Las revueltas sociales que comenzaron a producirse en Chile a partir del día viernes 18 de octubre de 2019, y que han cumplido ya una semana a pesar de la fuerte represión militar, proponen una serie de interrogantes desde el punto de vista político en torno al modelo económico y cultural impuesto en el país y la región. De manera inédita, los partidos políticos no cuentan con un interlocutor reconocible con quien establecer diálogo, ya que son las masas aquellas que han salido a protestar a la calle sin un aparente dirigismo. “Aparente”, ya que el neoliberalismo, al desplazar a la política del espacio público, obligó a la reconfiguración social que se da en agrupaciones vecinales, sindicatos, estudiantes, académicos, grupos feministas, ecologistas y asociaciones civiles de diversa índole.
Esto no ocurre por generación espontánea, y para ello conviene repensar algunos hitos que conducen a el estado de crisis que domina este periodo. Este escenario, impensado para la elite política, se manifestó en las últimas elecciones presidenciales: del total del cuerpo electoral, solo votó un 48% de la población, y la coalición ganadora obtuvo un porcentaje cercano al 25% del total del cuerpo electoral. La lectura de la elite política, que señalaba una “apatía” en la ausencia de votantes, desconocía la deslegitimación que se estaba haciendo del modelo económico y cultural rigente, desembocando con ello en una de las mayores sublevaciones sociales que ha conocido el país. Por el contrario, el hoy presidente Sebastián Piñera, solo lo instrumentalizó en beneficio propio este descontento: renunció a su histórica militancia en el partido derechista Renovación Nacional en el año 2010, para así figurar como “independiente” en su camino político, para tratar de aprovechar la situación y tratar de demostrarse comunicacionalmente fuera de la política partidista.
Hoy, con siete días de movilizaciones y a tan solo 19 meses de un segundo mandato de la derecha, esta configuración ha trastabillado precisamente gracias a una comunidad que desconoce la legitimidad de las medidas políticas del gobierno, tales como las desmesuradas alzas a bienes básicos como la luz, el agua, la salud, el transporte, los alimentos, el acceso a autopistas o las pensiones para la vejez, todas ellas administradas por conglomerados privados que han fijado los montos a conveniencia. Así, la reestructuración del orden social se da en torno a demandas legítimas de justicia social en las ruinas de un neoliberalismo cuya ferocidad ha proyectado tanta desigualdad como violencia contenida, la cual finalmente ha encontrado una válvula de escape como si se tratase de un acto común performático, catártico y a la vez político. La explosión de manifestaciones sociales no es solo chilena, ya que en resumidas cuentas se exige una nueva articulación a partir del colapso de un modelo neoliberal que fue impuesto forzosamente desde los años ochenta, y de la misma manera que ha ocurrido en Argentina, Brasil y Ecuador, donde el corpus social también ha interpelado las condiciones de la matriz política, económica y cultural existente.
La figura de la violencia subyacente en cuanto atmósfera cotidiana, ha terminado por eclosionar en los peores términos. Ya no se trata de la violencia sicológica a la cual se someten miles de trabajadores de clases medias y bajas, sino que ha derivado en la operación política más irresponsable que ha tomado la administración gubernamental de Sebastián Piñera, quien ha ordenado a los militares que tomen el control de la sociedad civil, arrastrando muertes, torturas y vejámenes que siguen siendo avalados en cada discurso, así como invisibilizados por los medios de comunicación hegemónicos. La represión militar, la imposición de un toque de queda, los sobrevuelos permanentes de helicópteros y las ráfagas de balines que se escuchan día a día por todas las ciudades del país, sacan a relucir los aspectos más oscuros de las memorias latinoamericanas, instalando más dudas respecto a la legitimidad de un gobierno capaz de poner militares a defender la empresa privada contra la que reclama la ciudadanía.
El modelo neoliberal, que trasladó todas las posibilidades de mediación entre sujetos a las lógicas de mercado, no ha podido responder frente a la desigualdad, a la pobreza y al descontento generalizado de las clases medias y pobres, ante lo cual se ha replegado vergonzosamente dejando a muchas personas sin alimentos y medicinas, cerrando puertas de supermercados, bancos y farmacias pertenecientes a conglomerados económicos. A cambio, las comunidades se han articulado abasteciendo a los barrios en ferias libres y pequeños almacenes barriales, que han planteado una nueva inquietud: en este Chile neoliberal ¿aún se conservan los vestigios de un país republicano pre golpe de Estado? Serán estos núcleos sociales donde emerge una aún nebulosa respuesta a una elite política que no ha podido resolver la disputa entre sus intereses personales, dados por la acumulación de bienes y poder, y la demanda de justicia social.
*Luis Horta Canales es académico del Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile