Mucho se ha hablado en torno a las posibles explicaciones de la violencia criminal en México. Una de ellas, posicionada como moneda de cambio, señala una falta de estrategia por parte de los tomadores de decisiones para hacer frente a las organizaciones criminales y, entre las más arriesgadas, se posicionan aquellas que señalan la infiltración criminal en las estructuras de gobierno. (Zepeda, 2018) Suenan bien. Son intuitivas y exhiben la incompetencia, el desorden y la impunidad en el actuar de las autoridades. El tema con tales, e independientemente de que hayan sido elaboradas por una comentocracia ávida de reflectores, es que se pueden subsumir en interpretaciones un poco más robustas que discuten el carácter mismo de nuestra formación estatal así como los mecanismos que desde el Estado se han utilizado para regular y hacer frente a las organizaciones criminales y sus manifestaciones violentas.
ESTRUCTURA
Para la teoría política contemporánea, la concepción weberiana del Estado moderno se ha convertido en una especie de definición estándar. Weber define al Estado como:
“Una asociación de domino de tipo institucional, que en el interior de un territorio ha tratado con éxito de monopolizar la coacción física legítima como instrumento de dominio, y reúne en dicho objeto los medios materiales de explotación en manos de sus directores pero habiendo expropiado para aquellos a todos los funcionarios de clase autónomos, que anteriormente disponían de aquellos por derecho propio, y colocándose a sí mismo, en lugar de ellos, en la cima suprema” (Weber, 2008, 1063)
El tema con la interpretación weberiana para las formaciones sociales latinoamericanas es que puede suponer la construcción ahistórica del Estado bajo un supuesto teleológico, dónde la hipóstasis estatal es el Estado occidental. Bajo ese talante, y extrapolando la definición weberiana al amparo del funcionalismo norteamericano, se clasifica al Estado latinoamericano como precario y débil en función a que no cumple con las características tipológicas señaladas por la teoría. Así, las tensiones entre Nación y región, la coexistencia conflictiva de la dominación estatal con otro tipo de controles políticos, el inacabado monopolio legítimo de la violencia y el distanciamiento entre lo normativo y la vida social son vistos como abolladuras a la entelequia estatal y no como especificidades a explicar.
Para este caso en lo particular, la presencia de organizaciones criminales no pueden ser entendidas bajo la lectura de estados débiles o precarios. Más bien, se deberían de poder explicar como parte de los mecanismos de dominación construidos históricamente en formaciones sociales dónde el Estado se encuentra escasamente centralizado, el funcionamiento del mercado es subóptimo y la burocracia es ineficaz. En estos contextos, emergen figuras de mediación entre un orden legal y las criminalidad con el fin de ordenar, regular y controlar los beneficios “que no pueden ser distribuidos según las reglas oficiales” (Gellner, 1977,14) y que establecen relaciones de intercambio bajo esquemas de protección/ extorsión.
En México, la construcción del Estado moderno deviene del cese de hostilidades entre las distintas facciones en pugna de la Revolución Mexicana, en especial con la consolidación del dominio del grupo Sonora, la creación de un Ejército profesional y la construcción de instituciones a la égida de la Constitución de 1917. La institucionalización del combate al delito implicó la expedición de normativa y la creación de dependencias para hacerle frente, entre las cuales destaca, por su centralidad, la Dirección Federal de Seguridad (DFS), la policía política del régimen.
