LA REVOLUCIÓN RECARGADA: EL CONFLICTO ARTSAJ Y LA DEMOCRACIA OCCIDENTAL NO RECONOCIDA

“Nos ennemis font une guerre d’armée, vous faites une guerre de peuple”. 
Maximilien Robespierre, Directive aux armées,
Convention, 16 avril 1793.

Armenia es uno de los pocos países donde un cambio de régimen democrático y revolucionario ha ocurrido en la década pasada. La revolución de 2018, conocida como la “Revolución de Terciopelo”[1], no fue ni reconocida ni celebrada a nivel mundial, ni tampoco entre las democracias occidentales que normalmente favorecen el cambio de régimen democrático en los países de la ex órbita soviética. Mientras el país emprendía la reconstrucción social y política de sus instituciones, y también en medio de la pandemia, irrumpió una guerra relacionada con el conflicto Nagorno Karabaj/Artsaj. La guerra no se trata de un conflicto inter-étnico ni territorial sino una amenaza al proceso democratizador en Armenia a partir de la revolución de 2018.

La relativa paz entre Armenia y Azerbaiyán fue interrumpida por Azerbaiyán el 27 de septiembre. En esta ocasión quedó claro muy rápidamente que no se trataba del tipo de enfrentamiento al que los dos países se han acostumbrado desde el cese al fuego declarado en 1994. Durante los últimos veinticinco años, hostilidades de distintas intensidades han emergido periódicamente con la constante amenaza de una guerra a gran escala entre los dos países. En abril de 2016, los dos países caucásicos se enfrentaron en una guerra de cuatro días que resultó en docenas de bajas por ambos lados; en julio de este año hubo intensas escaramuzas en la frontera norte de Armenia cuando Azerbaiyán amenazó de manera directa los límites del estado armenio. Esta vez, el pasado 27 de septiembre, Armenia reaccionó veloz y decisivamente a la violación del cese al fuego al aplicar la ley marcial y emprender una movilización general.

A medida que escalaban los enfrentamientos, se clarificó la diferencia con los choques anteriores. Según reportes confiables, en esta oportunidad el arsenal que desplegó Azerbaiyán no tiene precedentes: drones, ataques con sistemas automáticos de misiles, como también el empleo de aviones F-16 de fabricación estadounidense pertenecientes a la fuerza aérea turca. Algunas de estas armas, como los misiles balísticos de corto alcance de alta precisión, fueron utilizadas por primera vez. Diversos medios de comunicación internacionales (Reuters, The Guardian, BBC) han publicado evidencia sobre el traslado de mercenarios sirios al frente azerí. Varios países, entre los que se cuentan Rusia, Francia y Estados Unidos, también reconocieron este hecho. El gobierno armenio afirmó tener evidencia de que los aviones de combate involucrados en las operaciones militares estaban bajo el mando de oficiales turcos. Rusia, el aliado estratégico de Armenia con bases militares en el poniente y sur del país, no actuó en defensa de Armenia, mientras que otros países, incluidos los involucrados en el proceso de mediación internacional, hicieron declaraciones ineficaces llamando al cese de operaciones militares por ambos bandos.

Para una nación que sobrevivió el primer genocidio del siglo veinte a manos de Turquía, el involucramiento de este país en el conflicto trajo escalofriantes reverberaciones. La opinión pública armenia volvió a destacar el lugar precario que ocupa el país en el mapa entre dos naciones túrquicas, sobre todo cuando se considera la identificación étnica entre Turquía y Azerbaiyán. Mientras Azerbaiyán bombardeaba intensamente Stepanakert, la capital de Nagorno Karabaj/Artsaj, y diversos asentamientos civiles, el mismísimo derecho de supervivencia de Karabaj estaba en riesgo. Una derrota militar implicará un nuevo genocidio armenio. El régimen autoritario de Azerbaiyán ha nutrido a sus súbditos con una retórica odiosa y militarista para apaciguar las luchas civiles que irrumpen en medio de la extrema acumulación de riqueza a través de petrodólares.

El conflicto tiene amplias implicaciones regionales e internacionales. Sus dimensiones geopolíticas se hacen cada vez más evidentes en el contexto de la reciente ofensiva turca en el Medio Oriente y el mar Egeo, así como también en Libia. En este contexto quedan las siguientes preguntas: ¿Por qué ahora? ¿Por qué lanzar una guerra a gran escala en medio de una pandemia global? ¿Por qué Rusia se ha limitado a hacer declaraciones vagas mientras que Turquía amenaza un área en su histórica zona de influencia directa?

Debemos buscar la respuesta a esas preguntas en los procesos sociales y políticos en Armenia en la estela de la revolución de 2018. Esos acontecimientos llevaron a la silla de primer ministro a Nikol Pashinyan, elegido democráticamente con un nivel de apoyo sin precedentes para su partido. El caso armenio fue una de las pocas revoluciones de los últimos años que logró una transición pacífica y cuyo principal triunfo fue el desplazamiento de la oligarquía local. Dicho grupo había secuestrado al país a través de elecciones corruptas y una política mafiosa. La “Revolución de Terciopelo” no fue ni una “revolución de colores” apoyada por occidente o por “Soros”, el espantapájaros que los regímenes autoritarios de la antigua esfera soviética han construido como el epítome del espionaje y la inmoralidad, ni tampoco fue un golpe de estado auspiciado por un tercer país.  En gran medida, esta es la razón por la cual las democracias occidentales no la han abrazado ni mucho menos celebrado.

