MONSIVÁIS, EL POLEMISTA

A diez años del deceso de Carlos Monsiváis abundan los elogios de su nutrida obra, de su asombrosa capacidad de trabajo y de su perspicacia crítica. Todo ello es merecido y se sustentaría mejor si se conocieran las condiciones propiciatorias de su consagración dentro del campo cultural mexicano, que le dieron la oportunidad para descollar en este ámbito y evidenciaron la confluencia de un talento extraordinario con circunstancias favorables para mostrarlo al mundo. También vale la pena rememorar su vocación por descifrar el ethos izquierdista en México, manifiesta sobre todo en los años sesenta y setenta. 

El hecho de haber formado parte del proyecto de “La Cultura en México” (“La CM”, el suplemento de la revista Siempre!, fundado en 1962 por Fernando Benítez y dirigido por Monsiváis de 1972 a 1987) impulsó la inclinación innata de este a la originalidad y al cuestionamiento de los tópicos en cualquier ámbito de la cultura. A través de su estilo y su discurso él fue la voz de la nueva oleada de jóvenes que rechazaban los lugares comunes y la simulación del lenguaje político mexicano de cualquier color ideológico, sin por ello renunciar a la utopía socialista. El análisis de su trayectoria demuestra que la pertenencia a un grupo hegemónico, la consolidación del proyecto de este, el respaldo institucional prolongado y el usufructo constante de un medio de comunicación, fueron imprescindibles a la firmeza del pensamiento y de las propuestas que Monsiváis iría cultivando y mejorando en los años sesenta y setenta. En esta época fue la figura de “La CM” más interactuante con todo tipo de grupos culturales de México. La publicación constituyó su enclave y él asumió con creces el esprit de corps de ella.

Recordemos que el filósofo soviético Mijaíl Bajtín postula la teoría de que “todo enunciado es dialógico”, lo cual implica que un discurso siempre se orienta hacia el discurso ajeno (“palabra ajena reflejada”) y aunque no explicite nombres o ideas, puede llegar a polemizar implícitamente con estos. Leer los artículos y ensayos o las declaraciones públicas del autor de Amor perdido es una experiencia de dialogismo bajo la forma de polémica implícita, porque al orientarse hacia su objeto de conocimiento la palabra de Monsiváis choca con la palabra ajena, acomete contra lo que esta ha dicho sobre el mismo objeto. Tal cualidad también es muestra de su vocación por el debate. 

El proyecto de “La CM” así como la ruptura de Benítez, Carlos Fuentes y otros con la memorable revista Política (en agosto de 1964) son imprescindibles para entender las diferencias de “La CM” con las publicaciones periódicas de México antes de 1968. En un ambiente cultural donde el humor era relegado a géneros ‘menores’ y la seriedad, característica de ilustración, las conductas autoparódicas o satíricas escenificadas en happenings o fiestas, así como el recurso a la tira cómica o a las fotonovelas, hacían las veces de un relajo perturbador de la solemnidad asociada a los valores culturales. De este talante fue la transformación de “La CM” tras su ruptura con Política, y uno de sus voceros más entusiastas fue Monsiváis, quien revelaría, en su conferencia del ciclo Los Narradores ante el Público, de 1965, su “fatal debilidad” por el relajo.

De ahí que Monsiváis haya emprendido con denuedo la impugnación del nacionalismo y de los tópicos gastados del izquierdismo en varias de sus manifestaciones. Podemos revisar varios ejemplos como el siguiente. Entre los escritores mexicanos de los sesenta, considerar la literatura europea como el ascendiente por excelencia era lugar común. En contraposición, Monsiváis se enorgulleció de compartir con Luis Guillermo Piazza, escritor de origen argentino, las “‘just anglosaxon attitudes’”, que el primero  prefería traducir como “Mi apatridismo literario”, o sea haber hallado en la literatura en lengua inglesa “la sólida presencia de un ánimo artístico que no teme ni desdeña la autoburla”, y en Norteamérica, “la enorme y vasta posibilidad de aprendizaje”. No parece exagerado leer estas afirmaciones como un desafío al antiimperialismo común en la izquierda. Así lo confirma esta frase de remate: “Soy, para emplear otro término denigratorio, un proto-pocho, y confieso que salvo el pequeño defecto de conducta política, económica, social y racial, todo lo demás de Estados Unidos me parece definitivamente admirable”. Sin embargo, un sexenio después (1971), en una carta al diario Excélsior, satanizaría a los asistentes al festival de Avándaro, porque “se sentían gringos” y “cantan en un idioma que no es el suyo, canciones inocuas”. 

