Ayotzinapa: las izquierdas en cuestión
Los dramáticos acontecimientos ocurridos en Iguala, que dan cuenta de la barbarie sinsentido que se ha instalado en México y del inmenso dolor que una parte de la sociedad sufre en consecuencia, obligan a pensar en otros términos la problemática de las izquierdas.
Ayotzinapa se ha convertido en un símbolo de ignominia que recorre el mundo, pero también en sentido de su posibilidad como punto de inflexión. Interpela a todos y todas; interpela sobre todo al Estado, corrupto y autoritario que prevalece en el país; señala al régimen político que ha evitado una y otra vez que se haga realidad la aspiración de la mayoría de la sociedad mexicana de abrir cauce a una transformación democrática y justa. Tragedia que pone en evidencia la lista infame de agravios que ha sufrido México en las últimas décadas y los negocios que desnudan a la clase empresarial de este país, cada vez más voraz, amasando sus fortunas ahora no solo al cobijo del poder público, sino también en un entramado que se cruza con el crimen organizado.
El crimen contra los normalistas guerrerenses permite ver el alcance que tiene hoy el imperio de la impunidad, la corrupción en todos los niveles de la administración y la alteración de las funciones del Estado gracias a la primacía de los intereses privados, el deprecio y atropello al ámbito de lo común.
Ayotzinapa es un infinito y doloroso grito que interpela a todos los partidos y fuerzas políticas del país y, desgraciadamente, en particular a las izquierdas. Ciertamente, sobre todo al perredismo que de manera vergonzosa queda señalado como parte de un régimen descompuesto, en el que se compran cualquier cargo y candidatura. Pero, tanto los sucesos del 26 de septiembre pasado como las enormes movilizaciones que han ocurrido en muchas partes del territorio nacional a raíz de la agresión a los jóvenes normalistas, también permiten ver el estado general que guardan todas las izquierdas en sus más diversas expresiones; la degradación profunda de algunas; el horizonte que limita a otras, las barreras que buscan romper sin saber cómo aquellas que se han levantado una vez más a luchar por poner un alto a tan atroz descomposición social y política.
Estamos en un momento en el que puede precipitarse una crisis política de enorme envergadura, en el que las formas de la lucha utilizadas en años anteriores, que han mostrado un claro agotamiento, habrán de ser cuestionadas a fondo. Es la realidad la que obliga a repensarlo todo.
¿Cómo es que hemos llegado a donde estamos?
Vale la pena señalar, por obvio que parezca, que las izquierdas concretas, de las que hablamos en este escrito, se hacen y se deshacen, es decir, no son construcciones inamovibles o marmóreas. Son hechuras de cada periodo histórico que les da perfil, tareas, perspectivas; pero también son resultado de la propia acción de quienes se inscriben en esas formaciones políticas, hombres y mujeres que les dan a éstas posibilidades o les imponen límites. Son fuerzas que fluyen, se mueven, crecen, se diluyen, reaparecen o no bajo su mismo perfil, que cambian o solo se maquillan. En fin, son construcción socio-política de la mayor complejidad que exige su propio autoconocimiento como camino certero para alcanzar sus propósitos.
Es pertinente recordar que apenas hace casi medio siglo las izquierdas mexicanas comenzaron con dificultades a despuntar. Después de largas décadas sometidas a brutal persecución y marginación, animadas por las grandes movilizaciones de sectores importantes de los trabajadores que fueron reprimidas, a principios de los años sesenta algunas de aquellas izquierdas asumieron la necesidad de pensar las causas profundas de sus derrotas. En particular las izquierdas socialistas y comunistas comienzan un proceso de debate para encontrar no solo en la represión y persecución constantes, sino también en sus propias posturas y estrategias, las razones de esa enorme e histórica dificultad para abrir camino a sus propuestas de cambio y convertirse, ellas mismas, en fuerza de masas.
El tránsito a ser una poderosa corriente con importante influencia en muy diversos sectores de la sociedad solo fue posible tras un gran número de luchas diversas y fuertes movimientos, pero sin duda el de 1968 representó un salto cualitativo en la medida en que la resonancia que tuvo logró que nuevos sectores medios de la población se sensibilizaran con el discurso y las demandas que las izquierdas venían sosteniendo. Sin embrago, la feroz represión con que fue acallada la potente voz estudiantil y los difíciles años que le siguieron a la matanza de la Plaza de las Tres Culturas, pospusieron la irrupción de las izquierdas como fuerza multitudinaria hasta fines de los ochenta del siglo pasado.
