En un artículo de 2009, la feminista marxista estadounidense Nancy Fraser (2015) advertía sobre lo que consideraba una inquietante y peligrosa convergencia entre cierto ideario feminista y la ideología neoliberal. Un fenómeno que no sólo ocurría en el país de las barras y las estrellas, sino que se expresaba como una tendencia global, incluso en las periferias poscoloniales. Fraser observó cómo el neoliberalismo lograba resignificar las críticas feministas de la llamada “segunda ola” que, en su momento, fueron dirigidas al “Estado benefactor” en particular[1]. Retomadas por la razón neoliberal, se tornaron críticas al Estado en general y fueron traducidas en una defensa de la ultra liberalización de los mercados.
Esta lectura ha sido compartida por otras autoras (Alvarez, Sonia, 1999; Ghodsee, Kristen, 2004; Roelofs, Joan, 2007; Eisenstein, Hester, 2009; Rottemberg, Catherine, 2018), que notaron el auge del neoliberalismo con sus mercados para la diversidad de género, su ideología del empoderamiento femenino como una variante de la meritocracia y la eclosión de los negocios privados de las ONGs, llegando a hablar incluso de un nuevo “feminismo de mercado” (Kantola, Johanna y Squires, Judith, 2012).
En el momento de su formulación, la (auto)crítica de Fraser no pasó desapercibida e intentó ser rebatida por voces que insistían en que el feminismo de la segunda ola nunca fue abrumadoramente anticapitalista; que las críticas contra el Estado desarrollista también fueron formuladas por el “feminismo liberal”; que el feminismo no prosperó durante el periodo neoliberal; y que, en todo caso, el neoliberalismo habría cooptado la retórica del feminismo liberal, rechazando así el argumento de una afinidad entre neoliberalismo y feminismo que convertirían a este último en “el nuevo espíritu del capitalismo” (Funk, Nanette, 2013).
Quizás hace una década esta lectura se antojase exagerada; pero hoy día, las voces que advierten sobre la existencia y riesgosa proliferación de feminismos individualistas, “blancos”, meritocráticos y corporativos aún buscan hacerse oír, en medio de una poderosa marea violeta que avanza con demandas históricas, legítimas y urgentes. Esta marea se revela, al mismo tiempo, como un campo en disputa, atravesado por muy diversas interpretaciones e intereses, que divergen en cómo abordar la desigualdad de género y, por ende, en las estrategias para construir una “justicia de género”. Pues no existe un “Feminismo” como monolito, sino una pléyade de diferencias, contradicciones y tensiones entre los movimientos que articulan a las luchas de las mujeres, quienes también son sujetas muy diversas.
Las posturas más visibles, del llamado feminismo mainstream, se han alejado abiertamente de las reivindicaciones sociales y económicas, y han asumido la opresión de género como un fenómeno generalizado pero aislado de la realidad concreta y efectiva, construyendo a una mujer abstracta, que se encuentra separada de sus componentes de clase, etnicidad y racialización. De allí lo engañoso de la expresión “perspectiva de género”, que parte de una categoría analítica desarrollada en la academia anglosajona que migró hacia las academias del sur global, y cuyo uso a menudo oculta otras opresiones interseccionales, como lo han denunciado los feminismos descoloniales, indígenas y negros (Ochoa Muñoz, Karina, 2018). Las diferencias son sanas, por supuesto, y el feminismo ha sido potente en ese campo; pero el debate como espíritu motor de la política se ha enrarecido, porque es mucho lo que está en juego: la reproducción de la vida.
En lugares como México, bajo contextos sumamente “polarizados” por la escandalosa desigualdad, las grandes industrias mediáticas y los grupos de interés en defensa de sus rancios privilegios están participando ya como actores en este campo de disputa. Algunas expresiones de esas fuerzas conservadoras han asumido una retórica “feminista” a conveniencia, empleada como arma política en contra de quienes intentan trastocar el orden neoliberal. Desde el análisis de Fraser, este fenómeno es posible porque el neoliberalismo ha hecho del feminismo un discurso autonomizado respecto de su contenido, por lo menos en su versión “de mercado” donde lo vacía de su sentido crítico, anticapitalista y antipatriarcal.
