Han pasado ya dos años y medio del período de gobierno que preside Andrés Manuel López Obrador y estamos en vísperas de un proceso electoral de fundamental importancia. Un tiempo que ha sido vertiginoso, con una complejidad adicional inesperada por la pandemia de Covid-19 apenas había transcurrido un año de gobierno. No ha tenido igual velocidad la maduración del debate, que sigue entrampado en dicotomías, en miradas parciales y reduccionistas. Esto no es inesperado, lamentablemente.
Los momentos de decisiones prácticas son siempre una prueba de fuego para quienes estudian la realidad social aspirando a transformarla. Porque esos momentos condensan las tensiones y contradicciones entre lo necesario y lo posible. Cuando las miradas son dicotómicas, se entra en un pantano. Parece de Perogrullo decir que hay urgencia por cambiar una sociedad precisamente porque “todo está mal”, y partiendo de esas circunstancias lo posible es limitado, y todo lo que se haga es insuficiente respecto a lo necesario. Frente a esto suele haber dos formas extremas de posicionarse: en un extremo, un posibilismo conformista que termina por administrar lo existente, aunque se haga “mejor”, que suele presentarse como “realismo”; y en el otro extremo, cuando se piensa en lo deseable sin tomar en cuenta los condicionamientos reales, se cae en un purismo frustrado desmovilizador. En ambos casos, se bloquea la búsqueda de transformar lo existente para reducir los obstáculos que impiden avanzar hacia lo necesario, que es el verdadero realismo. Y esto no es “reformismo”, en su sentido de una ideología del gradualismo sin conflictos, porque cada paso para ir transformando lo existente exige rupturas.
Lamentablemente, no hay manuales para enfrentar estos dilemas. Pero no se parte de cero para identificarlos, para comprobar que han atravesado a todas las experiencias de gobiernos de nuestra región desde hace más de 20 años (municipales, estatales y nacionales), más allá de las clasificaciones en los que los ubicaron algunos analistas (“de izquierda” o “progresistas”, “radicales” o “moderados”). Y que también están presentes en México.
Un poco de perspectiva
“Objetividad y sano juicio crítico” en la “aptitud de enfrentar la realidad en su expresión menos espectacular pero más permanente que es, en definitiva, lo que asegura la solidez de una gran construcción social”. Así lo subrayaba Sergio Bagú, cuando nos hizo el honor de prologar “con aplausos entusiastas” el primer fruto escrito en América Latina[1] de un análisis colectivo sobre las nuevas experiencias de gobierno de izquierda en la región, que realizamos en abril de 1998; cuando no se avizoraba aún el resultado de la elección presidencial que tendría lugar ocho meses después en Venezuela, en la que triunfó Hugo Chávez Varios países salían de dictaduras o de guerra. Entonces había un solo gobierno nacional, Cuba, y había que aprender de la experiencia del gobierno de Salvador Allende. Un segundo esfuerzo colectivo se hizo en febrero de 2007, cuando la izquierda y el centroizquierda habían conquistado varios gobiernos nacionales (y siete meses antes la usurpación de la presidencia por el fraude cometido en México), que encaró los nuevos y mayores desafíos estratégicos en el comienzo de esos gobiernos de alcance nacional, con nuevos aprendizajes, que fueron crítica y profundamente analizados. El fruto publicado[2] es una lectura necesaria para refrescar la memoria y cuestionar las racionalizaciones a posteriori que se han hecho, obnubiladas primero por los éxitos, y después por las derrotas. Vendrán después otros análisis fundamentales de estos autores y autoras, y de varios más.
El elemento común a todos los procesos es que la izquierda gana elecciones superando las trampas y los bloqueos institucionales de la democracia gobernable que funcionaliza la reestructuración capitalista neoliberal, y las gana porque ha llevado a las mayorías sociales a condiciones insoportables de vida, tras la destrucción y entrega de los países a los grandes capitales locales y extranjeros, con la correlativa opresión. Los problemas a enfrentar son muy urgentes.
