Después de la victoria electoral de Syriza, una fuerza que logró unir a los distintos partidos de la izquierda griega, el nuevo gobierno conducido por Alexis Tsipras ha tenido que confrontarse con las instituciones europeas. En la campaña electoral Syriza había prometido abandonar las políticas de austeridad impuestas por la Troika (Banco Central Europeo, Fondo Monetario Internacional y Comisión Europea) en los años previos. El gobierno de Tsipras exige renegociar los términos de una deuda que no se puede pagar y reducir el superávit de las finanzas públicas al que el gobierno precedente se había comprometido para pagar la deuda. Necesita una bocanada de oxígeno y un poco de tiempo y flexibilidad para intentar relanzar la devastada economía griega. Peticiones de sentido común y todo menos “extremas” que, no obstante, se enfrentan a la intransigencia europea, en particular alemana, que insiste en el mantenimiento integral de los planes de austeridad, de las medidas de privatización y de los recortes al gasto público. Medidas inaceptables para un país al borde del colapso con una desocupación juvenil superior al 50% y donde han reaparecido enfermedades y fenómenos de desnutrición que, al menos en estas proporciones, la “rica” Europa no veía desde hacía décadas. Como si no bastaran los devastadores impactos sociales, la austeridad ha ocasionado un empeoramiento de los parámetros macroeconómicos que supuestamente debían mejorar. En Grecia, como en casi la totalidad de los países que han aplicado las medidas de austeridad recortando el gasto, los servicios públicos y el bienestar, el PIB disminuye más rápido que la deuda y la relación deuda/PIB sigue empeorando.
Y sin embargo, frente a un fracaso tan evidente en lo social y lo económico, a Grecia se le exigen ulteriores sacrificios. Se construye y difunde la idea de un país que ha vivido “por encima de sus propias posibilidades”, endeudado con las naciones “virtuosas” de Europa central y que hoy no quiere pagar sus propias deudas. Esto es falso tanto en el contenido como en la forma. Grecia no está solicitando anular la deuda sino renegociar sus términos y plazos, así como organizar una conferencia internacional sobre la deuda.
Aún más, el problema no es de ningún modo la deuda en sí, es más, no es un problema económico sino político. El total de la deuda griega, considerando la suma entre la que se contrajo con privados, los bancos, las instituciones y los gobiernos extranjeros es del orden de 300 millones de euros. En una sola de las innumerables operaciones puestas en marcha para salvar las finanzas que había causado la crisis, la Banca Central Europea en los años pasados prestó otros 1,000 millones de euros a una tasa del 1% a los bancos europeos. Pero, en la lógica del capitalismo financiero, lo que se hace a favor de los bancos que tienen como objetivo la máxima ganancia evidentemente no se puede hacer por gobiernos que teóricamente actúan en favor del interés general y el bien común. Si a quien sufre directamente la crisis le fueran concedidas las mismas posibilidades que les son ofrecidas generosamente a quienes han causado la misma crisis, hoy Grecia y Europa estarían en una situación muy distinta.
Y no solo, mirando más en detalle, se descubre que buena parte de la deuda griega ha sido utilizada para salvar a los bancos de los países más fuertes. En los años precedentes, los bancos alemanes y franceses prestaban a los bancos griegos, lo que de una u otra forma enmascaraba los desequilibrios entre estos países, y al mismo tiempo daba a Grecia el dinero necesario para comprar productos a las empresas alemanas y francesas (sobre todo armas). Con el estallido de la crisis de los créditos de alto riesgo y el colapso de las finanzas privadas los bancos han cerrado los grifos y solicitaron el pago de la deuda, desencadenando los problemas de Grecia. No se puede entender bien por qué hoy la culpa debe recaer únicamente en los deudores, como si no fuese también responsabilidad, al menos en la misma medida, de los acreedores, o de los bancos en Alemania y Francia que durante años prestaron con “alegría” en búsqueda de ganancias elevadas con el beneplácito de sus gobiernos que veían aumentar las exportaciones.
Cuando el problema estalló, sin embargo, las decisiones fueron claras. Todavía en 2009 el riesgo para los Estados alemán, francés e italiano en Grecia era nulo. Eran los bancos alemanes y franceses los que tenían créditos por decenas de millones. En 2012 Grecia fue llevada a la crisis y se tuvo que intervenir con los mal llamados planes de rescate de Grecia, que en realidad han sido un negocio redondo para los bancos privados. Los dineros públicos de los planes de rescate de Grecia fueron girados de Europa a Grecia, de ésta a sus bancos y de los bancos helénicos a los bancos franceses y alemanes. El 77% de todos los apoyos proporcionados a Grecia entre mayo de 2010 y junio de 2013 terminaron en el sector financiero. De esa manera el Estado griego se encuentra nuevamente endeudado con los gobiernos de los otros países europeos y ha sido obligado a sufrir los chantajes y condiciones impuestas desde el extranjero.
Si se supera la fábula del deudor malvado y del acreedor bueno el motivo real de la intransigencia contra Grecia salta a la vista: cualquier excepción concedida hoy podría abrir el camino a poner en discusión integralmente la visión que guía las políticas económicas europeas. Si hoy se permite a Grecia cualquier margen de maniobra, mañana España podría pedir otro, y después otros países. Los ciudadanos podrían volver a poner en discusión el proyecto económico europeo en su conjunto. Actualmente no solo los alemanes, España está en primera fila diciendo que Grecia no debe desviarse ni un solo paso del memorándum de compromisos que suscribió el gobierno anterior. Una España en la cual Podemos, el movimiento surgido desde abajo y que según distintos sondeos hoy es la primera fuerza política española, preocupa más a los Populares que a los Socialistas que desde hace años se alternan el gobierno. Un fracaso de Syriza daría a esas fuerzas políticas un argumento para contrarrestar el ascenso de Podemos en vista de las elecciones que tendrán lugar el otoño próximo.