No obstante, aunque ahora se olvide, hay que señalar que las fuerzas encabezadas por los comunistas habían comenzado a abrir el camino que les permitió empezar a ser escuchadas hasta convertirse en punto de referencia obligado de los procesos políticos de transformación democrática que muy lentamente se desarrollaban en el país. En 1979 el Partido Comunista obtuvo su registro electoral, el cual utilizó para llevar a la Cámara de Diputados a una coalición de pequeñas organizaciones que levantaron en el poder legislativo, tras décadas de monolitismo y juego ritual entre una izquierda cooptada y una derecha dócil que solo apuntalaban al priismo, una postura independiente y combativa que tuvo mucha resonancia en su momento.
Se remonta a aquellos años el proceso que configuró lo que de hecho guió la acción de buena parte de las izquierdas hasta su transformación en una combativa multitud pluriclasista: en primer lugar, la lucha por establecer un régimen político democrático y abrir un cauce de solución popular, es decir antineoliberal (como modalidad draconiana que entonces se abría paso como exigencia del gran capital financiero), a una economía marcada por frecuentes crisis; en segundo, la unidad de las izquierdas para construir la fuerza capaz de alcanzar tales objetivos y, en tercero, ensanchar la participación electoral para abrir espacios que permitieran dar a conocer las propuestas de las izquierdas y conseguir cambios progresistas posibles.
Hubo entonces un interesante debate alrededor de la vinculación esencial entre democracia y socialismo, que recién habían abierto de manera intensa los comunistas mexicanos y que daba una enorme proyección a las acciones políticas del momento. En esa mirada larga, la lucha por participar en los procesos electorales tenía el sentido de ganar un espacio fundamental para difundir grandes objetivos, hacer escuchar el programa y lograr incidir en las políticas públicas. Se trataba entonces, y esencialmente, de una forma de lucha que, junto a otras, buscaba acumular la fuerza necesaria para abrir paso a cambios políticos y económicos de fondo. La política comunista de fines de la década de los setenta de participación en un legislativo subordinado al poder presidencial buscaba, por ello, hacer eco a su propósito fundamental: la construcción de un movimiento autónomo de masas, el mayor reto a lo largo de su historia y elemento ciertamente indispensable en la transformación que se proponían.
Es indudable que aquella ruta se vio fuertemente alterada por el inesperado resultado del movimiento que se levantó alrededor de la ruptura de la Corriente Democrática del PRI y la figura de Cuauhtémoc Cárdenas. Más allá de anécdotas irrelevantes, la mayor parte de las izquierdas fueron en aquel momento congruentes con su proceso de autorrevisión y generosas políticamente; reconocieron la dirección de los expriistas y sumaron sus energías a consolidar aquella poderosa fuerza y construir una organización nueva que dejaba definiciones ideológicas del pasado y se aventuraba en la combinación del nacionalismo revolucionario y el socialismo en sus más variadas corrientes.
En realidad, en el nuevo espacio organizativo que se crea y sobre acuerdos reales que se limitaban a transformaciones bastante puntuales e inmediatas, su acción y elaboración políticas se fueron reduciendo cada vez más a definiciones y conveniencias del momento. El programa del PRD, por ejemplo, elaborado en buena medida a partir del que tenían los partidos de izquierdas que concurren a su formación, quedó en el papel como letra muerta; en su lugar, se abrió camino el más despolitizador de los pragmatismos. Las diversas expresiones que se habían unido fueron replegándose en sectas internas que no defendían prácticamente ninguna idea de fondo, sino posiciones, cargos, dineros.
Lo primero y más relevante que había dejado el movimiento del 88 era la convicción de que las izquierdas tenían reales posibilidades para ganar las elecciones presidenciales y a ello dedicó el PRD todos sus esfuerzos. En realidad, el amplio movimiento que votó a la izquierda se orientó hacia ese propósito de una manera consistente y se topó de manera reiterada con el fraude en diversas modalidades que logró frustrar tales expectativas.
