A Carlos Rodríguez Ajenjo In memoriam
en su décimo aniversario de ausencia
El cine ocurre en la mirada y en la memoria de los espectadores. Se transmite a través de las generaciones que lo descubren por hábito, recomendación o accidente, hojeando en las revistas especializadas, los suplementos culturales y las carteleras, y a veces divagando por canales y portales de televisión o en las carteleras de las salas y las cinetecas. A pesar de que sus derechos patrimoniales se guardan celosamente y son motivo de lucro o reconocimiento artístico y comercial, el cine no tiene una residencia fija y lo que antaño fue producido para disfrutarse en la inmensidad de un lienzo blanco, hoy la promiscuidad de cables, conexiones, plasmas y monitores ha multiplicado y perpetuado las posibilidades del encantamiento en los tiempos digitales que caracterizan a este milenio.
Sin embargo, con tanta ciencia y nanotecnología, aún es un misterio explicar aquello que les sucede a quienes son picados por el embrujo de la oscuridad y las películas, ya que desarrollan hábitos que llevan a soñar, amar, conocer, estudiar, compartir y preservar las imágenes en movimiento. Además, no siempre fue bien visto el cine y, paulatinamente, el siglo XX fue el escenario para hacer del templo oscuro, donde vibraban las luces del proyector, un lugar de recogimiento, goce y encuentro, del que surgían críticas, crónicas y poemas que sellaron con huellas personales a la inmensa telaraña de espectadores que palpitaban en las cinefilias. Lo que podemos apreciar, es que perdura la cultura cinematográfica, que se forma con lecturas, discusiones, presentaciones de ciclos y publicaciones que guardan el fruto de esas reflexiones y surgen de ahí, a la vez, las semillas de puntos de vista que han de ser revisitados en distintas épocas por los amantes de los films.
José Emilio Pacheco (1939-2014) reivindicó el gusto que compartieron, muchos de su generación, por el poema Cineverdad, que desde el título detona múltiples significados por tratarse de una revelación, pero alude al nombre de una serie de noticiarios producidos en una empresa que les dio empleó a él y sus jóvenes amigos y contemporáneos en los años 50.
¿Dónde estarán aquellas horas? Te preguntas
pero no con nostalgia,
porque parece
un gasto imperdonable de energía
dispendiar el brevísimo tiempo que nos fue dado
en tantas situaciones diferentes
(melodramas, sainetes, vodeviles,
parodias de parodias, una tragedia)
a que se ajusta la experiencia vivida
En algún cine de otra eternidad
han de pasar ahora esas películas.
Todo en copias rayadas, más bien difusas,
hasta que se haga polvo el celuloide.1
Su gran amigo, Carlos Monsiváis (1938-2010), además de un asiduo de las butacas y las páginas, fue maestro en la conversión del relajo en dato serio, y viceversa, utilizó el humor para comprender y explicar los zurcidos invisibles de la cultura. Observador puntilloso y sistemático, el escritor mexicano fue un lúcido conversador de memoria prodigiosa, que frecuentó asiduamente los fotogramas para resolver los enigmas de la identidad colectiva. A lo largo de una prolífica obra, labrada con lenguaje agudo y preciso, Monsi desmontó los lugares comunes con el distanciamiento del asombro crítico y ácido, pero sin perderse en los bosques de las teorías trasplantadas o abandonar la claridad con los ejemplos a que recurría. Como la literatura, toda su vida tuvo entre sus manjares predilectos al cine y en ese arte que podía ser refugio de las individualidades fugitivas, él encontró muchas luces de los imaginarios colectivos. Procedió siguiendo las letras de los poetas que nacieron con el siglo y abrevaron en la sala oscura: Salvador Novo y Xavier Villaurrutia.
En busca de la modernidad, a partir de la interlocución, el diálogo crítico y el aprecio por sus predecesores, Monsiváis –con su propio estilo– se movió a sus anchas en las intersecciones de la industria cultural de la prensa, la radio, la música, el cine y la televisión, volviéndose él mismo icono contracultural y referente de la cinefilia. A diez años de su partida, bordando párrafos entre sus textos, libros y diversas entrevistas, podemos reconstruir sus constelaciones, al ser parte inseparable del firmamento fílmico de México.
Miradas hambrientas en la oscuridad
En la penumbra del mundo de las películas, además de los espectadores que asisten como una forma de refugio y un hábito del esparcimiento, históricamente, alrededor de la pantalla, también se han congregado escritores y periodistas. Monsiváis tejió brillantes hilos entre sus afanes editoriales y su identificación con las representaciones fílmicas. Atravesado por su amor a las imágenes fotográficas, pictóricas, dibujadas e impresas, las buscó con vehemencia y les dedicó diversas publicaciones respectivamente. Yendo más lejos de la pátina de los espectáculos, superó las cómodas etiquetas para caracterizar lo popular del consumo y lo original en las fábricas de sueños, basadas en fórmulas y prejuicios que, en plena Guerra Fría, abusaba de los antagonismos más simples.
