Fue el miércoles nueve de septiembre de 2020, como a las cinco de la tarde, cuando la tragedia interrumpió abruptamente el comienzo de esta nota. El sertanista Rieli Francescato había traspasado unos metros los límites de la Tierra Indígena Uru-Eu-Wau-Wau -en las humedades remotas del estado brasileño de Rondonia- y había subido la colina para otear los movimientos del bosque. Ni tiempo tuvo de escuchar el siseo en el aire cuando una flecha tan súbita como inesperada le alcanzó el corazón. Rieli dijo ¡oh!, se arrancó la flecha, corrió cincuenta metros y se derrumbó sobre el suelo de la pendiente, mientras se oía el pisoteo apurado de unos álguienes que escapaban, invisibles, entre los árboles. Cuando Rieli llegó al hospital ya estaba muerto.
Si usted se pregunta qué hace un sertanista como Rieli -y qué es un sertão- le diré que tales términos han ido ampliando el campo de sus significaciones para referirse, en el Brasil de la modernidad, a todas aquellas brasilidades que suceden lejos de las ciudades y que se centran en la sabana verde o en los caminos líquidos de la Amazonia.
Los hacendados del municipio de Seringueira, en ese lugar de Rondonia, habían alertado a la FUNAI -Fundación Nacional del Indio- sobre movimientos inesperados de los indígenas nómades, los no contactados del río Cautario, que se habían aventurado hacia las tierras cultivadas con intención de dejar evidencia de su presencia. Roban una gallina, un hacha, pero dejan a cambio carnes silvestres. Su única manera de decir aquí estamos, somos nosotros porque, fuera de la frontera de la reserva que se les demarcó -seguramente sin que ellos estén enterados- nadie entiende, ni siquiera conoce su lengua ni sus pensamientos, ni cómo se llaman a sí mismos, ni cuáles son sus temores o enojos frente al avance constante de la tribu blanca. Rieli viajó desde Brasilia para conversar con los hacendados y entender qué pasaba.
Los nómades del río Cautario siempre habian sido pacíficos. Si estuvieron saliendo es porque algo no anda bien: invasiones de agricultores y madereros, el estruendo que provocan dos tractores unidos por una cadena tirante que avanzan arrasando la foresta que habitan; incendios, columnas de fuego que se menean perversamente en el bosque amenzando su mundo de subsistencia; el calor de la tierra que crepita, una legión de llamas enloquecidas que pareciera que acarician la arboleda antes de tragársela y dejar a cambio el humo pastoso que viaja incluso hasta las grandes ciudades. Nadie sabe cómo sienten, desde su esencia milenaria, desde sus retinas forjadas en el verde de la selva y los reflejos del agua, el achicamiento constante de la tierra por donde transcurren desde quién sabe cuáles comienzos de la historia humana; ni con qué criterios diferenciarían al amigo del enemigo al enfrentarse con la tribu blanca.
Solo podemos derivar sin rumbo fijo por los relatos de los sertanistas que vieron y ven de cerca al indio y actúan con criterios etnoambientales, unos con más, otros con menos soberbia civilizatoria.
La intromisión en el mundo indígena amazónico comenzó a mediados del siglo XVI, cuando Francisco de Orellana se aventuró desde Quito, aguas abajo por un entrevero de ríos y de numerosas naciones indígenas que poblaban la selva tropical más extensa del planeta. Entre las tantas tribus que lo corrieron a flechazos para que no se acercara a la costa y las que lo regalaron con yuca y huevos de tortuga, apiadadas de su hambre, ensoñó aquella de puras mujeres atrevidamente desnudas y pintarrajeadas para la guerra que le dieron nombre a ese bosque inconcebible por el que avanzó sin mapa y sin GPS, preguntándose en cada confluencia, cuál arroyo seguiría el camino del árbol de la canela o -cuando hubo caído en la cuenta de que nunca lo encontaría -al menos el que lo llevara hacia el Este, a las costas del Atlántico. Eran más o menos los mismos tiempos en que, en algún otro lugar de América, fray Bartolomé de las Casas, de antiguo encomendero explotador de indios, se pasaba al bando de los que reconocían que el ser indígena no solo tenía alma, sino que esa alma era humana y merecía, en consecuencia, mejor trato del que recibía de los hijos de España.