Consecuente con los propósitos de Benítez de que “La CM” se opusiera al “provincialismo” en nombre del universalismo, y del crítico Emmanuel Carballo, quien aseguraba que la cultura en la provincia mexicana era del siglo XIX, Monsiváis aseguró que en esta no existía la cultura (“La CM” 28-XII-1966: XVI). Empero, una década más tarde, en su  colaboración de la Historia General de México (1976), aclararía que el menosprecio de lo provinciano, desde la instauración del régimen de la revolución mexicana era parte del afán de los letrados locales por ser modernos. Ahora bien, en los años sesenta apuntar al provincialismo aludía a cierta tendencia literaria y cultural que, aun siendo de viejo cuño, seguía vigente en escritores como Agustín Yáñez o en la distribución en los estados del Seminario de Cultura Mexicana o en las últimas producciones literarias sobre el mundo rural.

En otra ocasión la polémica implícita adoptó el discurso del parricidio en literatura. Monsiváis afirmó que los lectores pertenecientes a los “saludables” años sesenta se distinguían porque habían leído a Julio Cortázar y desconocían a Mariano Azuela (“La CM” 31-V-1967: XVI). Su severidad al juzgar las novelas mexicanas del siglo XIX y otros cuestionamientos se antojan una exageración proporcionalmente directa a los elogios vertidos por otros críticos literarios sobre el mismo tema. Tanto es así que cuando Monsiváis llamó “oportunista cultural” a José Joaquín Fernández de Lizardi, acusándolo de haber aprovechado la picaresca para deslizar prédicas moralizantes, parecía estar imprecando a un vivo, no a un ilustre difunto que para el siglo XX ya era documento, no monumento. En realidad la diatriba para aquel habría estado dirigida más bien a sus panegiristas, entre ellos los miembros de El Colegio Nacional (CN) Antonio Castro Leal y Yáñez, y a otros filólogos como Francisco Monterde y Ermilo Abreu Gómez.

Por las fechas de publicación no es descartable que lo anterior haya sido la primera etapa de la polémica implícita relacionada con la solicitud de ingreso en el CN presentada por Octavio Paz. Finalmente fue aceptado en 1967; si bien se sospecha que, tras bambalinas, habría habido renuencia a ello por parte de los literatos ya pertenecientes a la institución, Castro Leal y Yáñez así como Jaime Torres Bodet. La sospecha se fundamenta en el ahínco de la campaña sostenida por “La CM” para respaldar a Paz mediante panegíricos de cada uno de los colaboradores del suplemento, incluyendo a Monsiváis. Su apología del futuro Premio Nobel puede ser leída como alusiones a las insuficiencias de los otros escritores del CN. Por ejemplo, nuestro autor llamó a Paz “representante de la cultura disidente” y enumeró sus virtudes: quebrantar el orden establecido; asediar el lenguaje, confiriéndole coherencia e intención nuevas; vivir rechazando y crear oponiéndose a lo ya hecho; enriquecer la tradición negándola y preservar el pasado oponiéndosele; ser la “versión mexicana de la Cultura de Occidente”, el más contemporáneo de los escritores del país, un gran escritor internacional; experimentar todo; exigir al lenguaje su máximo rigor, vivir con intensidad la preocupación crítica, estar al día, adelantarse, etcétera.  En consecuencia, su ingreso en el CN significaba que el establishment reconocía “su urgencia de revitalización” (“La CM” 16-VIII-1967: IV).