Si los feminismos se reducen a meras enunciaciones como “perspectiva de género”, hashtags, memes y consignas para lucir en camisetas, la retórica se vuelve fácil de resignificar y un bocado digerible y mercantilizable para las derechas neoliberales, que hoy pueden presentarse como si históricamente hubiesen sido las campeonas de los derechos de todas las mujeres, impulsando feminismos empresariales que pueden muy bien converger con la ideología y las agendas neoliberales.
Este texto se propone esbozar algunas reflexiones sobre estos feminismos empresariales, con el propósito de poner sobre la mesa la pertinencia de la reivindicación de un feminismo no sólo anticapitalista sino también antineoliberal; es decir, un feminismo que busca una transformación de fondo aquí y ahora. Se trata de una discusión que, aunque ya ha sido abordada por una tradición de autoras, se vuelve necesaria de recuperar en el contexto mexicano, donde el triunfo electoral, inédito e histórico, de la izquierda partidaria en 2018 reactualizó las discusiones sobre el neoliberalismo y ha puesto a la defensiva a los intereses del capital, a pesar de que apenas se han logrado arañar, con muchas dificultades, algunas de sus prerrogativas.
1. Neoliberalismo: el enemigo de las mujeres
El neoliberalismo ha sido conceptualizado como un momento del capitalismo, caracterizado por el auge del libre mercado sin embridar y el establecimiento de políticas públicas económicas encaminadas a refuncionalizar el Estado, someterlo a los intereses empresariales, desmantelar la seguridad social, privatizar la empresa pública, “disciplinar” el gasto y favorecer la deuda pública y privada. Implicó un cínico matrimonio entre Estado y mercado, donde los funcionarios estatales eran los altos mandos empresariales y viceversa, que desfilaban por la puerta giratoria, práctica que aún persiste hoy, aunque en México el gobierno de López Obrador la ha condenado.
Bajo el eufemístico término de “ajustes estructurales”, el neoliberalismo se implementó primero en las periferias, mostrando la cara colonial de un nuevo sistema que se extendió de manera desigual en todo el mundo, minando la soberanía y profundizando el expolio y la dependencia económica. Se impuso primero, a sangre y fuego en Chile; después, en toda América Latina; en las naciones recién descolonizadas de Asia y África, así como en las ex repúblicas soviéticas y sus países aliados tras la caída del bloque socialista. Mientras que en los centros del capitalismo desarrollado, se aplicó de manera gradual aunque igualmente violenta, como nos muestra el caso de Grecia.
En realidad, el neoliberalismo ha operado como un patrón que intensifica la acumulación de plusvalor, pues abarata los costos de la fuerza de trabajo, los insumos y las materias primas. Inicialmente, eclosionó como una forma de contrarrestar la caída de la tasa de ganancia tras la crisis general de 1973, causada por la sobreproducción de los “treinta gloriosos”, inscrita en un ciclo capitalista que se repite: acumulación-pujanza-sobreproducción-crisis.
Al abaratar los costos de la reproducción social que está en manos del capital privado, las más afectadas hemos sido las mujeres, que nos encontramos en la base de esta reproducción, que se sostiene sobre nuestras labores de cuidado. Dicho abaratamiento se tradujo en la flexibilización laboral y la precarización de toda la clase trabajadora, convertida en una desdibujada “multitud” así como en la desregulación de las legislaciones ambientales, produciendo una naturaleza barata a disponibilidad del capital, que pone en asedio extractivista a los territorios y a la vida en las comunidades originarias.
El Estado neoliberal se deshizo de sus funciones sociales, privatizando derechos que nunca fueron dádivas del Estado desarrollista sino conquistas del movimiento obrero. De manera que los trabajos de reproducción social, sin el apoyo de las instituciones públicas, pasaron a sostenerse casi completamente sobre los hombros de las mujeres, convertidas en las administradoras privadas de la pobreza. Esto profundizó la división sexual del trabajo y agudizó las dobles y triples jornadas laborales de las mujeres que se incorporaban masivamente al mercado laboral.