Con la DFS, el gobierno “fue capaz de organizar y desplegar las campañas antinarcóticos en el marco más amplio de las estructuras de control político y social” (Serrano, 2007, 264) al tiempo de constituirse como “el primer eslabón de una larga cadena de ajustes institucionales emprendidos por las autoridades mexicanas con el afán de controlar y regular la actividad ilícita del narcotráfico” (Ibíd., 265-266, resaltado mío). Ello permitió, “la contención de impulsos intervencionistas de EU, la preservación de un mercado contenido y en manos de nacionales y la protección del Estado de los efectos más nocivos del mercado ilícito” (Ibíd., 255)
Las autoridades federales que debían combatir la producción, el tráfico y la distribución de drogas no sólo no lo hicieron; antes bien, “lo regularon y/o protegieron las actividades criminales a cambio de beneficios económicos y de la subordinación política de los […] empresarios criminales (Astorga, 2007,259). En ese contexto, hay que entender que “no eran personas en particular las que tenían esa capacidad, sino toda una estructura” (Ibíd. 240) que en términos prácticos organizaba la logística de las actividades criminales e intermediaba las “rentas obtenidas, en una dinámica que combinaba la protección y la extorsión al delincuente y las proporcionaban a las jerarquías de decisión política de mayor relevancia” (Flores, 2019, 68)
El protagonismo de la DFS no significó que otras instancias no se hicieran presentes en la mediación entre lo legal y lo ilegal. Desde agrupamientos locales, hasta instancias de alcance nacional, como la Policía Judicial Federal (PJF), participaron en ésta; no obstante, resalta por su importancia y trascendencia en el tiempo el Ejército. Desde:
“Generales revolucionarios convertidos en políticos o en jefes militares regulares brindaron protección a un incipiente comercio ilegales de drogas y ellos mismos o sus sucesores continuaron en el negocio a lo largo del tiempo, cuando este comercio había cobrado ya proporciones mucho más considerables y los delincuentes tradicionales habían amasado fortunas y un poderío significativo.” (Flores, 2020, 67)
Sobre la participación del Ejército se pueden resaltar varias cosas. Su intervención formal en el combate a las drogas, y a contrapelo de la opinión pública, data de 1938, en particular en la erradicación de cultivos ilícitos. No obstante, su movilización masiva y coordinada en distintas regiones del país en actividades antidrogas data de la década de 1970, década dónde se empalman contrainsurgencia con lucha antidrogas. Entre 1976 y 1977, se movilizaron más de 10, 000 efectivos, en coordinación agentes de la Procuraduría General de la República[1], en los estados de Sinaloa, Durango y Chihuahua (triángulo dorado) en el marco de la Operación Cóndor, centrada, principalmente, en actividades de erradicación e interdicción de drogas, dejando tras de si una estela de horror, muerte y destrucción. En situación similar se encuentra la Operación Telearaña, a inicio de la década, de cariz contrainsurgente, destinada a combatir a las guerrillas en el estado de Guerrero y que implicó el despliegue de 24 mil soldados haciendo de la entidad un teatro de operaciones experimental bajo el impulso doctrinal de la Guerra de Baja Intensidad.
El empalme señalado marcó a toda una generación de militares. Verónica Oikón comenta que para la década de 1970 los antecedentes en la hoja de servicios militares ya no podía incluir experiencia de combate en la Revolución, para la promoción en el escalafón militar se requería de la experiencia en contra de la guerrilla. Como ejemplo señala a Enrique Cervantes Aguirre, quién:
Fue uno de los oficiales que llevó a cabo acciones en contra del Partido de los Pobres, y quien encabezando una “generación de jefes militares con amplia experiencia en el campo contrainsurgente”, alcanzaría el más alto puesto en el escalafón militar [Secretario de la Defensa de Ernesto Zedillo]. “Otros jefes cercarnos a Cervantes Aguirre, como Mario Arturo Acosta Chaparro o Francisco Quiroz Hermosillo” (Ibíd., 68)
Esta generación fue, básicamente, la que combatió a los ejércitos zapatista de liberación nacional y popular revolucionario y, también, a las grandes manifestaciones de macrocriminalidad en la década de 1990. Sobre esto último destaca el rol de mediación ya apuntado, pues al tiempo que en la formalidad hacían frente a las organizaciones criminales, en términos reales se ha documentado su participación activa en el mercado de las drogas. Quizá el ejemplo más claro sea el del cataplasma contrainsurgente Mario Arturo Acosta Chaparro[2].
La centralidad de la DFS se desdibujó con su disolución en 1985. Agentes de la DFS y de la PJF fueron involucrados en el asesinato del periodista Manuel Buendía y del agente de la DEA Enrique Camarena. Más allá de la crisis diplomática, sus efectos prácticos en el mundo de la criminalidad tras la captura de la plana mayor de la organización criminal de Guadalara, de la participación ilegal de agentes de la DEA en territorio nacional, la presión norteamericana orilló al gobierno mexicano a disolver su ariete histórico en la regulación del mundo de las drogas. Con ello, el vacío dejado fue copado por la PJF, corporaciones locales diversas y el Ejército. Todo ello en un contexto de creciente competencia del sistema de partidos, apertura al mercado global, lucha abierta entre organizaciones criminales y de un cambio doctrinal en las fuerzas armadas.