El cine era una arena de combate y el público vio nacer a sus cronistas. Sus críticos tuvieron que ganarse y justificar su lugar en las hojas impresas. Ya los poetas habían dedicado estrofas y líneas cargadas de subjetividad, y plumas como las de Efraín Huerta, Jaime Sabines o Renato Leduc también dedicaron rimas al rey de los espectáculos urbanos. Monsi supo reconocer la tradiciones y con ello abonar a la modernización sin retórica. Sus amistades como Nancy Cárdenas, José Emilio Pacheco, Carlos Fuentes, Sergio Pitol y Elena Poniatowska entre otras, eran influencias nutritivas, nuevas plumas y figuras disruptivas que hacían del paisaje de la modernidad mexicana un lugar de posibilidades que podían nacer en el idioma. En sus cajones de sastre, Monsiváis se sirvió del cine norteamericano para sus disecciones semióticas y en el olimpo de las estrellas de Hollywood supo encontrar el brillo magnético de las historias bien contadas, con rostros inmortales y narradores que pasaban desapercibidos para el común de los espectadores, pero que los asiduos, críticos y cronistas recogieron en sus anotaciones.
Del Star system mexicano, supo aquilatar a sus ídolos y sus extras, nombrando y confirmando la necesidad de la mayoría de esos intérpretes para que el álbum estuviera verdaderamente completo. Los llamaba “embajadores de semblantes” y en innumerables ocasiones dejó correr la tinta buscando la humanidad detrás de los emblemáticos rostros estelares, como los de la famosísima María Félix o el de Emma Roldán, generalmente en segundo plano pero tan entrañable, para él mismo, que así nombró a la sala de cine en su casa, en la que veía películas en un ritual sabatino con sus más cercanos amigos.
En los años 60, nuevos actores tomaron la escena del periodismo y con etiquetas y eufemismos sobre las rupturas, las bellas artes y las revistas se nutrieron con grupos integrados por poetas, pintores, escritores y dramaturgos, actores y actrices. Escaseaban allí los cineastas, no habían escuelas de cine todavía y por ello algunos emigraron a estudiarlo profesionalmente en París, Francia y Lodz, Polonia.
Al estudiar la revista Nuevo Cine (1961-1962), Eduardo de la Vega hizo un perfil de Monsiváis como crítico literario cuyas estaciones previas fueron Medio Siglo (1956-1958) y Estaciones (1957-1959), antes de incorporarse a las faenas editoriales en aquélla, De la Vega recalcó las primeras traducciones de artículos y caracterizó la importancia del joven escritor en la genealogía de críticos y promotores del cine en México, destacando su propio sello. De acuerdo con el investigador, la importancia de esas notas universitarias está en abrir por primera vez una programación retrospectiva, con temas que más tarde recuperaría el cronista, pero que en su momento fueron equiparables al trabajo de Emilio García Riera entre la escasa documentación seria del cine mexicano.
En esos lustros, plenos de intervenciones mediáticas, artísticas, políticas y periodísticas, se ampliaron los márgenes de las prácticas escénicas y la metodología del trabajo editorial, a través de secciones y géneros que visitaba, nuestro cronista iba alterando o aprovechando esos rasgos con el fin de parodiar o refrescar el tono sobrio, y estirado, de los medios de comunicación. Con Jaime García Terrés al frente de la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM, se abrieron diversos frentes en las ramas de sus actividades. La apertura editorial de la emisora universitaria lo permitía y alentaba. Había un clima relajado y en las páginas de los suplementos culturales, las agencias publicitarias y los chismes del mundo del entretenimiento, el cine estaba entre las emociones que despertaban las faenas, los novilleros y matadores de la Plaza de toros, los amantes del box, los enmascarados en las luchas, los jadeos del frontón y el jai alai, o los incipientes alaridos del fútbol. En los engranes del “milagro mexicano” algo se movía internamente y los afanes de modernización del país, pasaron por la educación -formal e informal- que amplió los horizontes de los jóvenes.
En los campos artísticos y periodísticos, los diques dieron de sí y a lo largo de esos lustros vinieron novedades, concursos, renovaciones, incorporación de nuevos talentos, firmas, miradas y perspectivas que serían apreciables con el paso de los lustros. Así como en las páginas de los suplementos culturales se regocijaban con sus puntadas editoriales, en los espacios de la Universidad, el joven Carlos, guionista y locutor radiofónico, se aplicaba frente al micrófono con un grupo de colaboradores que refrescaban el cuadrante capitalino. Otras redes de amistades lo llevaron a los sets cinematográficos en locuaces apariciones en películas, interpretando papeles de reparto, disfrazado de un Santa Claus alcoholizado en Los Caifanes (Juan Ibáñez, 1965), o cómplice del despapaye como extra en las fiestas de los cuentos Tajimara y Una alma pura que integraron Los Bienamados (1965) del productor Manuel Barbachano Ponce con los directores Juan Ibáñez y Juan José Gurrola, y Antonio Reynoso y Gabriel Figueroa retratando a los flamantes actores, actrices y pintores que formaban parte de esa ruptura generacional, estética y sexual. Y los planos que supuestamente daban contexto a los personajes, con tomas cinematográficas que perseguían la inmersión en el reventón, lleno de personajes excéntricos, más que imágenes subjetivas eran fieles vistas documentales de aquella generación excepcional.