El mismo ímpetu desafiante se advierte cuando aplica al inconformismo la etiqueta de “la onda”. Ser ondero para Monsiváis consistía en adoptar una actitud alternativa al modo de ser imperante. Aun cuando la simplicidad y la ingenuidad de su caracterización del México de entonces, “Un país fresa de los pies a la cabeza” (“La CM” 17-I-1968: VI), nos hagan sonreír, su vehemencia es el síntoma de la necesidad de encontrar alternativas a la adaptación al establishment. Esta versión regocijante de la onda fue única en la ensayística de Monsiváis, pues en la década siguiente la redefiniría buscando desmarcarse de aquel modo de expresar el inconformismo y mostrándose ajeno a los onderos.

Durante el movimiento estudiantil popular de 1968 Monsiváis  participó activamente en la Asamblea de Escritores y Artistas, y en el Comité de Intelectuales, Artistas y Escritores; sus crónicas más conocidas sobre el tema serían reunidas en su libro Días de guardar. En el mismo contexto escribió también el ensayo “Cultura nacional y cultura colonial en la literatura mexicana” (“La CM” 4-XII-1968: II-VII), en el cual se trasluce cómo la experiencia del 68 repercutió en el pensamiento del cronista, al grado de que lo habría estimulado para cuestionar radicalmente el nacionalismo cultural y la revolución mexicana.  

La hipótesis de que Monsiváis fue uno de los intelectuales que más contribuyeron al debilitamiento del nacionalismo cultural se refuerza porque Abelardo Villegas, en su libro El pensamiento mexicano en el siglo XX (1993), afirma que “La CM” hizo de la universalidad y la independencia del poder político su insignia, oponiéndose al nacionalismo cultural. 

En su ensayo, basado en el ideario del pensador caribeño Frantz Fanon, Monsiváis concibe la cultura al modo de la revolución, porque ambas incorporan lo demolido a lo creado y funden el sistema que se destruye con el orden creado. En esa lógica la obra literaria de James Joyce y la pictórica de Pablo Picasso se equiparan a la obra de Rosa Luxemburgo o de Lenin. En cuanto a la revolución mexicana, afirma que ella no corresponde a la revolución ideal ya que, no obstante haber sido la única y gran idea histórica del siglo XX para los mexicanos, “al excederse en sus posibilidades de retroceso” produjo despolitización, corrupción, “dependencia ante lo verbal”, “renuencia” a ejercer los derechos cívicos e incertidumbre crónica en los planos político e individual. En consecuencia debilitó la lucha de clases actuando sobre los mexicanos como freno, chantaje y soborno. 

Al afirmar que la revolución mexicana había fracasado -y con ella su proyecto cultural-, Monsiváis puso en duda la existencia de la cultura nacional y propuso una noción alternativa. La cultura nacional sería “una forma orgánica de incorporar, asimilar y crear los elementos vitales de un país y del mundo”, acompañada de un pensamiento crítico; lo que le permitiría preservar y actualizar permanentemente una tradición que a su vez hiciera las veces de memoria vigilante, exigencia crítica, instinto de posesión, herencia vasta, trasmutados en un “conjunto orgánico de ideas, convicciones emocionales y culturales, obras maestras, simpatías y diferencias […] con el pasado”.

Es difícil rechazar los planteamientos conceptuales de Monsiváis por lo novedosos que parecen. Sin embargo, su selectividad y la omisión de la complejidad nacional en el ensayo confirman que la noción de “cultura nacional” siempre ha sido una ideología dependiente de intereses de grupo. 

En resumen, Monsiváis polemizó implícitamente con los nacionalistas culturales, en momentos en que el campo cultural mexicano se hallaba dividido a causa de las posiciones de sus actores ante el movimiento del 68. Al identificarse el nacionalismo cultural con la ideología oficial, mecánicamente se le vinculaba con el gobierno represor (máxime que Yáñez fue secretario de Educación Pública del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz). Por supuesto que es injusto pasar a todos los nacionalistas culturales por el mismo rasero, pero como nuestro autor generalizaba a ultranza, queda la impresión más negativa de esa corriente cultural.