Se reciben Estados vaciados, fuertemente endeudados, sin los recursos para enfrentar la magnitud de los problemas. Aun si se logra disponer de algunos recursos, una inmensa cantidad de los graves problemas no se pueden resolver con la rapidez que se necesita, porque exigen procesos de reconstrucción que toman tiempo. Más allá de la voluntad de los nuevos gobernantes, la posibilidad de llevar a cabo los cambios se topa con un aparato estatal moldeado precisamente para ejecutar las acciones destructivas que fueron repudiadas electoralmente; no sólo por las normas y reglamentos (que también reglamentan cómo cambiarlos), sino por las prácticas y hábitos del personal medio y de base del Estado, que aunque padece también penurias económicas como los demás trabajadores, ha sido sometido o cooptado por prácticas burocráticas y clientelares que no se destierran en un día. En esas condiciones adversas, la izquierda que gobierna se enfrenta a la compleja tensión entre, por un lado, la eficacia en el cumplimiento de objetivos de cambio, que son políticos por su contenido y porque exigen cambiar las relaciones de fuerza existentes para hacerlos efectivos; y por otro lado, el de la eficiencia de la gestión, que es insoslayable pero tiene que romper con la lógica tecnocrática que anula el contenido transformador, pero que suele reaparecer ante la escasez de recursos y dificultades prácticas. La impaciencia de quienes votaron por los tan necesarios cambios genera tensiones, más todavía si no se explican las razones de los problemas.
En todas las experiencias, un terreno de grandes dificultades y desafíos fue llevar a cabo transformaciones democratizadoras que son condición ineludible para los cambios. Para constituir una ciudadanía gobernante son necesarias, pero no suficientes, las reformas institucionales para crear los ámbitos de participación. La descentralización de funciones y recursos no eran suficientes para democratizar la acción pública, pues buena parte de la población no tenía cultura de participación porque había sido excluida históricamente de incidir en las decisiones, y seguía esperando que fuera “el gobierno” el que “resolviera”. Fue difícil, y con muy diferentes logros, que democráticamente se hiciera una priorización de acciones de acuerdo con la gravedad de los problemas y la posibilidad de resolverlos, lo que dependía de la comprensión y solidaridad de ciertos sectores de la ciudadanía para postergar temporalmente sus justas demandas respecto a otros más necesitados. Se aprendió, pues, que no basta con que haya “voluntad política” del gobierno, o una buena gestión, para que avancen los procesos de cambio. Porque esto depende en gran medida de la sociedad, de sus ideas y culturas, de sus prácticas de relación, de organización, con toda su heterogeneidad, en los múltiples ámbitos que trascienden a las instituciones de gobierno.
En este terreno fueron importantes las diferencias entre países, en las historias de la organización popular, en la fuerza de la izquierda social y de la izquierda política. Y en su madurez para asumir sus papeles para contribuir a hacer avanzar los cambios; por ejemplo, en:
1) Cómo mantener la independencia, sin confundirla con una oposición a priori al gobierno; pero sin dejar de plantear los obstáculos y errores para que sean enfrentados y corregidos, para hacer contrapeso a las inercias en la gestión o al abandono de objetivos hacia el cambio necesario. Y, desde luego, dar apoyo a todas las acciones positivas, sin que el gobierno crea que tiene allí una “correa de transmisión”;
2) Cómo aprovechar los espacios abiertos, para proponer vías para nuevas medidas que avancen a partir de lo ya logrado, aunque no hayan sido contempladas por el gobierno;
3) Cómo asumir la responsabilidad intransferible de cambiar la correlación de fuerzas, lo que significa disminuir la fuerza de los dominantes en todos los ámbitos: económico, social, ideológico, político, institucional. Tener el gobierno, el Poder Ejecutivo, es una importante parcela de poder, pero no es todo el poder del Estado, y los dominantes siguen operando con fuerza en los otros poderes del Estado y fuera del Estado. Que en algunos países no hayan impedido que la izquierda llegara al gobierno cuando pensaban poder conjurar así las crisis políticas y de dominación, no significó nunca que no buscaran neutralizarlo y hacerle una guerra sin cuartel cuando afectara mínimamente sus intereses. Enfrentar esa guerra no es sólo tarea del gobierno ni podría hacerlo solo. Había una preocupación recurrente sobre la miopía política que produce el sectarismo.