El tono de esa década cambió amargamente en 1968, y la violencia del gobierno mexicano arruinó un proceso que antes alentó, abriendo el país al mundo, y después no supo conducir pacíficamente, pese a la realización de la XIX Olimpiada. Monsiváis vivió a su manera la metamorfosis de los testigos que se hicieron protagonistas de su tiempo, y tomaron las calles para alzar sus banderas o antorchas y los micrófonos para esgrimir sus argumentos. Como han reconocido muchos autores, con los años su crónica social se fue tornando un relevante acto político que dio verosimilitud y definición a esos emergentes movimientos populares, campesinos, feministas, estudiantiles y juveniles en busca de la democracia.
Décadas después, en sus libros, cultivó una de sus pasiones más caras y la programación de ciclos de cine motivó muchos textos y presentaciones, artículos que a veces aparecieron en revistas u obras colectivas que después se integraron a publicaciones cada vez más espléndidas por desplegar las portentosas imágenes de Gabriel Figueroa, las luces con los rostros de las divas, y entender, con pies de foto, epígrafes y comillas, lo valioso de todas esas representaciones que no obstante su aparente discreción o fugacidad en la pantalla, habían forjado una nación de espectadores de norte a sur de la república e incluso más allá de sus fronteras.
Archipiélagos de revistas y cineclubes
Monsiváis se caracterizó en su oficio por una insaciable curiosidad, y su mirada sociológica se funde con la del cronista de otros tiempos, que revelados a través de la escritura rompen el tiempo dado en la proyección y se transportan a otra dimensión del relato, posible en cada lectura. Como sus lectores lo sabrán, no buscaba regodearse con conceptos ajenos aunque su estrategia permanente fue tender referencias y puentes con diversos autores conocidos y citar “con jurisprudencia” fragmentos de poemas, canciones, diálogos del cine o dichos de funcionarios públicos.
En los años 50, el cine vivía en inmensas salas y estaba rodeado por el glamour de la industria y el Star System en la posguerra y, discretamente, la televisión poco a poco fue colándose en los hogares. A finales de la década, las novedades todavía se encontraban en las salas de cine en la Alameda y Reforma, y especialmente en la Reseña Mundial de Festivales, que surgió en 1958 y que al año siguiente amplió su sede al Fuerte de San Diego, en el puerto de Acapulco, a donde asistieron puntualmente los cinéfilos capitalinos más apasionados.
Aunque en el Instituto Francés para América Latina (IFAL), brillaba la programación que hacía François Chevalier apoyado en sus contactos con el MoMa de Nueva York, que contaba con una espléndida cinemateca para difusión, el propio Monsi confesó pasar “tardes de estoico aburrimiento” en el aprendizaje del cine francés. Gastando las suelas en las calles de las colonias Anzures y Juárez, rodeando las glorietas del Paseo de la Reforma, viendo caer la tarde en los parques, compartiendo intereses entre bocanadas y risas, nuevas amistades en las butacas dieron lugar al Grupo Nuevo Cine, cofradía de cinéfilos que compartían también su gusto por los libros y el café. La red de colaboraciones con escritoras y universitarios, produjo en los siguientes años una marea de publicaciones que nutrieron el panorama editorial universitario.
A su vez, un inmenso territorio se estaba conquistando al sur de la ciudad, y con las instalaciones edificadas en ese lustro, el flamante Campus ofreció a la juventud mexicana una radiante Atenas del pedregal. En esos años, la Ciudad Universitaria vio florecer a varias generaciones de estudiantes, que pasaron a ser profesores, funcionarios y trabajadores de las maquinarias del conocimiento y la difusión cultural de la máxima casa de estudios. En la sinergia de la Dirección que encabezaba Jaime García Terres se lanzó la idea de organizar la Sección de actividades cinematográficas encabezada por Manuel González Casanova, que después extendió su invitación para colaborar a jóvenes destacados, entre quienes estaban Monsiváis y una de sus amistades más cercanas, Nancy Cárdenas.
Así, durante esa década se desempeñó en la programación de ciclos de cine, con textos y presentaciones, figurando en la nómina de colaboradores que ofrecían las sesiones del Cine Debate Popular en el auditorio Justo Sierra de la Facultad de Filosofía y Letras. Como programador del Cine Debate Popular, junto con Manuel González Casanova y Ricardo Vinós, Monsiváis puso los textos para las funciones que más tarde se recogerían en las publicaciones anuales de la entidad universitaria que fue madurando durante los siguientes lustros.
La flamante Sección que derivó en el Departamento de Actividades Cinematográficas, registró las curadurías de los ciclos de cine, e hizo inventario de esas programaciones. El ajetreo de la oferta cultural universitaria, permite imaginar que los colaboradores de la Filmoteca también satisfacían sus propios gustos y curiosidades cinéfilas, contaban con la posibilidad de organizar ensambles de títulos y conjuntos autorales o del mismo género, dando pie al contraste, la comparación y un mejor entendimiento de lo que cada film proponía al espectador, sin etiquetas que prejuiciaran sobre su calidad. La garantía de que eran materiales de importancia, la daba el hecho mismo de ser proyectados en ese ámbito universitario, abierto a la pluralidad y la fusión nacional y cosmopolita.