Seductora pero recóndita, con sus arcanos demasiado insondables para ser requerida, la selva amazónica se tragó a los europeos audaces que la hollaron y se mantuvo ajena y callada hasta que la redescubrió la expansión capitalista del siglo XIX, con sus ojos angurrientos. Caucheros, garimpeiros buscadores de oro y piedras preciosas, mineros, madereros de la caoba, recolectores de castañas, misioneros, botánicos piratas de los laboratorios ansiosos por patentar hierbas no documentadas, ganaderos y agricultores se fueron deslizando en sus adentros, con poco disimulo y un tanto de desamor por la vida que latía en sus entrañas desconocidas.
Cayó el imperio de Pedro II y, en medio del entusiasmo republicano y el cientificismo positivista, el Mariscal Cándido Rondón -que fue llamado el militar pacifista- dio vuelta la percepción de la otredad indígena. Cándido Mariano da Silva Rondón nació pobre y caboclo -simplifiquemos en mestizo- en un pueblito del Mato Grosso, de madre india bororo y padre de enredadas ascendencias afroamericanas y portuguesas, de manera que la carrera militar era su única posibilidad de acceder al estudio.
Era el tiempo en que la dirigencia brasileña de la costa Este se dio cuenta de que había un extenso Brasil para descubrir y usufructuar. Así pues emprendería la segunda conquista y colonización, ansiosa por sentar reales en las comarcas que vengo describiendo.
Cándido Rondón fue llamado a ocuparse del tendido del moderno telégrafo hacia Cuiabá y así fue que se adentró en aquellas tierras ignotas y salvajes, acarreando insumos, comandando soldados y operarios, sin descuidar observaciones geográficas y científicas, montado en pesadas carretas o a lomo de mula o a pie o embarcado en chalupas que se estrellaban en las rocas súbitas de los rápidos, mientras los hombres desnudos pispiaban con recelo la invasión de su mundo y los más guerreros, incluidos los Bororo, cuyos genes bailoteaban en los cromosomas del propio Rondon, atacaban con sus flechas de puntas envenenadas.
La novedad que aportó Rondón fue tener clara la relación dialéctica entre el avance indefectible de la tribu blanca y los derechos de las naciones originarias que poblaban la selva. Morir si fuera necesario, matar nunca fue la frase con la que encaró su modo de acercamiento, dejando la voluntad de integración a criterio de las comunidades indígenas, en los tiempos que consideraran necesarios. Se acabó, al menos para él y para el Estado, la modalidad tradicional de atropellarlos a sangre y fuego, envenenarles los manantiales o el aguardiente que iba de regalo, dejarles como al descuido la camisa de un enfermo de sarampión para que un indio incauto se la probara y contagiara a toda una aldea que moriría sin remedio. Eran las maneras de despejar la tierra cuando ya la esclavitud había dejado de ser negocio.
En épocas de Getulio Vargas se inició la marcha hacia el Oeste con la expedición a la Sierra del Roncador y la cuenca del río Xingú. En esa caravana se enrolaron los hermanos Villas-Boas que, al tiempo, no solo mostraron el atrevimiento y la templanza necesarios para quedar al frente de la empresa sino que el trato con las etnias contactadas a todo lo largo de aquella aventura les reveló nuevas lógicas para concebir el mundo indígena.