Paradójicamente, pese a la fuerza alcanzada, no se logró que el régimen político fuese transformado sustancialmente pero sí se sofisticaron las formas del fraude y el entramado político corrupto absorbió en su propia dinámica y sus vicios a buena parte de las élites del PRD y de los otros partidos de izquierda. Como tempranamente se perfiló, las divisiones internas en el seno del que ha sido el mayor proyecto unitario de las izquierdas tuvieron como motivo principal la disputa de los liderazgos unipersonales, así como el reparto de cuotas de poder, de candidaturas y de cargos de dirección.
Aunque el régimen político tiene múltiples mecanismos para absorber y subsumir a sus opositores (sobre todo a través de recursos y prácticas corruptoras), jugó un papel decisivo el predominio en las cúpulas dirigentes de las corrientes más entreguistas y desclasadas, mismas que hicieron posible el reciclamiento de un viejo esquema de partidos de Estado, en el que el priismo se presenta en medio de una supuesta diversidad, como el partido del centro, y a cada uno de sus lados un partido que hace el ritual de tal juego de “pluralidades democráticas”, uno representando a la derecha el otro a las izquierdas. El PRD quedó rotundamente atrapado dentro de ese engranaje de sistema de partidos de Estado, que solo ha tenido la virtud de legitimar al poder establecido, en cuanto su dirección nacional aceptó entrar en el llamado Pacto por México.
Pero los problemas no atañen exclusivamente a una expresión partidista. En realidad el posibilismo, es decir, la incapacidad para imaginar y construir rupturas políticas que abran paso a cambios de fondo, está instalado en buena parte de las izquierdas, de forma que se actúa cada vez más en términos de lo que se considera viable. Aparejado a esto hay, en general, un enorme atraso político y una especie de ingenuidad que parece considerar que los cambios ocurrirán por propia necesidad.
En este tema, lo más alarmante es que en general las izquierdas han dejado de pensar la política en forma compleja e innovadora. Los parámetros dominantes prevalecen y la elaboración de estrategias para alcanzar el cambio democrático necesario brillan por su ausencia.
Parte del agotamiento y crisis de la forma partido es, justamente, que ha dejado de ser el espacio de formación política y elaboración colectiva de las resoluciones de carácter político, es decir, de aquellas que implican el hacer cotidiano de las organizaciones, sus posicionamientos ante los acontecimientos, la conducta ante otras fuerzas, las propuestas que den cauce a la realización del programa. Cada vez tenemos más un discurso y unas prácticas no convergentes entre lo que se propone y el cómo conseguirlo.
Todo lo anterior explica, en buena medida, el preocupante fenómeno de que a lo largo y ancho de la gama de posiciones de las izquierdas el debate político esté básicamente ausente. Se trata de un problema relevante y hasta característico de las formaciones partidistas, tales como el PRD y sobre todo de Morena, pero tampoco exclusivo. Si observamos a las otras fuerzas de izquierda, tales como el zapatismo y otras organizaciones o la infinidad de grupos que proliferan en ámbitos diversos (en la lucha agraria, estudiantil, magisterial, feminista, ciudadana, etcétera), también descubriremos la ausencia de debate político y de construcción compleja de la forma en que podrán conseguirse los objetivos que se buscan.
Entre otras cosas, lo anterior ha llevado a clasificar la etapa pasada como de resistencia. En una enorme cantidad de frentes, diversas organizaciones, grupos, expresiones de las izquierdas, han dado la batalla para tratar de detener la venta y el saqueo del país, las reformas regresivas de todo tipo, la represión, la violencia de todo género; y lo han hecho con determinación, valor y los medios a su alcance, pero con frecuencia sin mucha destreza, eficacia, capacidad de elaboración política y estrategia de largo aliento. En apariencia no hay demasiado discurso que construir en un quehacer defensivo.
El rosario de derrotas
Ante la ofensiva de las fuerzas conservadoras y el agresivo despliegue de la política del capital, lo que en años pasados ha quedado es la resistencia. Pero también es cierto que el otro lado de esa postura expresa el fracaso y las varias derrotas del camino político (implícitas o de hecho) que suscribió la mayor parte de las corrientes de las izquierdas.
