COLOMBIA, RIESGOS DE GUERRA EN TIEMPO DE “PAZ”

El final de las negociaciones y la firma de los acuerdos de paz (noviembre de 2016) entre el gobierno encabezado por Juan Manuel Santos (2010-2018) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) introdujo el país en una situación inconcebible seis años atrás, lo más cercano que podría entenderse como la canalización de la violencia a los mecanismos de la institucionalidad; por ejemplo, en 2017 el ministro de Defensa informó sobre la tasa de homicidios más baja en 30 años. La pregunta era cuánto podrían durar las condiciones de la nación en ese estado y cuál era el alcance de los acuerdos de paz para transformar las razones estructurales del conflicto armado.

Dos años después, en enero de 2019 estalló un carro en la mitad de una escuela de policías en Bogotá. La responsabilidad del acto, que dejó 21 muertos y 68 heridos, se la adjudicó el Ejército de Liberación Nacional, con el que se habían iniciado negociaciones, suspendidas tras la llegada de Iván Duque (2018-2022) a la Presidencia de la República.

A esto se ha sumado un escenario de inseguridad creciente en las áreas rurales del país a raíz del asesinato de más de 500 líderes sociales –la mayoría de ellos asesinados en sus hogares– y 85 ex combatientes de las FARC desde la firma de los acuerdos. La sombra del fracaso de una generación que creyó en “la paz” se cierne como si las nubes empezaran a desplazarse de donde estábamos parados en esos años de negociación: en el ojo del huracán.

El 2016 fue un tobogán político que entre líneas mostraba la debilidad de unos acuerdos en medio de un clima de confianza acrítica. En agosto se cerraron las negociaciones en La Habana y a mediados de septiembre se organizó la décima conferencia de las FARC, donde éstas ratificaron su apoyo a los acuerdos de paz. Aún poco se sabe sobre las discusiones internas, los disensos y los medios de toma de decisiones en este espacio.

El 26 de septiembre –día de la desaparición de los muchachos de Ayotzinapa–, el gobierno de Colombia y las FARC firmaron los acuerdos en Cartagena, y ocho días después se realizó el Plebiscito por la Paz, donde ganaron por 50 mil votos quienes se oponían al acuerdo firmado, dirigidos principalmente por el sector político del ex presidente Álvaro Uribe Vélez.

Entre el 2 de octubre y el 24 de noviembre, el país estuvo en vilo; no se podía volver al estado de confrontación porque el sector predominante en las FARC no estaba dispuesto a volver al enfrentamiento y habían perdido control territorial. Por su lado, el gobierno se había comprometido no sólo con la guerrilla sino con la comunidad internacional, los países garantes, convencidos de lograr la firma de los acuerdos.

El espaldarazo de la comunidad internacional fue el premio de Nobel de Paz a Juan Manuel Santos, quien le dio el oxígeno político que necesitaba para lograr navegar entre las aguas de la oposición política –el uribismo que lo consideraba un traidor por negociar con las FARC– y la urgencia de sacar adelante la negociación. Finalmente, con cesiones significativas a favor de la derecha uribista, se firmó un acuerdo de paz donde ya se expresan balances sobre sus costos y beneficios sociales y políticos.

El escenario no estaría completo sin recordar que 2017 fue año electoral. Los procesos para la Presidencia se disputaron entre el candidato del uribismo, Iván Duque; y el de Colombia Humana, ex alcalde de Bogotá y ex guerrillero del M-19 Gustavo Petro. En segunda vuelta, Iván Duque obtuvo la victoria, pero el movimiento antiuribista avanzó significativamente, logrando 8 millones de votos frente a 10 millones del ganador.

Ocho meses después del retorno del uribismo al poder, estamos en la mitad de una amenaza directa de confrontación con Venezuela, experimentamos el desmoronamiento de la institucionalidad construida en torno a la paz y la alerta de sangre de la movilización popular en el campo. A continuación, algunos énfasis que es necesario tener claro para comprender la complejidad del escenario.

Paz territorial

Uno de los ejes de los acuerdos es la paz territorial, que significa la necesidad de establecer nuevas relaciones entre el Estado y las regiones, en las que estas últimas puedan tomarse la palabra a fin de decidir y ejecutar inversiones para el desarrollo de sus territorios. Esto se refiere a un cambio de las formas en que el Estado colombiano se ha relacionado con comunidades, organizaciones, juntas de acción comunal y diversos actores en el territorio que tendiese a estrechar lazos de confianza, legitimidad y fortalecimiento de la participación local.

