I.
El pasado 10 de diciembre, día de su asunción como Presidente de la República Argentina, Alberto Fernández llegó al Congreso de la Nación, manejando su propio coche y saludando por la ventana, a una multitud que desde la noche anterior, comenzaba la vigilia de lo que fue una extensa jornada de celebración popular. Las altas temperaturas no impidieron que centenas de miles de ciudadanos y ciudadanas transitaran durante todo el día entre el Congreso y la emblemática Plaza de Mayo, cuidadosamente desenrejada desde la noche anterior, en un inequívoco mensaje de democratización del espacio público. Cuando cayó el sol, la música que había sonado desde un escenario dio paso a la presencia del presidente acompañado por la Vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner. Los discursos, más partisanos que el pronunciado por el Presidente durante el acto de asunción, culminó con un fallido “Volvimos para ser mujeres….”
Esa irrupción de un hermoso equívoco, en medio de una escenografía cuidadosamente diseñada por profesionales del espectáculo político, expone la potencia democrática de lo popular, de un modo tan elocuente, que apenas hacen falta palabras para evidenciarlo.
Ese lapsus enrarece y a la vez, enmarca, el discurso republicano pronunciado durante la mañana, en el que Fernández convocó a un pacto refundacional y arengando a un “Nunca más a los sótanos de la democracia”. “Sótanos de la democracia es el nombre elegido para denunciar el oscuro entramado de poderes fácticos encarnados en operadores judiciales, mediáticos y servicios de inteligencia, que durante los últimos años tejieron un manto extorsivo sobre la vida pública, limitando las facultades del poder político, con el fin de garantizar el marco inexorable de una única forma de vida de derecha. Para que la historia de la democracia sea el tiempo de la postdictadura.
II.
Cuatro años de cultura oficial macrista nos han mostrado la supervivencia en nuestra trama social de esas formas neoliberales que comenzaron a instalarse de modo masivo, con el terrorismo de estado, primero y con shocks económicos después (aunque como proyecto de elite comenzara ya en los años cincuenta). Podemos advertir con paradójico horror que la forma de su asechanza tiene la edad de la “transición democrática”. El neoliberalismo es, en términos políticos, el conjunto de tendencias desdemocratizadoras que horadan desde dentro a esa misma vida democrática, tutelada por los fantasmas de la post-dictadura.
Fue desdemocratizadora la retórica anticomunista en los ochenta; lo fue la banalidad multiculturalista y tecnofílica de los noventa; lo es el giro reaccionario, machista y racista que tiene lugar desde 2008. Pero lo verdaderamente grave es que en esas tendencias, profundamente dañinas de toda imaginación de vida en común, confluyen los intereses de poderes fácticos de porte transnacional, con las pequeñas miserias y pulsiones tanáticas que minan y empobrecen el lazo social, desde sus dinámicas microfísicas.
Por ello, la tarea a medida de este desafío es mucho más amplia que lo que la expresión “batalla cultural”, sugiere. Más que un combate con un adversario predefinido, la cuestión exige un trabajo tenaz de reparación del plexo afectivo y espiritual del lazo social; un proceso de auto-transformación capaz de restituir algo del orden de lo sagrado de la vida en comunidad.
Esa tarea no puede ser delegada exclusivamente a la fuerza rectora de las políticas públicas, ni puede ser librada mediante el emplazamiento de una imaginaria frontera antagónica. Esa tarea debe ser encarada como colectivo nacional, impulsada como una oleada ética, erótica y política de transformación de un nosotrxs.
El macrismo ha venido a mostrarnos a lxs argentinxs lo horribles que podemos ser, como sociedad y como pueblo. Ha logrado exponer las fibras profundas del pacto de dominación que atraviesa y disciplina nuestras sociedades latinoamericanas. No claudicará en esa faena, muy por el contrario. Corresponde a los sectores populares ser menos ingenuos, menos autocomplacientes, más abiertos y atentos al malestar de nuestro tiempo; porque las formas de su manifestación pueden ser verdaderamente destructivas. Esa tarea es prepolítica, pero es la condición misma de la política. En ello va nuestro futuro como Nación y como Pueblo.