Después de más de un cuarto de siglo en el que la mayoría de las izquierdas han persistido en una misma dinámica política se han cosechado demasiadas derrotas y fracasos y, en consecuencia, el país entero se encuentra sumido en un deterioro de dimensiones inimaginables. Tendríamos, por tanto, que esperar que el ciclo abierto en el 88 esté pronto a cerrarse.
En esa perspectiva, lo primero que debemos analizar es si las expectativas de ser gobierno y, a partir de ganar el poder presidencial lograr abrir camino a un nuevo proyecto de nación, combatiendo las más groseras políticas neoliberales, no es un camino que ha sido ya derrotado, al menos en la configuración actual de las fuerzas y bajo las reglas del juego político electoral que rige hasta ahora.
No es este el lugar para analizar detenida y críticamente las experiencias de los gobiernos locales que formaron las izquierdas partidistas, lo cual es sin duda muy necesario y punto de partida en el análisis de esta estrategia agotada; pero como ejemplo de lo antes dicho, no podemos dejar de señalar que en su totalidad esos gobiernos han estado bastante alejados de las expectativas que generaron; algunos fueron francos fracasos y, otros, simples patrañas encabezadas por quienes nunca creyeron lo que proponían en campaña. En un país con tan graves problemas, las políticas sociales que impulsaron, sobre todo en el Distrito Federal, son claramente limitadas, fuera del ámbito del trabajo y para sectores focalizados; políticas asistencialistas y fáciles de ser presa del clientelismo y la corrupción.
Por otra parte, en un recuento grueso, podemos incluso ir más allá y sostener que lo más grave no ha sido nunca que un candidato u otro a la Presidencia fuesen derrotados por el fraude y la manipulación de la voluntad ciudadana a partir de prebendas y migajas de poder. Lo más relevante es que en ese tortuoso camino se extraviaron los elementos programáticos que -como señalamos más arriba- fueron ejes de la acción de las izquierdas más avanzadas.
Quedó en el olvido, por una parte, el amplio proyecto democratizador que las izquierdas venían construyendo como camino de las transformaciones sociales de raíz, que pasaba desde luego por una profunda reforma del Estado y un proceso constituyente, pero que ponía enorme énfasis en la democratización de amplias esferas sociales (los sindicatos en primer lugar), para generar progresivamente las condiciones de un autorreconocimiento de las fuerzas capaces de impulsar la emancipación de los trabajadores. Solo esas fuerzas podrían haber logrado mejores condiciones de vida y respeto a los derechos laborales, aspectos primarios que definen el propósito básico de las izquierdas todas y frente a lo cual no ha habido más que retrocesos. La lucha contra las reformas privatizadoras, que por momentos obtuvo al menos cierto freno, terminó siendo derrotada ante la determinación gubernamental y la embestida empresarial que rápidamente ha redoblado el saqueo del país.
En pocas palabras, las izquierdas no han logrado avances sustantivos en la democratización del régimen ni una salida a la situación económica que no recargue sus costos en los trabajadores y los más miserables de la nación. Incluso podemos decir que buena parte de esas izquierdas han abandonado la lucha consistente y enérgica en esos campos, en parte debido a que las reformas en el ámbito electoral y el inestable ambiente alcanzado de libertad de expresión y movilización hicieron que algunos voceros de la izquierda legalista decretaran una ficticia transición a la democracia que el relevo panista vino a afirmar, convenciendo a amplios sectores de las nuevas tareas institucionales de las izquierdas. De esa manera y como ya señalamos, pese a la fuerza multitudinaria de oposición el régimen político quedó en pie y logró incorporar en su perverso juego a importantes expresiones de las izquierdas que ya no se reconocen en la lucha de las fuerzas populares y del trabajo.
Por otra parte, desde hace ya algunos años es evidente el agotamiento de lo que fue el mayor proyecto unitario de las izquierdas, no solo por que el Partido de la Revolución Democrática (PRD) hace tiempo que no logra unir a ninguna fuerza de izquierda (solo ha sabido hacer, con fines electoreros, alianzas sin escrúpulos tanto con el PRI como con el PAN y otras fuerzas), sino porque su propia división es ya un proceso en curso tanto con la formación de Morena, como por las deserciones que han ocurrido recientemente en sus filas y que, seguramente, seguirán ocurriendo.