La propuesta de Getulio era la integración y el desarrollo económico de esas zonas del interior mediante el asentamiento de colonias agrícolas. Pero los hermanos Villas-Boas se habían asombrado ante la realidad de las naciones descalzas que habitaban la selva; habían descubierto mundos con otras identidades, con valores propios y éticas diferentes, culturas distintas y fascinantes asidas a una historia inconcebible por incógnita. Más aún, entrevieron con el rabillo del ojo que, desde el gobierno, no se podría controlar las invasiones privadas a las tierras que ellos habitaban desde que bajaran del arca de su propio Noé, y no les faltó razón. Entendieron que los derechos del indio no estaban en la integración indefectible y la consecuente aculturación que los convertía en ciudadanos de segunda clase destinados al trabajo manual, como decantaba la propuesta de Rondón, sino que les ofrecieron mantener sus formas de vida y la sustentabilidad de sus culturas.
Con el apoyo del propio Mariscal Rondón, de intelectuales como el antropólogo Darcy Ribeiro y el médico sanitarista Noel Nutel, Orlando Villas-Boas logró del corto presidente Jânio Quadros, en 1961, la concreción del Parque Nacional del Xingú: 27.000 kilómetros cuadrados a donde se invitó a trasladarse a las comunidades indígenas que así lo quisieran, para vivir cuidadas y protegidas. Claudio Villas-Boas se instaló por diez años en el Xingú mientras su hermano Orlando conseguía los fondos y organizaba la logística necesaria para semejante -bienintencionado- emprendimiento.
A mediados de los años cincuenta los relatos y las fotos de los Villas-Boas desfilaban por los medios. Navegaban ríos incomprensibles, abrazaban indios emplumados que tocaban su flauta de bambú o tensaban el arco para flechar un pez que nadaba invisible bajo el agua. Sopetones imprevistos con hombres pintados que brotaban de repente de entre la hojarasca, empuñando sus lanzas, flasheaban la mente adolescente de Sydney Possuelo y rebasaban su sed de aventuras. Con apenas dieciséis años, Sydney no dudó en tocar todos los días a la puerta de la casa de los Villas-Boas en San Pablo hasta que alguno de ellos volviera de la selva, lo recibiera y él pudiera meterse en sus vidas. Así empezó la aventura de este último sertanista romántico, trabajando de che pibe para los Villas-Boas. Como todos los nombres que he citado en esta historia, el corazón de Sydney, buscando la aventura de la selva, fue tocado por el indio. Cuando la Fundación Nacional del Indio remplazó al Servicio de Protección al Indio creado por Rondón, Sydney ocupó su lugar de funcionario en Brasilia y llegó a presidirla. Guarda recuerdos que marcan la evolución de su pensamiento, como cuando, en su carácter de especialista en primeros contactos, debió intervenir ante los Ararás -un pueblo que se creía desaparecido- porque atacaban a flechazos a los trabajadores de la carretera transamazónica o cuando un grupo de la etnia metyktire, que había elegido continuar viviendo como lo habían hecho sus antepasados, debió trotar por la selva durante varios días, para escapar de las balas de madereros y acercarse a una aldea de antiguos hermanos que habían preferido integrarse, para pedir ayuda. Podrían haber sido exterminados sin que el mundo se enterara de que existían.
Sydney se hizo cargo de que muchas poblaciones nativas aún no contactadas tienen su propio proyecto de vida, alejadas de la tribu blanca, y creó para ellas el Departamento de Indígenas Aislados. Desde 1987 pasó del contacto al no contacto, a la protección, a reconocerles su derecho al aislamiento como la mejor manera de preservarlos y, más aún, su derecho a un reconocimiento político y jurídico por parte de los Estados nacionales, a la propiedad colectiva de sus territorios, de sus recursos, de sus genes, de sus conocimientos culturales así como el acceso a la distribución equitativa de los beneficios que producen esos mismos conocimientos culturales. Parece tan lógico, ¿no? La información sobre sus vidas, su dinámica social y sus prácticas culturales es escasa o inexistente porque su misma búsqueda vulneraría su derecho al aislamiento o hasta podría producir efectos catastróficos. Se trata de unos álguienes que no siempre sabemos si existen, tocarlos es evanescerlos y conocerlos como objeto de estudio conlleva su destrucción. Son el tesoro escondido que la Humanidad guarda casi sin saberlo y reflejan, como en una bola de cristal que fuera espejo del pasado, la historia de nuestra especie. Desde ese Departamento de Indígenas Aisladoshabía llegado su amigo Rieli Francescato a Seringueira, al principio de esta nota, para entender por qué los nómades aislados del río Cautario, a quienes siempre había supervisado desde lejos, ahora se hacían visibles de este lado de la línea que demarca su territorio.
