OVIDIO, MANDELSTAM Y LA COMUNA
1. Sin que el motivo sea claro hasta hoy, en el año 8 de nuestra era Ovidio fue desterrado de Roma por Octavio Augusto y enviado a Tomis, pequeño poblado marino en la linde del Imperio –y por tanto del mundo. Allí escribe lasTristia y las Ponticas, dos obras en forma de epístolas compuestas por versos elegíacos, donde quien había sido autor de las Metamorfosis y miembro de la más refinada sociedad de Roma se lamenta por el infortunio que se abatió sobre él. Es posible que el carácter libertino de su Ars amandi no haya sido ajeno al castigo de ser confinado en la tierra de los escitas, donde el Imperio tenía su confín más desolado.
2. En el estremecedor Contra toda esperanza, dice Nadiezhda Mandelstam que el exilio de Ovidio y su destierro a las comarcas desoladas del Ponto Euxino le impresionaron mucho a Mandelstam[1]. Ese interés por el destino del poeta romano no era ajeno a la sombra de la deportación que acompañó a Ósip y Nadiezhda desde comienzos de los años 30. La calamidad comenzó a perseguirlos poco después del regreso de Armenia, país en el que habían vivido casi seis meses en 1930 y donde Mandelstam había recuperado la inspiración poética que había perdido en los años anteriores. La desgracia ya no los abandonaría luego de la publicación del Viaje a Armenia -que la revista Znamia había incluido en su número de mayo de 1933, lo que le costaría la destitución a uno de sus editores-. Una nota sin firma en el Pravda denostaba el libro; el mensaje a Mandelstam no podía ser más claro. Intelectuales allegados a él le sugirieron que abjurara de manera pública y lo más rápidamente posible de su texto armenio, cosa a la que se negó.
Mandelstam había querido hacer de Armenia (“la hermana pequeña de la tierra judaica”) su segunda patria. Lo atraía su “cristianismo de fábula”, la arquitectura de sus templos, su naturaleza (las “tierras perdidas”, las “llanuras muertas”), el carácter “siniestro” de su lengua. El viaje a Armenia significó para él lo contrario exacto de una deportación y de un exilio: una tierra de acogida sentida como propia. El preciso contrapunto de Vorónezh (donde fue confinado junto a Nadiezhda en 1934) y de Vtoráya Slutzki, cerca de Vladivostok, un campo de pasaje al que fue transferido por “actividades contrarrevolucionarias”, y donde murió en -probablemente- diciembre de 1938 de camino a Kolyma.
3. En 1922 apareció en la editorial rusa Petropolis con sede en Berlín una colección de poemas de Mandelstam escritos durante los años siguientes a la Revolución, con el nombre de Tristia. Según los estudiosos de su obra, el título del libro no fue decisión de Mandelstam mismo sino del editor, en base a un poema de nombre “Tristia” (1918), que remitía de manera inequívoca pero no sencilla a Ovidio. Quizás en su juventud Ovidio significó para Mandelstam lo que Petrarca y sobre todo Dante significaron para él en sus últimos años.
4. A Ovidio lo perdió un libro, de comienzo perfecto: “Romanos: si alguno de vosotros ignora el arte de amar, que lea mis versos, que se instruya en ellos y que ame”. A Mandelstam lo perdió un poema que compuso en 1933 -y por precaución no escribió, pero alguien lo escuchó de su boca y lo puso en un papel que llegó donde no debía-, en el que sin nombrarlo se burlaba de Stalin, el “montañés del Kremlin”: “Sus dedos gordos parecen grasientos gusanos, / como pesas certeras las palabras de su boca caen / Aletea la risa bajo sus bigotes de cucaracha”. Ese poema le valió la primera deportación, a Vorónezh, castigo “benévolo” que pudo haber tenido una crueldad más contundente de no haber sido por la intermediación de Bujarin y de Pasternak.