Ante un poderoso régimen corporativo y clientelar, las izquierdas mexicanas sufrieron a lo largo de su historia marginación y fragmentación, lo cual les impidió tener arraigo social y fuerza política. Paradójicamente, ese ciclo perverso comenzó a romperse no solo por la propia fuerza de las corrientes opositoras al priismo gobernante, sino alrededor de una corriente que emergió del propio seno del PRI. Una izquierda, ciertamente, nacionalista y estatista, claramente antineoliberal en términos no anticapitalistas (que los hay), comandó el proceso de conversión de las izquierdas en una fuerza poderosa con influencia, no solo electoral, en amplios sectores sociales, aunque en ese camino ciertamente se perdieron valiosas características y definiciones.
Lamentablemente, la descomposición de ese proyecto y la pérdida de la perspectiva que daba importancia a la unidad en la diversidad, está a la vista y constituye una de las derrotas recientes más severas.
Por último, el espectro de un posible triunfo electoral (como los que seguramente ocurrieron en 1988 y 2006) trastocó todas las formas de acción quedando la lucha comicial, prácticamente, como la exclusiva manera de alcanzar los objetivos de transformación. La conversión de la organización partidista en instrumento exclusivo de los procesos electorales, además de someterla a los fenómenos de degradación señalados, la encapsuló en las reglas y las redes de la maquinaria estatal, secuestrando la política.
Durante más de dos décadas, desde 1988 hasta el 2012, un fuerte electorado de izquierda realizó monumentales movilizaciones, que pese a su dimensión no lograron frenar el fraude electoral y hacer valer su triunfo. Ciertamente se produjeron algunas modificaciones legales que, sin embargo, fueron por completo insuficientes y solo maquillaron la persistente violación de la voluntad del voto ciudadano.
Ante tal panorama de fracasos y derrotas no debe extrañarnos que las nuevas generaciones se pregunten si hay algo más que debió haberse hecho y no se hizo, y, sobre todo, que cada vez más enérgicamente exigan atreverse a pensar en que ahora hay que hacer algo diferente.
El terreno del cambio: “Fue el Estado”
En la más reciente crisis abierta por los sucesos de Iguala se han expresado en forma nítida distintas concepciones que existen en la diversidad que son las izquierdas en México. De alguna forma, frente a los graves acontecimientos se cayeron muchas máscaras y los actores se presentaron tal cual son. Y es que hay momentos en que los propios acontecimientos significan en la práctica una revisión a fondo y, sin duda, lo que hemos vivido estos meses pasados es un cuestionamiento de las inercias que no solo juegan en contra de un cambio sustancial, sino que pueden llevar a ser parte del juego de barbarie que azota a México.
Lo que Ayotzinapa ha cambiado son los términos en los que se empieza a pensar la problemática que vivimos. Atrás puede quedar el ciclo de resistencia y de luchas aisladas, fragmentadas, que ciertamente han marcado el paisaje nacional durante los últimos años, pero que por su naturaleza no logran construir la fuerza capaz de alcanzar otra correlación que revierta el rumbo que sigue desangrando al país en todos los sentidos. Atrás pueden quedar los términos locales en los que se enfrentan los problemas; también la ingenuidad pueril y el protagonismo oportunista que lanzó a la basura un movimiento como el que hace unos años respondió al asesinato del joven hijo de Sicilia. Pero quizá lo más relevante es que incluso pudiera quedar superado el horizonte limitado que apuesta exclusivamente a la superación de la situación actual a través del cambio de personas en el poder ejecutivo.
Apuntar a la idea de que la responsabilidad de los hechos criminales de los normalistas de Ayotzinapa no recae solo en una u otra de las autoridades directamente vinculadas sino en el Estado en su conjunto, ha abierto el horizonte del terreno en el que deberá ocurrir el combate. En efecto, en el país se sabe que si se modifican los gobernantes en el estado de Guerrero o se inyectan recursos y se endurecen las políticas que llaman de seguridad (tal como anunció el gobierno peñista), no se resuelve el problema y la justicia seguirá ausente.
El Estado, que en México tuvo desde los años treinta del siglo pasado una estabilidad y fortaleza poco común en América Latina, ha sufrido importantes transformaciones acordes al proyecto socioeconómico neoliberal que lejos de significar instituciones más democráticas y eficaces (como ofrecía el discurso publicitario del salinismo), ha implicado un progresivo deterioro en el que la corrupción y la impunidad son pilares fundamentales que lo sostienen, a falta de capacidad y legitimidad.