México: lo común en lo diferente
No es difícil reconocerse hoy en aquel espejo. Pero no hay que perder de vista la singularidad de México de haber sufrido tres fraudes electorales desde 1988, y que se conquista el gobierno nacional 10 y 15 años después de las otras experiencias latinoamericanas. Años que prolongan y acrecientan el saqueo, la destrucción, la barbarie, la descomposición social del “sálvese quien pueda y como sea”. Ninguno de los países donde se conquistó la presidencia era el cementerio, la fosa clandestina en que ha sido convertido México. Ninguno comparte 3,200 kilómetros de frontera con Estados Unidos, por la que pasa todo y pasan todos. Y que son 25 años del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, con una profunda transformación estructural del país, con su dimensión militar, que nos convirtió en un protectorado de Estados Unidos. Y con la singularidad de que no hay reelección.
El contundente triunfo electoral de julio de 2018 no fue el efecto del “avance” de la izquierda, de una fuerza social y política en ofensiva. La duplicación del voto por López Obrador respecto al 2006 expresó, sin duda, una respuesta a la acumulación de agravios de todo tipo. Pero en muchos millones de nuevos votantes fue una decisión de carácter defensivo, como una tabla de salvación frente al abismo. Pueden ser manipulables y fluctuantes. Se triunfa tras la prolongada crisis o desaparición de la izquierda política, quedando sólo el Partido del Trabajo, pequeño pero persistente. Y con una fuerza social debilitada como consecuencia dramática de la ofensiva dominante que se hizo simultáneamente en todos los planos, en lo económico, en lo social, en lo ideológico, con violencia estatal y violencia paramilitar. En todo el país hubo en estos años heroicas luchas de resistencia, pero dispersas y sin articulación, que no producen una potencia colectiva suficiente para frenar la destrucción. Había más fuerza social articulada en 2006. La fuerza social de la que se carece se busca compensar con una rebelión electoral.
Si esa rebelión electoral fue posible, ha sido por el impulso de López Obrador y de un núcleo de la izquierda histórica de crear el Movimiento de Regeneración Nacional, que nace principalmente como un instrumento electoral; que en cuatro años realiza la hazaña de tener presencia en todo el país, hacer una campaña electoral de masas y cubrir todas las mesas electorales, pero que todavía no completaba su maduración como partido. Y porque ha sido López Obrador el único capaz de representar esa diversa, dispersa, pero confluyente necesidad de salvarse del abismo. Otros liderazgos, que no se propusieron asumir la representación de esa diversidad dispersa, o que no fueron capaces de representarla efectivamente, culpan por ello… a López Obrador.
Como efecto prolongado de los fraudes, que generó bastante fatalismo, para poder ganar se hicieron alianzas con emigrados de última hora de los partidos de derecha, por lo que no todos los parlamentarios o gobernantes estatales y municipales que ganaron por Morena son de izquierda, lo que ya ha generado problemas. En la integración del gobierno también se expresaron inicialmente esas alianzas para frenar el fraude. Y el núcleo de la izquierda histórica fundacional de Morena ha salido a cumplir diversas funciones públicas, lo que ha debilitado al partido, pero ha sido la garantía para avanzar en las acciones de gobierno pese a todas las dificultades. Cuando hubo la decisión de fortalecer la orientación progresista y ética del partido para asumir las responsabilidades que le corresponden cumplir política y socialmente, la derecha desde el Estado la bloqueó con premeditación y alevosía.
Dos años y medio
Urgencia es el signo de estos 900 días. Al llegar al gobierno lo necesario es abrumador: 70% de la población padece de pobreza multidimensional, 57% de la población económicamente activa busca su subsistencia en el sector informal; los salarios mínimos perdieron 80% de su poder adquisitivo y la mayoría de las pensiones no alcanzan a la mitad; 69 millones no acceden a la seguridad social ni a la atención sanitaria de sus instituciones, a los que se suman entre 6 y 8 millones de “empleados” tercerizados (outsourcing). Los otros 60 millones que sí acceden padecen su indecible deterioro. En 2020, por la pandemia, se perdieron 2 millones de empleos formales. Mientras que las ganancias del gran capital no cesaron de crecer (incluso con menor crecimiento no significa pérdidas). Cerca de 80 mil desaparecidos hasta 2018; con 37 mil cuerpos sin identificar. Cárceles llenas de gente inocente. El país asolado por el paramilitarismo.