Acaso porque nunca confundió el amor por la vida con la felicidad (“¿Por qué te has metido en la cabeza que debes ser feliz?”, la reconvino a Nadiezdha en cierta ocasión), es que Mandelstam jamás se lamentó de lo que el tiempo adverso le deparaba, y más bien se valía de la ironía para afrontar la desgracia y el miedo. “De qué te quejas -me decía-, es este el único país en el que se respeta la poesía: matan por ella. En ningún otro lugar ocurre eso”[2].
5. En las Tristia Ovidio imploraba la clemencia y el perdón del emperador, de su esposa, de sus familiares, de sus amigos (tanto los fieles como los traidores) e incluso de sus enemigos, para que le sea concedido el retorno a su ciudad. Hasta que finalmente pierde la esperanza en el retorno, y muere en su tierra de castigo casi diez años más tarde. Mientras transcurren esos años, se lamenta de su suerte por la hostilidad de su destino en una inhóspita región bárbara, se arrepiente de su despreocupada existencia anterior y abjura de su arte. Las Tristias y las Cartas pónticas declinan su antigua vida poética y social para favorecer una indulgencia que jamás llegaría (en vida).[3]
Se ha trazado un paralelo entre los compungidos versos ovidianos del destierro y la “Oda a Stalin” que Mandelstam fue conminado a escribir en el exilio de Vorónezh (donde también, conmovido por la guerra civil española, había empezado a estudiar castellano para leer a Fray Luis de León). En 1937, bajo condiciones de extrema miseria, recibió el “encargo” de componer la “Oda” (también su amiga Anna Ajmátova debió escribir una loa a Stalin para aliviar las condiciones de su hijo, que había sido deportado a un campo).[4] “El instinto de vida es invencible e impulsaba a los hombres a aceptar esta forma de autodestrucción con tal de prolongar su existencia física”.[5] No es la “Oda” un canto arrepentido (ningún paralelo con Ovidio, por tanto), sino un episodio de sofisticada tortura y humillación que destruyó la psique de su autor. Finalmente ese poema no salvó a Mandelstam, pero Nadiezdha sugiere que la salvó a ella. Años más tarde, sus amigos le aconsejaron ocultarlo o destruirlo, como si nunca hubiera existido, a lo que se negó en honor a la verdad y como testimonio de la perversidad a la que habían sido sometidos.
6. En el mismo año de 1937, en una situación de incertidumbre y miseria absolutas, mientras era forzado a realizar el encargo de un elogio de Stalin, Mandelstam escribió un poema que inicialmente denominó “La mendiga” (así llamaba a Nadiezdha, tal vez porque durante mucho tiempo debieron vivir errantes, como mendigos), y luego quedó sin título. Un poema cuyo espíritu se contrapone de manera radical al de las Tristia, para nombrar y agradecer lo que hay: la vida aún, la amiga, las llanuras, la niebla, la nevada, el frío, la pobreza, la miseria, los días, las noches, la fatiga.
Todavía no estás muerto. Todavía no estás solo.
Con tu amiga la mendiga
Gozas de la grandeza de las llanuras,
De la niebla, del frío y de la nevada.
Vive tranquilo y consolado
En la pobreza opulenta, en la miseria poderosa.
Son benditos los días y las noches
Y es inocente la fatiga dulce y sonora.
Infeliz aquel que, como su sombra,
Teme el ladrido y maldice el viento.
Y miserable aquel que, medio muerto,
Pide limosna a su propia sombra.[6]
Mandelstam fue parcialmente rehabilitado en 1956 tras el XX Congreso del PCUS. La Unión de Escritores dispuso entonces la edición de una antología de sus poemas, pero nadie se atrevió a escribir el prólogo del libro, que era uno de los requisitos para que fuera publicado. Su rehabilitación plena no se produjo hasta 1987, casi cincuenta años después de su muerte en un campo del Gulag donde había sido desterrado.
7. Como Ovidio, como Mandelstam, Louise Michel era poeta (su primer libro, de poemas, se llamaba A través de la vida y la muerte). Pero no fue a causa de sus versos que acabó deportada en Nueva Caledonia, sino de su participación en la Comuna parisina de 1871 como responsable de la Legión Garibaldina en el barrio de Montmartre. De niña, había sido una voraz lectora de Voltaire, de Rousseau y otros filósofos que despertaron en ella el espíritu de la revuelta. Se hizo maestra y blanquista. Publicó poemas bajo el seudónimo de Enjolras (personaje de Los miserables que acaba ejecutado por su rebeldía), trabó amistad con Victor Hugo, mantuvo con él una correspondencia de casi treinta años, y a su vuelta del exilio publicó por entregas una novela de inequívoca inspiración huguiana llamada La miseria.