Hoy, ese vetusto engendro de las fuerzas que expresan y trabajan abiertamente para el gran capital, tanto nacional como extranjero, no es capaz de garantizar las reglas mínimas de convivencia social, razón por la que la sociedad se siente en permanente riesgo y, ante una atrocidad como la de Iguala no tarda en ubicar con claridad quién es el responsable. La violencia que impera en gran parte del territorio nacional, que secuestra literalmente a porciones cada vez mayores de la población para realizar los varios negocios que regentean los narcodelicuentes, es expresión de ese Estado “mínimo” que los neoliberales impusieron como forma para eliminar todo control o límite a la privatización de los recursos públicos y el saqueo de la riqueza nacional. Es parte, por tanto, del esquema dominante el que proliferen recursos ilegales, empresas de la extorsión, negocios de la muerte; capitales que lo mismo explotan personas, que minerales, que órganos humanos, que petróleo. Da igual, cuando lo que se busca es la máxima ganancia.
Por lo mismo, resulta por lo menos ingenuo pensar en que tendrá capacidad de reformarse dentro de su propia y degradada estructura. Pero muestra con claridad que, particularmente en México, no hay nada más complejo en términos políticos que la formación de fuerzas autónomas, autodeterminadas, independientes de las fuerzas dominantes; y, en cambio, es relativamente fácil caer en las redes del poder político y reproducir las condiciones del dominio.
En contraposición, la perspectiva abierta por los normalistas de Ayotzinapa deja claro que el problema no es local, no es aislado, no es pasajero; no se resuelve con remedos de reforma y no se encontrará consuelo con reparto de dinero. Abre, en cambio, la posibilidad de ir a una transformación de fondo a nivel nacional que se ha postergado demasiado tiempo.
Por esa razón vuelve a hablarse de la necesidad de dirigirse hacia la convocatoria de un nuevo Constituyente. Desde hace tiempo se ha manejado esta idea para, como dicen algunos, alcanzar un nuevo “pacto social”, particularmente tras la rebelión zapatista. Ciertamente, la cuestión indígena no resuelta que dejó ver aquel alzamiento del 1º de enero de 1994, justificaba ampliamente tal propuesta de un Constituyente que repensara a la nación mexicana en términos pluriétnicos. Sin embargo, tal como lo mostraron los hechos inmediatos, tanto el fracaso electoral de aquel año, como el incumplimiento de los acuerdos de San Andrés, hay una poderosa cuestión que suele ser olvidada: para construir un nuevo régimen político se requiere construir una fuerza capaz de destruir primero al viejo, de lo contrario, efectivamente, solo se están tejiendo sueños.
Los procesos constituyentes implican una crisis profunda y la clara resolución de esta a través de la modificación de la correlación de fuerzas a favor de quienes pugnan por un nuevo Estado. No es a la inversa. Sin duda, proponerlo no es incorrecto, lo que es incorrecto es no preguntarse cómo se logará.
Y hay aquí, precisamente, diversas posiciones que deberían estarse discutiendo con la mayor seriedad que el tema amerita.
Ocurre lo mismo con las formas de dar la lucha para alcanzar los propósitos del momento actual, sobre las cuales se habla públicamente pero, como ocurre desde hace tiempo, en términos bastante simplistas y hasta pueriles. Lo anterior expresa la pobreza de análisis y los rígidos esquemas en los que se hayan sumidas las izquierdas. Ejemplo del grado de enajenación de la lucha política y la estrechez para imaginar nuevas y más eficaces formas, es que una y otra vez se repite, incluso por expresiones muy diferentes y hasta extremas, que solo existe la posibilidad de escoger entre la forma armada o la forma electoral de alcanzar el cambio por el que se lucha. La reiteración de las manifestaciones de protesta (ya fueran ante el fraude, o contra las reformas peñistas) así como el débil ritual de lo que se llamó resistencia civil pacífica por el lopezobradorismo, no han dejado de estar entrampadas por el estrecho esquema, lo cual impide que la protesta se despliegue de maneras más creativas.