La eficacia y la austeridad neoliberales requerían de trabajadores con bajos salarios, sin prestaciones y sin contratos; con legislaciones flexibles y un mercado laboral desregulado en el que las mujeres fueron compradas como las mercancías más baratas. Las contrataban si eran más “competitivas”, lo que implicó salarios menores a los de sus contrapartes hombres, y precarias condiciones laborales donde se agudizaron el hostigamiento y el acoso sexual: una atmósfera producida no sólo por la cultura patriarcal sino también por la propia flexibilización y desregulación neoliberal. Las mujeres se convirtieron en una de las fuerzas de trabajo más sobreexplotadas, como ocurre en la industria de las maquilas donde son vulnerables a las peores condiciones de violencia social.
Con el neoliberalismo, las formas de violencia contra las mujeres, imbricadas con lógicas de racialización y de clase, se reorganizaron como el centro de las coacciones sociales (Falquet, Jules, 2017), desatando una guerra social especialmente cruda contra mujeres, infancias y personas migrantes, sobre quienes recayeron las más brutales violencias económicas y sexuales. No podemos olvidar que el capitalismo neoliberal se abrió camino violando derechos y convirtiéndonos en gente desechable, precarizando aún más las condiciones de vida de las mujeres. La crisis de feminicidios, primero desatada en Ciudad Juárez en 1993 pero después extendida a otras zonas del país, eclosionó como un efecto del neoliberalismo, con su cosificación y deshumanización de las mujeres trabajadoras de la maquila (Krásná, Johanna y Deva, Sagar, 2019), resultado de su ciclo de consumo-deshecho de cuerpos (Monárrez Fragoso, Julia, 2002).
La masiva incorporación del trabajo femenino al mercado laboral desregulado bajo el neoliberalismo, permitió que las mujeres se volvieran proveedoras con relativa independencia, pero en condiciones sumamente precarias y violentas. Esto incidió, aparentemente, en el cumplimiento de las demandas feministas por la liberación económica de las mujeres sometidas al salario familiar patriarcal, logrando romper, parcialmente, su dependencia económica respecto al pater familias. Pero, bajo su forma asalariada, este trabajo “libre” no implicó una emancipación de las mujeres en el sentido humano y libertario. El neoliberalismo debilitó lo que Silvia Federici (2018) conceptualizó como el “patriarcado del salario”: al extender la familia con dos proveedores y los hogares monoparentales (encabezados por mujeres), pero con salarios deprimidos, sin seguridad social, con dobles y triples jornadas y con un descenso en el nivel y calidad de vida (Fraser, Nancy, 2015). No era, sin duda, la revolución feminista que queríamos.
Estos salarios precarizados prometían a las mujeres liberarlas de la autoridad masculina y paternalista tradicional del padre, del marido, del hermano, del sacerdote, del médico y del Estado mismo. De manera que la crítica feminista al paternalismo patriarcal pudo resignificarse bajo el nuevo sentido común neoliberal que supo crear una nueva leyenda: la de individuas libres, sin trabas y hechas a sí mismas, que se “empoderan” con la ausencia de los obstáculos que pone el Estado. El neoliberalismo descubrió que la meritocracia también podía tener rostro de mujer y volvió a poner de manifiesto que, en algunos momentos de la historia, la autoridad paternalista también se vuelve un obstáculo para la expansión capitalista (Fraser, Nancy, 2015). Tal como ya lo había observado Marx (2003), quien conceptualizó al proletario como un sujeto libre en doble sentido: libre de venderse y libre de sus medios de vida. Por ello, los personeros del capital bien pueden asumir retóricas “feministas” y hasta “antipatriarcales”, convirtiendo los sueños feministas en pesadillas: unciendo el proyecto libertario de emancipación de las mujeres al motor de la acumulación capitalista (Fraser, Nancy, 2015). Y produciendo su propio feminismo, a imagen y semejanza de la subjetividad neoliberal, y en pro de sus intereses.