Una salida de la crisis “por la izquierda”, como la que está intentando realizar Syriza en Grecia, abriría por el contrario un espacio político para poner en discusión las raíces mismas de la política económica seguida en Europa, las políticas inspiradas en el neo-mercantilismo, donde el éxito de un país se mide con base en su fuerza comercial y de exportación. Es en este sentido que se puede hablar de una Europa conducida por Alemania que se inspira en la doctrina ordoliberalista que sostiene que la finalidad del Estado debe ser la de poner a sus empresas en las mejores condiciones para ganar en la competencia internacional. Alemania es la cuarta economía del planeta (después de los EEUU, Japón y China), pero es la segunda mayor exportadora del planeta. Ha fundado su fuerza principalmente en las exportaciones y en el superávit comercial. Y está constriñendo a toda Europa a seguir las mismas directrices, de las cuales depende su propio poder económico.
La austeridad es hija de tales directrices: el problema no es el aumento de la pobreza y la desigualdad, que provoca un quiebre en la demanda, no es mucho menos el bienestar de los ciudadanos. El punto central es continuar mejorando la oferta, volver las propias empresas más competitivas disminuyéndoles los impuestos y recortar los ingresos y los derechos de las y los trabajadores. Una política del lado de la oferta en la que el objetivo final es vender más a menos y aumentar las exportaciones.
Obviamente en un planeta de dimensiones finitas es imposible que todos exporten más. El mercantilismo lleva a una competencia desesperada que pasa sobre la piel de los más débiles, en al plano fiscal, sobre las normativas ambientales, que entre otras cosas produce un aumento de la desigualdad entre los países, y en Europa entre las naciones más fuertes reunidas en torno a Alemania y las más débiles, los países de la periferia, partiendo de Grecia, España o Portugal. Al mismo tiempo aumentan también las desigualdades internas a los países a causa de los recortes al gasto público y de la reducción de los salarios.
En la visión mercantilista, no obstante, ese aumento de las desigualdades y del desempleo no resulta un mal. Por el contrario, un mayor desempleo permite limitar los salarios y por tanto hace más competitivas a las empresas mientras que las desigualdades son vistas como un motor en esta carrera de todos contra todos. La crisis se convierte en la coartada perfecta para imponer reformas estructurales, recortes y sacrificios que exacerban ulteriormente las desigualdades. El objetivo es exaltar el poder comercial de las naciones a costa del bienestar de los ciudadanos.
En los hechos las crecientes desigualdades están teniendo un impacto desastroso desde por lo menos tres puntos de vista. El primero tiene que ver obviamente con el malestar social, con el deslizamiento de sectores cada vez más amplios de la población hacia la pobreza. De esta polarización de las riquezas se desprende un segundo problema: si las familias y los trabajadores son siempre más pobres, cae el consumo y colapsa la demanda agregada, lo que impacta directamente en una caída del PIB y en el consiguiente empeoramiento progresivo de las finanzas públicas, que paradójicamente es utilizado para imponer recortes adicionales y medidas de austeridad. Por último, aumenta la brecha entre una economía estancada y una riqueza financiera que continúa creciendo: las condiciones ideales para una nueva burbuja financiera.
Una burbuja sostenida por una increíble cantidad de dinero que la BCE y las instituciones europeas continúan derramando en los bancos privados y en los mercados financieros responsables del estallamiento de la crisis. Decisiones perfectamente alineadas con la idea según la cual, por definición, las finanzas públicas son el problema y las privadas la solución. Una visión que lleva a inundar de liquidez ilimitada a los bancos y al sistema financiero responsables de la crisis y a estrangular con la austeridad a Estados y ciudadanos que la han padecido.
Es en este contexto en el que el gobierno griego busca mostrar que existe una alternativa posible: abandonar la idea de un sistema fundado en la competitividad desesperada; poner límites al casino financiero que nos ha llevado a la crisis; relanzar la intervención pública en la economía, para proteger a los más débiles y al interés general; reducir las desigualdades; poner el bienestar de los ciudadanos en el centro de las políticas económicas. Del otro lado está la ideología fallida que está guiando a Europa desde el estallamiento de la crisis a hoy, que amenaza con llevarla al desastre desde el punto de vista económico, social y político.
Por eso es necesario pero no suficiente cambiar las políticas actuales; es preciso un cambio completo de visión, cultural antes que económico. Es necesario acabar con el imaginario de la crisis que ha sido construido e impuesto en estos años. En muchos países europeos, empezando por Francia e Italia, crecen los movimientos de extrema derecha y abiertamente fascistas. Análogamente crece la rabia contra esta Europa, con el riesgo concreto del derrumbe del Euro y del conjunto del proyecto de la Unión Europea. Acabar con la actual visión de la crisis significa empezar por comprender que en la actualidad el problema no es tanto si Europa decidirá o no conceder a Grecia un plan de rescate. Es Grecia la que está intentando rescatar a Europa.
Traducción del italiano: Teresa Rodríguez de la Vega Cuéllar