A lo que se aspira, según algunas conocidas afirmaciones presidenciales: Construir un Estado de bienestar. Desterrar la espantosa desigualdad. Primero los pobres. Los trabajadores son el centro. El gobierno se había convertido en un comité al servicio de unos cuantos, de una oligarquía rapaz. Rescatar al pueblo, no a las corporaciones. Purificar la vida pública para hacerla más pública. No somos una colonia. Contundente. Pero, como diría el clásico, ¡que seis años no es nada y es febril la mirada! Lo sabe, y se propone Sentar las bases de la transformación. Urgencia. En las peores condiciones.
Recibiendo un Estado vaciado, endeudado y purulento, pero muy activo y resistente. Cuánto ha costado que se entienda que el neoliberalismo nunca ha sido “Estado mínimo”, sino Estado máximo al servicio del gran capital, legislado como derecho positivo (“estado de derecho”) para seguir obligando al Estado aunque cambie la orientación del gobierno; con entramados de instituciones estatales “autónomas” para asegurarlo (el canon neoinstitucionalista); con implacables candados jurídicos para castigos internacionales a los que osen desobedecerlo. Y con políticas sociales focalizadas con fines de neutralización, también para la clase media (tan naturalizadas en nuestras universidades).
Los bloqueos institucionales contra los cambios han sido uno de los frentes de guerra, en medio de los horrores de la pandemia y en una profunda crisis capitalista a la que todavía no le han inventado un nombre (la Gran Depresión, la Gran Recesión y…). Es decir, con estrechísimos márgenes de acción. Eppure, si muove. Sería una misión imposible, en este breve espacio, hacer un recuento de las acciones de gobierno y legislativas que han empujado cambios importantes. Sin pizca de exégesis, porque en todo hay asegunes, pero es impresionante por su densidad y velocidad.
Quienes gustan de hacer clasificaciones se desconciertan y equivocan por la presencia de empresarios en el entorno. El presidente ha mantenido complejos movimientos de equilibrios inestables, creando posiciones de fuerza en la confrontación, desde donde puede negociar sin subordinación. Así fue tras la cancelación del aeropuerto en Texcoco. El rescate de los recursos públicos del uso patrimonialista con el que se transferían al gran capital –caracterizado por el presidente como corrupción– para volcarlos a las numerosas acciones sociales para enfrentar la pandemia y contrarrestar la crisis, por su gran legitimidad es la principal fuente de fuerza del gobierno en la confrontación. La aprobación parlamentaria del presupuesto público es condición necesaria para ese cambio en la orientación de los recursos públicos. Que por su alcance, llegando a casi el 70% de los hogares, se encamina a una renta básica universal, tan exigida hoy en varios países, además de impulsar empleo y formas de gestión comunitaria, rural y urbana.
La “lucha contra la corrupción” se da en dos planos. En el terreno de la ilegalidad, está la tremenda trama de desfalcos por parte de altos funcionarios de gobiernos anteriores, denunciados y procesados judicialmente, que llenan una novedosa “nota roja”. En ese terreno de ilegalidad está, asimismo, la firme denuncia pública contra las grandes empresas (algunas que han estado en el entorno) por adeudos milmillonarios de impuestos, contrastándolo con lo que pagan los que viven de su trabajo; lo que da legitimidad para institucionalizar la prohibición de las patrimonialistas condonaciones de impuestos. Esas denuncias públicas le dan fuerza al gobierno; un sector del gran empresariado decide volver a mantener relaciones de negociación. Entonces el presidente promueve cambios en la relación capital-trabajo a favor de los trabajadores. Denuncia la magnitud del despojo, que estipula lo necesario. Las negociaciones dan un resultado menor a la propuesta gubernamental. Pero se logra un aumento salarial inédito en años, que el presidente saluda pero recuerda que es insuficiente; se logra la prohibición legal de la tercerización aunque se negocia el reparto de utilidades; con el marco del bloqueo de la Suprema Corte, los cambios a pensiones son escasos. Antes fue la reforma legislativa sobre la democracia sindical. En medio de la crisis de la pandemia, el gobierno regulariza la situación laboral de unos 400 mil trabajadores en educación y salud. Se crean las condiciones para ir por más.