2. Feminismos neoliberales, feminismos de mercado
“Feminismo de mercado”, así es como algunas autoras le han llamado a aquellas estrategias que recurren al mercado para lograr la anhelada equidad de género; a los compromisos de ciertos feminismos con las agendas de política pública mediadas por organizaciones del sector privado que siguen la lógica de mercado (Kantola, Johanna y Squires, Judith, 2012). Pues así como el neoliberalismo fue el resultado de la crisis causada por el agotamiento y las propias contradicciones desarrolladas al interior del patrón de acumulación keynesiano, podríamos aventurar la idea de que el feminismo de mercado surge como un resultado de los propios límites de lo que Johanna Kantola y Judith Squires (2012) han denominado “feminismo de Estado”, para referirse a la “maquinaria” que promueve la equidad de género al interior de las instituciones del aparato de Estado, con lógicas particulares y a veces contradictorias, que no escapan de relacionarse con la empresa privada.
El auge del feminismo de mercado se da, precisamente, de la mano del neoliberalismo con su profundización del gobierno del mercado sobre la vida. Este régimen oscurantista que ha ordenado nuestras vidas durante las últimas cuatro décadas, ha producido una subjetividad que ignora las causas estructurales que producen la desigualdad, mientras abraza la responsabilidad individual y privada de su propio bienestar. La subjetividad neoliberal que se expresa en ciertos feminismos, entonces, es aquella que “hace de la desigualdad de género un asunto individual y ya no estructural” (Rottemberg, Catherine, 2018, p. 55), más relacionado con las elecciones de vida personales y las capacidades individuales, que con las condiciones sociales de explotación.
Partiendo de estas premisas individualistas y egoístas, el feminismo neoliberal promueve la venta de microcréditos para las mujeres “emprendedoras” y “empoderadas” como programas de autoayuda individual. Anuncia programas de “bancarización” de las mujeres para celebrar el 8M, como si se tratase de grandes logros feministas. E impulsa a ONGs que pasan a suplir el papel del Estado y la comunidad organizada para dar asistencia social, mientras forma redes clientelares y una ciudadanía pasiva, mientras impulsan la agenda del capital internacional, abandonando todo esfuerzo estructural para impulsar la justicia de género como forma de justicia social.
Con este feminismo de mercado comenzaron a proliferar los llamados mercados violetas y el maquillaje de responsabilidad social de género para las empresas transnacionales, que han mercantilizado la retórica feminista. Como observa Tica Moreno (2020), a través de la mercadotecnia, las corporaciones vinculan el empoderamiento de las mujeres a su inclusión financiera y al consumo de ciertos productos, asociando fuerza y empoderamiento con belleza y con una “causa” social, mientras el objetivo sigue siendo la ganancia. Es así que monstruos transnacionales como Unilever pueden vender marcas como Dove en un nicho de mercado violeta con campañas de belleza real y body positive que ensalzan la autoestima femenina, al mismo tiempo que su marca Axe refuerza imágenes patriarcales de sumisión de las mujeres.
Para el feminismo de mercado la nueva masculinidad también vende, como lo muestra la campaña de la cervecera Heineken para promocionar su marca mexicana Tecate, que lanzó comerciales en contra de la violencia machista, con el eslogan: “Si no la respetas, Tecate no es para ti”. Este activismo de marca se dirige al hombre “deconstruido” para que realice ganancias a ese capital; mientras “respeta” a las mujeres, mantiene intactas las estructuras del capitalismo y el despojo de las reservas de agua que hacen las empresas cerveceras en el norte de México. Pero esto no importa, porque para el “ciudadano” neoliberal-consumidor, es una empresa comprometida contra la violencia de género. Algo similar ocurrió con Grupo Salinas, consorcio empresarial que se sumó al paro feminista #UnDíaSinMujeres del 9 de marzo de 2020, en contra de la violencia de género y los feminicidios. Apoyando a sus trabajadoras un día del año mientras las sobreexplota cotidianamente y las expone, sin reparos y sin medidas de protección, al contagio de covid.