CONTEXTO
Las modificaciones en el patrón de acumulación de capital a escala global impactaron a la economía mexicana desde la década de 1980. No obstante, es en la siguiente cuando se consolidaron sus cambios en la estructura productiva con la desregulación económica, la venta masiva de empresas públicas y la privatización de servicios, en especial durante la presidencia de Carlos Salinas. Políticamente, el PRI sufrió una ruptura en 1988 con la salida de la corriente democrática que posteriormente se constituiría, junto con otras formaciones políticas, en el PRD; ya en 1997 la composición del Congreso, por primera vez desde la posrevolución, sería de tres fuerzas políticas representativas a nivel nacional. En el año 2000 el Revolucionario Institucional perdió el Ejecutivo Federal.
En términos criminales, la desintegración del grupo Guadalajara, una especie de federación criminal para la costa pacífico, redituó en la confrontación entre organizaciones originarias de Sinaloa y con particular encono en las ciudades fronterizas de Baja California. Por otro lado, se señala “la configuración de circuitos institucionales para proteger la comisión y continuidad de prácticas ilícitas- el tráfico de droga […] en esa subred de poder que ejerció la Presidencia de la República entre 1988 y 1994” (Flores, 2020, 410) a favor de la organización criminal del golfo. Lo anterior derivó en una compleja configuración dónde ya no sólo se disputa el control de cultivos o áreas de trasiego, ahora se agrega la disputa por la venta de drogas al menudeo (Picatto, 2022) en un entorno competido, con una posición hegemónica inexistente y con el esquema de mediación señalado en proceso de recomposición.
Sobre este último punto se tiene que señalar que la emergencia del sistema de partidos impactó en la organización de la seguridad pública y, por ello, en la mediación entre lo legal y lo ilegal. Los cargos en la materia son vistos como “parte del botín de los partidos políticos, lo que se refleja en el proceso de designación de los directores generales, mandos medios y superiores que responde más a la lealtad política que a las capacidades” (Moloeznik, 2007, 219); además, las filiaciones políticas no parecen ser un tema de preocupación de las organizaciones criminales, tomando en cuenta su carácter intercambiable, esto es el esquema de protección/extorsión está sujeto a una diversidad de agentes desde el orden local. El resultado son múltiples actores con intereses diversos y en desmedro abierto a la conformación de policías con capacidades y vocación institucional.
Es en este contexto de emergencia del sistema de partidos y de recomposición criminal y de los esquemas de mediación, dónde se manifestaron las distintas falencias e imprecisiones operativas de las corporaciones en seguridad pública, principalmente del orden local, lo cual hizo mella en la población al mostrar ineficiencia, corrupción y abuso. La respuesta se buscó en modificaciones legales e institucionales que derivaron en la definición de la seguridad pública como una obligación concurrente a los tres órdenes de gobierno, la postulación de una política criminal operada desde el Sistema Nacional de Seguridad Pública y la creación de nuevos organismos para hacerle frente al delito. Sin embargo, y en similitud a Deus Ex Machina, se recurrió al Ejército no sólo para actividades antidrogas, sino para el combate al delito en general por medio de operativos intermitentes a lo largo del país bajo el supuesto de que:
“La óptica castrense reivindica frente a las distintas corporaciones policíacas (federal, estatal y municipal) contar con superioridad moral (sólidos valores patrios y castrenses: disciplina, abnegación, eficiencia, honestidad), organizativa (mando centralizado, plan de acción sistemático), técnica (mejor armamento, transporte, red de información e inteligencia) y sobre todo apoliticismo en el desempeño de misiones asignadas” (Piñeyro, 2004, 161)
El tema del despliegue masivo del Ejército en tareas de seguridad pública trajo consigo al menos dos problemas. El primero se refiere a que su lectura doctrinal[3] es completamente distinta a la de la seguridad pública, puesto que el instituto armado está entrenado y capacitado como pilar de la seguridad nacional y para el ejercicio de la guerra (convencional y no convencional); hecho que en un entorno de contacto activo con la población puede crear problemas, sobre todo si se toma en cuenta su historial en respeto y protección a los derechos humanos. El segundo abona y pone en duda el supuesto bajo el cual se le introduce en tareas de seguridad pública, ya que con su presencia se está en capacidad de escalar la rivalidad y la conflictividad en las acciones de las autoridades frente al delito y viceversa, juego de suma cero.