Sometida a juicio tras el aplastamiento de la Comuna, espetó a sus jueces: “No me quiero defender. Pertenezco por entero a la revolución social. Declaro aceptar la responsabilidad de mis actos. Ya que, según parece, todo corazón que lucha por la libertad sólo tiene derecho a un poco de plomo, exijo mi parte. Si me dejáis vivir, no cesaré de clamar venganza y de denunciar, en venganza de mis hermanos, a los asesinos de esta Comisión”.
Finalmente no condenada a muerte, en 1873 fue deportada a la colonia francesa de Nueva Caledonia, en el Pacífico, para cumplir allí una condena de diez años. Durante los siete años que permaneció en la isla, estudió la naturaleza del lugar con espíritu científico, escribió el libro Leyendas y canciones de las gestas canacas, se hizo amiga de los nativos, cuya lengua aprendió, y en particular de quienes llevaron adelante la revuelta anticolonialista de 1878 contra Francia. “Una noche de tormenta durante la insurrección canaca -escribirá años después-, oí llamar a la puerta de mi compartimento en la choza. ¿Quién es? pregunté. Taïau, respondieron. Reconocí la voz de nuestros canacos, los que nos traían los víveres (taïau significa amigo). En efecto se trataba de ellos, venían a despedirse de mí antes de alejarse a nado bajo la tempestad para unirse a los suyos y combatir a ‘blancos malvados’. Entonces, dividí la banda roja de la Comuna, que había conservado a través de mil dificultades, y se la di como recuerdo”. Esta escena en la que una revolucionaria derrotada lega a revolucionarios que recomienzan la rebelión la insignia que identificaba a los communards -estrictamente, la producción de un symbolon-, fue recuperada por Horacio González en un bello pasaje sobre la revolución como “resto” que se transmite imprevisible y salvaje.
Cinco años después de regresar a París, Louise fue encarcelada nuevamente en 1885. Indultada, se negó a abandonar la prisión por solidaridad con sus compañeros que seguirían en ella. Pascal Quignard reproduce el extracto de una carta al Prefecto de París del 28 de diciembre de ese año: “Deje de importunarme con mi perdón. Debe usted tener la honestidad de dejarme tranquila en la prisión donde me puso sin preguntarme mi opinión”.[7] Ni en el destierro ni en la cárcel, Louise Michel mostró nunca arrepentimiento, ni cansancio, ni desaliento frente a la derrota, ni compunción. Una vida alejada tanto de las tristezas ovidianas en el exilio de Tomis como de la desesperanza sin lamento de Mandelstam en Vorónezh. La suya fue una vida en la confianza, que nunca le concedió nada a la adversidad.
La conmemoración de la Comuna encuentra en el símbolo que encripta el nombre de Louise Michel un legado extraño y precioso. Diferente al de Courbet, artista ácrata proudhoniano que pintaba campesinos, picapedreros, escenas del pueblo bajo sin ninguna concesión idealista y que participó en la Comuna de manera activa. Tras la derrota, también él fue encarcelado y luego debió exiliarse en Suiza, donde murió por la tristeza y por los estragos del alcohol. Artista de la derrota, honró a los revolucionarios masacrados durante la “Semana sangrienta” de Mayo de 1871 con diversos motivos alegóricos. El más impresionante es el que cifra la serie “Truchas”, de 1873. En su Melancolía de izquierda, escribe Enzo Traverso que “rara vez el sufrimiento de los seres humanos encontró una expresión tan sobrecogedora como en estas imágenes de peces agonizantes”; considera a Courbet el mayor intérprete de las derrotas revolucionarias en el siglo XIX, cuya pintura trasunta “una cultura de la derrota que revela la dimensión melancólica del socialismo francés bohemio y premarxista”[8]. El arte de Courbet entabla pues un diálogo con el infortunio de la vida humillada. Pocas veces el arte ha sido tan solidario con las clases populares como en estas naturalezas ya muertas, o en agonía.