En los Anuarios -sin números de página- editados entre 1963 y 1967, se ve la evolución y la firma constante de Carlos Monsiváis (CM) en los textos, y es notable cómo fue aportando esa voz a la formación de criterios, acopiando, traduciendo fuentes del inglés, comparando películas, nunca dictando oficialmente nada, sino exponiendo y articulando los contrastes, brindando antecedentes y marcos para apreciar semejanzas y similitudes, que a su vez, irían aportando en su formación como espectadores. En el correspondiente al año de 1965, prácticamente son suyos todos los textos que acompañaron las sesiones de los ciclos para el Cine Debate Popular y el Cine Club Estudiantil.
Y como lo comentó en su momento, también hacía parte del aprendizaje ir revelando los intereses detrás de esas programaciones. Para el Ciclo cine mexicano II: Juan Orol, usaron fragmentos del ensayo “Juan Orol y la cultura popular” en el cual, Monsiváis expone con sencillez valores involuntarios pero presentes en las películas del cineasta de origen español que echó raíces en México.
Si se entiende como “cultura popular” los elementos que integran la visión común, que constituyen el acervo cotidiano de un pueblo (recursos de conversación, material poético, archivo de sobrenombres, pasado sentimental, referencias culturales), entonces Juan Orol es un factor indispensable para captar durante los treintas y cuarentas (décadas fundamentales en su obra) el devenir de la “cultura popular” mexicana. A Orol se le ha situado siempre como el mayor hacedor de churros en México. Y el término churro (película de ínfimo costo y calidad) se ha vuelto sinónimo, adjetivo esencial de Juan Orol.2
Profundizando en una llaga que podría limitarse al lamento por la falta de originalidad, no le tembló la mano para señalar:
Si nuestro cine no ha sabido despojarse de las gazmoñerías pornográficas; si pese a Ninón Sevilla, Meche Barba, Ana Luisa Peluffo, Ana Bertha Lepe, Kitty de Hoyos, Dacia González y la singular Aída Araceli, nuestro cine jamás ha incurrido en el erotismo verdadero y se ha confinado a la provocación sexual, nos queda entonces el recurso satisfactorio de volver los ojos hacia Juan Orol y comprobar al menos, que ese cine fallidamente lascivo no ha perdido su primera inocencia.3
Para el Ciclo de cine japonés, Monsiváis realizó la selección de textos del The New Yorker y del libro de Donald Richie, Japanese movies (1961). El segundo ciclo de 1965 del CineClub de la Universidad, se dedicó a la Ciencia Ficción, y al presentar La mosca de la cabeza blanca /The Fly (Kurt Neumann, 1958) con Vincent Price, aportó rasgos para comprender y valorar los límites que ensanchaba esa cinta.
Hasta ahora y con la posible excepción de El enigma de otro mundo, no se han producido cintas de science-fiction cuyos personajes solo se representan a sí mismos. Siempre, los personajes son emblemas obvios de la humanidad y Adán y Eva se perpetúan en cada pareja que se enfrenta a las truculentas garras del monstruo, huye de los marcianos implacables, o descubre, a tres kilómetros de su casa, las huellas de una raza subterránea que anhela el dominio universal. Lo individual, los seres peculiares y privados, no tienen cabida. Y esto es lógico puesto que la ciencia ficción es un género destinado a predecir el futuro de la humanidad; es un espejo, una invitación para hacernos contemporáneos del porvenir.4
En el texto “El enigma de otro mundo: Del sentimiento trágico en la ciencia ficción”, discutió con sarcasmo las opiniones de una influyente revista francesa de cine, desmenuzando las virtudes y posibilidades de esas avezadas realizaciones.
Para los seres metafísicos que confeccionan la piedra filosofal llamada Cahiers du cinéma, el verdadero director de The Thing From Another World no es Christian Nyby sino su productor y supervisor Howard Hawks. […] The Thing defrauda los requisitos evidentes del género: no nos trae los recuerdos del porvenir ni nos hace entrever el fin de la civilización a manos de seres ignominiosos. Mas, si la Science-fiction intenta seriamente despojar de su leyenda negra de animales prehistóricos liberados de un valle maldito o de monstruos engendrados por los experimentos atómicos, The Thing resulta el camino a seguir. Es preciso atender más a personajes concretos y menos a seres emblemáticos que hablan en nombre de la humanidad y se desintegran en beneficio de la dicha terrestre.5
La pantalla del auditorio Justo Sierra era un pizarrón de fotogramas y los universitarios abonados a los ciclos, en los programas de mano encontraban puntos de vista que aportaban claves para leer con mayor profundidad y amplitud esas realizaciones que se proyectaban los domingos a las 4 de la tarde, a un costo de 3 pesos.