En síntesis, los mecanismos de mediación se fragmentaron con la emergencia de gobiernos locales de vario pinta filiación política, paralelamente al despliegue masivo del Ejército en tareas de seguridad pública que fungió como eventual eje de articulación y de posible mediación desde la Federación. Más allá del combate nominal y de una regulación latente de la macrocriminalidad, la participación activa de militares abrió la posibilidad de la “transferencia técnica de conocimiento militar especializado a la criminalidad, en un contexto de cambio político y seria erosión institucional, generando graves escenarios de inestabilidad y violencia” (Flores, 2019, 93)
COYUNTURA
Con la declaración de la guerra contra las drogas por parte de Felipe Calderón la coyuntura se ha trastocado en norma. Se paso de la presencia de operativos militares masivos e intermitentes a los grandes operativos conjuntos concurrentes a lo largo del país, además, y en una lectura abiertamente draconiana, el Ejército ha desmontado agencias de seguridad pública locales por supuesta colusión con organizaciones criminales -en desmedro a las soberanías y regulaciones entre órdenes de gobierno-, a la par que en la reorganización de las policías locales se ha recurrido a preceptos de militarización organizativa, esto es a la definición y uso de posicionamientos castrenses para la organización y operación de la seguridad pública local.
Si bien es cierto que las subsecuentes administraciones federales han tenido iniciativas propias en materia de seguridad, éstas son variaciones de un mismo tema. En especial porque el eje que articula los esfuerzos de seguridad es la presencia de militares. De manera paradójica, a mayor gasto y mayor presencia de militares en seguridad no se ha logrado una reducción del crimen, de hecho el homicidio ha mostrado una alza constante desde hace ya 3 lustros. Desde el campo criminal se ha respondido con la innovación y con la creación de “nuevas coaliciones más o menos flexibles de duración incierta, a coaliciones inestables, ya que algunos de los nuevos socios […] eran enemigos acérrimos hasta hace algunos años y sus enfrentamientos habían sido los más sangrientos” (Astorga, 2015, 176).
Por otro lado, en los últimos años, la violencia ha pasado a un nivel de espectacularidad y escarnio no imaginado. Ha tenido consecuencias no deseadas el uso de militares se revelan en la operación de grupos paramilitares, como los Zetas, Los Ántrax, La línea, Los Pelones, Gente Nueva y Cartel Jalisco Nueva Generación (entre muchos otros), en especial porque estos grupos integran de manera sistemática “conocimientos estratégicos y tácticos de orden militar en el desarrollo de sus actividades delictivas, los cuales definen su conformación, concepción y operación, que persigue en lo fundamental el establecimiento de una hegemonía territorial tal como lo haría una organización militar que sigue los principios de la Guerra No Convencional” (Flores, 2019, 65).Ello habilitó acciones de terror orquestadas de manera coordinada en diversos puntos del país bajo una lógica de teatro de operaciones.
Así, y a manera de suma, parecer ser que la respuesta estatal y sus formas de regulación de la criminalidad en el tiempo presente no han redituado en ello, antes bien pareciera ser que, precisamente, la han acentuado. Quizá, y en un entorno dónde los militares participan ya en diversos dominios de la vida social allende a los de seguridad, la clave sea la generación de controles civiles a su actividad y en pensar en mecanismos alternos para su regreso a los cuarteles. Además, y de manera decidida, las posibles respuestas a la violencia y su regulación seguramente están más allá del uso de la fuerza, en especial con medidas propias de la justicia transicional, el ordenamiento del mercado de las drogas con procedimientos legales y el reposicionamiento de la prevención del delito orientada hacia la atención de las múltiples causas de la violencia y el crimen.
