Como nuestro americano, nacido en Cuba, y perenne defensor de la relevancia que tienen las utopías en el transcurrir de todos los procesos sociales, políticos e ideológico-culturales de las naciones y los pueblos, así como de sus correspondientes proyecciones internacionales, leí con mucha atención las profundas referencias a la historia, la actualidad y la futuridad de las interrelaciones entre los gobiernos de los Estados Unidos y de los 33 Estados Nacionales políticamente independientes, actualmente existentes en América Latina y el Caribe que realizó el presidente de los Estados Unidos Mexicanos, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), en ocasión del bicentenario del natalicio de El Libertador Simón Bolívar.
Las emociones que me motivaron sus palabras llegaron a su cúspide cuando, con su inobjetable rigor historiográfico, con su peculiar y eficaz lenguaje, así como con su probada valentía política, él señaló:
“La consigna de ‘América para los americanos’ terminó de desintegrar a los pueblos de nuestro continente y destruir lo edificado […] por Bolívar. A lo largo de casi todo el siglo XIX se padeció de constantes ocupaciones, desembarcos, anexiones y a nosotros nos costó la pérdida de la mitad de nuestro territorio, con el gran zarpazo de 1848”.
Y agregó:
Esta expansión territorial y bélica de Estados Unidos se consagra cuando cae Cuba, el último bastión de España en América, en 1898, con el sospechoso hundimiento del acorazado Maine en La Habana, que da lugar a la enmienda Platt y a la ocupación de [del territorio en la que todavía está enclava su Base Militar en] Guantánamo; es decir, para entonces Estados Unidos había terminado de definir su espacio físico-vital en toda América.
Desde aquel tiempo, Washington nunca ha dejado de realizar operaciones abiertas o encubiertas contra los países independientes situados al sur del Río Bravo. La influencia de la política exterior de Estados Unidos es predominante en América. Solo existe un caso especial, el de Cuba, el país que durante más de medio siglo ha hecho valer su independencia, enfrentando políticamente a los Estados Unidos. Podemos estar de acuerdo o no con la Revolución Cubana y con su gobierno, pero el haber resistido 62 años sin sometimiento, es toda una hazaña. […]
En consecuencia, creo que, por su lucha en defensa de la soberanía de su país, el pueblo de Cuba, merece el premio de la dignidad y esa isla debe ser considerada como la nueva Numancia por su ejemplo de resistencia, y pienso que por esa misma razón debiera ser declarada patrimonio de la humanidad”.
En mi criterio, esos conceptos fueron totalmente coherentes con la que AMLO denominó su “utopía” de “construir algo semejante a la Unión Europea, pero apegado a nuestra historia, a nuestra realidad y a nuestras identidades”; incluida “la sustitución de la OEA [Organización de Estados Americanos] por un organismo verdaderamente autónomo, no lacayo de nadie, sino mediador a petición y aceptación de las partes en conflicto, en asuntos de derechos humanos y de democracia”; ya que, a su decir, “el modelo impuesto” por los Estados Unidos “está agotado, no tiene futuro ni salida”, ya que “no beneficia a nadie”.
Sin embargo, sería deshonesto de mi parte afirmar que coincido con otros de los componentes de su alocución y, en particular, con su afirmación de que “en la actualidad hay condiciones inmejorables para alcanzar [el] propósito de respetarnos y caminar juntos sin que nadie se quede atrás” en la búsqueda “de una nueva convivencia entre todos los países de América”.
Fundamento mi desacuerdo con esa aseveración y con su posterior propuesta de que los gobiernos de los países integrantes de la CELAC negocien y firmen, sobre esas bases, un tratado económico y comercial con Canadá y con los Estados Unidos orientado a “fortalecer el mercado interno en nuestro continente”, en los estudios e investigaciones que desde hace varias décadas he venido realizando acerca de las siempre asimétricas y agresivas interrelaciones de esa última potencia imperialista con los Estados situados en el ahora llamado “sur político del continente americano”; incluidas las anunciadas o desplegadas por la que denomino “maquinaria de la política exterior, de defensa y seguridad imperial de los Estados Unidos” durante los primeros ocho meses del “gobierno temporal” del demócrata Joe Biden.
Entre otras razones porque, a pesar de los cambios en su retórica, así como en algunos de los comportamientos de sus más altos funcionarios políticos, tanto en sus doctrinas de “defensa y seguridad”, como en muchas de sus prácticas siguen preponderando sus continuidades con relación a las estratagemas desplegadas por su reaccionario antecesor republicano, Donald Trump. En especial, en sus interrelaciones con los estados-nacionales latinoamericanos y caribeños gobernados por sus “fuerzas políticas de izquierda y progresistas” y, especialmente, hacia los integrantes de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio entre los Pueblos (ALBA-TCP): Antigua y Barbudas, Bolivia, Cuba, Dominica, Granada, Nicaragua, Saint Kitts y Nieves, San Vicente y las Granadinas, así como Venezuela.
En el espacio destinado a estas reflexiones me resulta imposible fundamentar esas afirmaciones; pero basta contrastar el respaldo o el silencio cómplice de las actuales autoridades estadounidenses frente a las sistemáticas violaciones de los derechos humanos para todos y todas y/o de las llamadas “libertades democráticas” que siguen perpetrando los gobiernos de sus principales aliados hemisféricos (entre ellos, los actualmente instalados en Brasil, Chile, Colombia, Honduras, Paraguay y Uruguay) con las acciones agresivas que sigue emprendiendo la actual administración estadounidense contra los gobiernos y los pueblos de Cuba, Nicaragua y de la República Bolivariana de Venezuela.