Si La mosca de la cabeza blanca, a pesar de su endeble estructura dramática y su torpe producción se justifica ampliamente es gracias a la obsesiva y terrible imagen de esa mosca con la cabeza humana implorando auxilio ante el avance de la araña– Ese atroz help me! lanzado por una criatura patética, es el momento más penetrante de la science-fiction de terror y la imagen más angustiosa inventada por el género. Si El Planeta desconocido (The forbidden planet) se justifica, es por la eficacia de su estructura dramática y por la inteligente fundamentación de sus premisas fantásticas. Con todo, y por pertenecer al mismo género norteamericano, ambos films, distintos en el método y en la intención, vienen a coincidir en su desconfianza primitiva hacia la ciencia.6
Sin atenerse a las novedades o repetir las frases publicitarias automáticamente, las referencias, como lector voraz, le permitían a Monsiváis tejer puentes y ponderar juiciosamente su criterio en una alfabetización sobre los géneros cinematográficos, con los desafíos narrativos y visuales para esas gamas de historias. Para ocuparse del cine norteamericano hubo un ciclo completo dedicado a John Ford, que incluyó El delator (1935), La Diligencia (1939), Pasión de los fuertes (1946), Marcha de valientes (1959) y Qué verde era mi valle (1941) acompañadas de textos de George N. Fenin y William K. Everson publicados en The Western, The Orion Press (1963), seleccionados y traducidos por Monsiváis que sumó también datos biográficos sobre Wyatt Earp y Doc Holliday. En ese Anuario de 1965, se ocupó también del texto del Cine Club Estudiantil Universitario, en el que explicó por qué fueron dedicados los 7 ciclos al cine mexicano, desde los pioneros hasta esos años.
La intención fue mostrar con un criterio más histórico que estético las tribulaciones de una industria, sus triunfos, su arraigo y su vocación de muerte. […] Pese a los impíos padecimientos estéticos que esta revisión trajo consigo, sirvió, para reevaluar la obra de Alejandro Galindo, comprobar la firmeza mítica de Pedro Infante y deplorar la injusta fama de Gavaldón, Bracho, Fernández y demás. […] La bienaventuranza, la esperanza o el milagro, para hablar en los términos píamente teológicos de la desesperación, fue el Primer Concurso Experimental convocado por Técnicos y Manuales […] Nuevos fotógrafos, nuevos argumentistas, nuevos actores, extras novedosos, iniciaron por el Concurso la revolución en una industria consumida y fatal. De la fuerza, de la seguridad, de la inteligencia de este movimiento renovador dependerá en los próximos años la existencia, es decir, el nacimiento de un verdadero cine mexicano.7
En las respectivas introducciones a las películas, aportó consideraciones para apreciar elementos de cada una: realizadas en condiciones particulares, motivadas por razones distintas y producidas por diferentes elencos técnicos y realizadores. El ejercicio fue muy constructivo en la medida en que ofreció al público materiales que llevaban décadas sin proyectarse.
El sentido de este primer ciclo histórico del cine mexicano no es ofrecer películas de cine-club, strictu sensu, es decir, films que deben considerarse como factores de progreso y madurez. El sentido del ciclo es ofrecer un panorama sintomático de ese monstruoso y apasionante fenómeno, el cine nacional, y estudiar por qué, ahora a más de cincuenta años de su principio institucional, aún carece de las elementales bases estéticas que le permitan ser factor determinante de nuestro desarrollo cultural.8
Al abordar las ramificaciones de Santa (Antonio Moreno, 1931) no persiguió legitimar una imagen fija y exclusiva de la adaptación literaria, sino que distingue los trazos básicos que seguirán otros personajes deudores de esas líneas argumentales.
Santa explica, justifica, anticipa a Ninón Sevilla, Meche Barba, Leticia Palma, María Antonieta Pons, Rosa Carmina. Es cierto que serían “Santas” con mayor consistencia física y frivolidad aparente, pero al cabo de un fogoso número tropical volverán al camerino a contemplar adoloridas a un niño de tres meses o a recibir las bofetadas de un gigoló o a escuchar las invectivas de una madre airada que exige la libertad moral de su hijo. Santa así, esencializa el destino de la mujer en el melodrama mexicano: un sufrimiento callado, eterno, sin un reproche, una sonrisa de plena abnegación, la ternura constante, el padecimiento generoso.9
Al reconstruir el peso de El Compadre Mendoza (Fernando de Fuentes, 1933), informó que
Fue Georges Sadoul durante una visita de trabajo en México quien descubrió El Compadre Mendoza, hasta entonces, tanto el film como su realizador Fernando de Fuentes, yacían en el olvido que rodeó a los predecesores del Indio Fernández a partir del entusiasmo de Sadoul, se inició un examen –exhumación de la obra de Fuentes. Así, se comprobó que había sido nuestro mejor artesano y el director de los dos films que mejor, más fielmente expresan el sentido de la Revolución Mexicana: El Compadre Mendoza y Vámonos con Pancho Villa. […] Seguramente fue el mismo “Compadre” Mendoza o sus amigos y descendientes quienes le vedaron al cine nacional la posibilidad de seguir abordando la verdadera Revolución Mexicana. Demasiado cerca de sus culpas y tropelías aún con la conciencia culpable por la génesis de su fortuna, el burgués mexicano quería ver en el cine la revolución que le convenía, llena de canciones y jaripeos, de Cuco Sánchez y María Félix; nunca, por ningún motivo, le interesaba contemplar la revolución que traicionó.10
Nuestro cine, aunque atento a la moda externa, bajo la sospecha de la copia idéntica y la imitación, no había relacionado muchas de sus películas de una forma que dejara ver las novedades de cada una, y a su vez que las pusiera en los contextos estéticos que vivía el cine en otros países, así lo destacó Monsiváis, en el caso del expresionismo alemán, que tanto influyó a Bustillo Oro, y al cinefotógrafo Agustín Jiménez.