Referencias
Astorga, Luis (2007), Seguridad, traficantes y militares. El poder y la sombra, Tusquets, México, 2007
Astorga, Luis (2015), “¿Qué querían que hiciera?”. Inseguridad y delincuencia organizada en el gobierno de Felipe Calderón, Grijalbo, México
Fazio, Carlos (1996), El tercer vínculo: de la teoría del caos a la militarización de México, Joaquín Mortíz, México
Flores, Carlos (2019), Comienza el horror. Los orígenes de la delincuencia organizada paramilitar en México, en: La crisis de seguridad y violencia en México. Causas, efectos y dimensiones del problema, Carlos Flores (coord..), Ciesas, México
Flores, Carlos (2020), Negocios de sombras: red de poder hegemónica, contrabando, tráfico de drogas y lavado de dinero en Nuevo León, Ciesas, México
Gellner, Ernest (1977), Patrones y clientes en las sociedades mediterráneas, Jucar, España
Moloeznik, Pablo (2007) Balance de la función de Seguridad Pública en México, en: Aproximaciones empíricas al estudio de la inseguridad. Once estudios de seguridad ciudadana en México, Luis González Placencia y José Luis Aguilar (coords.), Miguel Ángel Porrúa, México
Oikón, Verónica (2007), El Estado mexicano frente a los levantamientos armados en Guerrero. El caso del Plan Telearaña, Tzintzun. Revista de Estudios Históricos, 45
Piñeyro, José (2004), “Fuerzas Armadas y combate a las drogas en México: Ayer y hoy”, Sociológica, 54
Pérez, Carlos (2022), Cien años de espías y drogas. La historia de los agentes antinarcóticos de Estados Unidos en México, Debate, México
Picatto, Pablo (2022), Historia mínima de la violencia en México, El Colegio de México, México
Serrano, Mónica (2007), “México: narcotráfico y gobernabilidad”, Pensamiento Iberoamericano, 1,
Weber, Max (2008), Economía y Sociedad, FCE, México
Zepeda, Raúl (2018), Siete tesis explicativas sobre el aumento de la violencia en México, Política y Gobierno, 25 (1)
[1] Se ha documentado ya la presencia de elementos de la DEA. Efectivos de la DEA “volaron sus propias avionetas y helicópteros […] dirigieron bloqueos de carretera en la sierra, patrullaron armados carreteras secundarias y participaron en el arresto de presuntos traficantes, así como en tiroteos en los que murieron dos agentes estadounidenses” (Pérez, 2022, 33)
[2] El General Acosta Chaparro fue entrenado en contrainsurgencia en Fort Bragg, Carolina del Norte. Destacado por su eficacia y su sevicia en el combate a la guerrilla, se posicionó en la década de 1990 como operador de organizaciones criminales, en particular se documentó sus actividades al servicio de Amado Carrillo, El señor de los cielos. En 2002 fue juzgado por un Consejo de Guerra por crímenes cometidos en la Guerra Sucia y por narcotráfico, situación que le valió una condena de 17 años. En 2007 fue absuelto por un tribunal por inconsistencias en las acusaciones, además de retirarse con honores de la actividad militar. Ya libre de cargos, y aprovechando su expertisse y red de contactos, se desempeñó como consultor en seguridad nacional para la SEDENA. Sobre esto último se le señaló como negociador entre el gobierno de Felipe Calderón, 2006-2012, y diversas organizaciones criminales con la intención de aminorar la rivalidad delincuencial. En 2010 sufrió un atentado del cual escapó con vida y en 2012, a las afueras de un taller mecánico en la Ciudad de México, fue asesinado de 3 tiros en la cabeza
[3] Con el deterioro progresivo del socialismo real y el fin de la amenaza guerrillera, a escala continental se modifican las tesis doctrinales de los ejércitos. La oposición marxista deja de ser el enemigo interno para dar paso a las organizaciones narcotraficantes y, ulteriormente, terroristas y todas sus posibles combinaciones. Para cumplir con su nuevo enfoque se crean divisiones especiales de inteligencia y unidades tácticas altamente capacitadas en guerra no convencional con capacidad de despliegue en entornos urbanos, selvas y montañas. En el caso de México, durante fines de la década de 1980 y a lo largo de la siguiente se da un proceso de reingeniería militar, se incrementa su cantidad de efectivos y, en contravía a su vocación nacionalista, se aumenta su relación con los norteamericanos, en particular en la Armada. Para más información, consultar (Fazio, 1996)