La respuesta de los aludidos sucedió cuando se publicara Posdata, de Paz. Con tal motivo Alberto Beltrán, grabador miembro del Taller de Gráfica Popular –de profunda raigambre izquierdista–, publicó una caricatura titulada “La nueva pirámide”, en marzo de 1970 en el periódico El Día. En su libro Escritores y poder (2001), Xavier Rodríguez Ledesma la describe así: “En la punta de esa pirámide […] se veía a José Luis Cuevas diciendo ‘Mueran los petates y los nopales’; Carlos Monsiváis: ‘Abajo los aztecas’; Fernando Benítez: ‘¡Somos genios!’, Carlos Fuentes: ‘Somos aristócratas intelectuales’, y Octavio Paz”.

En 1970 apareció Días de guardar, donde Monsiváis, aparte de ofrecer a los lectores una selección ilustrativa de la variedad temática y formal de su escritura, de su actuación constante y efectiva en la prensa y en el campo cultural, presenta crónicas del 68. La mayor originalidad de estas es que incluyen debates ideológico-políticos entre varias posiciones izquierdistas así como viñetas de tipos diferentes de militantes con sus razonamientos respectivos para autojustificarse. Por ello el libro constituyó un acto valiente en medio del clima anticomunista y represivo -aunque sordo y selectivo- de los últimos días de Díaz Ordaz.

Entrados los años setenta Monsiváis participó en otros debates; uno de estos fue “México, 1972: Los escritores y la política”, convocado por Paz a fin de discutir abiertamente si los intelectuales deberían o no apoyar la “apertura democrática” ofrecida por el presidente de la República Luis Echeverría, tal como lo postulaban varios de ellos, notablemente Benítez y Fuentes. Paz tiró las líneas ideológicas del debate, a saber: el sistema político mexicano era un régimen acorralado por sus contradicciones frente a la burguesía; el PRI: una “gigantesca burocracia”; la transformación revolucionaria: quimérica y suicida; la solución: “un movimiento popular independiente y democrático”; los partidos: “iglesias sin religión dirigidas por clérigos blasfemos” (Plural octubre 1972: 22). 

Los participantes seleccionados fueron también Fuentes, Monsiváis, Juan García Ponce, Jaime García Terrés, José Emilio Pacheco, Tomás Segovia, Luis Villoro y Gabriel Zaid. Al primero le tocó ser el destinatario de alusiones y exhortos a no responder al llamado presidencial. En la otra ladera, aunque Monsiváis, Pacheco y Villoro coincidieron en que solo un movimiento revolucionario socialista podría transformar realmente México, no hubo total acuerdo en aceptar que ese movimiento fuera violento. Con lucidez y llaneza extraordinarias, el autor de Las batallas en el desierto aseguró que en las publicaciones se había dejado sentir la “apertura democrática” mas no así en el campo, las fábricas o los sindicatos; pues los derechos de los escritores que el gobierno respetaba eran los mismos que negaba a campesinos y a obreros. Pacheco halló la causa de esto en la condición privilegiada y clasemediera de los escritores, la cual les permitía apoyar los cambios revolucionarios y la violencia desde un escritorio, donde piensan e inventan lo que quieran “gracias a que no pueden medirse las difusas consecuencias de lo que escribimos” entre quienes ni siquiera leen (Plural octubre 1972: 26-27).

Monsiváis secundó a su amigo, no en elocuencia pero sí en la relativización de los alcances de la “apertura democrática” y en la convicción de la alternativa socialista, y fue claro al especificar su compromiso personal: “Contribuir a ese impulso democrático (que necesita transformarse en militancia organizada para desarrollarse y proseguir) es el mayor sentido de mi acción como periodista y una de las posibilidades esenciales como escritor” (Plural octubre 1972: 27).

La última polémica que el espacio de Memoria permite recordar fue entre Monsiváis y Paz. En diciembre de 1977 la revista Proceso publicó una entrevista al segundo con varios objetivos, entre otros los de liquidar cualquier vínculo del poeta con el grupo político del sexenio presidencial 1970-1976, hacer propaganda de que su grupo sí poseía un proyecto para superar la situación de atraso de México y desmarcarse de la izquierda, a la que atribuía su falta de proyecto, derivada de su vocación de discutir y de ser “murmuradora y retobona” (Proceso 5-XII-1977: 6).