Me enredé en estos devaneos amazónicos recordando las explicaciones de Sydney Possuelo cuando describe las formas de cultivo de roza y quema tal como las practican las comunidades indígenas; un pequeñísimo espacio de bosque que se despeja bajo fuego controlado, se desbroza y se siembra con la ayuda fertilizante de las cenizas. El sembradío se repetirá hasta que la tierra, con la que viven en estrecha intimidad, les avise que necesita descansar, que es hora de abrir otro espacio, siempre reglado por los permisos que ella les dé. Porque la tierra sabia le enseñó al indio la página de la dialéctica materialista donde dice que la acumulación de cambios cuantitativos, inadvertidos y graduales, eclosiona de pronto en el cambio cualitativo, de manera que si no se la cuida, la selva, un día, derivará en desierto.
Pero el hombre blanco exportador maneja otras dimensiones de su derecho al fuego. En el descamino que lleva esta nota habrá una india con nombre asomándose al borde de la espesura para mirar acongojada los incendios que, para algunos limpian, pero para ella van ahogando su selva, y escuchará la risotada de un político sin nombre que importe -porque no es más que una de las tantas caras del fascismo neoliberal- diciendo que hay poco indio para demasiada tierra. Agreguemos que, gente de estos tiempos de recuperaciones retrógradas, la administración Bolsonaro ha puesto a un pastor evangelista al frente de la FUNAI, ansioso por hacer contacto con las tribus aisladas para cristianizar sus almas y enderezarlos por el camino de la salvación como hace quinientos años.
Más acá de la Amazonia no estamos exentos de los parecidos fuegos del negocio agrofinanciero y la especulación inmobiliaria. En el Pantanal, el humedal más grande del planeta, ubicado en el centro oeste brasileño que limita con Paraguay y Bolivia, arden múltiples focos de incendio. En su mayaoría originados en propiedades privadas y ayudados por la sequía, destruyen la flora y la fauna y con ellas, la sustentabilidad de la vida indígena. En las islas argentinas del Delta, en los humedales santafecinos de Jaaukanigas, en los bosques del valle de Punilla, en zonas ribereñas de Corrientes y Misiones, los fuegos estremecen la biodiversidad y asfixian los pulmones del prójimo expeliendo aires ennegrecidos por las humaredas, requemados o fumigados, espesados de cenizas. Los Ayoreo Totobiegosode –Gente de la tierra de los cerdos salavajes– van siendo desplazados por las llamas que soplaron y soplan los menonitas y los ganaderos locales y brasileños en el Chaco Paraguayo; en el increíble Ártico, el fuego de la deforestación sigue ardiendo sin llama durante un año, ablandando el permafrost y dejando escapar el metano que baila en el cambio climático, daños colaterales que el Capital manda a ganancias y pérdidas.
Del equilibrio de esa relación dialéctica entre la cantidad y la calidad del fuego depende nuestro camino a la transmodernidad, desde la actual era geológica que estamos viviendo y que Jason Moore dio en llamar capitaloceno, haciendo hincapié en que la destrucción del ecosistema planetario no es culpa individual de los seres humanos sino de que todo el trabajo humano y no humano está subordinado a la acumulación ilimitada del capital, a los mega beneficios desorbitados que enriquecen al uno por ciento de los siete mil millones que somos. Parafraseando a dos que solían hablar de economía: es la fase superior del capitalismo, estúpido. Y el indio tensó el arco, apuntando al hombre blanco, símbolo de eso que llamamos Occidente.
[*]Periodista independiente en Página 12 y El cohete a la luna.