juventud, la concepción sobre la política está sujeta a una interpretación específica sobre la libertad y la realización del ser humano, condicionadas por la relación historizada entre la dimensión de la vida material y la intelectual. Tal aspecto ha sido muchas veces oscurecido por lecturas posteriores de corte reduccionista o economicista.
En estos materiales se plantea un método de interpretación de la realidad socio-histórica que va más allá de las herencias intelectuales con las que dialoga, en la medida en que se expresan las condiciones y relaciones sociales en que están inmersos los sujetos concretos.
Lo que comienza a desbrozar en sus primeros escritos filosófico-económicos (textos de la Gaceta Renana, 1842; la Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, 1843; los Manuscritos económico-filosóficos, 1844; La ideología alemana; y las Tesis sobre Feuerbach, 1846) es la forma en que el idealismo y el materialismo conciben al ser humano y su actividad en el mundo. Por lo mismo puede sugerirse que la suya es una crítica desde una perspectiva humanista radical2 que quiere posicionarse en un terreno distinto del de esas corrientes filosóficas en las que él mismo se había formado, y justamente a partir de la distancia, colocada ya en un horizonte de reflexión, vislumbra la política como una de las prácticas creativas y transformadoras posibles, como “actividad ‘crítico-práctica’” (Marx, 1958: 633).
Así, en la Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, Marx invierte la relación y antepone la materialidad y la historicidad a la concepción abstracta e idealista para el análisis de los fenómenos estatales y políticos. Allá donde Hegel concebía la representación de lo universal, el Estado como el escaño máximo de evolución del espíritu, Marx lo entiende como un paso más en el trayecto de emancipación del ser social. Apenas un par de años después, en las Tesis sobre Feuerbach (uno de los varios textos que dejó en calidad de notas), ya puede apreciarse esa perspectiva. En la tesis 3 subraya que la relación entre la razón y la posibilidad de cambio en las condiciones materiales y en la conciencia es posible en tanto práctica revolucionaria (Marx, ibídem: 634).
La concepción acerca de la política en estos registros, no sobra decirlo, se corresponde con las condiciones materiales y los marcos intelectuales que le dieron sustento y, por eso, se pone de manifiesto en ellos la centralidad de las clases sociales, en tanto sujetos históricos que, formados en relaciones de producción específicas, entran en un conflicto irreductible donde el horizonte de la transformación radical se configura como una posibilidad concreta.
Cuando a principios de 1848 la Liga de los Comunistas3 encarga a Marx y Engels, con relación intelectual y militancia política iniciada en 1844 en París,4 redactar un manifiesto político que sirviera como guía para la acción a la vez que como insumo de interpretación de la crisis política ante la oleada revolucionaria que pondría de cabeza a Europa entera,5 ambos ya eran parte de círculos políticos e intelectuales que los distinguía como dos de los principales conspiradores del orden burgués y en favor de la insurrección de los trabajadores que, en caso de Marx, se desarrollaba desde los escritos de principios de la década publicados en la Gaceta Renana, con los cuales además de tener proyección se ganó no pocas enemistades y comenzó su ciclo de exilios.
En términos sociopolíticos, se trataba de un periodo sumamente dinámico, lleno de convulsiones que marcaban el paso hacia la implantación de un nuevo pacto donde la burguesía pudiera elevar al plano estatal la hegemonía que ya ejercía en el nivel de la producción de mercancías. En la mayoría de los principales centros capitalistas de esa época, el régimen monárquico se tambaleaba ante la burguesía industrial cada vez más sólida y el proletariado comenzaba a expresar su potencia combativa. Utilizando una terminología elaborada después, se sugiere que no se trataba de una crisis orgánica del capitalismo sino de un momento de desfase, entre “lo nuevo que no termina de nacer y lo viejo que no acaba de morir”.
Las revoluciones de 1848 suponían una coyuntura de crisis en la cual las clases trabajadoras podrían disputar espacios de dirección estatal, lo cual tornaba necesario que expresaran “abiertamente ante todo el mundo su enfoque, sus objetivos, sus tendencias, oponiendo a la leyenda del fantasma del comunismo un manifiesto de su partido” (Marx y Engels, 1998: 37).