No obstante, un ejercicio dinámico se ha convertido en la expansión de talleres y actos de recolección de insumos dirigidos por organizaciones no gubernamentales (ONG) o fundaciones de Bogotá, en los que las organizaciones locales son actores pasivos. Adicionalmente, la herramienta de la transformación ha sido el proyecto (proyectitis), donde las nóminas burocráticas son mayores que los montos de inversión y la base de cambio social se reduce a la redacción de ideas conforme a los estándares de la cooperación internacional.

Absorbidas por las lógicas hegemónicas del Estado y de la cooperación internacional que excluye y subordina las organizaciones, éstas –que esperaban lograr por fin ser los protagonistas de la transformación– se han convertido en recipientes de legalización de recursos. Es una forma en que la denominada sociedad civil es suplantada por las ONG o fundaciones ajenas a los territorios y los actores locales.

Mientras la transformación la absorbe esta lógica, los verdaderos cambios, como el de la política que criminaliza y persigue a las familias campesinas cultivadoras de coca, la formalización de la tierra o la inversión rural prometida en los acuerdos, no avanzan.

A estos obstáculos se agrega la desaparición del presupuesto para implantar los acuerdos que por ley debe hacer parte del Plan Nacional de Desarrollo de Iván Duque y que, en vez de tener un apartado específico, queda disuelto en los diferentes programas y agendas políticas del gobierno denominadas “Paz con Legalidad”. La respuesta del gobierno ante la inconformidad de los múltiples actores y organizaciones sobre la falta de presupuesto para instaurar los acuerdos es que todos sus programas –legalidad, estabilización, productividad– se asignan para fortalecer “la paz”.

El anuncio estas semanas es la firma de los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial, creados para construir y dirigir la transformación territorial en 170 municipios del país, ofreciendo opciones productivas y mejoramiento de las condiciones de vida para la población más pobre y que más ha sufrido el conflicto. El siguiente paso es ver cómo se desenvuelve la ejecución de estos planes y los dineros que les corresponden.

Fracturas

Varios documentales sobre las negociaciones de paz en La Habana tienen un denominador común: los directores tuvieron acceso a la información por medio del gobierno, lo cual les permitió entrar en los espacios del equipo negociador gubernamental pero no lograron establecer confianza con los negociadores de las FARC. Eso construyó una imagen triunfalista del equipo de gobierno y –en ambos– sin fracturas, sin discusiones internas.

Lo cierto es que en este momento hay una fractura latente en Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, creado como partido político de transición a la legalidad de la guerrilla, principalmente por desacuerdos sobre los procedimientos para entregar las armas no resueltos en la décima conferencia, la falta de garantías de seguridad a algunos de los mandos y el incumplimiento del gobierno a todos los ex combatientes.

Por ejemplo, Jesús Santrich –parte del partido FARC y negociador en La Habana– fue capturado en un operativo policiaco en articulación con Estados Unidos de América en Bogotá, acusado de tráfico de cocaína. Actualmente está en peligro de extradición, aun cuando el gobierno colombiano y Washington no han presentado las pruebas exigidas por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) a fin de analizar la culpabilidad.

Meses después, un comando armado desconocido entró en un espacio territorial de capacitación y reincorporación (ETCR) –lugar de transición a la legalidad de ex combatientes– en el sur del país, provocando la alerta y posterior abandono de varios comandantes de estos espacios –mas no de los acuerdos de paz–, entre ellos quien sería senador por el partido Iván Márquez.

A eso se suma el estado de desprotección de los ETCR, a los temores por la falta de proyectos productivos que den autonomía económica a miles de reincorporados (ex combatientes) y a la persistencia de las denominadas disidencias (frentes de las FARC-EP que no se acogieron a los acuerdos de paz).