8. ¿Quién es el interlocutor del poeta?, se preguntaba Mandelstam en un complejo ensayo de 1913 (¿quién -extendemos la pregunta- el interlocutor de las truchas de Courbet; quién el de la insolente confianza vitalista de Louise Michel…?). Allí, Mandelstam ponía a la poesía en contigüidad con la locura y afirmaba que el poeta se dirige a interlocutores desconocidos y lejanos[9]. Una pregunta similar, quizás, atesora la tarea y la responsabilidad de pensar el sentido de las rebeliones extintas: ¿de qué manera establecer una interlocución con los acontecimientos revolucionarios -con “la revolución como pasado”, según la expresión de Nicolás Casullo- para que una potencia anacrónica irrumpa como su herencia desconocida y aún por explorar? No dejar de interrogar el anhelo de justicia que bajo nuevos modos retoña una y otra vez en la vida humana, junto con memoria de Mandelstam -y de Anna Ajmátova, Marina Tsvietáieva, Vasili Grossman y tantos otros y otras- será parte de esa tarea y de la respuesta a esa pregunta, aún por construir. La tradición revolucionaria acaso podrá dejar de ser simplemente una “cosa del pasado” y -tal vez bajo otros nombres- volverse viva, si su promesa incumplida y nuestra interlocución con ella redunda finalmente en una trama de pasiones lúcidas, más fuerte y de sentido contrario a la afectividad apática y tanática que imponen los sistemas de dominación posthumanistas, los pasivos destierros tecnológicos y el consiguiente abandono del mundo.
[1] Nadiezhda Mandelstam, Contra toda esperanza, traducción de Lydia Kúper, Acantilado, Barcelona, 2012, pp. 94-95.
[2] Idem, p. 255.
[3] Aunque parezca una broma política, dos mil años después de la muerte del poeta, a instancias del Partido Cinque Stelle, en 2017 el parlamento de Roma revocó la deportación de Ovidio y sancionó su rehabilitación póstuma.
[4] En tanto, en los años más terribles de las purgas y las deportaciones (1935-1940), escribió Requiem. Y en su prólogo (“En vez de prólogo”), da cuenta del alma de su poesía: “Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer -los labios morados de frío- que nunca había oído mi nombre, salió del acorchamiento en el que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba solo en susurros): –¿Usted puede dar cuenta de esto? Yo le dije: –Puedo. Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro” (Anna Ajmátova, Requiem y otros escritos, versión de Monika Zgustova y Olvido Garcia Valdes, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2000)
[5] Nadiezda Mandelstam, op. cit., p. 328.
[6] Ósip Mandelstam, Cuadernos de Vorónezh, traducción de Jesús García Gabaldón, Igitur, Barcelona, 2002.
[7] Pascal Quignard, Los desarzonados, traducción de Silvio Mattoni, El cuenco de plata, 2013, p. 278.
[8] Enzo Traverso, Melancolía de izquierda, traducción de Horacio Pons, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2018, pp. 228-236.
[9] Como testimonio de esa distancia propia de la interlocución a la que aspira quien trabaja con la lengua, evoca dos poemas. El primero es de Baratynski: Pobre mi talento y poco alta mi voz / Pero vivo y mi existencia en esta tierra / Es para alguien amable: / Mi lejano descendiente la encontrará / En mis versos; ¿quién sabe? Con su alma / Mi alma se comunicará. / Como en mis tiempos he encontrado un amigo, / En la posteridad encontraré mi lector. El otro es de Sologoub: Mi amigo secreto, mi amigo lejano / Mira. / Soy la fría y triste / luz del alba… / Fría y triste / En la mañana / Mi amigo secreto, mi amigo lejano, / Voy a morir. (Osip Mandelstam, “Del interlocutor”, traducción de Ernestina Garbino, revista Nombresnº 6, 1995, pp. 189-195).