III.
No está claro que exista algo así como un actor político denominado macrismo; no sabemos aún de qué modo se reorganizará la coalición política que deja el gobierno. Pero sí podemos pensar que macrismo es el nombre de una operación en el tiempo de la historia. Es el recomienzo del golpe de estado realizado contra el segundo gobierno de Juan Domingo Perón en 1955, luego de un oprobioso bombardeo de una parte de las fuerzas armadas en contra la sociedad civil; es el recomienzo del golpe perpetrado en 1966, que abrió la economía a la inversión directa del capital extranjero y se apoyó en el respaldo cultural del integrismo católico, y es el recomienzo de la última dictadura de 1976 que no soló terminó con las formas de la política, tal como se conocían, sino que consolidó el comienzo del neoliberalismo en el sur del continente y antes que en Europa o los Estados Unidos.
Como sector, el macrismo se va del gobierno, como proceso político, en cambio, deja una ventana que nos permite ver cuán activas están esas memorias oscuras en los pliegues de nuestro presente. Ahora bien, si el macrismo ha logrado, por un tiempo, ser el nombre del presente –al unir eficazmente, sujeto y proceso- es preciso decir también que no pudo ser el título inexorable del futuro. No pudo, porque las múltiples tácticas de negacionismo, deshistorización y contramemoria no alcanzaron para capturar una sensibilidad demasiado rica, una ciudadanía media demasiado politizada, unos afectos populares y unas furias de palabras, músicas y calle. Herencias políticas y culturales, memorias combativas, estructuras de organización y disidencias silvestres que marcaron su propia gesta, haciéndose un tiempo en el presente neoliberal. El género de esa época de resistencia, se conjuga en femenino. No tanto y no sólo por el rol protagónico que tuvo el movimiento de mujeres y disidencias, en su ductilidad y capacidad de movilización y articulación con diversos sectores y formas de protesta, sino especialmente, por constituirse en reserva de un deseo de comunidad que constituye desde la última dictadura militar el blanco principal de ataque.
Junto con sus miserias y una multiforme deuda, los años de macrismo nos dejan la experiencia de unas pasiones alegres de lo que puede un cuerpo colectivo. Puede, acaso, decir basta. No es poco, realmente no lo es. Pasiones del mosaico callejero que marcó la agenda de una resistencia persistente, incansable, durante cuatro años. Activismos, diversas formas de autoconvocarse y de dejarse afectar por otros padecimientos. Creatividad feminista para inventar unos modos de unidad en la acción; larga marcha de los pueblos originarios y nuevas formas de representación y de protesta.
Sin embargo, eso no es todo, con otro ritmo y otra contundencia, estos cuatro años nos dejan la renovada intuición de lo necesarias que son las estructuras menos dinámicas, las más lentas y paquidérmicas estructuras hechas de generaciones acumuladas de poder popular: los sindicatos y sus burocracias, las organizaciones y sus tiempos aletargados, las universidades y su llegar siempre tarde con el Búho de Minerva bajo el brazo; incluso las poco progresistas congregaciones religiosas y los clubes de barrio. Hemos sido neoliberales –cómo no serlo si neoliberalismo es el nombre de un bloque histórico- cuando no vimos su potencia antineoliberal, con ritmo propio, perseverando en la obstinación de unas lógicas contracíclicas, las del estado social en pleno presente global.
IV.
El llamado a un pacto refundacional, a retomar la historia abierta por el primer gobierno democrático de la postdictadura, el nombre del expresidente Raúl Alfonsín, encarnan la constatación del lugar justo en el que se juega el delicado equilibrio que dará forma a la vida política de los próximos años, porque ya sacude a la región y el mundo. Si la sabemos leer, esa constatación nos da el boceto de la estrategia consecuente con ella, la imperiosa necesidad de consolidación de un frente lo más amplio posible, capaz de reunir en una unidad –todo lo laxa y conflictiva que se quiera- a todo aquello que se encuentra del lado de la vida y la democracia. Una república de lxs débiles para todxs.