Las derechas, aliadas de los intereses del capital, se han visto obligadas a asumir la retórica feminista pero suscribiendo este feminismo de mercado, neoliberal, empresarial y meritocrático; haciendo un uso estratégico de ciertos tópicos feministas y ofreciendo oportunidades laborales a las mujeres mientras persisten en su defensa de la familia tradicional (Giordano, Verónica y Rodríguez, Gina Paola, 2020). Pues, en los hechos, la agenda neoliberal aunque se presente como supuestamente comprometida con la responsabilidad social de género, sólo ofrece soluciones privatizadas para que las mujeres concilien sus labores remuneradas con el trabajo de cuidados, mediante la flexibilización y el homeoffice(Moreno, Tica, 2020) que profundizan la explotación y la división sexual del trabajo en el hogar.
El feminismo de mercado no sólo lucra con productos que se venden con empaque feminista, sino también con los patrocinios corporativos: mediante asociaciones financiadas por el capital internacional, como algunas ONGs que implementan programas para poblaciones específicas, “compensando” la destrucción socioambiental que las propias corporaciones han producido; y a través de la subvención de campañas políticas para hacer lobby, como ocurre con la organización “Sí por México”, iniciativa de oposición política fundada por empresarios de la COPARMEX para impulsar causas como la “paridad de género”, mientras invitan por igual a organizaciones feministas que providas, frenando en las cámaras iniciativas como el derecho al aborto.
Bajo el neoliberalismo, también han proliferado las consultorías feministas, especializadas en garantizar el compromiso de empresas y gobiernos con los derechos de las mujeres, pero no de manera gratuita. Así ocurrió con ciertas ONGs que se tornaron, de la noche a la mañana, en “expertas” de género, a la manera exigida por la tecnocracia. Con dinero público, son contratadas para hacer evaluaciones sobre cómo implementar políticas públicas “de género”, así como para elaborar indicadores de desigualdad de las mujeres (Kantola, Johanna y Squires, Judith, 2012).
Esto ha sido posible bajo un régimen que nos vendió la creencia de que las empresas privadas son los principales agentes del bienestar, como si no fueran igualmente responsables de las condiciones de opresión que sufrimos las mujeres y de la violencia de género que se ha agudizado en los últimos cuarenta años. Como si fuese sólo responsabilidad de las instituciones del Estado y bastara con hacer reformas legales en materia de seguridad e impartición de justicia, y como si el ejercer la cultura machista fuese una “elección” meramente individual. Esto se refleja en el punitivismo individualista de ciertos movimientos feministas radicales, que reactualizan la subjetividad neoliberal que personaliza la violencia de género sin mediaciones de racialización y de clase, y que han resignificado la consigna de “lo personal es político” como una defensa de los intereses individuales y privados, tergiversada a una suerte de “mi causa soy yo misma”. Pero también se expresa en el fracaso de las soluciones legalistas de protocolos contra la violencia de género, que no pueden acabar con la raíz del problema porque no tocan las estructuras fundamentales de la violencia y la opresión, las cuales se agudizaron bajo el régimen neoliberal.
Es por ello que el feminismo neoliberal, con su subjetividad empresarial, prefiere afrontar las reivindicaciones de reconocimiento a las de redistribución y justicia social, imponiendo una “igualdad de oportunidades en la dominación” (Arruzza, Cinzia, Bhattacharya, Tithi y Fraser, Nancy, 2019). Porque hoy la igualdad de género es un buen negocio, un “ganar-ganar”, como lo dijo la ONU Mujeres, pero ¿para quiénes? El feminismo empresarial despolitiza la lucha de las mujeres, reduciendo el feminismo a un “estilo de vida” como decisión individual, a una forma de consumo elitista, y a una ideología del empoderamiento meritocrático y de inserción en el mercado. Todo ello dirigido a algunas mujeres: aquellas que, ya en la cima, pueden fácilmente “romper el techo de cristal” sin trastocar jerarquías, en tanto se sostienen sobre la explotación de mujeres desposeídas, racializadas y marginadas, las más vulnerables en una sociedad desigual.