Primero habría que debatir, en contraposición, el hecho de que, como en toda crisis de la dimensión de ésta, se producen necesariamente muy diversas formas de lucha de acuerdo a las diferentes condiciones locales, diversas maneras en las que se expresa el descontento, el grado de agravios acumulados, y un sinfín de circunstancias que las propician. El deterioro social y político que ha vivido México se expresa, entre otras cosas, en la fragmentación del territorio y el desigual grado en el que se instalan esos procesos, de forma que podemos decir que tenemos muchas realidades dentro de la realidad que es nuestra nación. Por tal motivo, es natural que las formas y demandas sean diferenciadas, que el descontento, la protesta y las soluciones sean diversas.
Lo asombroso ahora, tal como lo ha expresado el caso de los normalistas desaparecidos, es lo generalizada que está la percepción sobre la gravedad de la violencia que vivimos. En ese contexto, las formas de la lucha debieran acercarse, al menos, y tratar de concurrir para logar conformar la fuerza necesaria que permita alcanzar los objetivos y, justamente, hacer frente a la violencia. Porque, sí, el problema fundamental es contar con la fuerza suficiente.
¿Una nueva configuración de las izquierdas?
En términos gruesos podemos decir que está llegando a su final una configuración de fuerzas en el seno de las izquierdas que tuvo como eje el predominio de una corriente que, aunque se desmarcó del priismo, cargó siempre con rasgos fuertes de su cultura política estatista y una visión corta de los cambios necesarios, además de sus prácticas partidistas antidemocráticas y un verticalismo que impulsó fuertes liderazgos unipersonales. Izquierda nacionalista acogida al Estado benefactor que ante el neoliberalismo tenía propuesta, indudablemente, pero que ha mostrado sus límites.
Pero igualmente cierto es que los rasgos de una nueva configuración no son aún evidentes, aunque muestran una nueva radicalidad tanto del programa como de las formas de acción. Y no son nítidas aún debido, principalmente, a la propia incapacidad y límites que han tenido esas otras expresiones de las izquierdas que expresan posiciones críticas más de fondo. Entrampadas, muchas de ellas, en luchas locales y fragmentadas, incluso han retrocedido en el dificultoso camino contra el sectarismo que abrieron varios movimientos desde la década de los sesenta del siglo pasado. Unas izquierdas que saben que el enemigo es el capitalismo pero no cómo vencerlo.
Pero tambien hay experiencias de enorme valor, como la de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), que se han quedado en la memoria y que, en su momento, jugarán un importante papel. Además, es evidente que en el seno de unas y otras izquierdas hay fuerzas que están en condiciones de hacer una nueva síntesis de las experiencias vividas estos últimos años y captar el enorme descontento que carcome los cimientos del régimen putrefacto que vivimos. Izquierdas que no se han encasillado ni en una u otra de las posturas; que han participado sin distingo de las grandes movilizaciones, las cuales lo mismo han sido en defensa del voto y contra el fraude que imperó, que contra el atraco económico al que está sometido el país; o bien contra la violencia irracional y la política militarista del gobierno; fuerzas creativas que exigen encontrar nuevas salidas.
En esos términos, es posible sostener que en México maduran condiciones para una extraordinaria movilización nacional que logre sumar las más diversas luchas que a lo largo y ancho del país se han producido en años pasados. Hemos tenido magnas movilizaciones y heroicas acciones que buscan frenar el saqueo y la violencia, pero aún no son de las dimensiones que exige la tarea. Se han elaborado infinidad de buenas propuestas para configurar un esquema por completo diferente, un nuevo rumbo para el país que favorezca a las fuerzas del trabajo, pero no ha emergido la exigencia que las reúna o sintetice a todas.
Ahora es necesario ubicar el momento y el acontecimiento político que precipite la crisis del régimen y reúna las fuerzas dispersas.
Mucho han logrado las movilizaciones por los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, pero falta más. Aún es la injusticia criminal la que camina impune por todos los caminos del país; la que llega a todos los rincones y hace insoportables la pobreza, el hambre y la violencia; pero también es esa lacerante realidad la que trabaja porque las izquierdas se sacudan sus estrechas visiones y estén a la altura del reto que significa hoy superarla.
Contra la república de la impunidad criminal, se alzará la república de la justicia y la democracia. Esos son los tiempos que se avecinan. Esos son los términos en los que las izquierdas mexicanas se deberán reconfigurar.