Para los armenios, la revolución de 2018 revivió la esperanza por obtener soberanía política relativa en una región gobernada por oligarcas autoritarios y antidemocráticos. Después de su asumir, la primera visita de Pashinyan fuera del país fue a Moscú con el objetivo de reafirmar la alianza estratégica con Rusia. Al mismo tiempo, tomó medidas para fortalecer los lazos del país con la Unión Europea. De manera más significativa, Pashinyan profundizó el compromiso de Armenia con la protección de los derechos de las minorías étnicas, nacionales y sexuales. No obstante, para Rusia, Azerbaiyán y Turquía, Pashinyan estuvo lejos de ser un aliado ideal.

El régimen armenio anterior, compuesto de oligarcas y líderes autoritarios, como los expresidentes Robert Kocharyan y Serzh Sargsyan, fueron mejores “aliados” para Rusia, Azerbaiyán y Turquía fundamentalmente debido a la constante amenaza de guerra contra Armenia. En una entrevista con Al Jazeera del 2 de octubre, el presidente de Azerbaiyán, Ilham Aliyev, confirmó de manera explícita que compartieron “un proceso” de negociación con el régimen anterior y denunció al gobierno actual como una dictadura por abrir una investigación criminal contra los expresidentes armenios Kocharyan y Sargsyan. De hecho, Kocharyan fue acusado de anular el orden constitucional en 2008, de desplegar al ejército contra la población y ser responsable por la muerte de manifestantes. El antiguo régimen en Armenia y la oligarquía en Azerbaiyán han entrando, incluso sin querer, en una alianza nefasta contra una democracia naciente producto de una revolución. Desde esta perspectiva, la actual guerra puede entenderse como una defensa contra el legado de la revolución hacia el exterior. Proteger a esta frágil democracia no es una cuestión meramente política sino fundamentalmente una amenaza existencial que pesa sobre los hombros de la generación de la primera década del siglo veintiuno.

En ¿Quién hizo la revolución? el historiador del arte Vardan Azatyan ofrece un análisis cultural de los sujetos que inauguraron la revolución. Según Azatyan, la generación de los 2000 fue el motor de las protestas de 2018. Los protagonistas, más que nada jóvenes en edad escolar, no se guiaron por un programa ideológico o político para el futuro de Armenia desde el cual amenazar el orden establecido. Estos jóvenes fueron formados en un sistema educacional que los expuso a la arbitrariedad y las maquinaciones del régimen anterior como centro de la corrupción estatal. La revolución representó una oportunidad de retribución y transgresión. Azatyan sostiene que fue contra este trasfondo psicológico que los manifestantes de 2018 disfrutaron de la participación directa en la vida púbica y en la expresión de un deseo de visibilidad que no se ocultara detrás de ninguna pose adulta. El proceso revolucionario suspendió el monopolio de los “adultos” y su dominio sobre el mundo social. El entusiasmo juvenil por el juego, la ostentación, la audacia y la agilidad se tomaron las calles de Yerevan, haciendo añicos los fundamentos del orden dominante.

Estos “superhéroes” bien-humorados y agudos, diestros en el uso de teléfonos inteligentes, video juegos y redes sociales, llevaron a la calle su modo de interacción social. Estos elementos ayudaron a asegurar el éxito de la revolución. La emergencia de esta nueva subjetividad también fue producto de la expansión y acción de los medios de comunicación durante la primera década de este siglo: de películas comerciales como Cars y Transformers; y también de otras películas de culto que integran tecnologías avanzadas con heroísmo humano. Es como si el análisis de Azatyan tuviera eco en las palabras de Relámpago McQueen, el coche de carreras humanizado dotado de los rasgos simpáticos de un adolescente en la película Cars: “Soy un instrumento de precisión y velocidad aerodinámica”. Ahora la misma generación despliega su velocidad, dinamismo y economía de atención en la guerra, en la continuación de la revolución. El ministerio de defensa de Armenia viene publicando los nombres y años de nacimiento de los soldados muertos desde el principio de este conflicto. La mayoría nació en 2000 y 2001. Son precisamente estos jóvenes los que defienden la autodeterminación de Artsaj y la apuesta armenia por la soberanía política, uno de los objetivos centrales de la revolución. Al negar este objetivo, tanto Turquía como Azerbaiyán, han llamado al pueblo armenio a derrocar a su propio gobierno al tiempo que la comunidad internacional ha equiparado los regímenes políticos en Armenia y Azerbaiyán como si fueran iguales. Esta clase de propaganda abstracta soslaya el éxito de la revolución y el establecimiento de un gobierno popular y democráticamente electo en Armenia. Desde el inicio de la revolución, el gobierno ha trabajado en la restitución popular de bienes robados por el régimen anterior, la implementación de proyectos para el fomento del bienestar social, la reforma de la educación pública y en general la puesta en marcha de la remodernización del país. Lo que está ahora bajo amenaza es precisamente este camino: la creencia que un país pequeño pueda depender de sí mismo para adquirir un mínimo de soberanía política y lograr una coexistencia pacífica en una región donde la cuestión nacional se ha imbricado históricamente en las dinámicas políticas y culturales de los poderes dominantes.


Quisiera agradecer a Vardan Azatyan, Natasha Gasparian, Eric Goodfield and Gerard Libaridian por sus comentarios y sugerencias.

Este texto pareció originalmente en 8 de octubre de 2020 en Asia Times. Traducido por Karen Benezra y Pablo Pérez Wilson

Angela Harutyunyan es profesora Asociada en la American University of Beirut.

[1]  Tiene el mismo nombre que se le dio a lo sucedido en Checoslovaquia en 1989, aunque no tiene que ver con ella. [Nota del editor]