Para Juan Bustillo Oro el Expresionismo fue el primer paso de una larga, accidentada y totalmente fallida carrera de director cinematográfico. Bustillo Oro primero intentó el teatro con un terrible homenaje involuntario a Wedekind, Los que vuelven (1931) y ya para 1934 se sintió dispuesto a tareas mayores. Para su infortunio, su primer film, Dos monjes, resucitaba procedimientos de los veintes en una atmósfera que empezaba a vivir el Cardenismo y luchaba por desprenderse de la atmósfera callista. Los treintas fueron años de lucha proletaria y arte engagé y una vanguardia pasada de moda no conmovía.11
La dialéctica del cine era parte de sus reflexiones y para introducir la cinta canónica de Arcady Boytler, también le dio la razón al crítico Emilio García Riera, dialogando entre espectadores.
Pese a sus múltiples defectos, La mujer del puerto posee atmósfera y personajes, está dotada de cierta insólita intensidad. […] Al lado de Domingo Soler, Andrea Palma se agiganta. Y aunque el reproche de García Riera es válido y Andrea Palma pudo ser y no fue “la gran mujer del cine mexicano”, su presencia en el film es evidente y perdurable. Imitadora de Marlene Dietrich, posee sin embargo una fuerza, un estilo de expresión que contrasta con las dulzonas y desvaídas interpretaciones de las Magda Haller y Lupita Tovar de la época.12
Con solvencia, entregó las presentaciones del cine de Alfred Hitchcock o del cine soviético, trazando líneas de programación universitarias que sirvieron de referente para otros cineclubes. Impartió brevemente Historia socioeconómica del cine en el 4º semestre del CUEC y entre los títulos de la serie Cuadernos de cine que editaba la UNAM, se anunció una antología suya que no apareció, que se llamaría Cine negro norteamericano.
La improvisación colectiva como sello generacional: El cine y la crítica en Radio UNAM
El cine también fue el punto de partida que derivó en un laboratorio escénico radiofónico donde confluyeron jóvenes actores como Claudio Obregón, Oscar Chávez, Sergio Guzik, Juan López Moctezuma, Sergio de Alva, Rolando de Castro y actrices como Ana Ofelia Murguía, Aurora Molina, Estela Matute y Carmina Martínez, coordinados por Nancy Cárdenas (1934-1994). A través de la frecuencia modulada de Radio UNAM, el operador responsable Antonio Bermúdez, era el encargado de musicalizar, con material que le proporcionaba Monsi. Los días sábado se reunían, en la cafetería de la estación, para terminar los guiones, y los grababan dando espacio también a improvisaciones.
El programa se transmitía los domingos a las 2:30 pm. Como recordó el propio Monsiváis, su amiga le heredó la serie al irse a Estados Unidos; a su regreso, la escritora volvió también a la frecuencia universitaria. En el libro conmemorativo de la radiodifusora en 2007, se recogió una entrevista al escritor, del año1987, donde confesaba: “No los he vuelto a oír los programas, y por lo tanto me adhiero a la buena voluntad de la nostalgia”.13 En las retransmisiones que realizó Radio UNAM por el décimo aniversario luctuoso este año, se pudo escuchar otra vez en el cuadrante esas pizcas de irreverente teatro musical, parodia, humor, ironía, que refrescaron a una industria cultural acartonada, antes de que las fórmulas “para jóvenes y chavos” se apoderaran de los géneros. Con sus viajes a Inglaterra y Estados Unidos, Monsiváis pudo adentrarse en filmografías y vivir las sesiones de cinematecas, cineclubes y salas de arte que ampliaron sus horizontes fílmicos. A su regreso a México, siguió colaborando con iniciativas alrededor del cine y se desprendieron textos y artículos que puntualmente nutrían más y más libros.
Pantallas circulares
Monsiváis participó en otros ciclos de cine, como el que se llevó a cabo en el Instituto Mexicano de Comercio Exterior, en la primavera de 1976, coordinado por Francisco Xavier Rocha, y del cual se editó posteriormente un volumen con los textos de las presentaciones. En “El cine y los fenómenos carcelarios”, distinguió rasgos esenciales para caracterizar las representaciones dominantes de los espacios de reclusión.
Al cine, la sociedad occidental le ha conferido desde el principio, otra encomienda: acumular y reiterar imágenes que, sin acceder al testimonio o la denuncia, impriman las certidumbres sublimadas: la cárcel es no tanto la presencia del mal como la carencia del bien; la cárcel es el descendimiento a la miseria integral; la cárcel es la muerte o la desesperanza. Para el cine internacional, no hay valor simbólico sino uso exhaustivo. Una y otra vez, las rejas se interponen entre los inocentes y su felicidad; una y otra vez, las rejas significan la puesta en escena de la fatalidad. Como elemento recurrente, la cárcel es un privilegio del melodrama y allí los personajes adquieren conciencia de la falta del dolor y del llanto.14
En sus crónicas de los años 70, al revisar el impacto de la obra teatral Juegos de amor en el apartado “Isela Vega, Viva México hijos de la decencia (Del nuevo status de las ‘malas palabras’)”, consignó:
El sexenio echeverrista transcurrió entre deseos zigzagueantes de poner al día un aparato, al margen de los costos operativos, ahora o nunca, Siglo Veinte. En la política cinematográfica, dirigida por Rodolfo Echeverría, una de las líneas exploradas con más insistencia fue la libertad idiomática.