Las declaraciones tan apodícticas de Paz, al sostener que en México no existía alternativa política al estado ni proyectos culturales consistentes, provocaron que el autor de Escenas de pudor y liviandad rompiera con su cautela y polemizara explícitamente con el faro de la cultura mexicana en aquella época.

Discutieron varias nociones pero la oposición más clara radicó en el concepto de izquierda: cada uno le atribuía un contenido diferente. Para Monsiváis se trataba de un movimiento que no admitía la simplificación; era variado y actuaba de modos muy diversos a lo largo del país, interesado en conocer la realidad nacional, en elaborar propuestas, en clarificar sus metas, en luchar contra dogmas y en mejorar su capacidad organizativa (Proceso 23-I-1978: 31-32). 

El concepto esgrimido por Paz fue el de la izquierda como prolongación y cómplice de los errores cometidos en la URSS y heredera de sus limitaciones ideológicas. Para justificar su desconfianza revisó la historia de esa corriente desde su origen “de crítica y utopía” hasta el Gulag, exigiendo que la izquierda mexicana se autocriticara. En la actitud de Paz se traslucía la soberbia frente a su contrincante, al grado de que, haciendo gala de su competencia retórica, le asestó una retahíla de adjetivos rimados calificándolo de “confuso, difuso y profuso”. Sin embargo, reconoció irónicamente el “valor civil” de Monsiváis por haberse atrevido a polemizar con el mismo Paz (Proceso 16-I-1978: 31).

Por el lado del “debate de ideas” Monsiváis mostró consistencia y deploró la “mentalidad autoritaria” del poeta (Proceso 19-XII-1977: 39), mas tuvo cuidado en aclarar que su osadía se había nutrido de la “tendencia de democratización cultural” para desmitificar al escritor considerándolo “un trabajador más, así se tomen en cuenta y respeten sus características especiales” (Proceso 23-I-1978: 32).

Esta reseña apretada de ciertas polémicas de Monsiváis corresponde exclusivamente a su ciclo en “La CM”, el cual fue definitorio de algunos rasgos duraderos de su personalidad intelectual. Después vendrían otras etapas.

Salvo las polémicas concitadas por Paz, las demás fueron prácticamente intraizquierdistas, de modo que podrían considerarse como una fuente para el estudio de los avatares de esta ideología en México. Bajo la dirección de Monsiváis “La CM” fue el espacio simbólico de donde emanaron confrontaciones entre jóvenes narradores izquierdistas, que ya no fue posible abordar aquí; por ejemplo, la provocada por una crítica literaria zahiriente a Gerardo de la Torre y René Avilés Fabila o la ruptura de Jorge Aguilar Mora, Héctor Manjarrez y otros con el suplemento.  

Solo queda por reiterar que Monsiváis fue el intelectual izquierdista más descollante de los años sesenta a los ochenta del siglo XX en México. Su relación simultánea con el poder cultural y con algunos grupos subalternos, sumada a su emplazamiento en una publicación hegemónica, favoreció que él se volviera colaborador ubicuo de publicaciones disímiles e interlocutor de posiciones extremas, con las cuales dialogó empleando discursos diferenciados y cuidadosos de mantenerse dentro de los límites de la alusión, ya que en sus escritos las nóminas solamente abarcaban a quienes gozaban de su simpatía, nunca a los denostados. De modo que su apoyo a las “causas perdidas” fue selectivo, no total.


NOTAS

*  Los planteamientos de este artículo fueron entresacados de mi libro Una inquietud de amanecer. Literatura y política en México 1962-1987 (México, UNAM/Ceiich-Plaza y Valdés, 2006, 412 p.). Ahí mismo se encuentran las referencias de las fuentes.

** Patricia Cabrera-López. Investigadora en el Programa Ciencias Sociales y Literatura del CEIICH-UNAM.