Frente a este panorama, algunos feminismos se preguntan cómo hacer para que nuestros instrumentos transformadores no devengan útiles a los intereses del capital y cómo construir estrategias políticas en contra del expolio neoliberal.
3. Tender puentes: hacia un feminismo antineoliberal, comunitario y transformador
En la coyuntura que vive México, es posible y necesario el despliegue de un feminismo antineoliberal que en forma franca se proponga poner freno a esa visión mercantilizada, de consumo individualizado, que entiende la inclusión como un asunto de dinero. Pues esas “oportunidades” que ofrece la visión empresarial esconden nuevas y más profundas opresiones y lógicas de sujeción de las mujeres.
Necesitamos un feminismo que repolitice la lucha de las mujeres, en tanto se actúe con la conciencia de la fuerza de transformación integral que representa la lucha por la liberación y emancipación. Porque en las condiciones de crisis civilizatoria en las que nos encontramos, no basta con luchar por los derechos políticos que operen en un capitalismo “incluyente” para unxs pocxs. Nuestro horizonte de lucha piensa la justicia de género como parte de una justicia mayor, que busca poner fin a las formas patriarcales, racistas y explotadoras del capital sobre todos los seres vivientes. Es por ello que la lucha de las mujeres se levanta como una defensa de la vida, como una lucha en contra del capital y sus personeros, que se alimentan de nuestros cuerpos y territorios, que viven de la muerte de quienes dejamos la vida en la realización de sus ganancias porque nos han despojado de todo, pero no nos han robado el futuro todavía.
Un feminismo antineoliberal, entonces, significa interferir con la dinámica de acumulación y despojo del capital, que rompe los lazos comunitarios y pone en asedio la vida. Supone luchar contra la subjetividad neoliberal que se nos impone y que reproducimos en nuestros fueros más íntimos. Y en el contexto sociopolítico en que nos encontramos hoy en México, implica también una lectura fina de las coyunturas para tomar postura y emplazar una posición ético-política en favor de la justicia social, recuperando los feminismos plebeyos y populares que pueden construir desde–y–con las izquierdas. Porque compartimos el objetivo de terminar con todas las opresiones, reconociendo el gran peso de la opresión de género, pero sin perder de vista que ésta se encuentra atravesada por otras opresiones que hacen que mujeres y hombres, en nuestra diversidad concreta y múltiple, suframos el capitalismo de manera diferenciada.
El espíritu del feminismo es un espíritu de transformación, no de conservación de los privilegios de unxs cuantxs. Y su florecimiento requiere de un terreno político fértil para que la movilización de las mujeres avance, contribuya, se despliegue, se aterrice en demandas organizadas y logre posicionar la lucha que afecta a los privilegios patriarcales. Y esto no se logrará bajo proyectos políticos neoliberales que son falsos amigos de las mujeres. Para inventar lo que aún no existe, precisamos partir de lo que hay, asumiendo sus límites y contradicciones para transformarlas y llevarlas más allá. Abramos pues un amplio y directo debate en el movimiento plural y levantemos con decisión la bandera de los feminismos antineoliberales.
Referencias
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[1] Para Nancy Fraser (2015) las críticas del feminismo de la segunda ola al Estado keynesiano (después resignificadas por el neoliberalismo) son fundamentalmente cuatro: a su economicismo, que ocultó la desigualdad de género centrando su atención sólo en la desigualdad de clase; contra su androcentrismo, debido a que centró sus esfuerzos en el ciudadano varón trabajador, proveedor, padre de familia y perteneciente a la mayoría étnica; sobre su estatismo, pues convirtió a la ciudadanía en un agente pasivo; y contra su westfalianismo, que hacía de las obligaciones de justicia vinculantes aplicables sólo a los conciudadanos, legitimando el imperialismo.