–Dile a tu papá que chingue a su madre.15
En las crónicas de los años 80, su radar sobre el cine abordó picos elevados como “La Doña María Félix y Santo El Enmascarado de Plata”. Ya en este milenio, el lanzamiento de El crimen del Padre Amaro (Carlos Carrera, 2002) provocó reacciones de la cúpula católica que quedaron capturadas, exhibidas en sus grotescos llamamientos por evitar su estreno. En un mordaz apartado, que lleva por título “Pecadores 72. Grey 28”, repasó los resultados de la encuesta que realizó el programa de Joaquín López Dóriga en agosto de 2002, en el que expuso los discursos entrecomillados y sumó sus respuestas aclarando las falsas verdades que planteaban obispos y cardenales, y sentenció:
La jerarquía católica –esto más que una impresión es un recuento de hechos– no admite o no se entera de la modernidad de su grey, que irá o no a misa, pero de seguro va al cine y renta o compra DVDs. Tampoco la jerarquía católica percibe que sus grupúsculos (Provida, el ejemplo patético) son estrepitosos pero reducidos y sin la mínima capacidad de argumentación; no capta que a la censura la extinguen a dúo la globalización y el afán de los espectadores y lectores de ya nunca más sentirse marginados; no advierte que, a diferencia de los expedientes de los santos, aquí la autoridad no obra milagros.16
Anteojos antiguos para el siglo nuevo
Además de su trabajo periodístico permanente en semanarios y diarios, en sus ensayos –que resultaron ganadores de premios, reconocimientos y lectores de diversos países–, Monsiváis examinó minuciosamente rasgos y perfiles de la mexicanidad del siglo XX y sus vínculos con las industrias culturales latinoamericanas. En Aires de familia (2000) logró un lúcido bordado con hilos provenientes de América Latina, con el que tejió un palimpsesto compuesto de sabiduría vernácula y popular. Además de ser una imprescindible cartografía política y filosófica del continente, es un mural que logra matizar en lo particular, y en los vasos comunicantes de los cines nacionales y nacionalistas, el rol de las canciones y las comedias, territorio común de aprendizaje y donde el melodrama funge como escuela sentimental. El ensayo explica la consolidación de los géneros y las estrellas, que se forjaron también al compás del tango, la samba, la canción ranchera o incluso el jazz, y destaca el lugar de la radio como el principal medio de comunicación durante varias décadas. Su perspectiva permitía entender al cine como “vanguardia del comportamiento”. Al seguir la evolución de la lucha libre en México y atento a las intersecciones de los medios masivos y los matices en la cultura popular, al presentar las fotos de Lourdes Grobet apuntó que ya hubo una época de oro del pancracio.
En 1956, el film La bestia magnífica, con Crox Alvarado, ratifica lo obvio, lo ya descubierto durante el apogeo de las transmisiones televisivas entre 1952 y 1954: el luchador es algo distinto al boxeador, no encarna la realidad, ni el salto a la riqueza, ni el descenso a los abismos, ni el desmoronamiento por el alcohol ni la fragilidad psíquica de la Raza… No, el luchador es la entidad más concreta y elusiva: el encuentro de la furia cronometrada y el impulso dancístico, de la dialéctica entre campanadas y descomposiciones faciales, entre la violencia y su falta de consecuencias trágicas. El cine desperdicia las oportunidades de la lucha libre, no capta la gloriosa truculencia de un espectáculo a medio camino entre la convicción y la irrisión. Pero algo se consigue: gracias a El Santo, a Blue Demon, y muchos otros, la máscara se vuelve el signo del reconocimiento que alivia a las multitudes, hartas de su resignación fisionómica.17
Al presentar su libro Pedro Infante: Las leyes del querer (México: Editorial Aguilar, 2008), conversó con la periodista Cristina Pacheco en su programa en Canal Once y aquella noche, en 2009, aclaró que se trataba más bien de “la época de oro del público mexicano”, en “el candor incorporado” del “melodrama transformado en ideología familiar”. En su análisis del ídolo originario de Mazatlán, retomó la carrera del cantante que pasó de los micrófonos a actuar para la cámara y así como lo celebra, lo dimensiona en la humanidad y en la fragilidad que permitió que todo un pueblo se identificara en su galería de personajes y emociones.