No es una novedad. Esa es y fue siempre, la frontera; la forma singular que adopta la lucha de clases en América Latina, la contradicción entre capital monopólico y soberanía popular, que sobredetermina incluso a la contradicción de clase (dejando varias veces desconcertadas a las izquierdas de manual). Una constatación que no es nueva pero que se renueva bajo la amenaza de los desafíos que instala el neocolonialismo autoritario a escala global, basado en un régimen financiero de acumulación que parece ya no necesitar ni del imaginario moderno de la libertad, ni de la institucionalidad republicana. No es una novedad porque, desde siempre, nuestras oligarquías tradicionales desconfiaron de cualquier proceso de consolidación de ciudadanía para los sectores populares, siempre considerados demasiado negros para encarnar la imagen de alguna forma de institucionalidad.
Cada vez que logra asomar la vocación popular de participar del trazado del proyecto de nación, el liberalismo de la élite ilustrada exalta su pavor reaccionario y “enfrentado a la realidad concreta se convierte en darwinismo social, en justificación del racismo”, como decía David Viñas. Es que, en rigor, muchas de las imágenes que alimentaron el mito del liberalismo político son incompatibles con las exigencias de expansión imperialista, en territorios de capitalismo periférico. Cuando ese imperialismo se enfrenta agónico a sus propios límites, del liberalismo no queda ni la mueca.
Es eso lo que la composición de la Alianza Cambiemos, sembrada de apellidos patricios vino a recordar al pueblo argentino, con sus reivindicaciones de la “Campaña del Desierto” que perpetró el genocidio de los pueblos originarios para consolidar la unidad latinfundista y el capital monopólico, en el siglo XIX. Fue entonces, cuando se zanjaba el destino nacional en el seno de la matriz imperialista, que la intelectualidad ilustrada argentina dejó para siempre de ser liberal. Cabría preguntarse por qué, a pesar de haber nacido aferrada al Estado-garante de sus procesos de acumulación y de sus privilegios, negadora de ciudadanía, incapaz de impulsar la unificación del espacio económico, el pacto entre clases y la modernización, ha sido no obstante idónea en forjar la narrativa de su pretendido republicanismo, sobre una maquinaria de violencia, xenofobia, odio de clase y pulsión antidemocrática.
En su primer discurso como Presidente argentino Fernández demostró haber comprendido el gran legado del macrismo: la evidencia del vínculo entre la rotunda incapacidad de las elites subsidiarias de la dependencia y sus fantasías antipopulares de exterminio.
Muchas deudas deberá enfrentar el pueblo argentino en el tiempo que viene, pero acaso la madre de todas las batallas, sea la de comprender que la democracia está siempre del lado del pueblo al que le ha sido, una y otra vez, prometido y negado su derecho a liderar los procesos de modernización y de consolidación de la ciudadanía que se traza el futuro de sus hijxs.
V.
En los albores del neoliberalismo, cuando la progresía se ensoñaba con la estética de la revuelta, el viejo comunista Louis Althusser advertía que la lucha de clases de los sectores trabajadores y las masas populares no puede confundirse con la lucha que libra el capital. La forma política de la lucha de clases no tiene la forma de una mera oposición de dos fuerzas, es una relación (o no relación) entre dos luchas diferentes, una relación entre dos historias incomunicables entre sí –un poco como el psicoanálisis dice de la relación sexual, que es imposible.
Esto quiere decir que la estrategia popular no puede ser el doble invertido de la estrategia neoliberal. No hay “dos lados”. Reproducir los términos de un antagonismo que forma parte del discurso de la derecha es seguir en el lugar de la dominación. Ese discurso crecerá durante los próximos años en Argentina –como lo está haciendo en toda la región- como un espejo siniestro, replicando las lógicas, repitiendo las palabras, actuando las formas del campo popular. El desafío parece ser, entonces, el de reescribir las genealogías, restituir los puentes que conectan con otros pasados para reabrir el futuro a la incorregible imaginación de la historia.
No es hora de volver a perder el tiempo. Se vuelve de otro modo, desajustado, desviado, transformado, transexual. Volvimos –dice el Presidente, emplazado en su ethos de Hombre Político- para ser mujeres.