A lo antes dicho puede agregarse el apoyo que le siguen ofreciendo las actuales autoridades del Departamento de Estado y del Consejo Nacional de Seguridad de los Estados Unidos a las pretensiones del actual Secretario General de la OEA, Luis Almagro, de utilizar los enunciados de la mal llamada Carta Democrática Interamericana (aprobada el 11 de septiembre de 2001) para justificar sus acciones agresivas contra los gobiernos de esos dos últimos países, así como de mantener el funcionamiento del hasta hace poco denominado Grupo de Lima, algunas de cuyas posiciones siguen siendo defendidas con mayor o menor consistencia, según el caso, por los actuales gobiernos de Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Guatemala, Guyana, Haití, Honduras, Panamá, Paraguay y Uruguay.
A pesar de su creciente desprestigio, acentuado por sus ineludibles responsabilidades en el golpe de Estado contra Evo Morales que se produjo en Bolivia a fines de 2019 y, por lo tanto, en los crímenes cometidos por el gobierno de facto, presidido por Jeanine Áñez, tales comportamientos de Almagro siguen siendo posibles porque aún conserva el respaldo de la mayoría de los gobiernos de los Estados actualmente integrantes del Sistema Interamericano, incluidos los de Estados Unidos y Canadá.
Por otra parte, y sin negar en lo más mínimo la importancia de la OEA y de sus diferentes órganos y comisiones permanentes, esta solo es una de las múltiples instituciones oficiales u oficiosas del continente americano que conforman la que he denominado “tela de araña” tejida bajo los vetustos y engañosos conceptos del “panamericanismo” impulsados y defendidos por sucesivos gobiernos demócratas y republicanos de los Estados Unidos desde la última década del siglo XIX hasta la actualidad.
Entre ellas, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), fundado por la administración de Dwight Eisenhower inmediatamente después del triunfo de la Revolución Cubana. Como se ha documentado, las decisiones de ese Banco (ahora presidido, por primera vez en su historia, por uno de los representantes más reaccionarios de la maquinaria económico-financiera de los Estados Unidos: Mauricio Claver-Carone), muchas veces han estado articuladas con las acciones desplegadas en el terreno militar y en el campo de la ahora llamada “seguridad no tradicional” por la maquinaria de la política exterior, de defensa y seguridad imperial de los Estados Unidos; incluidas las orquestadas por la tristemente célebre Junta Interamericana de Defensa (JID), fundada en 1942, y luego fortalecida por la suscripción en 1947 del mal llamado Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR).
Como se recordará, ese ahora vetusto tratado fue utilizado, en 1962, para lograr la expulsión de Cuba de la OEA, para darle un ropaje multilateral a la brutal agresión de Estados Unidos de fines de abril de 1965 contra el pueblo dominicano y, durante la administración de Donald Trump, para tratar de articular con sus principales aliados interamericanos y al margen de la OEA sus multiformes agresiones contra el pueblo y gobierno de la República Bolivariana de Venezuela, presidido desde el 2013 por Nicolás Maduro.
A pesar de que desde el 2006 fue formalmente subordinada a la Comisión de Seguridad de la OEA, la JID (que mantiene su autonomía jurídica y funcional) sigue contribuyendo de manera sistemática a la organización de las Conferencias de Ministros de Defensa de las Américas y de las Reuniones de sus Jefes de Ejércitos, Marina y Aviación; en cuyas escasamente transparentes deliberaciones siguen participando los representantes de las Fuerzas Militares de algunos de los estados gobernados por las fuerzas “de izquierda y progresistas” actualmente instalados en América Latina y el Caribe.
En mi compresión, esto último es uno de los tantos indicios existentes acerca de que, por diversas razones que trascienden los objetivos de este artículo, entre estos aún no existe el consenso necesario para sustituir a la OEA “por un organismo verdaderamente autónomo, [que] no [sea] lacayo de nadie”. Y, por tanto, para llevar a la práctica los enunciados de la Declaración de América Latina como zona de Paz, aprobada de manera unánime por todos los mandatarios o sus representantes que participaron en la segunda Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) realizada en La Habana a comienzos del 2012.
De lo anterior y de mi lectura de los importantes resultados de la VI Cumbre de esa organización de concertación política y cooperación realizada en México (sin la presencia de los mandatarios de Brasil y Colombia), lo que he planteado en otras de mis aproximaciones al pasado, al presente y al indeterminado futuro de las relaciones interamericanas: la historia ha demostrado que los cambios positivos que ocasionalmente se han producido en las asimétricas relaciones interamericanas, desde fines del siglo XIX hasta la actualidad, siempre han sido uno de los frutos de las derrotas que se les han propinado a las clases y grupos dominantes en nuestros correspondientes países y a las respuestas contrarrevolucionarias e incluso contra reformistas emprendidas, de manera más o menos brutales, según el caso, por el que José Martí denominó de manera metafórica “gigante de las siete leguas”.
Y, en esa perspectiva, seguirá siendo necesario que los gobiernos de “izquierda y progresistas” actualmente existentes, o que se instalen en los próximos años, así como los movimientos sociales, políticos e ideológico-culturales de los pueblos de Nuestra América continúen concertando sus multifacéticas luchas y sus diversas “alianzas defensivas” dirigidas a obtener la que Martí denominó su “segunda independencia” frente a la República imperial todavía institucionalizada en los Estados Unidos.
La Habana, 20 de septiembre de 2021