Su disección del personaje de Tizoc desnudó la visión racista del indio, consagrado con las miradas inconexas entre María Félix y Pedro Infante que no logran la verdadera integración en la escena, y ambos escritores se lamentaron de esa representación del indio. Al contestarle a la periodista, Monsi confesó que conoció a Infante en Nosotros los pobres (Ismael Rodríguez, 1947) en el Cine Colonial, “el templo del saber fílmico”, llevado por su madre, admiradora absoluta del ídolo. Sin embargo, el recuerdo que él guardó fue el festejo de la mariguana por Miguel Inclán, y esa vez en el canal de televisión, también compartió con los televidentes que su película favorita era La oveja negra (Ismael Rodríguez, 1949), por ser “la parodia involuntaria del patriarcado, el desastre de la familia feudal”. Su investigación se basó en una revisión total de esa filmografía, de libros e imágenes, de materiales y locaciones de los Estudios Churubusco, a través del testimonio de productores, como Antonio Matouk y Gregorio Wallerstein, que le revelaron al “ídolo del pueblo”, como “un ser supremamente astuto y candoroso”.
Laberintos de memoria fílmica
Siendo director de la Filmoteca de la UNAM en los años 90, Iván Trujillo solía contar un chiste en el que decía que el competidor número uno de la filmoteca era Carlos Monsiváis, quien, luego de haber llegado muy alto con su escalera al cielo de VHS, había tenido que empezar de nuevo con el DVD. Como lo comentó Iván Restrepo, recientemente, los viajes frecuentes de Monsiváis a Tijuana le permitieron acudir asidua y periódicamente a saciar su curiosidad a San Diego y regresar con publicaciones, DVDs y discos que ampliaron su colección personal.
De manera póstuma, sus libros y biblioteca pasaron a ser parte del acervo de la nación en una sección de la Biblioteca de México José Vasconcelos, y sus 12 mil títulos integraron la Videoteca digital en la Cineteca Nacional que lleva su nombre, misma distinción que se dio a una sala de cine, en el Centro Cultural Universitario. En Las Esencias Viajeras (2012), libro póstumo, que preparaba antes de enfermar, reservó un espacio para hablar del cine titulado “El cine: Y tu filmografía también”, recogiendo ideas de ensayos anteriores, y llevando más a fondo sus dardos críticos, se desdobló para entrever los horizontes. Entre sus conclusiones, abunda en las aportaciones de la cinefilia a la sociedad civil.
Se consolida una certidumbre: el cine es la gran ayuda de la sociología, la antropología, la psicología, la etnología, la perspectiva de género. Muchísimas feministas, examinan el trato a las mujeres en las cinematografías nacionales, y al hacerlo subrayan el carácter múltiple de la industria que es negocio descomunal pero también arte, historia comunitaria y el fundamento de la nueva cultura visual. Como sea, el analfabetismo fílmico es siempre menor que el literario.18
Con una fina disección de Luis Buñuel, fue al corazón de su filmografía sin escatimar admiración pero sin regalarle halagos vanos al aragonés, y ofreció un mapa crítico de sus películas recogiendo perlas y señalando manjares, trazando un mapa para futuros cinéfilos. Su amor y gusto por el estudio y dedicación quedaron plasmados en la expresión y la escritura, localizando síntomas y ejemplos de que el periodismo es subjetivo y, a la vez, colectivo. El eco de los fugaces fotogramas sigue vigente por la puntualidad de las palabras para definir y atrapar esos espíritus del celuloide. A la arrogancia de las pantallas, le supo administrar gozosamente el antídoto de las butacas acompañado del ronroneo amoroso, gozoso y activo de la cinefilia. Como dijo más de una vez el sabio de Portales: “gracias al cine, sabemos cómo somos”.
NOTAS
1 José Emilio Pacheco, “Cineverdad” Tarde o temprano [poemas 1958-2009] (México: FCE, 2014) 187
2 Carlos Monsiváis, “Juan Orol y la cultura popular”, Anuario, 1965 (México: Departamento de Actividades Cinematográficas UNAM, 1965)
3 Carlos Monsiváis, “Orol: cineasta de la inocencia total”, Anuario, 1965
4 Op cit
5 Carlos Monsiváis, “El enigma de otro mundo: Del sentimiento trágico en la ciencia ficción”, Anuario, 1965
6 Op cit
7 Op cit
8 Op cit
9 Carlos Monsiváis, “Santa: El cine naturalista”, Anuario, 1965
10 Carlos Monsiváis, “El Compadre Mendoza: El cine de la Revolución Mexicana”, Anuario, 1965
11 Carlos Monsiváis, “Dos Monjes: El expresionismo mexicano”, Anuario, 1965
12 Carlos Monsiváis, “La mujer del puerto: melodrama casi expresionista”, Anuario, 1965
13 Josefina King Cobos, Memorias de Radio UNAM 1937-2007 (México: UNAM, 2007) 74
14 Carlos Monsiváis “El cine y los fenómenos carcelarios”, El crimen en el cine (México: Secretaría de Gobernación, 1977) 8
15 Carlos Monsiváis, Amor perdido (México: ERA, 1978) 321
16 Carlos Monsiváis, El Estado laico y sus malquerientes (México: UNAM, 2008) 225
17 Carlos Monsiváis, “De la lucha libre como olimpo enmascarado”, Espectacular de lucha libre, fotografías de Lourdes Grobet (México: Trilce ediciones, UNAM, Océano, Conaculta, 2005) 8
18 Carlos Monsiváis, Las esencias viajeras (México: FCE, Conaculta, 2012) 301