Víctimas pasadas, presentes y futuras

Pese a la negativa a aceptar la sistematicidad en el asesinato de los líderes sociales, un informe de finales del año pasado señala que hay patrones concretos en lo referente a la violación del derecho a la vida e integridad: son asesinatos selectivos, cometidos por sicarios, llevados a cabo con armas de fuego. Las víctimas son principalmente personas en condición de vulnerabilidad socioeconómica en posiciones asimétricas de poder regionales, pertenecientes a grupos étnicos históricamente discriminados, campesinas y víctimas de desplazamiento forzado o de otras acciones propias de conflicto, pertenecientes a juntas de acción comunal o de consejos comunitarios, de procesos de restitución de tierras, organizaciones de víctimas, líderes ambientales y de población LGTBI, de procesos de sustitución de cultivos de uso ilícito, sindicales o miembros del partido político FARC o Colombia Humana. Son personas que pertenecen a grupos contrahegemónicos que se enfrentan a grupos ilegales y a económicos, personas o empresas que hacen parte de la legalidad, hacían oposición a megaproyectos económicos, de explotación o de industrias extractivas que afectan la comunidad, en general, buscaban la defensa de las condiciones de vida de las comunidades. La mayoría de los casos de asesinatos de líderes sociales se llevan a cabo en la casa o el lugar de trabajo de la víctima (209).

A esto se suma la falta de compromiso del gobierno de Iván Duque con la JEP, creada como un escenario para impartir justicia transicional a todos los actores implicados en el conflicto armado. Un primer ataque a su constitución fue el cambio en el Congreso de la república durante el gobierno de Juan Manuel Santos a uno de los elementos acordados que consistía en la participación obligatoria de todos los actores; a raíz del cambio, los terceros –multinacionales, empresarios, ganaderos y demás– quedaron eximidos de presentar su versión.

Paralelamente, la JEP ha sido atacada y deslegitimada por el grupo político del ex presidente Álvaro Uribe Vélez, disminuyendo el monto presupuestal para su funcionamiento e impidiendo la sanción de la Ley Estatutaria de la JEP, ya aceptada por las cortes en Colombia, lo que amenaza su funcionamiento. Con esto, las víctimas del conflicto armado no tendrían la verdad exigida desde siempre y cuya posibilidad de conocer se abrió con la JEP.

Al saboteo de la implantación de los acuerdos se suma la disminución en 40 por ciento de los presupuestos para la Comisión de la Verdad y en el nombramiento en la dirección del Centro Nacional de Memoria Histórica de un ideólogo del uribismo que niega la existencia del conflicto armado.                   A ello se añade la exigencia de la renuncia por parte del nuevo gobierno a tres directores de instituciones de cultura, entre ellos quien dirige el Archivo General de la Nación, encargado de la custodia de parte del archivo del servicio de inteligencia más importante del país que podría dar información sobre violaciones de derechos humanos contra grupos de izquierda. La preocupación inmediata es la seguridad de los archivos de inteligencia y de decenas de organizaciones sociales que aportaron a estas entidades.

Por el momento, el relato del gobierno de Iván Duque ha sido desconocer la existencia de cualquier conflicto armado y volver a la retórica de la seguridad democrática del gobierno de Álvaro Uribe Vélez, en la que no existían ni existirán víctimas y lo que hay es una “amenaza terrorista”.

La nueva guerra, la vieja retórica

Aunque nos acostumbramos a hablar del conflicto armado como un asunto del pasado, los dos primeros meses de este año nos recordaron que está latente. Por un lado, el atentado contra la escuela de policía en Bogotá, el protagonismo que adquiere el Ejército de Liberación Nacional cuando sigue haciendo control territorial en varios lugares del país y la persistencia de las disidencias de las FARC en el sur. A esto se agrega la expansión de grupos narcotraficantes y de explotación minera que extienden sus intereses en regiones donde antes las FARC hacían su control territorial.

Aunque la retórica de “la paz” nos distrajo de la geopolítica de la guerra en Colombia, Donald Trump nos recordó otro de los efectos de la desmovilización de las FARC: eran el último ejército que había combatido contra ellos, tan sólo una década atrás en el marco del Plan Colombia.

Tras el cambio en el equilibrio de fuerzas en combate en América Latina, Estados Unidos emprende su interés en destruir el proyecto bolivariano en Venezuela y, en general, de “liberar América Latina” del comunismo. El teatro de operaciones militares y cívicas que han creado con anuencia irrestricta del gobierno de Colombia no sólo amenaza la seguridad de Venezuela sino que puede prender la chispa de un nuevo conflicto en Colombia, Venezuela y en América Latina de consecuencias inimaginables. Ante la imposibilidad –hasta ahora– de intervenir militarmente la nación venezolana, no resulta descartable que el siguiente paso de Estados Unidos sea usar la carta de manual: la del “refugio de terroristas”.

¿Cuáles son los patrones? Asesinatos de líderes sociales en el Post Acuerdo.