Otro frente de confrontación, exhibiendo a las grandes empresas implicadas, es la denuncia sobre los negociados en las compras gubernamentales, muchas de las cuales se cancelan. Asimismo, la denuncia pública de los contratosleoninos, que se establecieron al amparo de la entreguista legislación heredada. Hay quienes interpretaron como tibieza o compromiso con el gran capital el que no se cancelaran inmediatamente esos contratos pese a las denuncias; como las que hace el presidente contra las concesiones a las empresas mineras de un 60% del territorio nacional, y que sólo se decidiera no entregar más concesiones. La legislación blinda esos contratos de distintas modalidades de concesión y asociaciones público-privadas incluyendo los mecanismos de “resolución de controversias” en onerosos y prolongadísimos juicios en tribunales internacionales, en los que el Estado que rescinde siempre pierde. Es precisamente en el momento álgido de la crisis energética, que da justificación y legitimación, que se impulsa el rescate soberano de los energéticos, entregados con contratos amparados en la entreguista legislación de 2013; no obstante que se plantea “eliminar las aristas más nocivas” de los contratos en el sector eléctrico, llueven los amparos. Frente a la guerra judicial (lawfare), el presidente manifiesta que promoverá una reforma constitucional si es necesario, un escenario de confrontación mayor, para lo que se necesitaría una gran movilización social y mayorías parlamentarias. En ese contexto también se denuncia que la banca pública haya financiado a los empresarios del sector, una postura clara, que puede cotejarse con otras en la región.
Ha habido otras decisiones a las que no se les ha prestado suficiente atención más allá de los directamente implicados. Por ejemplo, el decreto presidencial que –pese a las controversias al interior del gabinete– prohíbe el uso e importación del glifosato y de maíz transgénico de la agricultura industrial; hasta que Monsanto se amparó. Y le siguen amparos de empresas de telecomunicaciones, más los que se acumulen. Ha tenido que desatarse la guerra judicial o lawfare para que se reconozca que se están haciendo cambios que implican rupturas, aunque falte mucho más por cambiar.
Lo mismo ocurre con el compromiso y esfuerzo en materia de derechos humanos, que es conmovedor tras años de barbarie, con la decisión de afectar incrustaciones de poder en el Estado y sus nexos fuera de él. No es casual la actual ofensiva paramilitar para calentar el ambiente con el fin de cargárselo a la cuenta del gobierno federal. Son procesos que toman tiempo, pese a la urgencia dramática de las víctimas. Las madres y padres de Ayotzinapa lo entienden y reconocen, pero no todos.
Análisis especial merece la hazaña para enfrentar la pandemia, con vertiginosos cambios estructurales en el sector para la universalización y gratuidad de la salud pública, y sorprendente eficacia de las acciones emergentes, que se extienden incluso a las que apuntan a la soberanía tecnológica. O los cambios estratégicos radicales en la política internacional, que hasta a Vargas Llosa le preocupan.
Sin contar con fuerzas sociales organizadas que enfrenten la guerra desatada por la derecha –no sólo por el confinamiento– y con los serios problemas en el partido, la travesía por estos tormentosos tiempos tiene un soporte en la pedagogía práctica, intelectual y moral en el sentido gramsciano, ejercida por el presidente. Didáctico para explicar las dificultades. Que rompe con la tradicional omertá de las burocracias, convocando a la ciudadanía a denunciar corrupción, abusos, injusticias, ineficiencias; que pone a todo el equipo de gobierno a rendir cuentas y a dar explicaciones cuando es requerido. Se avecinan tiempos que permitirán saber cuál es su impacto. Más allá o pese a las interferencias de los conflictos locales.