La articulación entre la teoría de los comunistas y la praxis política de los trabajadores no se había producido aún de forma clara y, por tanto, era preciso distinguir entre el comunismo y otras doctrinas, pero en contrapunto de muchas de aquéllas se erigía no por la soberbia o supuesta claridad de sus expositores sino por la misma fuerza y concritud de los trabajadores. De esa manera, el manifiesto retrata con trazos gruesos las antinomias de una época, pero es, además, un documento donde, como dirá Engels casi 50 años después –en la introducción de 1895 a las Luchas de clases en Francia–, “se había aplicado la teoría [el materialismo histórico], en sus lineamientos generales, a la historia moderna en su conjunto” (Engels, 2006: 655).
Aun cuando en el manifiesto y otros textos de aquella época es prácticamente imposible encontrar un desarrollo puntual acerca de los mecanismos a través de los cuales piensa el trayecto completo de la lucha política y de su institucionalización, sí es posible rastrear aquí algunos elementos que permiten distinguir la idea de partido y de revolución que los autores proponen en el manifiesto y que han sido, entre otras cosas, algunos de los problemas más agudos y recurrentes en la reflexión marxista a lo largo del siglo XX y que resuena de nueva cuenta en el XXI.6
II. La teoría de la revolución y política prefigurativa
La tensión entre determinación estructural y praxis revolucionaria recorre las páginas del manifiesto, pero como sucede también en otras de sus obras, a veces las alusiones a dichos problemas son más crípticas que aclaratorias. El uso constante de aforismos y metáforas, de enunciados sintéticos, incisivos y lapidarios resulta en recursos y elementos característicos del estilo literario de Marx, de su “musculatura expresiva” (Silva, 1980: 3).
Si se considera, entonces, que el comunismo está en proceso de configuración y de disputa en el campo de las ideologías políticas con objeto de alcanzar “la dirección intelectual y moral” de la clase trabajadora, debe recordarse que ya en textos previos habían esbozado ideas sustantivas en torno a dicha concepción, al firmar que el comunismo no viene de fuera como algo ajeno a las clases trabajadoras sino que arranca de sus condiciones reales, como movimiento que “anula y supera el estado de cosas actual” (Marx y Engels, 1958: 36).
Así, que el proletariado pueda constituirse como clase revolucionaria capaz de disputar la dirección estatal a la burguesía integra la perspectiva de que ello sucede a partir de la estructura productiva, de la base real, como conjunto de las relaciones sociales que enmarcan las tendencias al antagonismo y de la imposibilidad de reconciliación o mediación entre las “clases beligerantes”.
Acaso una de las rupturas más radicales de Marx respecto a la tradición filosófica de su tiempo, en particular con la alemana, está justamente en restituir al ser humano y, en particular, a la clase trabajadora su papel central en la trama de la modernidad. Para él, la historia no es ya el devenir de ningún espíritu o entidad suprema sino expresión de las luchas y las contradicciones permanentes, ancladas en las diversas formas en que se dio la apropiación de la riqueza material y en las que se prolongan las expresiones de dominación y enajenación.
Con diferentes matices y en grados de desarrollo distintos, en ese pasaje intelectual y combativo del joven Marx tienen preeminencia la acción y el conflicto desterrando la voluntad individual en tanto libertad abstracta y enfatizando la dialéctica materialista que no escinde a los sujetos de su condición social e histórica, de ahí que sea problemática la idea de una ruptura epistemológica que separa lo político de lo económico. La ruptura aparece, sin duda, pero más como apertura de horizontes prefigurativos o como utopías constructivas (Petruccelli, 2016). En el análisis de la formación del orden capitalista moderno, la ruptura aparece ante sus ojos como un hecho irrefutable: la burguesía, emergida del ocaso de la sociedad feudal, revolucionó todas las condiciones materiales de producción previas y las relaciones sociales que las sostenían, agudizando los antagonismos de clase hasta dar pauta a una tendencia general e irreductible de polarización (Marx y Engels, 1998).
