El silencio de los subalternos
Roma es la historia de la vida cotidiana subalternizada y servil de una trabajadora doméstica. No suceden grandes acontecimientos, sólo microdominaciones totalmente normalizadas que dejan muy claro, aunque de manera sutil, que hay clases, razas y jerarquías. Así es la vida de muchos dominados.
Es además una historia narrada desde el punto de vista de alguien sin privilegios, de ahí que la película esté llena, curiosamente, de silencios. Mira la vida pasar, la de quienes sí pueden expresarse, llorar, patalear, hacer drama. Es una vida heterónoma (dependiente, no autónoma) atada a una familia ajena que la usa físicamente como sirvienta, pero también la usa emocionalmente como nana. Si el trabajo servil es degradante porque obtura las potencias de los de abajo, el trabajo de cuidado femenino, de atención y afectos a que las mujeres son engrilladas cierra su individualidad y sus historias. Servir a los demás física y emocionalmente es dar la vida por otros, es dejar que se te vaya la vida al cuidado de los otros. No es una oda ni la romantización de ello, es la fotografía de ese drama que, además de femenino, en este caso es de clase y étnico.
Lo estético en Roma ha sido equivocadamente disociado en sus interpretaciones. Sin contenido la forma es maravillosa, pero no se trata sólo de goce visual sino del retrato del pequeño mundo subalterno enclaustrado en la servidumbre doméstica: primeros planos del piso y de la mierda de perro, la ropa en el tendedero atravesada por el sol, secuencias circulares interiores de una casa, sus detalles y sus rutinas: apagar la luz una y otra vez, abrir la puerta del garaje una y otra vez. La película comienza con el lavado del piso, y termina subiendo a la azotea a colgar la ropa en una especie de circuito interminable: la vida servil nunca acaba ni descansa: la existencia de los otros es demandante siempre.
La película, evidentemente, no es feminista, pero hay momentos interclase donde las mujeres se encuentran: ese diálogo despechado de la patrona donde sabemos que ha caído en cuenta de que ha sido abandonada y que, como la sirvienta, ha sido utilizada. Pero esta última calla, guarda silencio; esa complicidad y solidaridad posible entre mujeres no llega a realizarse, las separa la clase: la primera tiene voz, puede expresarse, la segunda está normalizada, ha sido educada para callar. Aunque podrían consolarse mutuamente, en realidad un abismo las separa. Hay sororidad, pero bloqueada por la clase. Incluso, cuando Cleo es consolada por su embarazo por su patrona, en realidad a Cleo le interesa saber si la van a despedir. En otra escena se confirma la dinámica: Cleo, la protagonista, mira desde una puerta el acoso a su patrona. Cuarón expresa un umbral (real y metafórico) que la trabajadora doméstica no puede cruzar y sólo mira, una vez más, en silencio, la vida de los privilegiados.
Es una película de alto contraste no por ser en blanco y negro, sino porque a la comodidad íntima de la casa se opone el barullo de la gran ciudad; al privilegio de la casa de campo se opone el subterráneo del pulque lleno de gente de abajo; a la casa en la colonia Roma se oponen Neza y su lodazal y sus casas miserables. A la casa principal se opone el pequeño cuarto de las sirvientas, único lugar donde ríen, juguetean en su misma lengua, relativamente seguras y lejos de las patronas, igual que en los momentos de felicidad con el niño, de complicidad, donde hay una relación amorosa y maternal.
No es una película para documentar el 10 de junio ni la represión estatal; ése es su contexto. No es una película autobiográfica, aunque la mitad de todo sean recuerdos del propio Cuarón. Pero la otra mitad son recuerdos de la nana original, real, Libo. No es una película histórica, porque no supone una denuncia política ni una denuncia discursiva explícita. Todas las ausencias, supuestos fallos o incompletitudes parten del equívoco de la película que otros querían y no de la que nos están presentando. Lo sutil en Roma representa exactamente su acierto: el espectador debe interpretar la opresión en la vida cotidiana y no en la violencia explícita, se debe estar atento a las opresiones y violentas jerarquías en pequeñas líneas de diálogo, en las actitudes, en las órdenes hacia la sirvienta, en los pocos momentos de agresión verbal hacia Cleo, en los pequeños detalles como cargar maletas estando embarazada, en el desprecio de su amante cuando le dice “¡pinche gata!” El espectador poco atento cree que no hay una historia, y el crítico de la explotación cree insuficiente esa denuncia. No logran mirar que el cúmulo abrumador de esas microdominaciones ata, esclaviza, atrapa a la protagonista por su condición femenina, étnica y de clase. A Cleo le robaron la vida, y ella misma lo ha normalizado.
Es curioso que la izquierda haya reaccionado analizando la visión de clase del director, o que la crítica haya sobredimensionado la estética del filme. También es de destacar el auge provocado por la identidad étnica de Yalitzia Aparicio y su absorción por el multiculturalismo progresista del mainstream. Pero resulta irónico que todos querían hablar de uno u otro enfoque o de la actriz, pero no de Cleo y su historia. Como un símbolo trágico, incluso fuera de la pantalla, las trabajadoras domésticas fueron silenciadas.
Roma es además parteaguas como fenómeno sociopolítico y no sólo como pieza artística. El filme se estrena en un contexto de extrema polarización en México. En las redes sociales, palabras como ayotzinaco, feminazi, morenaco, populista, chairo son los signos de una polarización que emerge como reacción a la movilización popular. Esas palabras reflejan el miedo y rechazo de quienes tienen poder y privilegios. El filme provocó un fenómeno mediático y viral singular, pues exacerbó no sólo el racismo sino también el clasismo mexicano como nunca antes, ya que como ha dicho Pablo Mamani, para los pueblos indios no se sabe si se les discrimina por ser indios o por ser pobres, o por ambas razones, imposibles de disociar ante los ojos y la cultura de las clases dominantes. La cinta se presenta en un México que procesa su crisis e inestabilidad a través de xenofobia, racismo, misoginia y clasismo para defender un modo de vida y privilegio que se niega a ser cuestionado. El virulento ataque a la actriz es un símbolo poderoso de que los espacios dominantes no deben ser ocupados por los subalternos. La exacerbada crítica a la simpleza de Roma es la incomprensión de una parte de la sociedad que no logra escuchar esa dominación sorda, ahogada y normalizada que ahí se presenta.
Roma es una historia sencilla, pues la vida de los dominados transcurre en una cotidianidad lánguida, pero llena de opresión y, sobre todo, de soledad. No es sorprendente que a muchos no les sorprenda, quizá porque no escuchan el silencio de la protagonista y todo lo que tiene que decir. Es una historia de tristeza porque la voz de los subalternos no llega a escucharse, pese a que vemos, sentimos su drama y dominación. Quien sólo alcanza a ver el drama familiar clasemediero curiosamente se conecta con su clase, pero no con el silencio subalterno de una trabajadora doméstica, cuya vida, poco asombrosa, es magistralmente presentada en Roma. Esa soledad de la protagonista, lejos de su pueblo y su madre, abandonada por el amante, silenciada por quienes dicen son como de la familia, sola y asustada en el quirófano, sola en medio de una cancha en Nezahualcóyotl y al salir del cine, sola en las tareas cotidianas, ese retrato de soledad subalterna, esa historia, es un verdadero drama necesario de escuchar. Esas microhistorias, esos gritos y dramas ahogados son la vida de los de abajo. Son los silencios de los subalternos.