Urgente e importante
Con todos los problemas ya observables y previsibles en la composición que tenga la representación parlamentaria de Morena en el Congreso federal, se ha mostrado que hay un núcleo con clara voluntad de dar batallas por cambios. Desde luego que asegurar una orientación del presupuesto público al servicio de las mayorías es condición sine qua non, más en este momento de la crisis capitalista. El tiempo para hacer cambios es breve, pero en los 900 días vividos se mostró que pese a las dificultades pueden crearse condiciones para avanzar. Los que hay que impulsar en los próximos tres años (la lista es larga) requieren una gran movilización social organizada; para que sus logros sean obligatorios para los que los resisten, necesitan ser mandato de ley. Claro que no puede caerse en el ingenuo fetichismo jurídico que le atribuye poderes mágicos a la ley más allá de las correlaciones de fuerzas sociales. De éstas dependen que las leyes se establezcan o se modifiquen en el sentido opuesto, y la experiencia ya es reveladora para muchos.
Para ampliar la autonomía relativa del Estado respecto del capital, que en la crisis tiene mayor poder de chantaje (empleos, inversiones, fugas, etc.), la disposición de recursos públicos no puede depender sólo del cobro de adeudos –que ya se cobraron– o de que se devuelva lo robado. Es imprescindible una reforma impositiva progresiva: que pague más el que tiene más. La misma directora del SAT, Raquel Buenrostro, daba la pista: aun si pagan impuestos, las grandes empresas sólo pagan 2.1% de sus ingresos y algunos muchísimo menos, mientras que “La gente común y corriente paga 30 a 35% de sus ingresos como impuesto, y somos cautivos” (Entrevista en La Jornada, 3 de junio de 2020).
Si se quiere reconstruir la economía del país, bajo otros principios humanos y ambientales, sin depender de las inversiones del gran capital, no sólo en megaproyectos, además de la lucha por la renacionalización de lo saqueado, es imprescindible también hacer una auditoría de la deuda pública (50% del PIB) y repudiar la ilegítima u odiosa, que la pagan los que viven de su trabajo. Si algo ha sido transformador en este par de años con la didáctica de lo público, que como en el caso de la salud ahora se entiende que es “de todos”, es que la población tiene referencias concretas y tangibles para poder pensar en cifras astronómicas. Puede comprender qué significa que se pague anualmente por intereses el doble del gasto social, y ya sabe qué se puede hacer con esos montos. Podría ser el medio para reconstruir la articulación popular, empujando al Estado para formalizarlo.
Urgente e importante es eliminar la ley de partidos que, desde hace 25 años, de manera injerencista estataliza a los partidos a cambio de recursos públicos, hecha a la medida para impedir que haya partidos de izquierda éticos y con proyecto, que construyan fuerza política popular capaz de modificar la orientación del Estado.
Sería criminal desaprovechar el momento y sus posibilidades, como escalón para tantos otros cambios necesarios.
[1] Beatriz Stolowicz (Coord.), Gobiernos de izquierda en América Latina. El desafío del cambio (noviembre de 1998). México, UAM-Xochimilco y Plaza Valdés Editores, 1999. Prólogo de Sergio Bagú. Autores: Hugo Zemelman (Chile); José Eduardo Utzig (Brasil); Álvaro Portillo (Uruguay); Margarita López Maya (Venezuela); Nidia Díaz (El Salvador); Telésforo Nava y Emilio Pradilla (México); Armando Fernández Soriano (Cuba); Beatriz Stolowicz.
[2] Beatriz Stolowicz (Coord.), Gobiernos de izquierda en América Latina. Un balance político. Bogotá, Ediciones Aurora, 2007. Fue distribuido en México por Siglo XXI Ed. Autores: Juan Valdés Paz (Cuba); Edgardo Lander (Venezuela); Julio Turra (Brasil); Antonio Elías (Uruguay); Hugo Moldiz (Bolivia); Germán Rodas (Ecuador); Nidia Díaz (El Salvador); Juan Carlos Vargas (México); Jairo Estrada (Colombia); Carlos Ruiz (Chile); Beatriz Stolowicz.