Retomando el hilo de la relación entre la historia y el hacer, en tanto que “actividad crítico-práctica”, la clase burguesa no resultó dominante por conjuro de fuerzas ocultas sino porque, como se formó en el seno mismo de las relaciones de propiedad y producción feudales, logró impulsar un proyecto societal que le resultaba común y, en esa medida, fue capaz de derrocar el viejo orden “en un prolongado curso evolutivo”. De la misma manera, la posibilidad de transformación que traería la clase trabajadora parte también de las condiciones en que ésta puede llegar a unificarse como clase, a convertirse en clase para sí, en tanto que comparte una serie de condiciones y posibilidades históricas y expresa los intereses de una mayoría desposeída.
Dicho de otra manera, la clase se desprende de esas nuevas condiciones materiales de producción generadas por el capitalismo industrial y se incorpora en dicho esquema de forma subalterna y en el curso mismo de su configuración, en la medida en que las relaciones de explotación y dominación se generalizan, la clase trabajadora crece y se complejiza en sus formas de socialización y politización, hasta identificarse como tal y emprender el camino de su independencia política. La diferencia fundamental radicaría justamente en que la burguesía se consolidó como clase dominante asegurándose también la capacidad de dirección política, mediante un complejo entramado institucional para reproducir los principios que le eran afines: la libertad individual y la propiedad privada, contra las cuales el proletariado se rebela al punto de pretender suprimirlos en definitiva; es decir, de romper con las relaciones de producción y todas las de índoles social y política heredadas del régimen capitalista, de suprimirse, finalmente, como clase.
De nueva cuenta, la tensión entre determinación estructural y práctica revolucionaria define los parámetros de toda posibilidad, por lo cual el proceso de politización de la clase trabajadora no transcurre fuera del proceso general de su existencia material. Justamente, en un texto escrito más de una década después, en la Contribución a la crítica de la economía política, de 1859, Marx reflexiona sobre el trabajo intelectual realizado a principios de 1840 y dice que ahí apreció que “las condiciones jurídicas como las formas políticas no podían comprenderse por sí mismas ni a partir de lo que ha dado en llamarse espíritu humano sino que, por el contrario, radican en las condiciones materiales de vida, cuya totalidad agrupa Hegel, según el procedimiento de los ingleses y franceses del siglo XVIII, bajo el nombre de sociedad civil, pero que era menester buscar la anatomía de la sociedad civil en la economía política” (Marx, 2005: 4).
En ese pasaje teórico se une el análisis social antes propuesto con el de la crítica de la economía política, conectando “la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política” como espacios donde el conflicto se expresa. Pese a sus lecturas mecanicistas que tendieron a una interpretación en tanto reflejo, como si supusiesen dos cosas externas, una colocada encima de la otra, se trata de un recurso estrictamente metodológico, y quedan expresados los niveles analíticos en que conciben la realidad y la dinámica de las contracciones sociales que, pese a presentarse a los sujetos como “relaciones necesarias e independientes de su voluntad”, sólo pueden modificarse por las prácticas específicas y proyectos históricos, en suma, por la política prefigurativa y estratégica que potencia los contenidos revolucionarios (Ouviña, 2007).
Finalmente, la idea de “apertura de una época de revolución social” expresada en ese texto da a entender esa posibilidad en clave procesual. Si los cambios en una formación social no ocurren hasta que hayan “madurado” o se hayan “incubado” nuevas relaciones en su interior, esto es, en la estructura productiva, pero también las transformaciones ideológicas y la misma subjetivación política de los actores, la posibilidad sigue latente aun en condiciones de extrema marginalidad y crisis, como las actuales.
Así, la clave política expuesta de manera recurrente en el trabajo teórico y militante de Marx es imprescindible para no perder de vista los anclajes estructurales y materiales en la abigarrada expresión de las relaciones jurídicas y políticas, pero también para no considerar estas últimas como reflejo de aquéllas. La transformación radical de la realidad, antes como ahora, no podría ser simplemente un epifenómeno de las condiciones de existencia material, pues ello en definitiva sería restituir el sentido de inexorabilidad a la historia cuestionado por Marx desde el inicio de sus disputas intelectuales y políticas; a contrapelo de una historia lineal y apologética, ésta se manifiesta y configura en el proceso mismo de la agudización de las contradicciones inscritas en ese “núcleo” y de las formas históricas en que las clases explotadas se organizan y luchan.
La revolución no sucede sólo como acto futuro sino desde el presente, como práctica de lo posible.
* Sociólogo. Profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México.
1 Véanse los trabajos coordinados por Musto (2011 y 2015).
2 Recientemente, Santiago Castro-Gómez (2018) ha llamado la atención sobre el “momento republicano del joven Marx” que, sin ser todavía comunista –en buena medida, como argumento más adelante, pues el propio comunismo está en proceso de configuración como fuerza política–, tampoco se identifica con el liberalismo, al que sí son próximos diversos interlocutores suyos.
3 La Liga de los Justos, que se había convertido en noviembre de 1847 en la Liga de los Comunistas, era un órgano clandestino de trabajadores, en su mayoría alemanes, surgido en París. A mediados de ese año había celebrado su primer congreso, decidiendo asumir el comunismo como bandera política, con el objetivo de derrocar a la burguesía y trascender así la sociedad de clases.
4 Se encuentran por primera vez en el verano de 1844; unos meses después, ya en 1845, se produce el segundo contacto, a partir del cual, dirá Engels tiempo más tarde, se pondrán a “elaborar en detalle y en las más diversas direcciones la nueva concepción descubierta [el materialismo histórico]”, citado en Claudín, 1981: 1.
5 Los ecos de la Revolución Francesa resuenan en la coyuntura de rebeliones que sacuden los principales centros de la economía capitalista y se encienden las alarmas entre “las potencias de la vieja Europa”, como Marx y Engels dirán en las primeras líneas del Manifiesto comunista.
6 El llamado de atención hecho por varios autores acerca de que las obras filosóficas de Marx no influyeron de forma decisiva en la producción de los marxistas de la primera generación, desde Kautsky y Pléjanov hasta Lenin, Rosa Luxemburgo y Gramsci, entre otros, y que –por tanto– sobre todo los textos políticos determinaron en gran medida el desarrollo de la política y el Estado no es menor, pues parecen diluirse de esa manera las vetas más humanísticas y de emancipación radical defendidas por Marx y Engels en aquellos textos. Cónfer Rubel (2003), Henry (2011) y Abensour (1998).
Referencias
Abensour, Miguel (1998). La democracia contra el Estado. Buenos Aires, Ediciones Colihue.
Anderson, Perry (1979). Consideraciones sobre el marxismo occidental. México, Siglo XXI Editores.
Castro-Gómez, Santiago (2018). “Marx y el republicanismo plebeyo”, en revista Nómadas, número 48, Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos, Bogotá, páginas 13-31.
Claudín, Fernando (1981). Marx, Engels y la Revolución de 1848. México, Siglo XXI Editores.
Engels, Friedich (2006). “Introducción de 1895 a Las luchas de clases en Francia”, en Las revoluciones de 1848. México, Fondo de Cultura Económica.
Henry, Michel (2011). Marx. Volumen I: Una filosofía de la realidad. Buenos Aires, Ediciones La Cebra.
Marx, Karl (2005). Contribución a la crítica de la economía política. México, Siglo XXI Editores.
Marx, Karl y Friedrich Engels (1958). La ideología alemana. Montevideo, Pueblos Unidos.
Marx, Karl y Friedrich Engels (1998). Manifiesto comunista. Barcelona, Crítica.
Musto, Marcello (2011). Tras las huellas de un fantasma. México, Siglo XXI Editores.
Musto, Marcello (2015). De regreso a Marx. Buenos Aires, Octubre.
Ouviña, Hernán (2007). “Hacia una política prefigurativa. Algunos recorridos e hipótesis en torno a la construcción del poder popular”, en Reflexiones sobre el poder popular. Buenos Aires, El Colectivo.
Petruccelli, Ariel (2016). Ciencia y utopía en Marx y en la tradición marxista. Buenos Aires, Herramienta Ediciones y El Colectivo.
Rubel, Maximilien (2003). Marx sin mito. Barcelona, Octaedro.
Silva, Ludovico (1980). El estilo literario de Marx. México, Siglo XXI Editores.